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Backstage por Matias

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Notas del fanfic:

Un regalo que comparto. 

Notas del capitulo:

Ojalá les guste.

 Sólo dame un respiro…

 

           

 

Desde la primera vez que monté en un carro odié profundamente el tráfico de la hora pico. Dios, ¿no hay otro sitio en el que toda esta gente quiera estar justo ahora? ¿Por qué en un auto en medio de una carretera sin vida y gris? ¿Por qué justamente frente a mi auto impidiéndome llegar a casa? Puedo oír los bocinazos a mis espaldas y estoy tentado a unirme a la cacofonía general con improperios y ataques sádicos al volante, pero me obligo a recordar que soy una persona civilizada y que también odio el ruido de las carreteras. No, me quedo en silencio y en vez de chillar por la frustración le echo una mirada rápida al móvil: 0 notificaciones, 0 llamadas perdidas, 0 mensajes de voz. 0 de todas esas cosas que a la gente le aceleran la respiración y le hacen rodar de ansiedad por ver quién tuvo el descaro de manifestar su presencia virtual. Por lo general me alegra no ser molestado por mi móvil mientras conduzco, pero hoy… Hoy siento que todo mundo me ha olvidado.

 

 

 

Ser yo es difícil, trabajar en una compañía enorme es difícil, ser un rostro malditamente público es difícil, y avanzar diez metros en ésta carretera del diablo es aún más difícil. Todo es difícil porque quería vivir en un lugar apartado y bonito… Ah, que idiota de mí, debí pensar en esto cuando compré esa casa. “Quizás en unas dos horas…” me digo a mi mismo como para paliar un poco la frustración ante la eternidad que me queda en éste infierno antes de llegar a casa, enciendo el estéreo a todo volumen y canto las canciones a mi manera a toda voz para liberarme de un porcentaje importante de mis penas. Odio todo, pero tampoco lo odio tanto. Al fin las filas eternas de vehículos avanzan y logro tomar la salida que me llevará a mi hermosa y adorable cama bien tendida entre una marea de ropa que aún no he lavado. Al cabo de una hora estoy aparcando frente a la verja negra. No hay luces encendidas, sólo el silencio y la eternísima quietud de mi hogar. “Bah”…

 

 

 

Cuando intento sacar las llaves de mi chaqueta empieza la catástrofe del día: no están en la donde se supone que estén. Busco en la guantera de mi carro y tampoco están. Busco bajo el asiento, en mi bolso, en el portamaletas, en mis pantalones, de nuevo en mi chaqueta, y nada. “Mierda, no…” Si no fuera porque la señora Isegawa venía caminando tranquilamente por la acera de enfrente me habría dado cabezazos a lo bruto contra la verja de hierro hasta sacarme los ojos: las putas llaves habían quedado sobre el puto mesón de la puta oficina del puto edificio en el que “trabajo”. Maldije por lo bajo hasta la memoria de mis ancestros mientras me volvía a meter en el carro y arrancaba sin siquiera ponerme el jodido cinturón de seguridad. Ahora si estaba frustrado, y admito que canté “Crazy Train” muy a mi manera para calmarme antes de echarle el carro encima a algún pobre diablo que se me cruzara en un semáforo. Mi nivel de indignación conmigo mismo fue tal que la hora y media de viaje hasta el centro se me hizo realmente corta, no fue tiempo suficiente para odiarme a gusto y así no se puede, simplemente no se puede. Uno tiene que tener un momento para reprenderse mentalmente por las estupideces que hace.

 

 

 

Sólo déjame ser yo…

 

 

 

El edificio de la PSC, acrónimo de Peace and Smile Company, es un complejo de varios pisos de altura y una abrumadora cantidad de oficinas, estudios de grabación, más oficinas y una que otra sala de ensayo. A estas horas esperaba no encontrarme a nadie conocido rondando por allí porque ya me sentía bastante idiota con haber olvidado las llaves, no necesitaba alguna  broma jocosa con respecto al tema. Ya me había dicho varias a mí mismo además. Entré al aparcamiento como un fantasma, incluso miré a otro lado al pasar cerca de la cámara de seguridad para que el registro de mi desmemoria no fuera tan  revelador, y como un alma en pena subí los cinco pisos hasta las bonitas oficinas que correspondían a mi banda. Podía decir con mucho orgullo que todo el piso era nuestro: después de una rutilante carrera como la nuestra lo menos que podían darnos era una jodida sala de ensayos para nosotros solos, nos lo merecíamos. Ah, y un baño. Odio pelear por un maldito baño con los chicos de otras bandas.

 

 

 

Casi pateé el mesón cuando vi las llaves y unos folios que también había olvidado encima. Cogí todo con saña lanzándoles una mirada de odio digna de mí, no les perdonaría haberse quedado allí tirados sin mi permiso. Cuando me escabullía de regreso a mi carro por las escaleras de servicio para no toparme con nadie el maldito móvil tuvo la genial idea de notificarme lo que no había notificado en todo el día: un mensaje entrante. “Me voy”. Era todo lo que ponía… Y justamente tenía que ser un mensaje suyo. Como si el día no hubiera sido ya bastante malo con todos los papeleos, los atrasos, la tensión permanente con Takanori, las putas llaves y el gasto de gasolina con los seis viajes en carro ahora debía sumarle su enojo. Y si siquiera me estaba dando la oportunidad de explicarle nada. “Maravilloso, simplemente maravilloso” pensé mientras regresaba al carro más enfurruñado que antes. Esta vez no hubo música, sólo el silencio helado, mi estrés y yo.

 

 

 

Conduje al límite de la velocidad, gracias a eso estuve en casa en menos de una hora. Ya no tenía ganas de esas cervezas con las que había fantaseado por la tarde ni de esas hamburguesas que planeaba encargar. No quería nada, sólo mi cama. Quizás un litro se sake para caer en coma, pero no más que eso. Hasta los Kit-Kats que guardaba con mucho celo en la guantera ya no me parecían tan atractivos como hace unas horas. Estas cosas pasan cuando uno está enamorado y la persona en cuestión te envía un puto mensaje y en dos palabras te manda a la mierda. No lo pude evitar, pisé el freno con toda mi rabia y el carro dio un pequeño derrape que casi me saca de la vía. Luego de poner mi vida en peligro imaginando cómo se sentiría mi objeto de deseo teniendo que ir por mí o mis pedazos a la morgue pude continuar conduciendo un poco más tranquilo, la adrenalina me había quitado el cincuenta por ciento del enojo. Eso era todo un logro. Al aparcar el carro frente a mi hogar y ver todavía las luces apagadas y la puerta cerrada por fuera la frustración se volvió apatía.

 

 

 

 

Sólo déjame respirarte…

 

 

 

Mi “hogar” consta de una pequeña casa de dos pisos en un barrio de media clase, ni muy peligroso ni demasiado acomodado. No tengo cochera. Desde el segundo piso se pueden ver otras casas similares en los alrededores, nada demasiado ostentoso pero si tranquilo. Todo lo que hay dentro de la casa es mío, lo he adquirido con esfuerzo y algo de suerte, excepto un sillón horrible que Takanori diseñó para mí: he intentado venderlo a riesgo de acabar muerto, pero tal parece que la gente opina igual que yo sobre el pobre mueble. Todo lo que hay en mi hogar me pertenece, incluso yo, incluso mi tiempo y mi espacio. Aquí sólo soy Akira, el desaliñado que aún le teme a las cámaras y odia la atención de los demás, el chico que ya no es un chico del todo, el tipo con un rostro nada interesante que se esconde detrás de un trapo para pararse frente a miles de personas queriendo sentirse genial por ello. Soy yo, mi apatía, mis enojos, mi vida, mis dolencias y mis amores. Especialmente uno… Uno que no está.

 

 

 

Arrojo todos mis folios al sillón de Taka con rabia una vez que estoy dentro de mi casa y descalzo. Enciendo las luces de la sala para revisar que todo esté en orden, justo como lo dejé antes de salir por la mañana. Los únicos felices de verme son Oscar y Keiji, mis bebés emplumados: al menos todavía tienen agua y comida en sus depósitos, eso me libra de tener que alimentarlos antes de ir a la cama. No tengo ganas de ducharme, ya lo haré por la mañana, de todas maneras no hay nadie esperando por mí para a dormir. “A la mierda con todo” voy pensando mientras me deshago de la camiseta enorme que traigo puesta, pero antes de encender la luz de mi cuarto un visceral pánico se apodera de mis entrañas al notar un extraño bulto sobre la cama. “¿Qué rayos…?” No encendí la luz, sólo caminé dos pasos más hacia adelante para comprobar que no fuera un producto de mi imaginación. Recuerdo haber dejado todas las ventanas cerradas, era imposible que alguien se metiera… Tampoco había zapatos en la entrada. “No puede ser Kou” pensé para mis adentros acercándome impertinentemente un paso más a la cama, sin embargo,  una voz más que familiar me detuvo en seco.

 

 

 

— ¿Dónde mierda estabas?

 

 

 

— Siendo un idiota. — Respondo inmediatamente a la defensiva, aunque no quería empezar una pelea, no con él. No ahora.

 

 

 

—  Pudiste llamar. — La figura tumbada en la cama comenzó a levantarse en medio de la oscuridad, y como si me hubiera leído el pensamiento encendió la lamparilla de noche que mantengo cerca de la cama, cegándome un momento con su brillo.

 

 

 

— Tú tampoco llamaste. — Respondí lanzándole una mirada de odio a mi interlocutor desde toda mi altura ahora que él estaba sentado y yo más arriba. Me sentí poderoso por dos segundos, al menos hasta que se puso de pie también. — Dijiste que te ibas.

 

 

 

— Sólo para molestarte. — Iba a replicar, pero de pronto una boca asaltaba la mía como si le perteneciera. En realidad sí le pertenecía, desde años además. Toda la tensión, el odio, la frustración y mis nervios destrozados quedaron en el olvido: Andou tenía el poder de hacerme olvidar hasta mi nombre sólo con un beso.

 

 

 

Sólo déjame ser nosotros…

 

 

 

Nos conocimos en los pasillos de una revista importante, ambos estábamos haciendo entrevistas y por alguna razón que no recuerdo bien terminamos juntos en una sala de espera. Me sentí intimidado de inmediato porque éste sujeto luce genial con lo que use y sus años de experiencia ciertamente lo sitúan por encima de mi nivel. De haber sido unos años más joven me habría puesto como una colegiala loca queriendo llamar su atención, pero como me afano en parecer maduro y centrado sólo me dediqué a ignorarlo muy profesionalmente. Fue él quien con su risa desatinada rompió la tensión y nos consiguió un segundo encuentro. Y luego un tercero, y un cuarto, y un quinto, hasta que un día medio borrachos amanecimos en la misma cama, bajo las mismas sábanas y mi trasero dolía como el infierno. No me jacto de ser un semental de primera línea, pero tampoco le entrego el culo a cualquiera. No, claro que no. Él era especial, lo sigue siendo incluso ahora después de tres años de amaneceres juntos y salidas a beber. Por más que me negué a quererlo acabé enamorado de su cabello rojo y sus burlas a mi sentido de la moda.

 

 

 

No tenemos nombre, sólo somos nosotros: Suzuki y Andou, bajista y guitarrista, The GazettE y Dir en Grey. Así funciona. “Así debe funcionar” me repito a mí mismo para no entrar en esa fase que tan bien conocen las mujeres de celos paranoicos y un sentido de posesión injustificado. Aunque esté dentro de mi hogar no es mío, no me pertenece, pero el amor que siento por él sí que lo hace y me aprovecho de eso hasta saciar mis ganas de su carne y su atención. No hay marcas en nuestros cuerpos que delaten lo que hacemos cuando las luces se apagan y todos los demás duermen, nunca nos hemos encontrado en un backstage o una sesión de fotografías aunque hay mucho riesgo de coincidir en un mundo tan pequeño como el nuestro. Nuestros amigos no saben que nos conocemos, aunque he ido a sus conciertos y él a los míos. Nadie sabe de nosotros, sólo nosotros, y así está más que perfecto: éste secreto no debe ser perturbado ni susurrado a nadie, no quiero compartir mis momentos de gloria con nadie que no sea él. Sólo él, porque sí.

 

 

Soy arrastrado a la cama mientras unas manos demasiado hábiles hacen desaparecer el resto de mi ropa. Entonces recuerdo que no me he duchado y se lo hago saber en medio de pequeños manotazos para que se aparte. Él ríe por lo bajo y responde que no le importa, que me quede en la cama porque no anda con ganas de follarme en la ducha. Encojo los hombros y reprimo mi réplica: “Eres tú el que va a tragarse mi sudor, idiota.”. Aun así sonrío, las cosas siempre han sido así: él tiene una forma muy rara de llevar lo nuestro, como si la separación entre la ternura y la brutalidad no existiera en su universo mental. A veces hacemos el amor aferrados el uno al otro, piel con piel, su boca sobre la mía, sus manos entre mis dedos; otras veces follamos como salvajes en el piso, en la mesa, en el baño de un bar o dónde nos atrape la pasión. Así funcionamos, con caricias robadas y algunas noches de películas en su apartamento comiendo palomitas y bebiendo cerveza. Mientras mis piernas son abiertas sin pena alguna pienso que jamás lo he besado en público…

 

 

 

Lo siguiente es la corriente del río arrastrándonos de un extremo al otro de la cordura. Andou debía tener hambre, ha mordido mis muslos y mi abdomen con tantas ganas que no alcanzo a dar gracias suficientes a mi escaso sentido de la moda por no dejarme vestir como Takashima: esas marcas seguro no las ocultaría ni con pasta para muros. Siento su boca rodar por mi ingle, no sé qué está buscando pero podría garantizar que no lo va a encontrar allí. Lo que yo quiero que encuentre está más arriba y dentro de poco estará muy duro. El roce de las sábanas revueltas contra la piel de mi espalda se siente demasiado húmedo, estoy sudando y algo mareado por el repentino relajo. Las manos de Andou han encontrado el camino desde mis caderas hasta mis clavículas, sus dedos han dejado huellas por todo el trayecto presionando los puntos que más le gustan y estimulando los que más me gustan a mí. De a poco voy cayendo en ese estado de relajo previo al sopor del sueño, pero justo en ese momento su boca encontró lo que quería encontrar hace rato y yo olvidé hasta el nombre de mi banda.

 

 

 

Gemí una, dos, quizás tres veces. Su boca sabía demasiado bien dónde y cómo actuar, y mi cuerpo ya se había aprendido su profundidad de memoria. Entre nosotros no habían secretos físicos o pudores: él ya había conocido todos los resquicios de mi cuerpo delgado y yo conocía los suyos, nos habíamos besado y lamido hasta el último centímetro de piel, y el fondo de mis entrañas tampoco era ningún misterio para mi amante y compañero de soledades. Mientras Andou me daba una merecida mamada de aquellas ruidosas y bruscas uno de sus dedos se metió entre mis glúteos, profanando la parte de mi anatomía a la que nadie más que él tenía acceso. Gemí por la incomodidad inicial y por lo rápido que estaba llevando todo: me gustan los juegos previos, me gusta que me acaricie y me mime un poco antes de pasar al acto, pero también me gusta que me posea a lo bruto y sin aviso. Hoy había algo flotando en el aire que no alcanzaba a entender, estaba demasiado caliente para eso: Andou tenía algo, algo malo tal vez, o no estaría metiéndome otro dedo sin siquiera esperar a que el primero hubiera entrado bien. Ah, con éste hombre no se pude.

 

 

Susurré que se detuviera, más no me hizo caso, al contrario. Podía sentir sus dedos rebuscando ansiosos en mi interior, abriendo sin cariño lo que usualmente abría con mucha paciencia y dedicación. La última vez que estuvo aquí fue hace tres días, habíamos follado en la cocina y él se había venido dos veces, no había razón para tanta prisa. ¿O si? No me estaba haciendo daño, quizás sólo fueran imaginaciones mías. Al cabo de unos segundos sentí su peso entero sobre mi cuerpo, sus caderas haciéndose espacio entre mis muslos mientras llevaba mis rodillas sobre sus hombros. “Ésta vez será fuerte y profundo… Ya veo.” Mi mente trazó esquemas de las acciones del pelirrojo de mis dichas, pero todo quedó en nada cuando sus labios volvieron a poseer los  míos con una calidez que jamás habíamos usado el uno con el otro. Me sacó de órbita ser besado así. Todo lo que tenía en la cabeza se esfumó, incluso la preocupación incipiente por el posible mal de Andou se fue por el caño. Devolví ese beso con algo parecido al amor, parecido al deseo, parecido a la ternura y a las ganas de morirme de viejo a su lado.

 

 

 

Diez minutos después la cama crujía y yo gemía como nunca. Lo que pensé sería un acto bestial y placentero se transformó en un vaivén de caderas lento y besos húmedos en mi cuello. No podía parar de gemir el nombre de mi amante y él susurraba el mío con tanta pasión que podría haber llegado al orgasmo con sólo seguir escuchando su voz. De a poco fui volteado sobre la cama y atrapado bajo el peso del pelirrojo: ahora él estaba entre mis piernas separadas, su pecho pegado a mi espalda, su boca en mi oído, y mientras se metía de nuevo en mi cuerpo sosteniéndome de las caderas susurró con su voz de niño risueño que me quería, que me quería mucho. Solté un gemido casi animal de pura sorpresa, aunque de inmediato mi boca fue silenciada por otro beso igual de suave que los anteriores. Mi cerebro se había espabilado en cosa de segundos al oír aquella confesión tan dulce  y la poca hombría que me quedaba se esfumó cuando susurré sobre su boca un “ Y yo a ti, mucho” que sonó demasiado agudo para mi gusto. No debí abrir la puta boca… O si, mejor si, debí haber dicho más, pero bueno, por el momento sería suficiente.

 

 

 

No recuerdo una sola vez en toda mi vida que haya hecho el amor así, tan hondo y tan cálido. Andou poseyó mi cuerpo tres veces seguidas sin darme tiempo a respirar hasta que caí rendido por el cansancio y entre sueños le pedí que se detuviera. Mis orgasmos se vaciaron en sus manos y los suyos dentro de mi cuerpo. Recién cuando sentí su calor entrar en mis entrañas caí en la cuenta de que ésta vez no habíamos usado condón. Incluso eso fue una experiencia diferente. Vi las estrellas en una o dos ocasiones, no estoy seguro; probablemente Andou las vio también porque sus facciones se deformaron en muecas de placer que no le había visto y sus manos no dejaban de apretar mi carne como si quisiera fundirla con la suya. Todo el tiempo fue despacio, no nos cegó la lujuria pero si la pasión, ésta vez fue todo diferente y pensé… Pensé en mi delirio por él que ahora sí todo lo que hay dentro de mi hogar me pertenece. Lo último que supe de él antes de caer rendido al sueño fue que gimió en mi espalda palabras que no entendí mientras se vaciaba de nuevo en mi interior, pero se parecían mucho a mi sentido infantil de la pertenencia. “Todo mío…” 

 

 

Sólo déjame ser tuyo…

 

 

 

El maldito sol me sacó de mi estado de coma más temprano de lo que tenía previsto. Quise moverme, pero un mastodonte de un metro ochenta y cabello rojo estaba inconsciente sobre mi cuerpo, y el muy maldito ni siquiera se había dignado a salirse de mi antes de dormirse. Con el correr de los minutos rogué para que se despertara porque algo entre mis piernas si que estaba despertando, no obstante mi cuerpo ya estaba resentido y no aguantaría una cuarta ronda matutina. Me moví despacito bajo cuerpo, sólo un hombro, pero fue como echarle sal a una babosa porque se despertó casi en pánico y muy desorientado. Tardó dos segundos en reconocerme y aún sin quitarse de mi me abrazó como si fuera un peluche o una almohada. Quise replicar otra vez, quise mandarlo a volar lejos de mi culo, pero un beso en mi oreja me dejó fuera de juego otra vez, y luego otro, y otro, y otro más hasta que le di un codazo para que se calmara.

 

 

 

— Buenos días. — Me sonrió enseñándome sus dientes perfectos como si fuera lo más normal del mundo amanecer montado encima de otra persona.

 

 

 

— Buenos días — Respondí aun debatiéndome conmigo mismo: no había decidido si la mejor opción sería enojarme por su torpeza o alegrarme por su ternura.

 

 

 

— ¿Tienes algo que hacer hoy, mocoso? — El apelativo le costó un manotazo en la cabeza de mi parte, pero ya me había acostumbrado a él. Tres años y aún no dejaba de decirme “mocoso” cada vez que despertábamos juntos. Maldito.

 

 

 

— Trabajar, como toda la gente normal. ¿Por qué? — Cuestioné lanzándole una mirada de reojo mientras me acomodaba a gusto sobre mi vientre. Si planeaba quedarse allí dentro el resto de la mañana al menos tendría que dejarme estar cómodo.

 

 

 

— Pensaba pasar a buscarte. — Respondió con simpleza dando algunos besos sobre mis hombros, de esos capaces de quitarme hasta el último de mis enojos y fatigas.

 

 

 

— ¿Y qué diablos harías tú yendo por mí a la compañía? — Contrataqué con otra pregunta, pero ésta vez no hubo una respuesta plana de su parte, sólo frunció el ceño y aguardó un segundo antes de responder, dejándome con todas las demás palabras y quejas en la boca y una mirada de  idiota imposible de ocultar.

 

 

— ¿Qué no puede uno ir por su novio al trabajo?

Notas finales:

Fin. 


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