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Punto de Inflexión (Provisional) por Pipo

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--- ¿Señorita Leonor?

La voz de la secretaria atravesó la sala en dirección a la joven de cabello castaño sentada en las últimas filas. Perdida en sus pensamientos al ritmo de la música que sonaba en sus auriculares. Tenía la cabeza gacha mientras jugaba Make7 en el celular.

Unos cuantos curiosos se volvieron hacia ella y contemplaron su indiferencia. La pobre chica ni se percató de los diez pares de ojos que la observaban.

--- ¡Señorita Irene Leonor! --- exclamó la secretaria.

Una tos discreta a su derecha llamó la atención de la joven que levantó la vista hacia a su compañero de anchos hombros sentado a su lado, Sonriendo, éste señaló con la mirada a la secretaria.

--- Oh, disculpe --- espetó avergonzada mientras tomaba la mochila del suelo y se encaminaba en dirección al escritorio.

--- La Dra. Hernández la atenderá, por favor pase a su consultorio ¾ articuló con desagrado notable.

--- Puff --- bufó Irene --- Gracias --- añadió por educación no por cortesía.

Se adentró en el lúgubre pasillo hasta que llegó al frente de una puerta de pino con el nombre de la doctora tallado en una placa de metal. Tocó ligeramente antes de entrar. Una joven mujer abrió y con una sonrisa cálida la recibió. Palideció con solo imaginar que tendría que pasar los próximos treinta minutos acostada a la merced de esa mujer mientras taladraría su boca.

--- ¿No piensas pasar? --- cuestionó la Dra. Hernández.

--- Ah… si por supuesto --- se abrió paso hasta dejar su mochila aun lado del escritorio de la doctora.

--- Vamos, recuéstate y quítate las gafas --- Irene con un leve nerviosismo se sentó en aquella máquina de tortura, rezando a Dios que su estadía ahí no fuera tan tortuosa. --- Bueno, ¿qué te voy hacer este día? --- preguntó alegremente.

--- Un relleno --- respondió Irene algo cohibida. La doctora asintió y empezó a trabajar.

Irene por todos los medios trataba de mantener la calma, sin alterare en ningún momento, aun cuando su conciencia gritaba por detener aquella locura.

Empezó a sudar frio, que manera más noble de demostrar que era una miedosa sin reparo. Así pues, pasaron los minutos y con cada maldito segundo pensaba en la terrible idea de haber asistido a allí.

Al acabar por fin, Irene se levantó de golpe tomando por sorpresa a la dentista. La chica no perdió tiempo y lo primero que hizo fue coger su mochila. Una escena demasiado exagerada para el consentimiento de las dos. Aunque en realidad, Irene no tenía ningún motivo oculto y tampoco quería o deseaba ofender a su acompañante en aquella habitación.

--- Lamento que no te agrede mi compañía Irene. ---  Comentó la doctora al final.

Irene hizo una mueca, por suerte la doctora no la notó. Suspiró unos segundos antes de dar media vuelta y decidir enfrentarla.

--- No es por usted… --- Dejó las palabras al aire, debía meditar lo que venía a continuación. --- Detesto a los dentistas, odio acudir aquí. --- admitió cabizbaja.

--- Lo dices en serio o solo es tu manera de evitar dañarme. --- Sus palabras tenían la intención de escudriñar en su interior, hasta el último rincón de su ser, pero tenía muy claro que no podía ser brusca, no podía obligarla a que confesara sus secretos más íntimos.

--- Ana… --- Pronunció Irene su nombre en un hilo de voz casi imperceptible. La aludida la miró con muy expectativa esperando que prosiguiera --- Te conozco desde que tenía ocho míseros años, nada  ha cambiado, tal vez solo tal vez, lo que odio de ti es que decidieras ser dentista y no otra cosa ¾ admitió sonriendo, sin ningún ánimo de ofenderla.

Ana la miró y no pudo evitar sonreír con su afirmación.

--- Te creo ¾ articuló --- pero he de admitir que me preocupaba… nuestra relación de amistad después de lo que sucedió con mi cuñada. --- comentó.

Aquellas palabras hicieron que la espalda de Irene se tensara. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan estresada y el hecho de estar allí no mejoraba las cosas. Pero debía de felicitarse a sí misma, por el auto control que estaba mostrando, pues aun así esas palabras le afectaran tenía la fortaleza para no derribar las barreras que guardaba su corazón.

--- No para nada. --- respondió luego de un silencio bastante prolongado. Alzó su mochila sobre el hombro antes de agregar. --- ¿Nos vemos…?

--- La próxima semana --- finalizó Ana.

---  Está bien --- Trató de sonar alegre, pero no lo logró.

Cuando salió por fin de aquel lugar, camino por la avenida con sus audífonos puesto. La mayor parte del tiempo a Irene le encantaba ignorar al mundo, pues la timidez no era el rasgo más característico de su personalidad, algo que había heredado de sus padres, aunque no le gustaba admitirlo. Su padre, ya fallecido, fue un hombre decente, tuvo la tendencia de ser rígido e inflexible, pero podía llegar a ser cortes. Su manera de desenvolverse en el mundo laboral y académico le valió muchos logros y reconocimientos. Su estatus fue envidiado por muchos y pues con su repentina muerte a quien le heredo su fortuna fue a su hija. Mientras que su madre, contrario a él, era muy eufórica y alegre. Era una mariposa social, quien no la conocía vivía bajo una piedra. Pero su carácter amigable era contrario a su verdadera personalidad puesto que no había mostrado compasión por nadie en toda su vida, ni si quiera hacia su única hija.

Elsa de Recinos no era una mujer de pocas palabras, por lo tanto, era bastante popular y, en general, apreciada por todas las personas. Era la esposa de un hombre de negocios y la jefa de una pequeña empresa de productos cosméticos. Dado que su primer matrimonio fracaso con la repentina muerte de su marido no dudo por un segundo encontrar a alguien más que supliera sus necesidades que eran demasiada demandante.

Fue así como Irene a la tierna edad de cinco años, quedó al cuidado de sus abuelos paternos, para nunca jamás volverla a verla o saber de ella. Su relación de madre e hija se limitó a los depósitos bancarios.

Llegó a su casa con los ánimos por los suelos. Metió la llave en el cerrojo entrando con un pesar en sus hombros, que creyó no volver a sentir. Observó como la correspondía se encontraba esparcida por el suelo. Tomó en sus manos cada uno de los sobres leyendo detenidamente. Fue su sorpresa cuando se topó con una factura de hospitalización a su nombre. Dejando a un lado la demás correspondencia se dignó abrir aquella carta con un nerviosismo innecesario.

Movió sus ojos con rapidez ignorando los saludos de cortesía del equipo médico, esas palabras la tenían sin cuidado. Lo que le importaba era la suma de dinero. Un numero de cuatro dígitos se encontraba escrito en marcado en negrita. «Estupendo» pensó.

Había llegado cansada y no tenía ningún ánimo de salir nuevamente, pero tampoco podía ignorar el deber que la movía en ese instante. Dejó el papel sobre la mesa de la entrada y se dirigió directamente a su habitación que se encontraba en el segundo piso.

Cuando entró buscó en las gavetas de su escritorio la chequera que llevaba su nombre. Rara vez hacía uso de ella, prefería pagar al contado pero dadas las circunstancias no tenía mejor opción.

Salió nuevamente su hogar para dirigirse al hospital privado en el que se encontraba interno su abuelo. Tomó el bus que la llevaba al centro de la ciudad, cuando era más joven sentía un tremendo pavor a tomar el transporte colectivo sola, sin embargo, a medida que fue creciendo comprendió que no podía depender siempre sus abuelos. Debía de enfrentar sus batallas solas, no debía de esperar que las personas comprendieran sus actos y tampoco debía de permitirse que la compadecieran.

Había crecido sin una madre, aun cuando estaba viva. Su afecto y la emoción de amor se había limitado a sus abuelos. Para ella eran lo más importante, su mundo giraba en el bienestar de aquellos dos ancianos. Fue un golpe muy duro el haber perdido a su abuela cuando tenía catorce años y más doloroso fue ver como su abuelo se desplomaba al frente de ella un día de navidad hacia un año.

Arribó al hospital por las puertas de emergencia, no tuvo que caminar mucho desde donde la dejo el bus, solo unas cuantas cuadras. Se encamino directamente a pagaduría. Tocó con delicadeza la campanilla, esperando que la atendieran.

Un hombre de anteojos reto acudió a su llamado un tanto enfurruñado. Su interacción con aquel hombre se limitó a pagar los costos de hospitalización.

Terminó su tarea lo más rápido posible, después de todo ya que se encontraba ahí pasaría a ver a su abuelo.

El tiempo que pasaba en ese lugar había causado que sus estudios universitarios se vieran afectados de manera muy significativa, pero además de eso, su salud no era exactamente la mejor. Incluso las enfermeras del hospital se mostraban preocupadas por el bienestar de Irene.

De alguna forma Irene se había convertido en un visitante recurrente así que su relación con las personas del hospital se había vuelto un tanto estrecha. Cuando ella paso al frente del despacho de enfermeras, estás no se mostraron admiradas y tampoco impidieron su andar. Las emociones que movían los actos de Irene no eran nada más que el amor que sentía por su único familiar que le quedaba en vida.

Al doblar la esquina, vio que la puerta de la habitación de su abuelo estaba abierta. Se quedó delante, nerviosa, dudando sobre si sería lo suficientemente valiente para soportar ver nuevamente aquella escena tan recurrente.  Tras unos segundos de duda, se decidió entrar aun cuando sintió como la bilis se abría paso por su garganta. Armándose de valor, respiró hondo, contuvo el aliento y se adentró en aquel cuarto que tanto detestaba.

Notas finales:

Es la primera vez que escribo algo así. 


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