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La Ciudad de los Muertos II : Vestigios de esperanza por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

¡Estoy viva, gente! 

He renacido, creo. 

No daré mayores explicaciones de por qué me ausenté tanto, así que mejor pasen a leer. 

¡Disfrútenlo! 

Capítulo 97: "Sombra"

 

 

Estoy corriendo calle abajo, mientras escucho sus jadeos sobre mi nuca. Sujeto el revólver en mi mano izquierda y disparo hacia atrás, sin mirar. No puedo morir hoy, no podré morir mañana. No puedo hacerlo, porque siempre tengo una razón para regresar.

«Ellen…»

Mientras huyo la recuerdo a ella y a su largo cabello negro —que últimamente nos ha dado muchos problemas, debido a que tiende a quedarse atrapado entre mis dedos— y evoco sus ojos; azules y feroces, como el mar desatado en mitad de una tormenta.

Y pienso en que últimamente están más apagados.

La conocí cuando tenía diez años, en la parte trasera de un camión de carga. Ella era ágil, rápida y silenciosa como un búho, y se deslizaba entre las cortinas que cubrían la mercancía, para tomar sólo lo más valioso y fácil de trasportar. Yo era un chico torpe que apenas acababa de ingresar al rubro y no supe cómo reaccionar cuando la vi ahí, tan hermosa, diestra, valiente y peligrosa.

Fue amor a primera vista.

Recuerdo las sirenas y la sonrisa que esbozó cuando las escuchó, adelantándose a lo que estaba a punto de suceder. Recuerdo sus carcajadas y la forma en la que pareció flotar en el aire cuando se lanzó a la calle desde ese camión en movimiento.

Recuerdo que, desde ese momento, no pude hacer otra cosa más que correr junto a ella. 

Todavía mantengo la imagen de sus dedos finos que, con descaro, se colaban por algún diminuto espacio dejado por la ventanilla abierta del auto de algún distraído que se había olvidado de cerrarla. Tenían fuerza, la suficiente como para bajar el cristal hasta que uno de sus brazos, largo y delgado, lograra entrar y alcanzar el pestillo, para así darle acceso total al interior y a lo que allí había; la radio del coche,  la billetera en la guantera o tal vez algo de comida. Cualquier cosa parecía servirle.

Recuerdo sus ojos enrojecidos, cuando apenas teníamos quince años,  adormecidos e inyectados en sangre. Y, si me concentro un poco, puedo oír su risa estridente y escandalizada por culpa de la droga. Recuerdo las peleas callejeras y cómo su voz cambiaba y se volvía intimidante cada vez que empuñaba el arma para amenazar a algún pobre diablo.

Recuerdo el sonido de sus balas. Y el de sus pasos que huían de la escena del crimen.

Me recuerdo, siguiéndola.

La seguiría hasta el fin del mundo.   

La recuerdo, tirada sobre el sucio colchón de algún refugio, temblando y sudando por una sobredosis. La evoco como una fiera que batalló con la muerte más de una vez y que salió victoriosa en todas ellas. Si pudiera hacerlo en esta situación, cerraría los ojos para poder disfrutar del tintineo que hacían las esposas en sus muñecas durante los traslados a la celda, todas esas veces que pasamos la noche allí por algún delito menor.

Doblo por una esquina y disparo otra vez. Estoy cerca de mi objetivo.

«No puedo morir», repito en mi cabeza, una y otra vez. «Ellen me está esperando».

La recuerdo el día en que el mundo se fue a la mierda. Ella ya estaba preparada, lo estuvo desde el día en que nació. No se le hizo difícil acostumbrarse a esto, ni mucho menos meterle un disparo en la cabeza a alguien.

Si había una persona capacitada para sobrellevar este desastre, entonces era ella.

Quizás ahora está cansada.

Quizás ahora está más débil.

Pero siempre será la más fuerte, pase lo que pase.

Me meto en aquel supermercado, que he estado asechando durante los últimos tres días, y cierro su puerta tras de mí. A mi espalda puedo oír los gritos y gemidos de los zombies que quedaron fuera y, por algunos segundos, disfruto de su sonido espeluznante; el de ellos susurrándome casi sobre el oído, tan cerca que podrían clavarme los dientes. Pero no pueden acercarse, no pueden atraparme y eso me hace sentir relajado. En estos momentos, soy invulnerable.

El lugar está casi vacío; ya no queda papel higiénico, ni mucho menos algún refresco que me quite la sed que me atormenta desde hace algunas horas. Pero estoy bien con ello, la experiencia me ha enseñado que el que busca siempre encuentra y estoy seguro de que hay algo aquí que podrá salvarse.

Enciendo la linterna y camino por los pasillos, intentando ser lo más silencioso posible. Como dije antes, he estado observando este lugar durante un tiempo, pero no sé si hay algún infectado aquí, así que más me vale andar con cuidado. Las estanterías están casi todas vacías. Casi, porque en una de ellas encuentro una bolsa de chicles de fresa. La abro, con los dedos temblando por el cansancio, y me meto un par a la boca. Saben ácido, pero no están vencidos. Sigo caminando.

Nos hemos mantenido así desde hace algún tiempo, desde que Ellen empezó a enfermar.  Ella me espera, sentada en la silla de siempre, con los ojos expectantes y callada. Le gusta verme actuar y moverme por nuestro refugio, simplemente observándome y sin decirme nada. Y a mi me gustan sus silencios y cuando solamente existe a mi lado.

La veo, al fondo de un pasillo; la razón por la que estoy aquí. Es un botín grande, recolectado por algún pobre imbécil que llegó antes que yo, pero que ya no está. Intento imaginar qué habrá pasado con él. ¿Llegó una horda y tuvo que correr, dejando su tesoro atrás? ¿Los cazadores lo habrán atrapado? No, no lo creo. Si fuese así, esa torre de mercadería no seguiría ahí apilada, a un par de metros de mí. ¿Se lo habrán comido, entonces?

Quizá si había infectados aquí dentro y quizá se dieron un festín con él.

Me quito la mochila que estoy cargando y la apoyo en el suelo, para comenzar a llenarla. Ahí hay paquetes de arroz, pasta y varios envases de sopa instantánea que nos irán muy bien. También encuentro un par de tarros de frijoles en conserva que no tardo en guardar. Amo los malditos frijoles.

Pienso en ella y me pregunto si es que acaso estará feliz con todo esto. Sé que, si pudiéramos comunicarnos mejor, como lo hacíamos antes, estaría orgullosa de mi trabajo. Pero también sé que, de no estar enferma, ella estaría ahora a mi lado, con un arma en la mano, lista para saltar sobre cualquier amenaza.

A veces me hace falta.

Veces como esta, en la que estoy solo en la oscuridad, iluminado tan sólo por el pequeño rayo de la linterna que está a punto de desvanecerse. La golpeo contra mi palma un par de veces, para que la luz vuelva. Ya casi no le quedan pilas.

Y entonces un frío se carga contra mi nuca; es como un temblor, una corriente eléctrica que sube por mi espalda hasta mi cuello y acaba allí, indicándome que ahí está el problema. Escucho el murmullo del gatillo, demasiado cerca, y una voz que me dice:

   —Arriba las manos.

Valoro mis posibilidades. He estado en esta situación un millón de veces y siempre he vuelto al refugio sano y salvo. Le hago caso y levanto las manos, lentamente, mientras respiro profundo y pienso en mi siguiente movimiento. La voz masculina no me transmitió ningún mensaje, salvo esa orden. No noté emoción en ella, ni nada que me indicara si la persona que me apunta en estos momentos está nerviosa o no. Respiro otra vez y siento la pistola que reposa atada a mi cinturón, por el lado izquierdo. ¿Seré más rápido?

Pienso en qué haría Ellen.

Me muevo incluso antes de que termine de decidirlo y oigo un disparo que se incrusta en el suelo y me deja medio-sordo por algunos segundos. Desenfundo mi arma y contorsiono el cuerpo, para apuntarle al cuello justo a tiempo. El cañón de su revólver se posa sobre mi frente.

Y un tenso silencio se apodera del supermercado.

Ninguno de los dos dispara, ni se mueve. Miro a nuestro alrededor, para asegurarme de que está solo. Lo está, no hay nadie más allí. Entonces me fijo en su rostro; tiene el cabello oscuro, muy negro, y lleva un parche en el ojo. El otro, el que sí puedo ver, es azul, como el océano en medio de una tormenta.

Me recuerda un poco a mi chica.

Me mira fijamente y parece que ni siquiera está respirando. Noto que tiene la cara cubierta de cicatrices y me doy el lujo de contarlas; una, dos, tres, cuatro, cinco… Dios, son demasiadas.

Sonríe; su sonrisa es ladina como la de un gato.

   —¿Te parece una pelea mano a mano?

Sonrío de vuelta y encarno una ceja. Nadie me ha ganado en una pelea en los últimos diez años.

   —¡Bien! —contesto mientras me muevo. Lanzo un puñetazo, pero él lo esquiva cuando salta hacia atrás y se pone en guardia. Su postura corporal me indica que sabe pelear, porque se cubre el rostro con los puños cerrados y da medio paso hacia atrás, para aumentar su base de sustentación. Yo lo imito y busco aberturas en su defensa que me parece casi perfecta. Pienso en darle un golpe en el estómago y entonces él baja un brazo, sólo un poco, como si acabase de adivinar mis pensamientos.

   —Ven aquí —me dice, burlándose.  

Corro hacia él y hago el ademán de dar un derechazo, pero cambio de opinión a último momento y estiro los brazos, para intentar atraparlo. En mi cabeza me visualizo derribándolo y tirándolo al piso. Pero eso no ocurre y, en cambio, él me esquiva y aprovecha mi propio impulso para empujarme.

Me estrello contra el suelo y siento su peso. Está sentado sobre mí.

Se inclina y susurra, con voz inexpresiva:

   —Demasiado lento.

Levanto la cabeza rápidamente y siento su mentón crujir. Mi cabezazo fue duro y pareció aturdirlo, así que uso la oportunidad para quitármelo de encima y lanzarme sobre él. Le encesto un golpe en la mejilla que está dura como una maldita piedra y otro en el estómago, que también opone resistencia. Él parece estar hecho de acero. Continúo golpeándolo, quiero hacerlo hasta dejarlo inconsciente, porque tengo miedo de detenerme y de verle todavía despierto. Uno, dos, tres…cinco…diez, lo golpeo con todas mis fuerzas y con todo lo que tengo, mientras lo inmovilizo con mis piernas para que no se escape.

Hasta que él atrapa uno de mis puños. Siento electricidad fría que me invade la muñeca cuando él la dobla en un solo movimiento, pero no me quejo, ni un poco. No voy a darle ese gusto a este bastardo. Levanto la otra mano para golpearlo y él también la atrapa y la retuerce en su palma.

«Estoy jodido», pienso.

Me empuja hacia atrás y mi espalda golpea contra el suelo, pero no le suelto. Mantengo mis piernas alrededor de su cintura y él no libera mis muñecas. Su rostro está muy cerca del mío y, gracias a eso, noto que hay una cicatriz que destaca más en su rostro; es profunda y le cruza diagonalmente toda la cara. Entonces me doy cuenta.

El hombre que tengo sobre mí es un cazador.

Él sonríe otra vez.

   —¿Cómo te llamas, chico? —me pregunta.

Dudo en si contestarle o no. Me siento humillado. No recuerdo la última vez que alguien me derrotó en una pelea cuerpo a cuerpo, y eso me hiere en alguna parte de mi hinchado orgullo. Joder, él me aplastó como a una lata de cerveza.

   —Damon —contesto.

   —Es un nombre… curioso —dice, mientras encarna una ceja llena de piercings—. Puedes llamarme Cuervo.

Intento no mostrarme sorprendido. Cuervo… he oído de él un par de veces; es una leyenda.

Una leyenda acaba de patearme el trasero.

Cuervo todavía no me suelta, me tiene bien agarrado por si intento fugarme o atacarlo; él es precavido, quizás mucho más que yo y, en mi cabeza, imagino que tiene una reacción para cada movimiento que yo pueda hacer.

   —¿Te gustaría unirte a mi gente, Damon? —inquiere.

Respiro hondo una sola vez. Algunos de los rumores dicen que los cazadores de Cuervo son los más fuertes de la ciudad y que no hay nadie que se les compare. Estar con ellos significa sobrevivir, surgir, resistir.

Pienso en Ellen y en que ella sería una buena cazadora.

   —Estoy con alguien más —le digo, antes de contestar su pregunta—. Es mi chica, pero es muy fuerte.

Cuervo hace una mueca; no sé si le molestó o le agradó lo que acabo de decirle.

   —¿Y dónde está ella?

   —Ha estado enferma —le explico—. Ahora está esperándome en nuestro refugio.

Siento que su agarre cede, él me suelta y se me quita de encima. Se levanta, se quita el polvo de la chaqueta de cuero que viste y se dirige a la torre de mercadería, ese tesoro por el que había venido aquí y el cual él acaba de arrebatarme.

Así es la ley del más fuerte.

Abre un bolso y mete la mitad y un poco más de la recompensa en él. Luego me lanza una mirada de reproche y me dice, con una voz seria que, al fin, me transmite algo. Enfado. Me está regañando, por alguna razón:

   —¿Vas a coger tu parte? —pregunta.

   —¿Mi… mi parte?

   —Sí, joder. Tu parte —repite—. Tú encontraste primero este botín.

Me sorprende que un hombre como él, que se ve tan rudo y sanguinario, sea tan justo. Quiero sonreír, pero me aguanto y camino hasta él, para recoger lo que me ha dejado.

   —¿Tu refugio queda muy lejos? —pregunta, mientras me observa metiendo paquetes de pasta en mi mochila. Me ha dejado las sopas instantáneas también—. Nunca he tenido una mujer en mis filas, pero supongo que estará bien.

   —No está tan lejos… —afirmo. Ya he terminado con mi misión y me doy cuenta de que no habría alcanzado a llevar todo aunque así lo hubiese querido. Cargo mi mochila al hombro, me aseguro de que mi pistola siga en su funda y en ese momento recuerdo la bolsa de chicles que cogí cuando entré aquí—. Tengo chicles —le informo, no sé muy bien por qué—. ¿Quieres uno? Son de fresa.

Cuervo se me acerca rápido y extiende una mano delante de mí.

   —Me encanta el chicle de fresa —dice, y no tarda en meterse el que le doy a la boca y empezar a mascarlo—. Aunque sepa un poco ácido —le veo disfrutar del dulce unos segundos más, antes de que él decida volver al asunto—. ¿Me llevas a tu refugio, entonces?

No sé muy bien la razón, pero él me parece honesto. Tiene algo en la mirada, algo que me hace sentir seguro, algo que me dice que no me está mintiendo.

Puedo confiar en Cuervo.

   —Sígueme.

Esta ciudad es enorme y tiene muchos pasadizos, lugares ocultos y áreas que, después del virus, quedaron completamente abandonadas. Nuestro refugio está en una de esas zonas; es un pequeño barrio residencial que estalló poco después de que la gente se volviera loca. Por lo que tengo entendido, una ola de incendios y atentados acabó con la mayoría de los vecinos. Y el lugar quedó tan horrible después de la masacre que, los que alcanzaron a huir, no volvieron nunca más.

   —Encontramos una casa y nos quedamos con ella… —le explico al cazador, mientras ambos caminamos por una calle abandonada. No hay nada ni nadie a nuestro alrededor, ni siquiera zombies. No, ellos se rindieron con este lugar hace mucho tiempo—. Somos los únicos habitantes en varias cuadras a la redonda.

    —¿Sólo son ella y tú? —inquiere, mientras le veo mirar disimuladamente de un lado a otro, como si buscara amenazas. Pero no las hay. Esto es un desierto—. ¿Por qué?

   —Con ella me basta —contesto.

   —¿Y por qué decidiste venir conmigo?

Me detengo, justo en la puerta de la casa.

   —Todavía no he decidido nada.

Entonces la abro.

   —¿Ellen? —la llamo, para que me escuche—. Ya llegué, cariño —sé dónde está. En la sala de estar, a mano izquierda—. Ahí estás —sonrió cuando la veo sentada en la misma silla de siempre.

Cuervo se detiene a uno o dos pasos tras de mí.

   —¿¡Qué mierda, hombre!? —grita, exaltado, y la voz le tiembla un poco—. ¿Eso es…? —tiene la vista clavada en Ellen, y la mira con asco. Ella parece sentirlo y suelta un gruñido cuando lo ve—. ¿Qué demonios? —insiste.

Me acerco a mi chica, paso una mano por su cabello y otra vez las hebras negras se quedan entre mis dedos —debo admitir que últimamente eso me molesta un poco. — Ella mueve la cabeza, siguiendo la dirección de mi mano, como si buscara encontrarse con ella. Estoy seguro de que eso es exactamente lo que quiere.

Me lo diría si pudiera hablar.  

   —Ella es Ellen… —digo.

Cuervo se acerca; uno, dos y tres pasos hacia nosotros, bien firmes y decididos, y se planta a mis espaldas. Le veo y no sé decir qué es lo que me transmiten sus ojos ahora; ¿está enfadado por algo? ¿Algo de lo que vio le causó lástima?

   —Está muerta —me dice.

  —¿Quién?

   —Ella, tu chica. Ellen…

   —Oh, no… —Yo continúo acariciándola aunque no la esté mirando. Me gusta su cabello—. Ella sólo está enferma.

Cuervo apoya una mano en mi hombro y lo presiona con tanta fuerza que duele.

   —Está muerta e infectada —reitera—. Es un zombie… y al menos tendrá unas dos semanas.

Entonces me volteó a verla y, por primera vez en todo este tiempo, me percato de ello: sus ojos no se están apagando, están completamente oscuros y sus silencios no existen; son tan sólo parte de mi imaginación. Ella en realidad grita y jadea mientras intenta alcanzar mi mano con sus dientes.

La suelto y, de no ser por las manos de Cuervo que atinan a sostenerme, casi caigo al suelo. Me cubro la boca y siento que no puedo respirar. ¿Por qué? ¿Cuándo ocurrió esto?

Intento recordar, porque no está fresco. ¿Cuánto tiempo dijo que llevaba así? ¿Dos semanas?

Oh…

Entonces la recuerdo corriendo de una horda de zombies, apenas respirando por la carrera. Recuerdo la emboscada y que nos acorralaron en un callejón. Recuerdo el juramento que hicimos: «si hemos de caer, caeremos juntos», y cómo lo rompió.

Recuerdo la escalera de emergencias y el estúpido intento de sacrificio de ella que logró salvarme la vida.

Me recuerdo, cargándola en mis brazos, con una mordedura en la pierna.

Evoco su dolor y la forma en la que se retorcía en nuestra improvisada cama. Sufría de verdad, le dolía más que las heridas y las intoxicaciones provocadas por las drogas.

La recuerdo muriéndose a mi lado.

Recuerdo que, un día después de eso, tuve que amarrarla a esa silla.

Un estruendo me saca de mis pensamientos; es grave, pero punzante y me martillea la cabeza, rebotando en las paredes de mi cráneo. Doy un salto y oigo el silbido suave que deja el paso de una bala. Entonces miro a Ellen. Ya no está. Cuervo le ha disparado.

   —¿¡Qué hiciste!? —chillo y doy un paso hacia atrás. El brazo del cazador me sostiene, gracias al cielo, porque las rodillas me tiemblan y el suelo se sacude delante de mis ojos—. ¿¡Qué…!? —balbuceo, apenas puedo respirar.

   —¡Estaba muerta! —me grita él, de nuevo como si me estuviese regañando; su voz se oye demandante y dura,  como la de un general del ejército—. ¡Y tú te vendrás conmigo ahora!

Tengo su brazo cruzando mi pecho, sujetándome con fuerza todavía. Y no sé que hacer ahora que me he dado cuenta de lo que he hecho. Y no sé cómo reaccionar al verla con un disparo en la cabeza. Duele, justo como el día en que la mordieron.

Ahogo un sollozo y me aferro a su brazo hasta hundirle las uñas en la piel.

«Sólo espero que ella pueda perdonarme», pienso.

No contesto, creo que no hay necesidad de ello. Pero él, Ellen y yo lo sabemos muy bien; este hombre acaba de rescatarme, acaba de sacarme del abismo y acaba de salvarme la vida.  

   —Ven conmigo… —repite, cuando me suelta y me deja libre—. Agarra tus cosas y sígueme.

Me volteo para verlo; tiene esa fiereza en la mirada y ese desplante salvaje que vi en Ellen el día en que la conocí.  Y en ese momento me pregunto si acaso él también nació preparado para esto. La forma en la que toma su arma, para mirarla y asegurarse de que esté cargada, me lo confirma.

«Siempre he sido una sombra», pienso para mis adentros. Y algo me dice que podría ser la de este hombre el resto de mis días.

 

 

La puerta de la habitación se abre y el chirrido de la bisagra me saca de mis recuerdos. Scorpion entra y sonríe un poco al verme ahí, de pie a un costado de la cama. No es una sonrisa, en realidad; es más bien una elevación pequeña en la comisura de sus labios, un diminuto gesto apenas visible, pero que con los años he aprendido a detectar.

   —¿No ha despertado? —me pregunta.

Miro el cuerpo de Cuervo tendido en esa camilla; está destruido, más de lo que jamás le he visto. Su rostro está pálido, cansado y con nuevas cicatrices. Tiene conectada una intravenosa al antebrazo y está cubierto de vendas.

En mi interior he estado rezando para que vuelva a abrir los ojos.

   —Sigue dormido… —contesto. Él camina hacia la cama y se sienta encima. He notado algo distinto en Scorpion desde que ambos volvieron de la masacre del barco. No sé lo que es, pero creo que es bueno. Lo percibo en su mirada, en la forma en que sus ojos se anclan a Cuervo y parecen gritar, desesperados—. Pero va a despertar —le aseguro.

En ese momento, él si sonríe.

   —Claro que sí.

   —¡Cuidado, cuidado! —La puerta vuelve a abrirse de par en par y un apresurado Morgan entra al lugar, con Reed en sus brazos—. ¡Tú! —me grita—. ¡Prepara esa camilla, ahora! —ordena y yo atino a correr hacia la única cama que queda en el lugar y aparto un montón de utensilios y almohadas. El médico tiende al chico, que está medio dormido, o medio despierto, o medio muerto. No sabría cómo describir su estado. Balbucea incoherencias:

   —Am…. —le escucho decir—. Amber.

Scorpion se acerca a él, pero no lo toca.

   —¿Qué ocurrió? —le pregunta a Morgan, mientras lo observa correr hacia un armario y buscar algunas cosas; una jeringa y un pequeño frasco que el médico no se detiene a describir, porque de inmediato llena la aguja con su contenido y lo inyecta en el brazo de Reed.

Lee y Terence entran en la habitación. El pelirrojo se acerca a la camilla y mi compañero va directamente hacia mí.

   —E.L.L.O.S —me informa rápidamente—. Esos sujetos, los encapuchados… —jadea, está cansado. Ha venido corriendo—. Nos han atacado de nuevo.

Se forma un silencio entre todos los que estamos ahí. Morgan nos mira, alarmado, pero no dice nada. Él tampoco debe entender qué acaba de pasar, pero de seguro tiene la convicción de que es grave y de que se nos viene algo grande.

Todos lo sabemos.

Me muevo y Scorpion también lo hace, estamos teniendo la misma reacción. Ambos miramos hacia la cama de Cuervo, que sigue dormido.

Y creo que a ambos nos cruza el mismo pensamiento:

«Despierta luego, por favor. Esta guerra no puede ganarse sin ti.»

Notas finales:

Siete no siempre fue un cazador, él era un joven delincuente antes. Y sí, tenía una novia. Y sí, tal vez Cuervo le recuerde un poco a ella. Le recordó, en algún momento. 

 

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Abrazos!


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