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Sed de sangre. por nezalxuchitl

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Notas del fanfic:

Despues de ocho años, mas o menos, queriendolo hacer, aqui esta: un especial de halloween publicado en halloween! No es la historia que en un principio queria escribir, esa aun queda pendiente, pero esta queda muy apropiada para la ocasion.

Turra es sinonimo de doncel y originalmente un argentinismo para puta, por lo que tambien queda muy apropiado para la ocasion.

Notas del capitulo:

Enjoy it!

El día se ahogaba en el océano. Su luz moría tragada por la oscuridad y las cordilleras distantes, tierra adentro. El día terminaba y su jornada comenzaba, ser noctambulo todo él.

De noche la vida era más rica, se extinguía más fácilmente. Cuando la gente común reposaba, aburridos muertos en vida sepultados en sus camas, él y otros iniciados como el tomaban cuanto de bueno había en ella, solo lo mejor.

Vivir de noche a noche, apasionadamente, viajando por el mundo para no ser descubierto, tomando cuanto de mejor tenía el mundo; cada ciudad, un recuerdo. Uno al menos. ¡Ah, maravillosa época moderna en la que vivimos! Océanos hechos pequeños por configuraciones de velas más veloces que ninguna, ciudades atiborradas, gente, gente que viene y va, haciendo discreta la desaparición de una. Una joya en un tesoro, una gota en un mar, ¿Quién nota su ausencia? Y aun si la notan es demasiado tarde; una noche más, una ciudad más. La pista perdida entre los cientos que vienen y van.

Venecia. Una ciudad decadente y hermosa, donde el lujo convivía con la inmundicia, justo como a él le gustaba. Luces opulentas de los palacios reflejadas en el mísero canal, el canal comunal, derecho de cada uno de los venecianos, cauce poco profundo, maloliente, maternal; envolviendo con sus helados brazos el cuerpo residual, acogiendo en su seno aquello que una vez fue un ser humano, así como el cuerpo de un doncel una vez albergo en su seno algo que sería un ser humano.

¡Cuántos huesos no yacerían bajo sus aguas! Cuantas historias, cuantos apasionados momentos en los que la vida bullía. Y cuando drenaban, para su limpieza, solo se escandalizaban por los huesos pequeños: que doncel habrá abortado aquí, quien cometió infanticidio. Aburridos. A él las larvas no le interesaban.

Le gustaban vivos, apasionados, interesantes, y, aunque orgulloso de su género, debía admitir que los donceles eran más. Incluso el más soso de ellos tenía un secreto, incluso el que creías que no te seguiría de noche a un lugar apartado lo hacía, si lo habías sabido provocar.

¡Que de misterios había dejado atrás! Cuantos familiares que creían conocer a su hijo, a su esposo, a su amante. Cuantas historias solo conocidas por él.

Amaba Venecia y amaba a los venecianos: cuantas conjuras, intrigas, soluciones posibles. Cuanta discreción. Le había costado trabajo enterarse de la más refulgente estrella de la noche veneciana. Solo por tener contactos, solo por conocer a gente a la que valía la pena conocer se había enterado de la existencia de Turan, la más experimentada cortesana, el que follaba mejor que el mismísimo Venus.

Los mejores de ellos se daban el lujo de escoger a sus clientes. Turan hacia formar a los suspirantes a ambos lados del canal della Misericordia (no sin intensión, suponía) y seleccionaba a los que quería del lado hacia el que había dignado ladear su faz.

Era difícil acercarse a él, pero una vez a su lado, estaba solo. Esa estúpida superchería de la caballerosidad lo protegía. Como si ser un doncel lo volviera especial.

Varones armados cerraban el paso. Por ser una cara nueva lo dejaron pasar. Una cara nueva bajo el antifaz, es decir. Los que ya habían tenido su oportunidad rogaban penosamente por otra. Pero si eran hombres de él, no creía que fueran corruptibles.

Por eso había confiado en su buen tipo. Por su apostura que una media máscara y un traje antiguo realzaban más. Confiaba en que sus ojos lograran atraerlo, capturarlo, condenarlo. Sus ojos, que habían vencido a tantos otros. ¿Más que él?

La luz de los hachones, el frío maloliente del otoño veneciano. Las campanadas de la cercana iglesia de Santa Caterina donde los monjes donceles se escandalizaban del espectáculo que eran capaces de ver, cada noche, desde lo alto de los muros de su convento.

Las campanadas marcaban la impía aparición. Una góndola en forma de cisne, negro, con las puntas de las alas y el pico brillantes con metal oscuro, violeta. La embarcación avanzaba sola, aparentemente, haciendo soltar exclamaciones a los bobos que no adivinaban que debía tratarse de una especie de superchería. Velos adoselaban el interior de la góndola, el lecho pecaminoso. La más delicada mano, velada con una manga que terminaba sobre su dedo medio separo un poco las cortinas, hacia el lado en que él estaba.

Una serie de “¡Oh!s” y ¡Ah!s” y entrever a penas un rostro de esculpida belleza, una belleza clásica de facciones regulares y despejada frente, a la que quizá el peinado hacia ver antigua. Sabía resaltarse, sabía venderse, y lo miró a él. Sus ojos se encontraron y una chispa de triunfo apareció en los suyos. Lo había logrado, estaba seguro. Fue el primero que señaló, y luego otros dos, solo dos.

El cisne se perdió al terminar el canal, al doblar hacia el sur, anclándose fuera de la isla si tal podía llamarse.

Otra góndola negra, esta conducida por un varón armado como los que repelían a los solicitantes pasó por los elegidos.

Turan estaba de pie en la popa de la embarcación, fuera de los velos. Era una visión gloriosa de los tiempos antiguos, disfrazada de diosa. ¡Claro!, se golpeó la frente mentalmente. Turan.

-Tú serás el último. – le dijo a él primero, sintiendo que volvía a conectar, sintiendo ese fluido eléctrico entre ellos dos. – Tú primero – dijo a un insulso rubio – y tú después.

Solo quedaba esperar. La góndola se alejó un poco antes de anclar. Vio que el otro miraba con tremenda erección como se mecía en la mar, pero luego no más. Inclinó la cabeza y su bulto disminuyó. Preguntándose porqué miró en la dirección en que él lo había hecho, encontrándose con una isla oscura, sin luces, solo iluminada por los reflejos de la ciudad.

¡Claro! El cementerio. El cementerio viejo, lleno desde hacía siglos. Historias ya olvidadas por todos, polvo perdonado incluso por los que no descansaban en Poveglia.

La muerte y el amor, inconsistentes para quienes tenían un corazón apocado y un alma estrecha. Fuera de su cuerpo ancho y varonil nada tenía ese seme. Podría matarlo, incluso, si no le disgustara aplastar insectos.

Sus reflexiones, en cambio, se volvían románticas ante la vista ofrecida. “No sabes que bien has hecho en elegirme al último, querido mío”, pensaba. "No sabes que bien has hecho. Sin duda, estamos predestinados”

Tardo más tiempo del que creyó con el doncel que se hacía pasar por varón. Paso rápidamente a su lado, atontado, avergonzado, con las ropas todavía en los brazos.

El seme de imponente físico se adelantó como un león, sacando el pecho. Estúpida bestia que solo servía para follar, si acaso. La góndola se meció mas animadamente, llevando ondas hasta la piedra desgastada del borde del canal.

No sentía celos. Pretendía una ajena indiferencia; después de todo, aquella turra no conocería mas seme que él. Sonrió. Estaba seguro.

Se sentó a la orilla del canal, arrebujándose con su capa. La quietud, el silencio, la cercanía con las armas homicidas lo hacían sentir tranquilo, a gusto. El frío no le molestaba; él había experimentado el frío, el verdadero frío. Dormitó, arrullado por la cercanía de la muerte, esa amiga y compañera.

Nuevas campanadas marcaron la hora de completas, las anteriores habían marcado la hora de las ánimas. Miró al cielo, extendiéndose oscuro y frío sobre capas y capas de aire helado. ¿Qué serían las estrellas? ¿Joyas de la noche helada? ¿Almas sin cuerpo?

El cisne volvió a acercarse a la orilla para que el seme saliera: lucía tan conmocionado como el uke. Miró con interés la velada entrada, ¿con que clase de criatura estaba a punto de encontrarse?

La corriente eléctrica volvió a recorrerlo al poner pie en la embarcación, algo que iba más allá de la excitación de la premeditación. El chispazo volvió a repetirse al mirarlo a los ojos. Sus ojos, que le decían cuanto necesitaba saber.

-¿Tan pronto? – Turan aún no se recogía del lecho. Su cabello desordenado, su ropa también; una especie de bata elaborada con velos, velos de negro que se degradaba en morado, que hacían pesar en la venus envuelta con su cabello.

Pero su cabello era más intenso, y sus ojos de un lila tan claro como no había visto ni en las auroras boreales. Grandes, radiantes, bellos. Dos estrellas que iban a extinguirse.

Lo cogió por el cuello con violencia. No se amedrentó.

Lo besó, sintiendo que se enamoraba al sentir como el doncel respondía; la misma intensidad, la misma fiereza en su agarre sobre el cuello. La misma sed de sangre en sus labios.

Se separó para decirle que lo amaba, para mirarlo extasiado, pero Turan lo pateó hacia atrás con extraordinaria fuerza, o, mejor dicho, extraordinaria manera de aplicarla. Las uñas pintadas de negro, tatuajes oscuros, pequeños, delicados, que se enroscaban sobre su tobillo y ascendían por su pierna, visible toda, hasta lo alto del muslo, donde se cubría cerrándose la bata con la mano.

-No hasta que yo lo diga.

Había tanta autoridad en su voz, tanta convicción de estar en lo correcto y ser obedecido que decidió seguirle el juego.

-¿Acaso no se vuelven locos los mortales en presencia de los dioses?

Turan se encrespó, solo una fracción de segundo. Pero luego entendió que no era burla sino referencia.

-¿Qué sabes tú de mí?

-Que eres la diosa más bella del olimpo etrusco, llena de vida y de lozanía.

-¿Y sabes cómo me mantengo bella?

-¿Bañándote en semen?

Turan sonrió. Fácil de halagar, como todos los donceles. Solo diles que son bellos, solo diles que trascenderán por su hermosura.

-Así que sabes de historia. – le sirvió una copa.

El interior de la góndola estaba decorado en tonos oscuros, plateados y morados. Lujoso y lujurioso.

-Podría decirse que la he vivido. – brindó con sus hipnóticos ojos negros.

Los ojos negros, el pelo plateado, la piel aún joven. Era difícil de resistir, una belleza exótica, y lo sabía.

-Así que la has vivido… - le paso la uña sobre el dorso de la mano, la única piel desnuda a su alcanze. Repitió el movimiento y luego alzó sus preciosos ojos lilas – Dime, ¿Qué has vivido?

-Todo aquello que vale la pena ser vivido.

-¿Por eso estas aquí en mi lecho?

-Por eso.

-Vivamos entonces.

Dejo caer su copa al lado, la mano desmayada, muerta. La turra laxa entre sus brazos. Pero era solo un juego de seducción, pues al colocarse sobre ella su mano volvió a la vida, sus ojos brillantes, casi como los de una fiera al aferrar a su presa. Casi como los suyos. Su mano sobre su mejilla cuando sus labios se encontraron, y nada de ternura.

Turan subió la pierna y lo aferró también con ella, dominándolo, o, mejor dicho, luchando por el dominio. No se lo cedería fácilmente; el había estado en control durante toda su existencia, una turra bonita era algo a lo que estaba acostumbrado; no le hincaba el diente a nada que no cumpliera sus estándares de belleza.

¿Qué vale en la vida, sino la belleza? ¿Qué es la intensidad, sino belleza del sentimiento concentrada?

Turan era tan intensa como él y eso le encantaba. Podría incluso plantearse hasta prorrogar su sentencia, si no tuviera la firme convicción de no arruinar el momento por la esperanza. La esperanza nada valía, era solo el preámbulo de la decepción.

Turan era tan intenso como él. Sus bocas batallaban, sus cuerpos se enfrentaban, generando presión, fricción, placer. Rodaban por el acolchonado interior de la góndola, manos dominantes, agresivas, buscando desnudar. Turan tuvo más éxito que él, considerando que llevaba mayor cantidad de ropa.

Las turras se quedaban deleitadas ante su cuerpo desnudo, la cortesana no fue la excepción. Deleitada, sí, pero como si ya hubiera visto atractivo semejante antes. Sus ojos lo juzgaron, le dijeron que no era el mejor del mundo. Volvió a agarrarlo del cuello, ese largo cuello de cisne, mordió el lóbulo de su oreja, metió dos dedos entre sus nalgas.

Húmedo, relleno. Un sucio cerdo, que fornicaba uno tras otro. La idea de que hubiera fornicado más que él, que le hubiera ganado también en eso lo ponía furioso.

-¿Con cuántos has estado?

-Con más que tú.

Turan lo sabía, la perra. Se reía de él, de su furia, de su experiencia. Pronto le pararía la risa. Ni se reiría ni follaría más.

-Conmigo se acaba tu cuenta.

-¿Quieres apostar?

Turan se giró sobre él. Se sentó sobre él, desplegando los velos de sus mangas, finas tiras de encaje que se cruzaban sobre su cintura, sobre su cuello. Un corsé tatuado en el centro de su cuerpo, una cinturilla ancha, de pequeñas flores dispersas, que no ocultaban del todo la blancura de su piel. Una gargantilla ancha del mismo fino encaje, pero real, removible, este. Un puto que se las ingenió para no estar desnudo aunque lo estuviera, un ejemplo de poder.

Quiso darle la vuelta y Turan lo dejó, se volteó, lo montó de vista a sus pies, dejándole mirar de cerca y en primer plano como sus nalgas se lo follaban; arriba y abajo, carnosas, blancas, rebotando. Ilusión de una cadera más ancha con el encaje tatuado, las puntas de su cabello bailando, rozando, moradas.

Intento apartarlas a un lado pero era imposible; lo que Turan le hacía sentir sobrepasaba con mucho cualquier experiencia previa. Follaba como los dioses, esa turra, apretándolo de manera deliciosa, siendo delicioso el mismo. Su belleza tal vez si pudiera ser superada pero su habilidad no. Giraba sobre él, mostrándole a veces su rostro, su polla balanceante, a veces sus nalgas, a veces su costado, uno y otro, de perfil.

Follaba como los dioses y se salió de él, sin dejarlo acabar, tomándolo con su boca a una velocidad pasmosa, su cabello cayendo como alas de cuervo, como plumas, en torno a su cuerpo de una manera ordenada, bella. El brillo en sus ojos se acentuó al mirarlo, sonrió con su polla en la boca, casi pudo ver el brillo de sus colmillos y luego lo sintió: las dolorosas punzadas, el incomparable placer.

 

No tenía idea de que iba a ser la víctima; era tan ingenuo, casi un niño. Su especialidad. La fiereza de su espíritu lo excito, más aun que los ángulos de su rostro, bellos, varoniles, o la ansiedad de sus dedos, de su boca. Ese dominio de poseer, de enfrentarse. Era tan raro toparse con un depredador, uno verdadero, en estos días, que su corazón se aceleró tan pronto lo vio. Sus ojos negros como pozos le contaron una historia diferente, una que otros no estaban dispuesto a ver, engañados por sus ropas, por su riqueza, por sus modales.

Él lo vio por lo que realmente era y aguardo por él. Los otros dos fueron un mero entretenimiento, un aperitivo para no estar nervioso ni desempeñarse mal en su presencia.

Estuvo a punto de decepcionarse cuando no reconoció el signo, cuando lo supo haciéndose el misterioso, más desconocedor del misterio.  Pero, ¿qué podía esperarse de un niño? Uno que se ha salido con la suya en todas sus travesuras.

Debía ser castigado. Por eso no lo convirtió, le faltaba algo. Era una presa creyéndose depredador, una fierecilla en ciernes, cachorrillo de depredador que quizá bajo otras condiciones… Pero había agitado mucho la garrita, muy imprudentemente, y había caído abatido por el verdadero cazador. Por alguien más fuerte.

Bajo la delicadeza de sus formas y de sus tatuajes se encontraba la verdadera fuerza, no sustentada por la violencia. Calma, aunque quizá fuera un privilegio de los dioses.

¿Cómo saberlo, si nunca había sido humano?

Adorado en Larthia y adorado ahora, sabia mutar, adaptarse. Tenía verdadero poder, era dueño de vidas y de destinos.

No estaba nada mal, aquel seme; su polla valía, sabia mantenerse rígida, resistiendo el embate de sus caderas, la prisión de sus nalgas, paraíso o infierno según quisiera. Lo llevó a los límites del cielo, a las puertas, pero no le permitió entrar,  acompañarlo, ir con él.

Ese era su castigo y su deliciosa polla pagaría las culpas de su dueño.

La rodeo, salivoso, palpando con su lengua la comida caliente, sabrosa, latente de vida, bajo esas venas hinchadas. Un manjar agradable a los sentidos; vista, gusto, tacto, todos ellos. Las uñas le temblaban de expectación mientras decidía donde morderlo, hociqueo tanto que al hacerlo se corrió, un postre inesperado, que lo hizo fruncir el ceño solo por el hecho de haberle hecho trampa y probado el cielo.

El sabor de su sangre, y de su semen, combinado. Sabía bien, aunque no se lo mereciera. Por el sabor, se lo perdonaba. Su sangre, fluyendo rápidamente de su cuerpo al suyo, de su polla excitada a su boca hambrienta.

 

Y conforme comía se iba poniendo más hermoso. Su cabello se tornaba todo morado, sus ojos, un par de intensas amatistas. Su piel realmente resplandecía conforme la del seme palidecía, sumiéndose en una somnolencia post orgasmo de la que no despertaría.

La góndola ya se había alejado. El cisne navegaba, a medio camino entre la isla creada y la pequeña.

“Que cruel eres, amor mío, que cruel, al hacerme acabar de esta manera”, pensaba con la última sangre que le quedaba en el cuerpo, apenas la suficiente para mantenerlo consciente.

Turan se separó de él tocándole la nariz, mirándolo con sus hermosos ojos violetas, burlones. Sabía que no era capaz de decirle nada, pero se entendían. Arrastró con facilidad su cuerpo al vestíbulo de la góndola, entendió porque la cola del cisne se recogía muy baja antes de alzarse en la popa. Vio los infinitos, luminosos puntos de las estrellas reflejados en el cielo líquido, en la masa líquida, oscura, fría, acogedora.

Envolvió su cuerpo como una madre, como una mortaja. La luz no podía atravesar las aguas, la imagen de Turan se hacía pequeña, borrosa, lejana. Que cruel era al lanzarlo moribundo al canal, al echarlo apenas vivo en su tumba, para que tuviera tiempo de asimilar su destino. Que cruel era, pensaba, enamorándose más y más. Que refinadamente cruel, al caer en cuenta que lo sabía.

Aún no llegaba al fondo y el frío que experimentaba no se comparaba con nada, mordiéndolo desde el centro, entrando por sus pulmones y expandiéndose por las innumerables ramas que desde los mismos se abrían a todo su ser. La inigualable sensación de estar muriendo, un gerundio que se experimentaba una vez en la vida, que se saboreaba mejor al haber experimentado su antónimo muchas veces.

Una punzada de celos lo atravesó, pensando cuantos más compartirían su historia. ¿Alguna de sus víctimas habría experimentado celos semejantes?

La conciencia se volvía borrosa, la oscuridad, lo rodeaba para siempre. Un límpido pensamiento, el último. Una luz refulgente en su noche, antes de que se extinguiera: Turan, perdido para siempre.

 

Fin.

 

Notas finales:

Tal vez el proximo año por fin escriba la de Los untadores. O una con el vampiro conde irlandes que se follaba turritos.

Slán!


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