Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Érase una vez un niño por CrawlingFiction

[Reviews - 1]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

One shot (Un sólo capítulo). Es un Frerard, pero lo escribí de una manera que cualquier persona conozca o no la pairing(?) pueda leerla como una historia original c:

Notas del capitulo:

HOLA A TODOS<3

Si, andaba desaparecida, pero estuve (esto) ocupadita, y logré sacar algo de tiempo e inspiración para este Oneshot ghei que escribí xd.

Lo dedico(?) especialmente a quien me leen en "La luz detrás de tus ojos", mi fic Frerard que llevo tiempito sin actualizar, no, no las excluyo bellezas ;;;; es que no consigo tiempo para escribir y boludear(?) como antes xD

En fin, espero les guste, es One shot, es algo largo y de un estilo diferente a las otras tonteras que he escrito.

Nos vemos en las revius<33333333333

 

Érase una vez un niño.

 

Érase una vez un niño, de cabello café muy oscuro, a los hombros y despeinado de tanto correr descalzo por el jardín o por el parque de la mano de su cuidador. De ojos pequeños, de efecto tornasolado, que lucían almendrados y severos cuando hacia un berrinche, nostálgicos y amarillentos cuando la lluvia arreciaba contra la ventana y de un cándido y brillante verde oliva cuando sonreía con esa genuinidad que sólo los niños e ignorantes poseen. Su nívea piel siempre salpicada de barro o arena y sus delgados labios sonrosados fruncidos al trepar los árboles. Este niño es Gerard Way, astuto, cándido, temeroso e intrépido…lamentablemente era solamente la imagen que su fantasiosa mente infantil tenía sobre él mismo. La realidad era otra, en parte. Dichoso el niño que corre hasta que la brisa le seca el sudor, y cuando los raspones de sus rodillas tienen más historias que contar que un álbum de fotografías y que carece de ese diente de leche que se aflojó por golpearse al jugar. Gerard era un pequeño enclaustrado en su jaula de oro. Siempre de ojos amarillentos. Siempre enfermo. Siempre nostálgico. Siempre solo.

Arrimado en un rincón de su gran casa. Donde las mucamas fantasmales se paseaban por los pasillos cotilleando y limpiando, donde el calor de unos padres se reservaba sólo para las noches cuando él ya estaba dormido. Arrimado en un rincón solo él y el último juguete caro que le habrían comprado para borrar la culpa, para maquillar la ausencia.

Gerard era propiamente un niño de nueve años, de cabello café muy oscuro, siempre peinado y cuidado por la niñera de turno, de tez pálida por la falta de sol y sudor, de ojos amarillentos como las hojas de su cuento favorito que releía al estar aburrido, que no sabía por más que relatos lo que era jugar con globos de agua, lo que era trepar los árboles e investigar los pajaritos dentro sus nidos, no sabía lo que era jugar hasta que lo rojizo del cielo anunciara el fin de la tarde. Un niño que lo tenía todo, y nada a la vez. La envidia de los compañeros de clases por tener los mejores juguetes, pero sin algún amigo con quién compartirlos.

La rutina desolada quizás le enfermó, sus problemas de asma empeoraron, lo que le hacía tedioso hasta el polvo imperceptible de la gran y sola casa. Tal fue su estado que sus ocupados padres se dieron cuenta de que el rincón que antes usaba para jugar estaba vacío, los lloriqueos hacia la sirvienta encargada de despertarle para ir al colegio aumentaron, las observaciones de la maestra que otra mujer de servicio debía escuchar fueron más severas. El niño enfermaba de soledad, moría por no estar vivo.

Érase una vez un joven bajo, de cabello negro a los ojos, los cuales de tono almendra se distinguían por sobre los demás, pero no había nada más para diferenciarle, era un chico, llamado Frank, de diecisiete años como muchos más, de una familia de clase media, que vivía con su abuela luego de que sus padres falleciesen por un accidente de tránsito, pero a él no le afectaba tanto, se excusaba alegando que a los dos años no recuerdas nada sobre tus padres, que la sensación de pena que sentía cuando se acercaba el aniversario de sus muertes había sido un sentimiento adquirido. Más, por dentro, desde niño siempre observó de lejos las fechas especiales; días de la madre y del padre, fiestas escolares y Navidad, todas esas tarjetas pegadas sobre la puerta de la nevera caían a su abuela, que daba y daría lo necesario por él. Sin embargo, algún día debía ser retribuida la labor, y sucedió cuando la pobre mujer enfermó de artritis; el dolor y lo agazapado de sus músculos le impedían trabajar, fue jubilada, más su sueldo de maestra no bastaba para las aspiraciones que tenía para con su nieto, su hijo. Deseaba que se hiciera de un nombre y de un oficio. Y, el joven optó por pedir un trabajo de medio tiempo para alivianar la situación.

Primero cuidó mascotas, luego cajero de supermercado y ya su última echada de cartas al destino le apuntó al pórtico de la preciosa casona en aquella zona privilegiada de la ciudad. La nota en la prensa solicitaba un ayudante de jardinero que hiciera las veces de niñero. Que trabajo más peculiar, murmuró. Entró y fue recibido por un pequeño séquito de treintonas que le condujeron a la sala de estar principal. En ella vio sentada a una mujer fina y hermosa, de cabellos castaños recogidos en un moño, no tenía cara de haber padecido ninguna dificultad, quizás su mayor dolor fue el dar a luz al pequeño niño acurrucado en una silla al otro extremo del salón con un muñeco de trapo en las manos.

Frank fue entrevistado por la madre, que requería de un joven fuerte y dispuesto a ayudar al viejo jardinero de la familia, que cada siete días iba a la casa a podar, cortar, y sembrar. Su otro trabajo sería encargarse de la pequeña figura a sus espaldas, que le miraba con el ceño fruncido y unos vibrantes ojos de neón. El joven aceptó, muy buena remuneración por hacer nada, pensó él. La mujer aliviada  aceptó en la tribu de empleados encargados de limpiar y supervisar su casona. Curiosamente, no eran tantos como antes había calculado: una ama de llaves, siempre metida en la cocina cocinando y limpiando, una mucama canosa, el viejo jardinero y él. Las otras mucamas eran temporales y ese mismo día se fueron.

El sol apenas posado sobre los edificios anunció su primer día de trabajo como niñero y pseudo-jardinero. Al llegar a la casa se encontró con el chiquillo mirándole fijamente, como un espanto que le vigilaría en silencio el resto de sus días. Le saludó y habló, más el chico con un murmuro se giró y escabulló. Niños caprichosos, habría pensado él. Concentrado en su labor de arrancar maleza,  recortar arbustos y regar flores escuchaba las anécdotas del viejito hablador. Frank le escuchaba encantado, siempre gustaba de hablar con gente mayor, cargados de experiencias y anécdotas entre sus canas.

Frank se sacó la camisa y con ella se enjugaba el sudor escurrido ante el ímpetu del sol de mediodía sobre su frente, se giró y vio al niño, todavía en pijama, frente a él. Le miró mosqueado, a lo que el niño bajó la mirada apenado y entregó la bandeja de acero a las manos del mayor. Éste la miró: Una pesada jarra y vasos llenos de limonada, y unas galletas partidas. Apenas Frank Iero bajó la mirada el niño se había escondido dentro la casa. El viejo jardinero rio y tomó de uno de los vasos y bebió. Sin dejar de reír con su ronca voz alegó que el pequeño Gee lo había hecho para ambos. El de ojos almendra bebió y arrugó la cara; la limonada estaba ácida, y se veían gajitos de limón flotando con una base de azúcar mal disuelta al fondo: una limonada casera muy mal hecha. Frank sonrió y gustoso la terminó.

El niño aburrido releía su cuento favorito otra vez, sentado en un rincón del jardín con la brisa veraniega ondeando sus cabellos lacios. Una imponente sombra le cubrió, alzó la vista y vio al asistente de jardinero con una sonrisa afable, se sentó a su lado con las rodillas al pecho. El menor temeroso se alejó y le miró extrañado, Frank se enjugaba el sudor graciosamente sacándole una sonrisita al niño. Y empezaron a hablar, el jardinero le habló sobre exageradas aventuras cortando enredaderas kilométricas y exterminando gusanos del tamaño de su índice y le mostró florecillas que el niño antes no había visto. Por su parte Gee le releyó tres veces su cuento favorito, le confesó ufano que sabía que los monstruos tras el armario no existían y el adolescente sonriente le escuchaba. Un niño tan infantil y tímido le enternecía el corazón, más sabía que su retraimiento se debía a la reclusión dentro su hermosa y bien cuidaba jaula de oro. Y ahí cometió su pequeño y hermoso error; involucrarse, quizás por ser una buena persona o por su marcado deber moral, se involucró con la situación del niño. Y, como su nuevo niñero le fue enseñando lo grande y maravilloso que era el mundo tras las cortinas de gamuza de la sala de estar.

El niño y su cuidador se hicieron buenos amigos, uno ansiaba que el timbre de salida de clases sonase para ver al otro, que con mismo añoro le esperaba a la salida con una sonrisa y su mano dispuesta a tomarle y llevarle a escondidas a parques, museos y heladerías antes de volver a ser encarcelado. ¿Qué podía haber de malo con eso? Ambos se querían, como los hermanos que habían logrado tener, como los amigos que sí pudieron conservar más de unas semanas.

Un año pasó, Gerard fue mejorando su enfermizo aspecto y conducta evasiva con los demás, hizo un par de amigos, pero algo en él fue cambiando. De nuevo empezó a tenerle odio al colegio y se volvió rebelde y arisco contra Frank; le evitaba a toda costa, volvía a ser el niño esquivo de hace tiempo. ¿Por qué? ¿No eran mejores amigos?

El joven de recién cumplidos dieciochos se hartó de la actitud del niño, a fin de cuentas este era su trabajo y no dejaría que una malcriadez de momento afectase su buena relación con su pequeño Gee ni mucho menos la paga que necesitaba para las medicinas de su abuela. Tomó al de ojos de un renovado verde brillante y le enfrentó como hacen los hombres. ¿Qué te sucede? Preguntó él, le sermoneó, le dio de su confianza, le aseguró que todo problema que hubiese podrían resolverlo juntos, como los amigos y hermanos que eran. Siempre él sería su pequeño Gee, ¿Lo sabes? Le recordó. Y, de inmediato sus ojos de opaco amarillo, ese triste tornasol empezó a gotear. Lloraba, contra sus deseos, como daba a demostrar la rudeza con que se enjugaba. Iero se agachó y susurrando palabras de cariño le limpiaba y acariciaba su carita arrasada. El menor cabizbajo temblaba como hoja contra el viento. ¿Qué tienes? Volvió a preguntar con voz suave, con ese amor que siempre le prodigó al solitario niño, éste avergonzado empezaba a murmurar. Que confió en un amigo del colegio y éste se burló y le insultó, que eso le hacía sentir mal, que por eso no quería volver al colegio, que temía que más personas se metieran con él. El mayor le abrazó y le aseguró que todo lo que decían aquellos eran mentiras, que no cayera en sus juegos. Gee, su pequeño tembló y negando con la cabeza le soltó. ¿Qué te dicen, entonces? Preguntó él, su voz se sentía temerosa, ¿A qué tenía miedo? El niño lo meditó varios segundos, interminables segundos donde sólo el platicar y reír de la ama de llaves y el viejo jardinero se oían en el porche. El pequeño cabizbajo le pidió que cerrase los ojos, que sólo así podría explicar lo sucedido. Añadió además que no le odiase, que lo prometiese. Sin chistar el de ojos como la almendra los cerró, confiaba bastamente en su pequeño Gee, su hermanito menor, no era sólo la causa de que tuviese trabajo y una paga, eran algo más que un niño y su “niñero”. Eran más que amigos o hermanos. Más que todo. Empezó a tener muchas dudas, su suave voz empezó a contar, y no sabía a quién preguntarle o hasta que libro consultar. ¿Por qué no hablaste conmigo? ¿Es algo que no sé? Interrumpió preocupado sin abrir los ojos. No interrumpas, pidió el otro; añadió, y le conté a mi amigo, y no entendió nada, me insultó y se burló… ¿Qué pasaría si otros más supieran? ¿Estaré de nuevo solo? Me tienes a mí, pensó el mayor. Era sobre esto…murmuró el menor. Y hubo un silencio llano. Él ya iba a preguntar qué había pasado cuando una pequeña boca, unos temblorosos labios le besaron y unas frías manos se apoyaron de sus hombros. El mayor sin caber en su sorpresa abrió los ojos. La imagen de aquel niño de mejillas coloradas y pestañas empapadas le estremeció más que el mismo acto que dejaba consumar. Le soltó aturdido, se cubrió el rostro con las manos y se dejó sentar en el suelo, se sentía como una persona sucia, una persona mala. Gerard sollozaba en silencio con la vista clavada al suelo. Debía recuperar la compostura. Tomó al niño y le secó las lágrimas con las mangas de su sudadera. No podía hablar, sólo le consoló y como movido por una maquina se puso de pie, se despidió del jardinero y la ama de llaves y se fue, a fin de cuentas ya sus horas habían terminado.

Y pasaron dos días y no regresó. Alegó a la madre del menor que estaba resfriado, que pronto regresaría. Pero la realidad era otra. Sentado frente a la ventana con un cigarrillo reflexionaba todo y se cargaba de rabia al saber que su niño sufría, sufría mucho, y todo por su culpa. Por su cobardía de desaparecerse esos días. Amaba a su pequeño, y sentía repudio a si mismo por sentir eso con él, sentía que traicionaba su confianza, que era una persona sucia, una persona mala. Pero podría soportarlo estando a su lado, abrazándolo y diciéndole que le quería así fuese una emoción más compleja de entender para un niño de diez años, podía vivir con ese silencio mientras le veía crecer, enamorarse de alguna niñita y dejar de necesitar de su compañía. Dejar de necesitarlo y olvidarlo. Pero todo cambió cuando el niño tomó las riendas del asunto con su inocencia, con su corto entendimiento de que es el amor, pero, ¿Quiénes somos para juzgar quién sabe o no sobre lo que es amar a alguien? Hay muchas formas de vivir, y muchas maneras de amar. Y él lo amaba.

Al día tercero Frank se recuperó de su supuesto resfriado. El viejo jardinero efusivo le recibió. La ama de llaves estaba acompañando a su hija mayor a dar a luz a la clínica y los padres de Gerard siempre trabajando. El de ojos almendra preguntó por Gee. Que le tenía un regalo, y era así, la bolsa de papel azul brillante lo delataba. El viejo jardinero que estaba en la cocina tomando agua le dijo que seguramente en su recamara. El muchacho dio las gracias y fue para allá. Corrió a ver a su niño, a su pequeño Gerard, que aunque tuviese diez años y a esa edad muchos chicos pierden la inocencia él seguía siendo tan ingenuo. Tocó la puerta y un chiquillo con cara de muerto abrió. Seguía vestido con su pijama azul y tenía su cuento favorito bajo el brazo. Apenas vio al mayor sus ojos brillaron de intenso verde y saltó a abrazarle. El joven le abrazó con fuerzas dando muchas vueltas y sentó en la cama. Riendo y jadeando le peinaba sus cabellos desarreglados. Le dijo que le tenía un regalo, y los ojos del chico brillaron cuan bombillas, no porque le diesen algo, él siempre recibía regalos, muchos regalos huecos, vacíos, sin sentimientos en ellos. El de Frankie sería diferente, porque él le quería y con o sin un objeto material de por medio lo demostraba. Gerard abrió la bolsa y vio varios libros de cuentos, de los que le gustaban, de villanos astutos y héroes valerosos. Te los leeré todas las veces que quieras, o bueno, hasta que te canses de leer cuentos y crezcas, dijo Frank acariciando su mejilla. Yo nunca me cansaré de leer cuentos, y más si tú lo haces conmigo, Frankie, objetó el otro con seguridad, el mayor suspiró y miró a la pared. Eso espero, pequeño. ¿No volverás a irte? Preguntó el menor tomando de su mano con necesidad, su manita era tan pequeña e infantil. Era un niño y el un hombre a fin de cuentas. El de ojos almendrados giró a verle, le sonrió con cierta nostalgia, una nostalgia que pronosticaba un futuro. No, no lo haré de nuevo, perdóname ¿Si?, aseguró el con una cómica expresión triste. El niño emuló pensarlo mucho y sin dejar de sonreírle se acercó y con rapidez le plantó un beso en la mejilla. Te perdono.

Érase una vez un niño, de cabello café muy oscuro a los hombros y despeinando de tanto correr descalzo por el jardín o por el parque de la mano de su cuidador. De ojos pequeños de un verde brillante, reflejos de una ingenuidad que sólo los niños e ignorantes poseen. Este niño era Gerard; astuto, cándido, temeroso e intrépido.

Érase una vez un joven, bajo, de cabello negro a los ojos, los cuales de tono almendra se distinguían por sobre los demás, pero no había nada más para diferenciarle, era un chico, llamado Frank. Con una sonrisa y una palma abierta para recibir la mano de su niño, de su pequeño.

Eran Gerard y Frank, el niño y su cuidador, el hermano menor y el mayor, amigos y confidentes. Eran más que eso, eran un todo.

Notas finales:

Cualquier cosa tocan a mi Ask o en una review, amiwitos. /o/


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).