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Te amo, Mika por Calabaza

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Iba tarde. Aunque eso en verdad a Pino no le preocupaba. No podía hacer nada para que el tren se moviera más rápido o para que dejara de detenerse estación tras estación, así que hacía lo único que estaba en sus manos, que era meter las manos a los bolsillos del abrigo para eludir un poco el frío, y esperar pacientemente. El tren se detuvo y faltaban todavía dos estaciones. Las puertas se abrieron con un leve rechinido y el aire del exterior se coló entre los pasajeros.

Él se hizo para atrás, sosteniéndose de uno de los tubos, mientras dejaba el paso libre para las personas que querían bajar. El vagón quedó bastante vacío, a comparación a como había estado unos momentos antes, y eso le alegró. Miró alrededor, buscando un asiento disponible, y mientras lo hacía escuchó las puertas cerrándose de nuevo, y el ambiente dentro del vagón volvió a sentirse tibio y acogedor, aislado del ruido del gentío en la plataforma.

Se giró para darle una última mirada a través del cristal de la ventana de la puerta, y entonces se quedó sin aire, no violentamente, no como si hubiera recibido un golpe, sino más bien suave y gentilmente, como si todo el aire del mundo fuera extinguiéndose lentamente hasta dejarlo sin aliento, adormecido en una especie de ensoñación.

El tren se movía de nuevo, pero no se dio cuenta de ello. Tampoco había alcanzado a mirar la plataforma. En ese momento no podía ver nada más que un par de pupilas muy azules que habían clavado su atención en él, y que estaban muy cerca. Demasiado cerca. Maravillosamente cerca.

Su mano se apretó sobre el tubo, y un ligero destello de conciencia, de que debía retroceder al menos un par de pasos cruzó por su mente, pero no fue capaz de atenderla. Estaba clavado en su lugar, y aquella persona frente a él, aquel muchacho alto, más alto que él (aunque él mismo ya era de por sí bastante alto) se acercó un poco más, sujetándose del mismo tubo, sus manos a unos milímetros de distancia, sus rostros igual.

En otras circunstancias quizá aquello habría pasado desapercibido, si el vagón hubiera estado tan atestado de gente como hasta unos minutos atrás, seguro que sería entendible que estuviera tan cerca de él.

Pero eran los únicos dos parados frente a la puerta. Y dentro de su mente, en ese momento eran los únicos dos en todo el planeta.

Pino movió los labios, pero fue incapaz de articular alguna palabra. La voz se le había secado en la garganta, y la vista se le puso borrosa cuando sintió el aliento tibio sobre su rostro. Quiso apartar la vista, decir algo, decir muchas cosas, pero la mirada de aquel muchacho no se lo permitió. Le tenía atrapado. En el silencio que había caído entre los dos podía comprender que le pedía que no se alejara, que le dejara mirarle así de cerca, y respirar su mismo aire.

Sus manos sobre el tubo por fin se tocaron. Un roce apenas bastó para que el pecho de Pino se saturara de sensaciones. Quiso retirar la mano, pero la mano del otro ya la sostenía, muy tiernamente, pero con absoluta firmeza, con la resolución de no dejarle escapar.

No quería escapar, desde luego. No quería eso, y aun así había en su mente una voz de alarma que le advertía que debía detener todo aquello cuanto antes. Era, sin duda, un peligro seguir con aquella aventura.

Pero se vio incapaz de renunciar a ella. Aquella alarma en su cabeza quedó amortiguada bajo el fascinante, extraordinario sonido de sus respiraciones entremezcladas, de sus labios encontrándose, devorándose lentamente, a conciencia. El corazón le palpitaba al ritmo desquiciado de un tambor, y eso dolió, tan dulcemente que deseó que doliera aún más.

Iba a doler, eso sin duda.

Sus brazos se cerraron alrededor del cuerpo de aquel muchacho, y él lo abrazó también. Estaba atrapado, lo sabía. No se iba a poder escapar de aquellos brazos fuertes. Su propio cuerpo no se lo iba a permitir.

Quiso sonreír, pero lo único que pudo hacer fue seguir besándolo.

El tren se detuvo, y se dio cuenta de ello sólo porque la puerta se abrió, y el frío se coló dentro, y él lo sintió, pero muy lejano. El frío que apenas percibía pertenecía ahora a otra realidad, y el mundo en él que él estaba lo envolvía un agradable calor con olor al cuero desgastado de una chaqueta de cuero.

Pino se detuvo, sólo porque sabía que sería una pausa momentánea, y le miró, sintiéndose todavía incapaz de pronunciar alguna palabra coherente. Le tomó de un brazo y lo jaló fuera del vagón del tren. Ninguno de los dos notó las miradas a su alrededor. No importaban. No existían.

Sólo ellos. Aunque fuera por un rato, el mundo eran ellos.

El muchacho quiso volver a abrázalo. Lo empotró en el reducido espacio detrás de un pilar y lo besó como desesperado, como si muriera de hambre y sed, y Pino fuera lo único que podía saciarlo. El beso fue tan intenso, tan vigoroso, que a Pino se le olvidó todo por un rato. No sabía en donde estaba, quien era él o qué hacía. Sólo se entregaba a aquellas sensaciones, porque lo necesitaba. Él también estaba hambriento, y triste, y quería que esas sensaciones abandonaran su cuerpo y en su lugar se llenara por completo del calor de aquel cuerpo.

Gimió, descaradamente. Y eso provocó que el cuerpo del muchacho se tensara. Dejó de comerle la boca sólo para darle una mirada de advertencia. Iba a devorarlo entero, no había escapatoria de aquello. Y Pino se rió, porque estaba de acuerdo.

Pero eso no iba a suceder ahí.

Hizo que el muchacho le dejara libre y le siguiera por las escaleras, fuera de la estación de tren, hacia las calles. Estaba nublado, chispeaba, el aire olía a humedad y humo. Pino lo respiró profundamente. El aire había regresado al mundo y se sentía bien llenándose los pulmones de él a pesar del olor, porque se sentía vivo.

La voz de alarma en su cabeza volvió a asomarse.

“Por ahora” decía “Pero ¿Después?”

Pino la empujó al fondo de su mente, a donde no pudiera oírla. El después no tenía que importarle en ese momento, no iba a arrebatarle aquello.

Unos brazos insistentes volvieron a cerrarse alrededor de su cintura, y el muchacho deslizó los labios por la curva de su cuello. Pino se mordió los labios y cerró los ojos, concentrándose en la sensación de los folículos de su piel erizándose todos al mismo tiempo bajo aquel divino contacto. Una mano grande de tacto suave le deshizo la coleta, y el cabello largo y castaño le cayó sobre la espalda. El muchacho lo acarició, hundió el rostro en él, enredó sus dedos en los mechones de su pelo, jalándolo un poco mientras lo besaba una y otra vez. A Pino se le erizó la piel de puro placer.

Levantó un brazo para hacerle la parada a un taxi que se acercaba. El auto se detuvo, ellos subieron, y Pino trató de quedarse muy quieto, con la mirada vagando en el panorama detrás del vidrio de la ventana. Su mano derecha, sin embargo, no se había quedado quieta, moviéndose entre el espacio que había quedado entre él y el muchacho, hasta alcanzar su mano. Aquella piel caliente le reclamaba. Suspiró y trató de resistirse.

Pero el muchacho no. Se inclinó hacia él, volviendo a besarle el cuello, acariciándole con los labios, y luego pasándole la lengua con un gesto obsceno que Pino alcanzó a captar por el espejo retrovisor y que le puso a hervir la sangre.

El conductor también lo había visto y no dejaba de mirarlos a través del espejo con el entrecejo fruncido y una mueca de desaprobación.

Pino quiso echarse a reír y quiso disculparse al mismo tiempo. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Le daría una magnifica propina a cambio. Le habría dado todo el dinero que llevaba consigo en ese momento solo por llevarlos a donde le había indicado. Cruzando la ciudad, de vuelta a donde vivía.

La idea de parar en algún otro lugar, algo más cercano y práctico como un hotel, ni siquiera le pasó por la mente. No. Necesitaba volver a casa. Quería que fuera sobre su cama. Que fueran sus sábanas las que cubrieran el cuerpo del muchacho.

Sus dedos se entrelazaron con los del otro, y aquel más alto de ojos azules se le quedó mirando extrañado. Parecía que aquel simple gesto le había hecho sonrojar, y agachó la cabeza para ocultarlo. Pero sonrió, y Pino sintió que se derretía.

Se besaron el resto del camino. El conductor nunca dijo nada. Tampoco habría podido detenerlos. Se besaron en la acera, con la lluvia cayéndoles encima. Se besaron en el vestíbulo del edificio en dónde Pino vivía. Se besaron en las escaleras (el elevador estaba averiado).

Pino logró abrir la puerta de su departamento casi a tientas, el muchacho lo empujó dentro, cerró de un portazo y lo acorraló contra la pared, comenzando a desabotonarle el abrigo, sacarle el suéter, luego la camisa. Le recorrió la espalda desnuda con las yemas de los dedos, con la gentileza con la que se toca algo precioso. Sus manos estaban ásperas. Pino se estremeció por completo bajo su tacto. Quería aquellas manos en cada rincón de su cuerpo, pero no tenía tiempo para decírselo con palabras. Beso a beso se le consumía el aliento. Apoyó el cuerpo contra el del muchacho. La sensación de su piel desnuda rozando la ropa del otro le pareció deliciosa. Le gustaba sentirse un poco expuesto, un poco vulnerable ante él.

Metió las manos bajo la camiseta del muchacho porque si algo se sentiría mejor que el contacto con aquella chaqueta de cuero, eso sería sin duda sentir la desnudez de su piel. El muchacho jadeó sobre sus labios y los mordió suavemente. Pino recorrió el contorno de su cintura. Jugó con la pretina de su pantalón. Algo allá abajo se estaba poniendo duro. Lo sentía contra su cadera.

Le tomó de las manos y lo guió a su habitación.

El muchacho lo arrastró hacia la cama, haciendo que se tumbara, mientras él se sacaba la chaqueta y la dejaba caer al suelo. Luego subió al colchón, y se acomodó, no sobre él, sino a su lado. La prisa parecía haberse evaporado, y se estaba tomando el tiempo de contemplar el cuerpo que se le ofrecía. Le acarició el pecho. Presionó uno de sus pezones con el pulgar y al otro lo envolvió en el calor húmedo de su boca.

Pino tembló. Miró al techo, jadeó y cerró los ojos. Sus dedos se hundieron en los cabellos del muchacho, rubios, pálidos, suaves.

Una de las manos del muchacho se aventuró debajo del pantalón de Pino. Él también se había excitado, estaba duro desde hacía rato. Se revolvió ansioso cuando la mano del otro quedó tan peligrosamente cerca de aquella zona. Sin proponérselo soltó un gemidito suplicante.

El muchacho le miró divertido y retiró la mano.

Ah, juego cruel que estaba ansioso por jugar. Si quería que le rogara estaba más que dispuesto a hacerlo.

Se abrazó a él, buscando sus labios de nuevo para hacerle saber que se deshacía en necesidad.

El muchacho le desabotonó el pantalón, le bajó el cierre, y lentamente, muy lento, fue bajando el pantalón, dejando al descubierto sus piernas largas. Se tomó el tiempo de sacarle los botines y las calcetas. Lo contempló un momento, antes de sostener su pie con delicadeza y besarle el tobillo. Subió lentamente repartiendo besos por la pantorrilla, la rodilla. Le hizo levantar un poco más la pierna y dejó una húmeda lengüetada sobre su corva.

Pino le miraba todo el tiempo, con el rostro enrojecido, con los labios comenzando a inflamarse por los besos y las mordidas.

El muchacho dejó trazos mojados sobre ambos muslos. Le hizo separar las piernas, y Pino las abrió ansioso.

El muchacho se inclinó sobre él, le besó el cuello, le enterró los dedos en las caderas. Pino resopló impaciente, sintiendo como latía su entrepierna, rogando por atención. Movió la cadera, frotándose contra el cuerpo del muchacho, soltando, esta vez muy apropósito, lúbricos gemidos.

La mirada del otro se crispó, levantó el rostro con una expresión un tanto severa. Y luego sonrió, en contraste con la sonrisa de cachorro que le había dado un rato atrás, en el taxi, esta vez fue la sonrisa de una bestia.

Pino tembló, pero no dejó de moverse contra él. Le devolvió la sonrisa como un reto. Que hiciera lo que quisiera. Se le iba a entregar por completo.

Volvió a meter las manos bajo la camisa del muchacho, levantando la tela con la intención de quitársela. Su acompañante lo comprendió en seguida, así que le ayudó, sacándosela él mismo, dejándola caer a un lado.

El cuerpo del muchacho era una delicia, músculos grandes, hombros anchos. Pasó la mano cariñosamente sobre su abdomen, y le miró con una ternura que se le escapaba y que el muchacho no pudo resistir. Le besó suavemente, y apoyó la frente contra la de Pino, respirando sobre sus labios.

Pino le pasó los brazos alrededor y lo estrechó contra sí mismo, con las piernas alrededor de sus caderas, las palmas de las manos deslizándose a placer por las formas de aquella espalda fuerte de la que se sostenía.

El muchacho le besó con una devoción que le quemó la piel, y luego se quedó quieto sobre él, cómo si no quisiera moverse más.

Pino le acarició la nuca y le revolvió el cabello.

—Sigue, por favor. —le pidió casi sin voz, susurrando en su oído. El muchacho asintió. Le besó otra vez, y después le acarició los labios con las yemas de dos dedos.

Con cierta timidez, Pino abrió la boca y lamió los dedos con la punta de la lengua. Pequeñas lamidas de gato que le causaron gracia al muchacho. Al final se metió los dedos a su propia boca, dejándolos húmedos.

Pino levantó un poco las caderas, sabiendo lo que haría. Muy lentamente al principio, con un excesivo cuidado. No hubo dolor, pero Pino se revolvió sobre la cama, jadeando de excitación. Más allá del acto sexual en sí mismo, había algo en la intimidad de sentir a alguien tocando aquella zona, que le volvía loco. La idea de tener a alguien que le tocara de aquella manera era como fuego devorándolo desde dentro.

Jadeó, y a tientas busco el borde del pantalón del otro. Con más habilidad de la que se creía capaz le desabotonó y abrió la prenda. Le tocó por sobre la ropa interior, y la dureza que sintió le hizo sonrojar aún más.

En seguida retiró la mano y el escuchó un leve gruñido de protesta. No lo había hecho para provocarlo apropósito, pero le pareció una buena revancha.

Su cuerpo estaba tan entregado al placer que hacer que el otro se detuviera un momento y le dejara levantarse, le resultó una tarea titánica.

El muchacho le miró con reproche. Pino comprendió aquella mirada, y vio también en ella el temor latente de aquellas pupilas azules, de que de repente decidiera dar aquel asunto por zanjado. Desde luego no iba a hacer eso, y el muchacho lo comprendió cuando lo vio estirarse hacia el buró, y con movimientos torpes por la posición en la que estaba (todavía con él encima), sacar del cajón un botecito de lubricante.

 El muchacho sonrió con alivio, y Pino le entregó el bote, mientras le iba llenando las mejillas de besos.

Habría querido decirle que no había poder en el mundo que le hiciera cambiar de opinión en ese momento, pero la voz se le quebró, y tuvo que disimularlo enterrando el rostro en el cuello del otro, dejando sus propias marcas húmedas. Entre tanto, el muchacho se llenaba los dedos de lubricante, y volvía a hundirlos entre sus piernas. Lo hizo rápidamente, y luego terminó de sacarse el pantalón y la ropa interior.

Pino le arrebató el botecito, vertió suficiente lubricante sobre su mano y  lo aplicó sobre la erección del muchacho, quien suspiró pesadamente al sentir el tacto de sus dedos. Pino se entretuvo en la punta, masajeándola esmeradamente, tanto que el muchacho tuvo que retirarle la mano, negando levemente con la cabeza porque no quería terminar así.

Pino soltó una suave carcajada y sintió que se derretía de nuevo, porque la mano del muchacho estaba cerrada alrededor de su muñeca como un grillete que no le lastimaba pero que tampoco iba a soltarle. Había cierta intención posesiva en la forma en que el muchacho le tocaba, y eso le gustaba.

Se hundió en el colchón y volvió a acariciarle el abdomen, los costados, el pecho, y deslizó las manos por los brazos del muchacho, sujetándose de ellos mientras el otro acomodaba la cadera contra su cuerpo.

Pino sintió la erección contra su piel y jadeó con anticipación. El muchacho lo sostuvo con sus manos, y Pino lo dejó hundirse dentro de él. Tuvo que cerrar los ojos, apretarlos con fuerza, la sensación de estar lleno le hizo estremecerse, y sintió que le temblaban las piernas. Al muchacho no le costó mucho dar con el punto exacto que le hizo perderse por completo.

Tenía las uñas hundidas en la piel del otro, volvía a sentir su aliento golpeándole el rostro, y entre sus roncos gemidos pronunciaba su nombre.

La desatendida entrepierna de Pino se vio de pronto envuelta por la mano del muchacho que aún estaba mojada de lubricante, y que le apretaba y acariciaba como si estuviera dispuesto a hacerle correrse primero.  Al final fue el muchacho quien terminó, jadeando contra su cuello, dejando el peso de su cuerpo caer sobre Pino. A él no le molestó. La sensación de tenerle encima era muy agradable, todo aquel calor. No se permitió pensar en nada más en ese momento. Sólo aquel calor, aquel cuerpo. Aquella persona.

El muchacho levantó el rostro y lo miró cara a cara. Parecía fascinado. Lentamente se incorporó, aunque Pino pensó que le hubiera gustado que se quedara dentro un poco más.

El muchacho se agachó entre sus piernas y besó la punta de su miembro. Después de todo,  Pino todavía no se había corrido. Le dio una larga lamida y luego la puso toda dentro de su boca.

Por puro acto reflejo Pino apretó los labios y se los cubrió con ambas manos para evitar que sus gemidos, descontroladamente altos, se le escaparan, pero entonces se dio cuenta de la mirada que le estaba lanzando el muchacho, que no parecía muy contento de que hiciera aquello. Pino entendió, y se quitó las manos de la boca, poniéndolas  sobre la cabeza del otro sólo por tener en donde ponerlas, sin atreverse a marcarle el ritmo. Quería que lo hiciera como él quisiera, torturándolo todavía con lentos movimientos, y luego atormentándolo más con la lengua pasando una y otra vez contra su punto más sensible.

Se corrió de pronto en su boca, y el muchacho le sonrió contento, recogiendo todavía con la punta de la lengua los restos que le habían quedado sobre la piel.

Una vez más, y más allá de su control, el rostro de Pino adquirió el color rojo del acaloramiento. La visión del muchacho entre sus piernas podría fácilmente haberlo excitado de nuevo en un segundo de no ser porque se sentía exhausto.

Estiró los brazos hacia él, y el otro se acercó, dejándose abrazar y besar, dejando descansar su cuerpo de nuevo sobre el de Pino, que no dejaba de prodigarle mimos. Sonrió como un niño, cerrando los ojos,  acomodando sus rostros juntos.

—Te amo. — susurró.

Esas palabras se sintieron como una potente descarga eléctrica. Pino tuvo ganas de salir corriendo y alejarse de ahí. La vocecita de alarma en su cabeza ahora gritaba a todo volumen que aquello estaba muy mal, que iba a arrepentirse.

—También te amo. —respondió con voz cansada. No quería que sonara así, quería pronunciar aquellas palabras con entusiasmo, con todo el peso del sentimiento que lo consumía. Pero no pudo. Estaba extenuado, mental y emocionalmente, más que nada. El muchacho se había quedado en silencio, quieto entre sus brazos, y supuso que dormía. Pino cerró los ojos, y suspiró muy suavemente, sintiendo como el sueño se iba apoderando también de él. Sabía que al despertar tendría que afrontar las consecuencias de lo que había hecho, pero eso no importaba en ese momento.

—Te amo, Mika.

 

 

Pino abrió los ojos. La luz del exterior se había extinguido y por la ventana se colaba apenas una tenue claridad que provenía del alumbrado público. Afuera llovía. Escuchaba las gotas de lluvia golpear furiosamente contra el cristal de la ventana, y tuvo la vaga noción de que hacía frío, aunque él estaba sumergido en un confortable calor que le invitaba tentadoramente a cerrar los ojos y seguir durmiendo.

Un segundo después la conciencia de aquel calor le pareció tan terrible como maravillosa, pues era el calor de otro cuerpo durmiendo abrazado a él.

Su corazón se agitó con violencia, haciendo que le doliera el pecho. Trató de respirar profundo y su nariz se llenó de aquel aroma familiar que llenaba la habitación e impregnaba su propia piel. Como había ansiado aquella esencia llenando su cama otra vez.  

Dejó caer sus párpados pesadamente y giró la cabeza sobre el colchón hasta hundir el rostro en el alborotado cabello de su amante. Volvió a aspirar aquel perfume de su cuerpo, delicioso, tan peligroso. El viejo ardor de la adicción le hizo doler de pies a cabeza, e hizo temblar a su alma, sabiendo lo que vendría. El sufrimiento de la abstinencia. El vacío descomunal, indescriptible al que caería sin remedio cuando el dueño de aquel aroma volviera a irse.

Trató de no pensar en lo que vendría, quería postergar la pena de aquel adiós que nunca llegaba a ser definitivo en su corazón.  Deseaba más que nada quedarse así un poco más, con el cuerpo de Mika aferrándose a él como si no estuviera dispuesto a soltarlo nunca más, viviendo de nuevo aquella fantasía de que el mundo eran sólo ellos dos, que afuera sólo quedaba la lluvia y una noche tranquila y eterna, sin nada que les exigiera renunciar a ese momento.

Pino, quien habría renunciado a cualquier cosa con tal de no separarse del tacto de Mika, fue quien voluntariamente, hundido en su pesar, se levantó de la cama, haciendo un gran esfuerzo por moverse lentamente para no despertar al muchacho.

Mika dormía profundamente, su respiración suave y pausada delataba la tranquilidad de sus sueños. Pino se mordió los labios, temiendo que esa sería la última vez que le vería dormir.

La última vez no había estado consiente de que sería (probablemente) la última vez. Pero esta vez lo estaba, y ese pensamiento le hacía sentir que se rompía por dentro.

Al final, aquella que creía que había sido la última vez, no lo había sido. Había sido poco más de un año atrás, cuando Mika había tenido que marcharse lejos, cuando se habían despedido convencidos de que no volverían a verse nunca más.

Y luego, sin esperarlo se lo había encontrado en el tren, y de pronto el tiempo que había pasado desde su partida se había reducido a nada, y todo el amor que sentía por él, el que creía que poco a poco había logrado adormecer, se le desbordó por cada uno de sus poros, por los ojos, por la boca mientras le besaba con ganas de decirle todas las palabras que se había guardado en ese año.

Al verlo otra vez se había reventado, como un globo demasiado lleno para seguir soportando la tensión. Y ahora estaba en pedazos, y vacío, porque aquel encuentro era un precioso regalo, tanto como era una maldición.

La última vez que había tenido que despedirse de Mika casi se había muerto de tristeza. Ni siquiera por que hubiera decidido que sin él no quería vivir. Simplemente había perdido toda voluntad de continuar con su vida. Se había quedado como un muñeco, hueco, acartonado. Dormía  casi todo el tiempo, excepto cuando se arrastraba penosamente a su trabajo, para cumplir con sus obligaciones como un zombi  que apenas veía y escuchaba lo que pasaba a su alrededor.

Y con el tiempo, y con mucho esfuerzo, había conseguido salir de ese estado. No había llegado a sentirse del todo bien, el vacío que había dejado Mika al marcharse era muy grande, y él apenas había aprendido a fingir que no lo notaba a cada momento.

Y luego Mika, la tormenta, había vuelto sin previo aviso a cubrir de nuevo el mundo con su presencia, a revolverle todo, a hacerle sentir vivo de nuevo. Y Pino estaba aterrado de lo que vendría después.

Mika se había ido por una buena razón, siguiendo la pasión de su vida, estudios en un país al otro lado del mundo. Largos estudios que iban a durar años. Entonces ¿Por qué estaba de vuelta? ¿Había renunciado a aquel sueño que tanto había luchado por alcanzar?

No, su Mika no era así. No iba a renunciar al camino que había elegido para su vida, porque lo había pensado durante mucho tiempo, y cuando finalmente tomó la decisión sabía que era definitiva. No iba a renunciar a eso ni siquiera por Pino. Y él de todas formas no le habría pedido jamás que renunciara, porque había visto lo feliz que le hacía la idea de irse a estudiar, y  porque le había prometido que  jamás iba a atarlo, que era libre de quedarse cuanto deseara a su lado, y de marcharse cuando quisiera hacerlo.

Como había deseado retractarse de esa promesa, y rogarle que se quedara, y confesarle que la vida no le sabía a nada sin él. Que estaba muy  roto y  muy solo antes de conocerle, que tenía miedo de volver a sentirse así, de que nadie lo mirara como Mika lo hacía, de aquella forma que le hacía sentir entero, visible, amado. Y que todavía había muchas cosas, demasiadas, que quería compartir con él, tanto que no le había contado aún, tantas cosas que no habían hecho. Los planes de una vida se le iban entre los dedos.

Pero para Mika había planes aún más brillantes y grandiosos, y Pino era egoísta, pero lo amaba demasiado como para romper aquella nueva felicidad que se había creado, aunque no pudiera ser parte de ella.

A veces se odiaba un poco por ello. Por no poder ser sincero respecto a lo que sentía, y no decirle a Mika lo desesperado que estaba por tenerlo con él. Pero luego pensaba que ni siquiera él mismo querría estar con alguien que sonaba tan patético.

Siempre había creído que podría dejarlo ir, hasta el momento en que tuvo que hacerlo.

Y una vez había sido suficiente. Suficiente dolor para toda una vida. ¿Por qué había vuelto?

“Te lo dije” dijo la voz en su cabeza. “Te lo advertí”

¿Qué haces aquí, Mika?

El pánico lo inundó de pronto. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a fingir que aquello no había pasado? ¿Iba a tener que pasar por lo mismo de un año atrás? ¿Iba a derrumbarse de nuevo cuando se fuera? ¿Y si no se iba? ¿Y si había vuelto para estar con él? Cuantas veces había soñado con que eso ocurría. Un tímido rayo de esperanza le iluminó el corazón, y eso le hizo sentir todavía peor.

Tenía  que salir de ahí, alejarse de él para poder pensar claramente, para volver a sentir que era dueño de sí mismo y que él también tenía opciones para elegir como afrontar todo aquello.

Se puso los pantalones, y tomó los botines. Miró alrededor, buscando su camisa. Luego recordó que se había quedado en el recibidor, junto con el suéter y el abrigo. Los echó en falta, estaba temblando de frío. Estuvo tentado a tomar la chaqueta de cuero que estaba junto a la cama, seguro le cubriría bien del frío. Seguro tenía el aroma de Mika por todos lados.  Al final no se atrevió ni a tocarla.

El ambiente estaba en verdad bastante frío, cosa que hasta ese momento no le había molestado por que el cuerpo de Mika era muy caliente y lo había tenido encima casi como una manta. Miró con ternura al muchacho en la cama, desnudo. De pronto le preocupó que él clima helado lo incomodara, así que sacó una manta del armario, y con sumo cuidado lo cubrió con ella.

No se dio cuenta de cuando Mika abrió los ojos, ni de que siguió el movimiento de su silueta mientras caminaba hacia la puerta.

—Pino. — le escuchó llamándole cuando ya estaba en la otra habitación. Los vellos de la nuca se le erizaron al escuchar aquella voz rebotando en cada pared de su departamento otra vez

—Vuelve a dormir. —le respondió en voz baja, sintiéndose débil, luchando contra el impulso de volver atrás y arrojarse en sus brazos de nuevo.  En vez de eso deambuló en la penumbra, buscando su ropa. Se puso la camisa y la abotonó con gesto mecánico.

— ¿A dónde vas? ¿Vas a salir? — le escuchó hablar de nuevo. Escuchó también el rechinido del colchón bajo su peso, y temió que se estuviera levantando, que fuera a su encuentro. Si lo veía de frente no iba a poder dejarlo.

—Sí. Vuelve a dormir. Puedes… si quieres quédate, el tiempo que necesites.

—Pero ¿A dónde vas? Es de madrugada, está lloviendo mucho…— escuchó sus pasos en el dormitorio y tembló.

— ¡No vengas!

Los pasos se detuvieron.

—Pino…

—No quiero verte. — en realidad, no había nada que quisiera más en ese momento. En la otra habitación Mika suspiró pesadamente, y sonó abatido.

—Lo siento…—dijo con una voz baja, dolida y triste. A Pino se le hizo un nudo en la garganta al escucharlo así. —No quiero causarte molestias. No tienes que irte, es tu casa. Me iré yo.

— ¡No!—contestó Pino, recargándose contra la pared que le separaba del dormitorio. —No… Vete, si quieres, pero… de todas formas yo no puedo quedarme aquí hoy. Sólo, quédate ahí hasta que me haya ido ¿De acuerdo?

Mika entornó la mirada en la oscuridad, deseando poder verlo, pero no se atrevió a moverse de dónde estaba.

— ¿Por qué? No… no te vayas así.

—Ser el que se queda siempre duele más. —dijo Pino con voz nasal. Los ojos le estaban ardiendo, así que los cerró para evitar que  se le pusieran húmedos. Mika guardó silencio. Conocía perfectamente los cambios y matices de la voz del otro. Le era fácil imaginar que cara estaba poniendo mientras le decía aquello. Comprendía a lo que se refería. Siempre se había sentido culpable por marcharse, pero aquel entonces, un año antes, Pino se había despedido de él con tristeza, pero sin romperse de aquella manera.

Su Pino había sido muy bueno con él y lo había dejado marchar sin reproches, animándolo a seguir su sueño, apoyándolo en la decisión que los había separado.

Y Mika se había sentido culpable, pero había tomado la firme decisión de no retractarse pasara lo que pasara, y eso en parte había sido porque Pino le respaldaba. Y quizá porque era conveniente, había decidido creer que aunque Pino estaba triste por su partida, iba a estar bien.

En ese momento no lo parecía. No estaba nada bien que tuvieran que hablar a través de una pared, y que del otro lado Pino estuviera a punto de echarse a llorar. No lo había visto llorar nunca. No quería ser la razón de ello. De pronto le pareció que haber vuelto a aquella ciudad estaba muy mal. Que haber tenido la secreta intención de accidentalmente encontrarse con él había sido un error. Que el haberse lanzado sobre él en el vagón del tren, en vez de dar la vuelta y alejarse había sido una completa estupidez.

Ni siquiera lo había pensado, sólo lo había hecho, sin tomar en cuenta el tiempo que había pasado, y que quizá demasiadas cosas habían cambiado ya. Pero es que al mirarlo a los ojos aquella tarde había sentido que nada había cambiado en realidad. Habría caído de rodillas ante él, adorándole, loco de amor por sólo poder ver su rostro de nuevo.

Le amaba más que a nadie, y aun así se había marchado. No tenía derecho a pedirle nada.

—Perdóname. Lo que menos quiero es causarte dolor.

—Lo mismo digo…— respondió Pino con una sonrisa amarga.

—Y aun así… Déjame verte.

—No. No quiero que me veas así.

—Quiero abrazarte.

A Pino se le atoraron las palabras en la garganta. Carraspeó, aunque le sirvió de poco. La voz se le estaba rompiendo.

—Hazlo… hazlo sólo si no vas a volver a soltarme. Sólo si has venido para quedarte.

Mika dudó. Dio un paso, y volvió a detenerse.

—Es mejor así.

—Pino, por favor…

— Entiende… que si te veo ahora no te dejaré ir. No hay forma en que pueda verte partir otra vez. Fui sincero cuando me alegré por verte obtener algo que deseabas tanto, aun que te llevara tan lejos, estabas tan feliz. Y estoy feliz por ti, pero no me pidas… no me hagas vivir esa despedida de nuevo.

—Perdóname.

— ¿Por qué?... ¿Por conseguir las cosas maravillosas que te mereces?

—No digas eso…

—No dejes que nadie te quite tus sueños, ni siquiera yo.

—Cuando estoy allá, todo el tiempo lo único con lo que sueño eres tú.

Pino pegó la frente a la pared. Estuvo a punto de rodearla e ir a verlo. Quería perderse en el sonido de aquellas palabras, y que la distancia, aquel par de metros que les separaban, dejara de doler.

Las lágrimas que no se atrevía a derramar le cosquilleaban en los ojos. Tomó aire, pero se sintió sofocado.

Pino se acercó a la puerta principal, el suéter y el abrigo colgados en el brazo, los botines todavía en la mano. Iba a salir corriendo a medio vestir si era necesario para huir de aquellas palabras. Tenía que actuar rápido, si seguía pensando no podría marcharse.

De pronto los brazos de Mika se cerraron sobre él, su respiración le cayó sobre el cuello, le inundó el oído, susurrando en él.

—Te amo. —era la voz del muchacho la que sonaba aguda esta vez. Estaba llorando. Pino podía sentir sus lágrimas calientes bañando su piel. Tuvo el repentino presentimiento de que la voluntad de Mika iba a romperse en ese instante, de que la emotividad del momento le haría decir lo que tanto anhelaba escuchar, que se quedaba con él, que lo prefería en vez de irse a seguir la pasión de su vida, y tuvo ganas de dejar que pasara. Que Mika renunciara a todo por él, mantenerlo s a su lado a cualquier costo, poder pasar cada noche en sus brazos, y despertar cada día a su lado.

¿Pero qué precio iba a pagar  por aquel deseo? Ver los sueños de su persona amada marchitarse con el tiempo, hasta que la monotonía de una vida insuficientemente satisfactoria le arrancara la pasión y el brillo.

Mika le quería ahora, pero ¿Qué tanto iba a quererle en el futuro si le quitaba aquella oportunidad de oro?

Le empujó en la oscuridad, con la suficiente fuerza para lograr que le soltara. Luego salió al pasillo y cerró la puerta detrás de él.

—Este fue un hermoso sueño. —dijo, al otro lado de la puerta, sosteniendo con fuerza la perilla para que el otro no pudiera girarla. —Mañana será sólo eso. No dejes que el tiempo que has pasado allá sea en vano. Ve, estudia, consigue un buen trabajo, una buena vida. Si después de eso todavía me quieres vuelve. Cuando estés listo para quedarte, no antes. No me hagas decirte adiós de nuevo. Te amo, Mika.

Notas finales:

Tenía que desahogarme. Es necesario aprender a dejar ir a las personas. 


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