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Sal y Fuego --ONESHOT-- por Selena --Ritsuka-chan--

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Notas del fanfic:

La historia original no es mia yo solo la adapte a un  yaoi de los Nostálgicos :3

Los personajes le pertenecen Shingiku Nakamura 

Notas del capitulo:

Hola :3

es la primera vez que escribo asi que no sean tan malos conmigo ¿si?

Les agradesco por haber llegado hasta aqui ya que para eso debe haverle gustado mi resumen o eso creo y como soy pesima para los resumenes u.u .De antemano se los agradesco

Bueno. A leer  

Por alguna razón totalmente ajena a su entendimiento, Onodera  se negaba a olvidar aquel episodio que había tenido lugar durante las vacaciones de verano. En ese entonces, él era solo un universitario que no sabía identificar qué cosas eran buenas o malas en su vida. Sin embargo, el tiempo se había encargado de enseñarle a punta de porrazos que las verdaderas oportunidades se presentaban solo una vez.

Y él las había dejado pasar.

Habían pasado cinco años desde esa noche y el rostro de ese hombre seguía grabado con fuego en su memoria. Solía despertar empapado en sudor y gritando a tientas un nombre que desconocía.

La incertidumbre de no saber quién era lo había convertido en una persona frustrada. Se descubría a veces maldiciéndose a sí mismo, deseando que apareciera de repente por alguna esquina y se topara con él por casualidad. Incluso se había dejado el cabello intacto todo ese tiempo para que él lo reconociera en la calle con el  cabello castaño que siempre lo caracterizo

Suspiró derrotado, mientras miraba por la ventana de su oficina hacia la avenida. ¿Qué había pasado con él? ¿Qué le había hecho? ¿Por qué no podía sacárselo de la cabeza? Era tan injusto, seguramente ya lo  había olvidado. Estaba seguro de que, durante esos años, él se había acostado con tantas personas diferentes que ya ni siquiera recordaba su cara.

Había ensayado hasta el cansancio las palabras que le diría al encontrarlo de nuevo, las había practicado tanto que, a veces, las decía a las personas equivocadas. Quería maldecirlo, recriminarle por no haber ido tras él, acusarlo de patán, canalla, ruin, maldito y tirano; y luego lanzarse a sus brazos y apretarlo con toda su fuerza, para que jamás volviera a desaparecer.

Lo había conocido en su último enero como estudiante. Kisa, Chiaki y el estaban alojados en un departamento de verano, que estaba junto a la costa y era de los padres de Chiaki

En el balcón del séptimo piso, Onodera se había pasado todo el verano estudiando para el examen de grado. Por supuesto, había sido el blanco de las burlas: «no entiendo cómo puedes pensar en eso ahora», «morirás virgen».

Totalmente incomprendido.

Los chicos eran diferentes a él, vivían de juerga y metían hombres a sus habitaciones, lo cual le parecía escandaloso y antihigiénico. En lo que llevaba de las vacaciones —a las cuales, por cierto, habían ido a estudiar—, se había despertado varios días a mitad de la noche con el zarandeo de la cama de Kisa, que chocaba contra la pared. Era la más desinhibida. Estatura mediana, pelinegro, esbelto y de unos seductores ojos café… no se demoraba una semana en conocer, aprovechar y desechar a un chico. Chiaki, en cambio, sí alcanzaba a durar más de siete días con uno. Por más que Onodera lo meditaba, seguía sin entender cómo podían regalar sus cuerpos sin involucrar al corazón.

Él siempre había sido un fiasco para conseguir novio. Tenía muchos más recuerdos de amores no correspondidos que de noviazgos exitosos. Tampoco le agradaba la idea de pasar la noche con alguien desconocido, por lo que, evidentemente, sus posibilidades de conocer a alguien durante las vacaciones —y de pasar a la segunda fase— se reducían al mínimo.

Era un hombre estrictamente racional, cuidadoso e inteligente; las tentaciones de la vida mundana le parecían poco tentadoras. Esa cosmovisión, en conjunto con su personalidad introvertida, lo convertía en una persona  sumamente hermética. A los veintidós años, Onodera solo se había acostado con un hombre, había tenido un novio y había estado enamorado una sola vez.

— ¡Vamos aunque sea a la playa, Richan! —l animaba siempre Kisa—No sé, tengo que estudiar. Tú también deberías… —respondía siempre.

Insistía un rato, pero de igual forma se iba sin él y regresaba en la madrugada, borracho y acompañado.

Ese día, sin embargo, era más tarde que de costumbre y, por alguna razón, aceptó la invitación. Sacó del cajón su traje de baño y se llevó la sombrilla; el Sol nunca había combinado bien con su piel blanca. Eso sin contar que no tenía la costumbre de exponerse a los rayos UV y le dolía horrorosamente la cabeza. Había estado con jaqueca desde la mañana y realmente necesitaba que la brisa fresca le pegara en la cara.

 

Mientras sus amigos se bronceaban sobre la arena y hablaban sobre temas que no le concernían, caminó tímidamente hasta la orilla y metió los pies en el agua. Hacía ya varios años que no se bañaba en el mar y la sola idea de volver a meterse le pareció escandalosa. No obstante, siguió avanzando hasta que las olas le mojaron la espalda y los muslos.

Sin pensárselo demasiado, se sumergió completamente y nadó hasta donde las olas no podían obligarlo a retroceder. Ya estaba empapado de todas formas. Miró a su alrededor: el sol comenzaba a ponerse, el agua tibia le abrigaba la piel y la gente estaba comenzando a guardar sus cosas para regresar. Kisa  seguía tomando sol, Chiaki ya no estaba con él. Nadó a la playa de costado a costado, a veces mariposa, a veces de espalda. El azul comenzaba a superponerse lentamente sobre el atardecer naranja. Sonrió, la jaqueca había desaparecido.

Salió del agua con energías renovadas y la extraña sensación de estar en el lugar correcto. Los chicos no lo habían esperado, así que tomó la toalla que había quedado tirada sobre la arena y se envolvió. Aunque lo más certero era molestarse con ellos, no pudo evitar sentirse aliviado. A veces sentía que lo presionaban para que hiciera cosas que no iban con él, y era molesto después de un tiempo. Necesitaba un descanso, al menos por esa tarde. Ya en la noche podría ponerse al día con su plan de estudios cuidadosamente pulido para aprovechar cada día y abarcar todas las materias.

Se puso un ligero pantalón blanco y una para nada ajustada camisa del mismo color y caminó hasta un pequeño parque paralelo Todas las personas tomaban ese camino para regresar y los siguió. Sabía que se tardaría más en llegar al departamento, pero no le importó.

Ese fue el principio de una seguidilla de decisiones incorrectas.

Lo vio por primera vez junto a un colectivo de artistas callejeros, sin polera y con el cabello azabache regado por toda la cara. Saltaba, hacía acrobacias y escupía fuego. Tenía la piel morena, los músculos le brillaban por el sudor y la tenue luz de los maderos encendidos, que lanzaba al cielo al vaivén de la música, se reflejaba sobre sus ojos.

Era fascinante.

Antes de poder darse cuenta, el show había terminado. La gente aplaudía y lanzaba monedas dentro de un sombrero. Se llevó la mano al bolso que llevaba  para sacar algo de dinero, pero recordó que los chicos se habían llevado todas sus cosas, excepto su ropa.

—Hey, ¿vas a cooperar? —escuchó una voz ronca sobre su oreja. Se volteó de inmediato y se encontró de lleno con una mirada gatuna demasiado intimidante.

—No tengo dinero —susurró apenas. Él lo observaba seriamente a solo diez centímetros de distancia, mientras el jugueteaba con un mechón de sus cabellos mojados. Tragó saliva, incómodo, estaba muy cerca… demasiado—; de verdad.

—Bah, niños ricos —rezongó él, despectivamente, al tiempo que se daba la vuelta y desaparecía entre la muchedumbre.

Solo cuando estuvo fuera de su campo visual, se permitió soltar el aire que había retenido. El corazón le palpitaba fuertemente bajo el pecho. Latió tanto durante la noche, que le fue imposible estudiar. Le latió de tal manera que, al otro día, volvió a visitar el parque.

Segunda decisión equivocada.

Por alguna razón que no lograba entender, Onodera quería volver a ver a ese gran hombre de espalda descubierta. Esperó disimuladamente en una banca hasta que el grupo se reunió en el pasto y comenzó con el espectáculo. Cuando hubo ya una pequeña multitud, se encaminó para camuflarse entre el público y pasar desapercibido.

Nervioso, comprobó una vez más si llevaba el monedero consigo. Hasta ese momento todo iba viento en popa. Había familias enteras disfrutando del show. Adultos, jóvenes, niños, mascotas… todos se regodeaban con los colores y el ritmo de los tambores. Mientras solo podía enfocar su verde mirada en una cosa: él.

Todo él era magnetismo puro.

Y entonces, de improviso, descubrió que la observaba mientras expulsaba fuego por la boca en todas las direcciones. Retrocedió un paso, pero él no le quitó la vista de encima. Quiso perderse entre la gente, pero le fue imposible. Donde quisiera que iba, sus ojos miel  lo acompañaban.

Otra vez el corazón comenzó a golpearle el pecho.

No, él no era ese tipo de hombre. Se volteó molesta y comenzó a caminar hacia la costa. El Sol estaba a punto de ponerse sobre el horizonte y el cielo casi estaba azul en su totalidad. Se detuvo junto a un árbol frondoso y respiró profundo. ¿Por qué demonios no podía calmarse? Volvió a respirar tres veces y, justo cuando comenzaba a recuperar la compostura, una mano la jaló bruscamente del brazo y lo obligó a darse vuelta.

Era él.

—Viniste, precioso… —evidenció con una sonrisa brillante.

Onodera  no supo qué decir, abrió la boca varias veces, pero ninguna palabra salió de ella.

—Tranquilo, no te voy a hacer nada —rio.

Su risa era tan despreocupada que, por un segundo, quiso que se le contagiara.

—Traje el dinero de ayer… —tartamudeó con voz apenas audible.

—Ya se me olvidó, ¿qué dinero?

Onodera  frunció el ceño. Nunca le había gustado que le tomaran el pelo.

—Esta… —señaló, tendiéndole un billete de mil.

Él se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa siniestra.

—No la quiero.

—Bueno… —musitó, tratando de no sentirse perturbado. Guardó el billete—. Adiós.

— ¡Espera!

Iba a darle la espalda otra vez cuando se sintió fuertemente jalado del cuello. Confundido, se llevó la mano por reflejo hasta ese lugar y descubrió que su cadena de plata ya no estaba. No obstante, él seguía plantado frente a él.

Lo escrutó desconcertado, sin saber qué decir. Si le estaba robando, ¿por qué demonios seguía ahí parado?

—Devuélvemela —ordenó.

El hombre comenzó a oscilar la joya con su dedo, mientras fruncía los labios, como si fuera el dueño del mundo.

— ¿La quieres? —preguntó con sorna. Sus ojos reían a toda boca.

No respondió.

No, el no entraría en su juego. Estaba harto de que todos quisieran manipularlo, ¡no era un maldito chiquillo! Lo encaró desde su altura, desafiante.

Él se carcajeó.

— ¿Me la quedo?

—No, es mía —intentó responder sin alterarse. Ese hombre lo estaba sacando de sus casillas… y el jamás se salía de sus propios parámetros.

Él retrocedió un paso, lentamente, y Onodera avanzó. No permitiría que se burlara de el en su cara.

—Ven por ella, entonces…

Acto seguido, comenzó una veloz carrera por el parque, sin darle tiempo para pensar.

— ¡Maldición! —chilló a regañadientes, mientras se echaba a correr detrás de él.

¿Qué demonios era eso? ¿Por qué estaba corriendo como un tonto detrás de ese sujeto? La cadena no era importante, no tenía ningún valor sentimental ni la había heredado de nadie. Era solo un objeto lindo que usaba a veces.

Entonces… ¿por qué?

Siguió la  silueta de regreso al parque y pasó junto al espectáculo circense. Todo seguía justo como lo había dejado, pero él no estaba. Los niños corrían, los adultos aplaudían y las mascotas ladraban con el sonido del bombo. Arrastró los pies, aturdido, llego hasta la rivera del mar. Podía escuchar su respiración agitada y sentir sus mejillas acaloradas de tanto andar. ¿Dónde estaba? Lo buscó con los ojos por todas partes. No estaba en la playa, tampoco en el parque. Se sintió estúpido, quiso renunciar, pero, por alguna razón, no pudo.

Quería verlo de nuevo y asestarle una bien merecida cachetada. Gritarle que era un idiota, porque realmente lo era, y darle una patada en la entrepierna. Se llevó la mano al cabello e intentó relajarse. Siempre se había destacado por tener los nervios de acero, pero, en esa ocasión, los pies se le estaban haciendo agua.

Lo descubrió en la orilla del mar casi a cincuenta metros de distancia. Tenía los brazos alzados y gritaba para que se acercara. Lo odió, lo odió profundamente, pero de igual forma se sacó los zapatos para ir a su encuentro. Ese canalla se las vería con él. ¡Estaba harto de que nadie lo tomara en serio!

Caminó tranquilamente hasta que llegó a su lado y lo miró, acusador.

— ¿Me devolverás la cadena? —preguntó, hastiado de tanto misterio.

—Alcánzame primero.

— ¡Espera! —La adrenalina explotó en su bajo vientre—. ¡Te dije que esperaras, mierda!

Lo escuchó reír nuevamente mientras daba zancadas sobre la arena a toda potencia. Moverse sobre esa superficie era cansador, pero de todas formas le siguió el paso. Lo persiguió por toda la orilla hasta que lo perdió entre unas oscuras rocas.

¡Mierda!

Cautelosamente, cogió una piedra de tamaño mediano y agudizó el oído. Estaba listo para cualquier cosa. El corazón le latía fuerte otra vez, de miedo, de ansiedad, de incertidumbre… de no saber qué pasaría cuando lo encontrara.

Nada. No había nada.

— ¡Lo diré una sola vez más —advirtió en un grito amenazador—: sal de donde estés y devuélveme la cadena!

—Lo que usted diga, príncipe —susurró en su oreja.

Era el mismo aliento del día anterior, el mismo calor, la misma sensación.

No alcanzó a darse la vuelta cuando se abalanzó sobre él y lo besó groseramente, sin darle chance alguna. Se quedó petrificado, jamás lo habían besado de esa manera, nunca se había besado con alguien a quien no conocía.

Quiso apartarlo, pero él era más fuerte. Sintió miedo, estaba solo en un lugar inaccesible. Era de noche ya y las personas seguramente se habían marchado a sus casas.

—Tranquilo, precioso… —exhaló con una sonrisa interrumpida, al tiempo que volvía a rozar sus labios. Más lento, más suave, más dulce… Solo eso bastó para que dejara de pensar. Sus labios estaban calientes y húmedos, su cuerpo ardía. Todo él olía a sal, transpiración y ceniza.

Correspondió el beso. Tercera decisión equivocada, primera decisión irrevocable. Se abrazó a su espalda, se arrimó a sus caderas. El corazón palpitante en la garganta, la adrenalina extendida por todo su cuerpo y una necesidad imperiosa que se llevaba toda la razón.

No se había sentido así nunca. Loco, libre, lleno… desconocido.

Sintió las manos de él que bajaban por su espalda y llegaban hasta sus glúteos. Tragó saliva, le gustaba. Lo quería, el misma lo había propiciado. No podía fingir que no se moría de ganas por él.

Disfrutó cada contacto de sus labios en su cuello, dejó que él recorriera su clavícula hasta los pezones, primero con las manos, luego con la lengua. ¿En qué vida volvería a sentir aquello? Extendió la cabeza hacia atrás, para que todo él pudiera regodearse con su humanidad. La ropa le sobraba, las caricias se hacían pocas, el fuego se esparcía y se alojaba en su entrepierna.

Lo obligó a retroceder hasta una roca, que parecía una gran pared de granito, y lo ayudó a descender. Bajaron hasta que estuvieron de rodillas sobre la arena húmeda y se miraron, se besaron, se devoraron con la boca furiosamente.

Onodera no quería abrir los ojos, mucho menos entrar en razón. Daba igual si era un delincuente, si había tenido decenas de mujeres, si vivía en la calle y si siempre llevaba chicas a ese lugar. Esa noche, lo quería todo de él. Quería ser amado, deseado, que lo tomara justo ahí, en la orilla del mar, cubiertos solo por la oscuridad de la noche y la brisa nocturna empapada en sal.

Exhaló largamente cuando se posicionó sobre él y lo envistió con las caderas. Todavía llevaba ropa, lo torturaba con cada envestida. Dudó. ¿Y si ese era el momento para retroceder? ¿Y si esa era su única oportunidad para dejarlo?

— ¿Qué pasa? —preguntó despacio.

Sí, era en ese momento o nunca.

—Deja de preocuparte —le rogó él en un susurro casi fundido con el silencio—. Deja de pensar… —ordenó, mientras volvía a cubrirlo con su piel—. Deja de esconderte de mí —lo besó en la comisura de los labios—. Deja de negarme… —sentenció mientras se mecía contra el despacio, fuerte, suave… y volvía a mecerse.

Y luego el mundo desapareció a su alrededor. La tierra se volvió agua y el viento se volvió fuego. Dejó de pensar, de esconderse, de querer ser él y se encontró a sí mismo. Festejó la seducción y la alegría de estar ahí, bajo su cuerpo acelerado. Agradeció su existencia y el haberlo conocido.

Ya no recordaba su nombre, no sabía ni quién era, qué quería ni por qué estaba ahí. Solo sabía una cosa y la proclamaba como la única verdad, la verdad absoluta: eso era amor. Éxtasis, libertad y sentimiento.

—Ah… —gimió con dificultad, y volvió a gemir. Una vez, dos, tres, cientos de veces en una melodía desconocida. Pasaron los minutos irreverentes por su cuerpo y los segundos le tronaron en la garganta. Ya no podía… resistir… más.

Entonces se desvaneció con las olas y abrió los ojos, justo en el momento preciso… el efímero instante en que él lo seguía hasta las nubes.

Y se quedaron ahí, mirándose fijamente y sin perderse de vista. Se descubrió enamorado de esos penetrantes ojos miel, de su voz, de su cuerpo, de su boca… y se asustó.

No se suponía que las personas se amaran así. Era absurdo creer que él también sentía lo mismo. Era uno más, recordó. Él no era esa clase de hombre. Era solo sexo, pensó. De pronto, se sintió demasiado desnudo, completamente despojada de todo lo que lo hacía el mismo. Quiso recuperar los suspiros que se le habían escapado y el orgullo que había perdido.

Sintió frío.

Huyó de su abrazo y cogió su ropa. Le dio la espalda.

—Espera, ¿qué haces? —se incorporó él, todavía sin aliento.

—Tengo que irme —respondió—. No sé qué me pasó…

Debía huir de allí. No podía volver a verlo, nadie podía saber lo que había hecho. Tuvo vergüenza de su desnudez, se vistió con pudor, intentando tapar cada parte de su cuerpo con las manos.

—Hey, precioso —dijo él, al tiempo que le tomaba la mano dulcemente—, ¿qué pasa?

— ¡Nada! —se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar—. ¡No me pasa nada!

Realmente no había pasado nada, solo se había vuelto a perder el mismo.

Él se levantó también y se puso los pantalones, que eran la única prenda que lo cubría.

— ¿Estás bien?

—Qué vergüenza… —murmuró el, sin descubrirse el rostro.

 

Y entonces el azabache  comprendió todo. Supo que ya no estaba, que lo había perdido, que su presencia fue solo una efímera y dolorosa visita.

Sintió sed, se le estaba secando el corazón.

—Tranquilo —se obligó a consolarla, ofuscado, molesto. Sin poder creer que el se avergonzaba por lo que habían hecho—. No pasa nada…

— ¡Por supuesto que no pasa nada! —le escuchó gritar.

Retrocedió.

Silencio, ensordecedor silencio.

El terminó de vestirse.

—Adiós —se despidió, dándole la espalda. No hubo una mirada de nostalgia ni un beso vacío, nada.

— ¡Espera! —exclamó él y quiso seguirlo, pero olvidó algo: la cadenilla de plata.

 

Onodera  no se detuvo ni se volteó. No regresó.

Decisión equivocada.

Corrió tan rápido como sus piernas endebles se lo permitieron. Salió de la playa, cruzó el parque y llegó al lugar de inicio. Aún quedaban familias completas, niños jugando sobre el rocío y mascotas que seguían a sus amos. No supo qué hacer. ¿Hacia dónde debía ir?

Podía escuchar a ese hombre de fuego rogándole que se detuviera… y el todavía sin poder creer lo que había hecho. Sentía aún sus manos sobre su cuerpo, sus besos quemándole la boca, sus gemidos saturándole los oídos.

El semáforo de la avenida estaba parpadeando. Solo quedaban unos segundos de luz verde. Arrancó con todas sus fuerzas para alcanzarlo, pero llegó tarde. La luz roja la obligó a detenerse. Temió mirar atrás, no quería descubrir que él la había alcanzado. Boqueó forzosamente, ya no le quedaba energía, se le había ido la vida tratando de perderlo.

De pronto, sintió que le agarraban del brazo. Conocía muy bien esa mano, la recordaba aún sobre sus pezones, sobre su sexo y su piel entera.

— ¡Oye…! —era él. Apretó los ojos—. ¿Por qué…?

No se quedó a esperar que terminara. Con los ojos cerrados, se abalanzó sobre la calle y corrió hasta la otra orilla. Tuvo suerte de no ser arrollado, tuvo suerte de que él no se atreviera a seguirlo.

Se detuvo en la acera de enfrente y miró hacia atrás. El hombre seguía ahí, esperando una oportunidad para cruzar y murmurando una frase que sería siempre desconocida.

¿Qué le había dicho?

No, todo él era imposible. Volvió a cerrar los ojos, no quería verlo más. Le dolía su torso desnudo, su cabello alborotado, todo en él lo lastimaba.

Y, con un nudo en la garganta que se hacía cada vez más grande, decidió seguir. Ese hombre podía darle el mundo, pero no podía hacer que él lo tomara.

Un error desmesurado, el más grande de su vida.

Todavía recordaba sus ojos miel semejante a los de un gato que brillaban del otro lado del semáforo. Si se hubiera quedado esa noche…

Si se hubiera quedado…

Notas finales:

Y que les parecio ? :)

aburrida , demasiado larga ?

perdon si hay algun error de redacción

Me meresco uno de sus kawais y zenzuales reviews 7u7

no?,no? *al cabo que ni queria* TT-TT

ok ya hablando en serio XD 

Seria muuuuy feliz si me dejaran un review es mi mayor anhelo n.n

Ritsuka-chan fuera 

Cuidense

Besos 

 


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