Ese viernes, la lluvia caía a cantaros, las nubes grisáceas coincidían con el viento que arrancaba las hojas cobre de los árboles del parque. Era un día horrible, perfecto para quedarse en casa y tomar una buena taza de chocolate caliente mientras te recostabas en tus cobijas, viendo un maratón de películas. Pero ese no parecía ser el plan de un pequeño que se removía inquieto sobre sus pies. Llevaba un paraguas de color azul sobre su mano, que cubría su pequeña cabecita y al resto de su cuerpo. Por reflejo miró al cielo, encontrándose con la tormenta que parecía no querer parar durante un largo tiempo. Suspiró hastiado.
¿Por qué se encontraba allí? No había una respuesta concreta, solo sabía que quería pasar el tiempo lejos de todo, era su rutina diaria. O tal vez había ido para alimentar a los patitos del lago, era una buena forma de distraerse. Odiaba estar en su casa. Sentía que se ahogaría en ese silencio de tumba. Aunque estaba acostumbrado a él.
Ciel era raro… y lo sabía.
Movió su cabeza, tratando de alejar esos pensamientos que de nada le servían. No iban a cambiar su situación actual. Estaba a punto de caminar para cruzar la calle si no fuera porque un maldito auto cruzó la avenida cerca de él a toda velocidad, manchando de lodo sus prendas. Ciel estaba que echaba humos por su cabeza.
— ¡Fíjate por donde vas, imbécil! —gritó.
Volvió a fijarse en su camino, maldiciendo a la estúpida persona en todas las lenguas que conocía. Empezó a caminar a paso lento, arrastrando sus pies como si pesaran 3 kilos. Trató de limpiar sus mangas, el molesto olor a tierra húmeda inundaba sus fosas nasales. “Maldita sea la persona del auto, malditos sean los patos, malditos sean todos” comenzó a maldecir. Empezó a caminar más rápido, hasta que se resbaló, cayendo fuertemente sobre su cola. Ahogó un quejido de dolor.
¿Por qué tenía tanta mala suerte? Le preguntó a la nada. Se removió, tratando de ignorar el ardor de sus brazos. Al parecer hoy no era su día. Buscó con su mirada su paraguas llevándose casi al instante una sorpresa.
Un hombre, de por lo menos 13 centímetros más alto que él, se encontraba en frente suyo, tendiéndole su mano derecha y sosteniendo su paraguas azul con la izquierda. Ciel se removió incómodo y molesto, su ego había sido dañado muchas veces hoy. No sabía en dónde poner su cara, quería hacer un hueco sobre la tierra y esconder su cara allí.
— ¿Te encuentras bien? —interrogó el hombre. Su voz era profunda y resonó con fuerza en su cabeza. Minutos pasaron en los que Ciel se mantuvo quieto, observando con detenimiento al desconocido, que parecía carecer de emociones. Cuando el hombre se aclaró la garganta, Ciel inmediatamente salió de su trance.
—No, estoy bien —Ciel se levantó por si solo, moviendo la mano que el extraño le había tendido—. Puedes quedártelo —dijo por última vez, refiriéndose al paraguas.
Ciel, por culpa de la mala suerte que tenía, no solía fijarse en lo que su instinto le decía, siempre hacía lo contrario. Pero, en esta extraña vez, decidió hacerle caso, que, por alguna razón, creía que él y ese extraño, se volverían a ver.
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En todo su camino a casa, la lluvia no cesó ni una vez, Ciel estaba mojado hasta los calzones. Un poco desesperado, buscó su llave y casi al instante abrió la puerta, encontrándose con una no muy grata sorpresa.
El extraño hombre estaba parado en frente de él, casi igual de empapado. Cuando este cayo en cuenta de su presencia se giró, esbozando una sarcástica sonrisa.
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