Mentirosos
Sus ojos son hermosos, afilados, gélidos, indescriptibles. Adoro sus ojos, adoro la manera en la que me miran, tan anodina, tan desinteresada. Esos ojos siempre me esperan tras aquella puerta, sólo reaccionan tornándose hacia mí. Esos ojos siempre están ahí. Siempre. Y no sé por qué razón. Como tampoco sé porque él está ahí siempre que abro la puerta.
Soy un mentiroso. Es lo que me digo cada vez. Es lo que veo cuando me miro al espejo. Es lo que soy cuando toco su cabello y le sonrió de esa manera tan despreciable
—Yo te amo— le digo cuando lo alcanzó. Cuando mis dedos tocan suavemente la punta de su flequillo. —Dios, te amo tanto.
—Eso está bien— me dice él siempre, mirándome así, con sus ojos hermosos. Serio, imperturbable.
“¿Por qué vienes?” Quiero preguntar, pero mi aliento se escapa, mi aliento necesita ser entregado. Y es por ello que lo beso, que nuestros labios se encuentran y todo se desata con impaciencia y dolor.
Es cuando le abrazó. Cuando por fin lo contengo entre mis brazos y sé que no se irá. Porque su besó es más fuerte que el mío, porque me mordería la lengua hasta desangrarme, si así lo quisiera y yo no protestaría. Y cuando el beso termina, son mis dedos los que acarician sus labios, su barbilla, se deslizan por su cuello, y deshacen el nudo de la corbata.
—Te amo— repito con mis labios sobre los suyos, en tanto mis dedos eliminan los botones de su camisa y la abren para que mi boca pueda, después, alcanzar su clavícula, sus hombros…
Él no dice nada, sus dedos hacen tintinear la hebilla de mi cinturón, y tiran del botón de mi pantalón. Su mano fría se desliza en el interior de mi bóxer, mientras yo boqueo conteniendo la respiración y al mismo tiempo el placer que me causa su toque.
Se lo que pasará y él también. No tenemos por qué fingir que no sabemos. Porque sabemos para qué es ese encuentro.
Me desnuda y yo a él. Nos besamos con las bocas ansiosas, sin mediar palabras. Nos acariciamos la piel y caemos juntos, sumergidos en ese deseo que siempre nos consume. Es mío, por esos minutos, es mío. Su sabor, su cuerpo, sus pensamientos.
Recostados en el suelo llano, nos enredamos con piernas y brazos. Y me sumerjo en su interior. Como siempre caigo en la desesperación. La ansiedad me consume. ME consumo con una sola palabra “más”. Más, déjame estar contigo un poco más, más, ¡Más!
Soy un mentiroso. Cobarde. Miedoso. Perdido. Soy un mentiroso. Un mentiroso.
—Te amo — le digo al borde del orgasmo. Sonrío balanceándome sobre su cuerpo. Sonrió y él me mira con sus hermosos ojos de hielo.
—Eso está bien— repite él, pero hay algo más, algo que se balance en su lengua como veneno mortal —Eso está bien…porque yo… te odio.
Y entonces, el final. Ambos colapsamos en el placer. Pero soy yo quien ha recibido un rayo sobre la cabeza. Nunca había dicho algo más aparte de “Eso está bien”. Es él quien se aparta de mí.
Se pone de pie, su cuerpo desnudo, blanco como la leche, tiene un par de marcar rojas dónde lo bese o dónde lo sujete. Sé que mañana habrán desaparecido. Y tengo la sensación de que algo más desaparecerá mañana.
—Zero—le llamo pero él no contesta, se viste con prisa, con la mirada en el suelo. —¿Zero? Oye…
Pero no oye. No quiere hacerlo. Toma su chaqueta y hace amago de salir por aquella puerta. Es mi mano quién lo retiene; lo hago girar sobre su eje, pero no me mira aunque yo no puedo apartar la mirada de su rostro enrojecido.
“Mírame” quiero pedirle “Mírame con tus gélidos ojos… ¡MIRAME!”
Pero nada sale de mi boca. Ni siquiera mi mentira usual.
—Suelta…— dice él, manotea, aparta mi agarre, me da la espalda y se marcha.
No sé cómo es que ambos nos vimos arrastrados a esto. ¿Quién empujo a quién? Que alguien me lo diga. Pero que calle el desenlace, que no me diga cómo es que terminará esto, porque de nuevo, tengo miedo.
No eres un hábil mentiroso, cuando la mentira que dices es la verdad.