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A Letter por CrawlingFiction

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Notas del fanfic:

Los personajes de Hamilton no me pertenecen.

A Letter

 

Clavó sus ojos a la llama de la fogata.

Se consumía entre chispeos y crujidos la leña, pese a la helada brisa hacerse obstáculo. Soldados hablaban y reían entre sorbos amargos de licor para despegarse el frío del cuerpo.

Apretó el vaso desportillado entre sus manos, y llevó ahora sus ojos al conjunto de tiendas de campaña que se izaban en el horizonte próximo.

Un brazo se colgó sobre sus hombros con la rudeza propia de la ebriedad.

—¡Brah! ¡¿Y esa cara larga qué!? —Laurens sobresaltó por la voz estridente y aguardentosa de Mulligan estallar en sus oídos.

—Notre ami está algo callado —canturreó Lafayette tras un sorbo. La mayoría de los soldados ya se estaban marchando a dormir al alargarse la noche. Sin siquiera darse cuenta, sólo iban quedando ellos tres sentados sobre los troncos frente la fogata.

—Algo cansado, nada más —respondió con una de esas pequeñas sonrisas que le delataban la mentira. Sin embargo, los ojos astutos del moreno se mantuvieron clavados en él.

A Mulligan borracho si podría despistar, pero a Lafayette no.

—¡Hamilton! —exclamó Mulligan de repente, alzando el vaso en lo alto— ¿Dónde está? —reclamó perdido en su misma ebriedad.

Laurens desvió la mirada del francés que ensanchó su sonrisa con inteligencia.

Lo conocía tan bien.

—Escribiendo, supongo —respondió cabizbajo. Acabó el vaso de un trago que quemó su garganta y se secó con el puño— Me iré a acostar, continúen sin mí —despidió sin mediar mayor palabra.

Los ojos negros de Lafayette pesaban sobre su espalda mientras volvía a la tienda.

Tienda que compartía con Alexander Hamilton; la razón por la cual esos ojos negros le habían seguido con abrumadora sagacidad.

Se detuvo a dos pasos de entrar.

Los haces de los candiles creaban juegos de sombras entre las pesadas telas curtidas. La silueta de un hombre escribiendo se dibujaba dentro la tienda y sus recuerdos.

Ahí estaba él, la razón de su inesperado mutismo, su mirada perdida y la sospecha de su compinche.

Si él se diese cuenta de todo lo que le causaba esa simple imagen a contraluz.

Las cosas serían más fáciles, tal vez…

Si supiera.

Sacudió la cabeza y entró.

Aquellos inteligentes ojos, dueños de sus pensamientos, se despegaron de los pergaminos y chispearon en una sonrisa.

Laurens correspondió apenas.

—Vas a quedarte ciego escribiendo así —se sacó la casaca y la dejó caer sobre una pila de cajas con provisiones. Hamilton entornó los ojos y continuó con lo suyo— Escribes como si se te acabase el tiempo, Alex —su pecho lechoso rociado de pecas se exponía entre sus dedos, que deshacían los botones a su paso.

—Debo presentarle mis nuevos planes al comandante, así que sí, se me acaba el tiempo —le sonrió. Estaba acostumbrando a las quejas y regaños, pero si provenían de los labios de Laurens sólo le hacían sonreír.

Era, como de repente, dejar de estar solo y alguien cuidase de él.

Después de tanta orfandad, parecía tener un hogar, otra vez.

Ojalá sólo eso fuera suficiente, pero nunca podría estar satisfecho.

Se quitó los zapatos. Se desanudó el cabello, que cayó como una cascada castaña rojiza y enmarañada sobre sus hombros pecosos. Gateó hasta su cama y se echó.

No evitó observar como escribía. Su expresión concentrada, el haz del candil perfilándose contra su rostro, el sonido repetitivo y extrañamente cautivador de la pluma al trazarse sobre el papel.

Con una pequeña sonrisa le detalló en silencio.

Inconsciente llevó la mano al bolsillo de su pantalón. Cerró los ojos y acarició la carta con las yemas.

Ahí estaba.

No necesitó extender la carta y leerla para saborear su prosa. Todo lo que escribiese se grabaría no sólo en el papel, sino en sus memorias.

Claro que la recordaba.

Siempre lo haría.

“Frío en mis profesiones, cálido en mis amistades. Ojalá, mi querido Laurens, podría estar en mi poder por la acción, en lugar de las palabras para convencerte de que te amo”.

La primera vez que se conocieron, en esa taberna, pareció una artimaña del destino o una lamentable coincidencia.

En el instante que sus ojos e ideales conectaron lo supo: daría la vida y más por ese hombre.

Ese valor, esa rebeldía y, sobre todo, esa sonrisa entusiasta ante sus anhelos de incluir también la abolición esclavista en los planes revolucionarios que conjeturaron entre tragos y carcajadas.

Ojos inteligentes en una figura con hambre insaciable.

La vida no le alcanzaría para ver en lo que ese hombre se convertiría.

Pero, daría lo que fuera para ser parte de eso grande que se ceñía sobre ellos.

De ser parte de él.

Y gran parte de esos deseos se los guardó para sí mismo.

El deseo de ser parte de él, más allá de lo permitido por los dioses y hombres.

¿Cuánto tiempo podría ocultarlo?

Estando soltero o casado, luchando por amar mujeres o resignarse a las armas; era lo mismo. Y mayor condena cuando esos ojos rompieron la balanza de su nimia redención.

Pero no, no podía amarlo, él no podía amarle de vuelta o siquiera entender ese desorden enfermizo.

Su mente, acostumbrada al temor y al rechazo, se convenció tanto de ello que no vio venir esos labios y ese aliento alcoholizado fundirse contra los suyos en la negra noche.

Esa sorpresa y esa calidez tampoco la olvidaría.

Lafayette y Mulligan discutían con el viejo de la taberna tras haberlos corrido. Hamilton y él se mantuvieron riendo bajito por la graciosa escena. Habían perdido la cuenta de las horas y de los tragos.

Sus ojos se encontraron y antes de abrir la boca, una mano tiró de su muñeca.

La espalda de Laurens chocó con rudeza contra la pared contigua de la taberna. Tenía las manos estáticas sobre su pecho y el corazón repicando enloquecido dentro sus oídos.

Se perdió en esos ojos un instante, que desvaneció y relegó importancia.

La soledad por la ausencia de faros y transeúntes fue testigo de cómo esos labios se apoderaron de los suyos, y de su última fuerza por ser normal en ese mundo de prejuicios y obligaciones que le correspondían por el apellido.

Sus manos trémulas se hundieron entre los lacios cabellos y profundizó el beso. Por un momento, se olvidaría del honor y el legado que debía prevalecer sobre su felicidad.

Y, fugaz como estrella, se separó de sus labios. Hamilton tiró de su muñeca y regresaron a encuentro antes que alguien se percatara de la ausencia.

Como si nada, un exabrupto pasional sin mayor motivo.

Tiempo después, una carta llegó a sus manos.

A. Ham en la remitente;

“Frío en mis profesiones, cálido en mis amistades. Ojalá, mi querido Laurens, podría estar en mi poder por la acción, en lugar de las palabras para convencerte de que te amo”.

Sus manos la sostuvieron con el deseo de arrugarla. Temblaba entre sus yemas.

¿Era acaso un juego para el joven Hamilton?

¿Conocerle y besarle como si nada para después jurar esta especie de amor eterno mediante cartas?

¿Creía que era un niño?

Sus dientes castañearon de rabia.

No creía en el amor a primera vista, posiblemente, ni en el amor en sí tampoco.  Se había resignado tantos años a ser un fenómeno que ese intento de carta de amor fue absurdo.

Y estaba ahora esa introducción tan dulce y cálida que hizo estremecer cada fibra de su cuerpo.

Sin explicaciones y sin motivos.

Alexander era pasión y desenfreno, intempestivo como huracán.

Apretó la carta arrugando sus esquinas y la dejó sobre el escritorio.

No podía siquiera pensarlo.

Recordar la tibieza y suavidad de esos labios y en cómo su cuerpo deshizo por tan simple roce.

Por un simple juego para él.

Este era el mundo real. Donde el legado, el nombre y el honor pesaban más que el corazón a la hora de pensar.

Tantos años callando su mal, ¿para que un jodido inmigrante llegara con su seducción barata para burlarse?

Por días se rehusó a responder, la carta quedó abandonada en lo más profundo de sus documentos, pero no de sus pensamientos.

No obstante, el destino y sus jugarretas le llevarían de regreso a esos ojos inteligentes y sonrientes.

No había opción.

Entre la culpa y la incertidumbre regresó para unirse a las tropas de Washington.

Primero la libertad de todos los hombres antes que la suya.

Era un compromiso más allá del egoísmo humano y la misma tierra que pisaba. Para él, el concepto no se limitaba a una nación, a ese conjunto de hombres que se erigirían como nuevos gobernantes.

El luchaba por la libertad del hombre común, del esclavo, del negro. La verdadera libertad.

Pisó el campamento, y fue otra vez como si nada.

Sólo fue un arrebato para el impredecible e igualmente inolvidable Alexander Hamilton.

La carta que tanto odió fue protegida con recelo en el bolsillo de su uniforme de soldado.

Un recordatorio para amar, y a la vez, no hacerlo.

Un pedazo de ese hombre contradictorio.

—¿Qué pasa? ¿No puedes dormir? —su voz le sacó de sus recuerdos. Laurens parpadeó ofuscado y se sobresaltó— Ya casi termino, lo siento —excusó al intuir que la luz no le ayudaba a conciliar el sueño.

—N-No —balbuceó desconcertado— Alexander —salió de su boca sin pensar. Hamilton soltó la pluma por primera vez en la noche y le miró— ¿Por qué?

—¿Por que qué? —preguntó.

—¿Por qué escribes como si se te acabara el tiempo? —volvió a reclamar. Hamilton rio bajo mientras recogía el desastre de pergaminos sobre su colchoneta.

—John, ya te dije que-

—Eres tan elocuente —le interrumpió el joven de ojos oliva y pecas— En párrafos pareces derramar todo lo que piensas y crees. Todo lo que sientes. Tan fácil… —la amargura se vertió de sus labios— Y hablando también. Es como... como si nada te pudiera detener…

El hombre rio. Laurens empuñó las manos sobre las acartonadas sábanas.

—Pues... Todo es cuestión de leer, mi amigo —encogió de hombros con fingida modestia— Podría recomendarte algunos text-

—¡Cállate, no es un halago! —gritó. El hombre le miró sorprendido— ¡Para ti es tan fácil decirlo todo! ¡No piensas en lo que callan los demás!

—¿De qué hablas? —inquirió confuso.

Laurens gruñó y de un salto se le abalanzó encima. Quiso golpearle en la maldita cara, pero su mano temblorosa agarró la carta arrugada dentro su bolsillo y se la pegó en el pecho.

—¡De esto! —gritó. El silencio que pitaba a los oídos era apenas interrumpido por su respiración pesada. Los ojos de Hamilton se turnaron a su rostro y la carta. Laurens la agarró y extendió— ¡Frío en mis profesiones, cálido en mis amistades! —comenzó a leer en voz alta, apretando el papel entre sus manos— Ojalá, mi querido… —se detuvo y sus ojos vidriosos se clavaron en su rostro— Laurens —su mandíbula tensó— Ojalá, mi querido Laurens, podría estar en mi poder por la acción, en lugar de las palabr-

Alexander lo empujó y le arrancó la carta. Laurens peleó por tenerla de regreso entre quejidos de rabia.

—¡Basta, John!

¡Para convencerte de que te amo! —su voz quebró.

Se miraron sin mediar palabras de más. Sus puños temblaban, rogando por poder atacar.

Sus ojos verdes centellaban pese la oscuridad por las lágrimas contenidas.

Dudó sobre si estirar la mano y enjugar las lágrimas que se deslizaban lentamente sobre el firmamento que era su piel. Su brazo quedó a mitad de camino.

Laurens apretó los dientes y desvió la mirada, pasando los puños bajo sus ojos.

—De verdad te am-

—Cállate, maldita sea —interrumpió— Deja de jugar. ¡Si quieres marear a alguien con tu mierda, búscate una puta!

—Me amas —replicó— Y yo te amo, aunque seas un cobarde.

Laurens abrió los ojos sorprendido.

Su rostro deformó en rabia y le propinó un puñetazo. La mano de Hamilton se interpuso y atrapó el puño a centímetros de su rostro. Antes de reaccionar jaló su brazo y acunó su rostro arrasado en lágrimas.

Los puños tensos se deshicieron y el silencio fue contradictorio compás.

Entrecerró los ojos a las caricias que le dedicaban esos pulgares sobre sus mejillas empapadas.

Parecían jugar con las pecas de su piel.

Se perdió en la calidez de sus ojos cafés y no detuvo la cercanía de su rostro hacia el suyo. A un suspiro de unir sus labios posó las manos sobre las suyas para que se detuviera.

—Es peligroso —dijo en apenas un susurro.

—Lo sé —respondió, apretando con delicadeza las yemas sobre su piel. Inesperada, una risita floreció de los labios de Laurens.

—No quiero que te maten por mi culpa… —admitió, desviando los ojos de su rostro benditamente tan cerca— Soy un fenómeno, Alexander —agregó con una sonrisa agria— Y pensé, qué, podría dejarlo atrás… —el anillo de matrimonio ausente en su anular era el fantasma. La culpa fue tanta que un día se lo quitó y guardó en un cofre. Un matrimonio que era más como una cárcel sin barrotes tangibles. Una culpa que quería guardar consigo en secreto el mayor tiempo posible— Pero, te conocí —le miró. Hamilton volvió a acercarse a sus labios entreabiertos. Laurens vaciló asustado— No juegues conmigo, por favor… —le sonrió pese a que sus labios temblasen— Jamás seré suficiente para ti.

—Déjame convencerte de lo contrario —pidió con una sonrisa que le arropó de los temores, pero dejó indefenso ante su mayor miedo.

Despejó los rizos rebeldes de su rostro y deslizó el pulgar sobre su labio inferior.

Por tercera ocasión se acercó.

Laurens entrecerró los ojos, no quería cerrarlos por completo y que el sueño se le esfumara como eso: sueños.

La tibieza de su respiración y el roce de su nariz presionándose ligeramente contra la suya fue el paso previo. Sus labios se fundieron con cautela.

El temor, las dudas, el deber y hasta la misma guerra se hicieron pequeñas.

El danzar de sus bocas, segundo con segundo, dejaba atrás las preocupaciones. Las manos de Hamilton se enredaron entre sus suaves cabellos y profundizó el beso. Laurens cerró completamente los ojos y sostuvo de su rostro.

Necesitaba tocarle para sentir que era realidad.

Con torpeza sus dedos desabrocharon la camisa y se perdieron en su espalda. A ojos cerrados y labios juntos no sentía miedo. La luz titilante del candil se extinguió en un soplo. Ambos cuerpos cayeron sobre el lecho cubierto de cartas.

Ninguna de ella valía como la suya.

Sus labios entreabrieron y dieron paso a un contacto más húmedo e íntimo. Las manos de Alexander se recrearon sobre el torso desnudo del pecoso. Sus dedos toparon con el cinto de su pantalón blanco. Contuvo el aliento y sumó sus propias manos para desnudarse ante sus ojos. Con el cuerpo despojado y a su merced no hacía más qué preguntarse si de verdad no era una fantasía.

Del cuello bajó a su clavícula, la cual consintió hasta dejar rosetones violáceos de recordatorio. Una mano bordeó su mejilla y la otra entre sus muslos trémulos. John tomó esa mano y la besó con adoración. En un cruce de miradas aceptó lo que vendría y se llevó dos dedos de Alexander a la boca. Con parsimonia los humedeció con su saliva y acalló los gemidos que se le escapaban entre ellos.

Intempestivo le dio vuelta y le penetró con ellos.

Sus hombros minados de pecas se tensaron y gruñó, aferrándose costosamente al lecho improvisado. El dolor quemaba su interior y sus rodillas tiritaban débiles. Enterró el rostro entre las sábanas y cerró los ojos con fuerza. Lágrimas pendían de sus gruesas pestañas. Brillaban cuan diamantes bajo los rizos que cruzaban su rostro a todas direcciones.

Hamilton empezó a tocarle, dedicado en conseguirle placer por sobre el dolor. Poco a poco, su cuerpo respondió y sus caderas siguieron con timidez el ir y venir de los dedos en su interior.

Su cuerpo tensó, las piernas flaquearon.

  —Alex... —pronunció en un resoplido. Sus carnes apenas y se amoldaban a su tamaño cuando ya deseaba más.

Quería sentirle por completo y pertenecerse el uno al otro en todos los sentidos.

La manera en que le acariciaba por entero le deshacía la piel entre sus dedos. Dócil e indefenso, se retorcía cada segundo más abrumado de tanta excitación incapaz de soportar

—Quiero verte cuando entres en mi… —pidió.

Sin esperar invitación se dio vuelta.

De frente su cuerpo ligeramente voluptuoso no daba a engaños.

Era un hombre.

Su largo cabello ensortijado y piernas carnosas ya no daban dudas de lo que era;

Un hombre.

 Hamilton deslizó las manos por su figura. Admiró su cuerpo tachonado de estrellas en la relativa oscuridad. Por la manera en que esos ojos le miraban y esas manos le tocaban pudo sentirse amado, pese a ser un hombre.

Sus labios volvieron a encuentro y cerró los ojos. Sus manos cubiertas de pecas se aferraron a su espalda.

Contuvo el aliento y se entregó a él. Se entregó a sí mismo, lo que era y no podía ocultar más.

Un hombre amando a otro hombre.

Las uñas se afincaron y las lágrimas volvieron a florecer entre sus ojos cerrados. Ese dolor calcinante, metáfora idónea para lo que le consumía dentro el pecho.

Ambos cuerpos fundiéndose en el sigilo de la noche. Apenas la luna atrevía a filtrarse sobre la tienda, como centinela tímido a lo que se gestaba al choque de sus pieles y el murmurar de sus labios.

Le besó, hasta creerse capaz de recordar el sabor de su boca al amanecer. Le tocó, hasta reconocer cada tramo de piel a ojos cerrados. Lo vivió, lo suficiente para espantar lejos a los cuervos sobre sus cabezas.

Lo amó, como si al día siguiente atreverse a ello fuera imposible.

••••••

La luna se izaba en lo más alto de la noche.

Se acomodó contra su pecho. Ambos corazones latían sin control, el sudor perlaba sus pieles y la noción del tiempo era más relativa que lo usual.

Hamilton hizo a un lado sus largos cabellos y besó sus labios a alcance. Laurens entrecerró los ojos. El cansancio se hacía presente en su parpadear.

No quería quedarse dormido.

Sus piernas se enredaron entre las sábanas, testigo de su entrega. Sus dedos tomaron de su mentón y le miró.

—Deberíamos vestirnos, si nos descubren al amanecer así… —murmuró Hamilton.

No obstante, Laurens se abrazó más a su cuerpo. Se aferró a su calor unos minutos más.

—Somos afortunados de estar vivos —le sonrió y deslizó los nudillos a su mejilla. Los ojos vivaces de Hamilton ensombrecieron— Mira alrededor, ¿esto no sería suficiente? —un atisbo de ilusión centelló en sus olivares. Era capaz de dar la vida por él, fuese en un campo de batalla o deshonrando el apellido de su familia. Sería capaz de todo por más segundos como este— El hecho de que estemos vivos ahora, es un milagro… —murmuró.

—Bien dijiste, es peligroso —respondió en un hilo de voz. Esa osadía que le caracterizaba no estaba presente— Y más para ti, yo soy un don nadie. Tienes un legado que proteger, John.

—No tengo miedo. Ya no.

—Estás loco…

—No necesito un legado —replicó sin dejar de sonreírle con valentía— No necesito el dinero, ¡A la mierda el legado! —exclamó. Acunó su rostro con las manos y deslizó los pulgares a sus pómulos— Si me dejaras entrar en tu corazón, y ser parte… —se detuvo, y una chispa realzó el verde de su mirar. Estiró el brazo y tomó el puñado de cartas incompletas, las que quedaron relegadas en una esquina de la colchoneta. Se cubrió su desnudez entre las sábanas y le enseñó las cartas en mano— Si me dejaras ser parte de la narrativa de la historia que escribiremos algún día, ¡la mejor de todas! —se sentó y las arrojó sobre sus cabezas. Hamilton rio bajo y se incorporó de codos. Peinó un par de mechones desordenados tras su oreja y acarició su mejilla descubierta con los nudillos— Juntos… —tomó su mano y la mantuvo contra su rostro. Recogió su carta, la cual reconocía a un solo roce— Y, este será el primer capítulo, cuándo decidiste quedarte… —susurró, deslizando el papel a sus labios.

La distancia se acortó, sus labios se tanteaban en medio de sus palabras y su confiada sonrisa.

—John… —le oyó suspirar.

—Eso sería suficiente… —murmuró, apretando la carta entre sus manos. Sus narices rozaron en la búsqueda de sus bocas— Tu y yo, seríamos suficiente…

Cerró los ojos.

••••••

1780.

Vestía su mejor traje y la copa que sostenía se hizo parte de su atuendo.

Sus ojos brillaban.

Era una celebración preciosa, era de esperarse de los Schuyler.

Le vio en medio de la pista de baile.

Sonrió.

Sus labios tiritaron, pero mantuvo la sonrisa.

Un buen amigo haría eso.

Sonreír.

El brazo de Mulligan se enganchó a su cuello. Sintió el perfume de Lafayette al otro lado y su mano frotar su espalda en sutil consuelo.

El nudo se ajustó a su garganta.

Tomó la muñeca del francés y apartó con delicadeza su mano.

Tenía que ser fuerte.

Un buen amigo, haría eso.

—Luce tan feliz —suspiró Mulligan conmovido.

Laurens asintió, incapaz de hablar.

—Y la novia está hermosa, no me imagino cuánto habrá costado ese vestido —bromeó Lafayette tras un sorbo a su copa.

—Recuerdo esa noche… —dijo en un hilo de voz. La textura de su cálida piel, sus ojos inteligentes dedicados en mirarle sólo a él y la mesura con la cual lo amó— Puede que me arrepienta de esa noche por el resto de mis días.

Lafayette asintió con una pequeña sonrisa. Mulligan estaba lo suficientemente distraído en el baile para no prestar atención.

—Él nunca estará satisfecho, Laurens —Lafayette palmeó su hombro.

Una lágrima, fugaz como cometa, cruzó su mejilla tachonada de estrellas.

“Frío en mis profesiones, cálido en mis amistades. Ojalá, mi querido Laurens, podría estar en mi poder por la acción, en lugar de las palabras para convencerte de que te amo”.

Las lágrimas corrieron sin control, sin embargo, una sonrisa se mantuvo a sus labios.

Eso es lo que haría un buen amigo.

Sonreír mientras le ve bailando con Elizabeth Schuyler en la mejor noche de su vida.

Pecó de ingenuo si creyó que una noche en una miserable tienda militar sería suficiente.

Su mano se metió dentro su bolsillo y allí la sintió.

Una carta y una noche fue lo que quedó.

Él nunca podría ser suficiente. Alexander quería más y más, era ambicioso e indetenible.

Jamás estaría satisfecho.

Volvió a sonreír.

Era un buen amigo.


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