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Rusalka: A Siren's Soliloquy por CrawlingFiction

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Rusalka: A Siren’s Soliloquy


 


Nunca cruces el bosque de noche, clamaba su nerviosa abuela, con los ojos clavados en la ventana, observando las riberas del abismo vegetal que día a día parecía querer engullirse al pueblo. Las aves se refugiaban en las copas, aquellas domadas por espíritus y clamores inexplicables. La luna jugaba a esconderse al follaje y la respiración de la enorme bestia esmeralda era serenidad, con algo de soledad ya tatuada en sus vetas roble.


Un bosque vivo por completo, tanto como para querer ser incauto.


Lee HongBin se crio con carne de pobres gallineros, tubérculos pasmados de susto, agua prístina y adormecido entre fábulas y relatos incompletos.


Nunca hubo un final ellos.


Ni para sus preguntas, ni menos para las apresuradas respuestas de su madre en vida y abuela en sangre.


La mayor incógnita en esa existencia ermitaña y ausente evocaba al gigante dormido que le acechaba la nuca. Un bosque que de día era gorjeo de pájaros y de noche canto de ninfas imaginarias.


El pequeño pueblo se erizaba con timidez en el claro. Pidiendo permiso para beber el agua de las cascadas y cazar los jabalíes escurridizos alrededor.


Nunca cruces el bosque de noche.


Un día, ayudando a labrar la parcela del señor Roh, a orillas del bosque susurrante, lo escuchó.


Claro, suave, dulce.


Una tonada de amor.


Se enjugó el sudor y la tierra y aguzó los oídos.


Los pájaros no cantan así, pensó. Ni el ave más grácil podría emular esa melodía.


Ni el danzar de los juncos al viento, ni la fantasía febril del agotamiento.


Era una canción.


Más bien, un llamado.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Excelente, mijo, felicitó el viejo palmeando su hombro. Sobresaltado soltó la pala y sacudió la cabeza, alejando ese susurro dulce de sus pensamientos.


HongBin sonrió con nerviosismo y negó como dictaba la modestia.


Ahora sí que con este cerco los zorros no joderán, rio el viejo, sacando de su curtida bolsita de gamuza un puñado de monedas cobrizas, ¿no quieres quedarte a almorzar? La vieja hará sopa con la gallina que maté.HongBin asintió con entusiasmo.


El estómago rugía y el sol calcinante sobre sus cabellos revueltos insistían en descanso.


Entonces, vete por el sendero y consíguele un poco de hierbabuena, anda mijo, gánese el pan, y con un palmetazo a la nuca señaló aquel bosque, de repente, tan silencioso.


La a capella había esfumado.


HongBin suspiró y siguiendo el sendero natural buscó las hierbas para sazonar la comida. El viejo Roh parecía no ser el único conocedor de tal bendición, porque no las halló.


Debo adentrarme o tomaré las marchitas u orinadas por los perros, pensó, nadando mar adentro al océano esmeralda.


Buscó las plantas, con la luz juguetona sobre las altísimas copas, volviendo la cueva vegetal en un caleidoscopio de sombras tornasol. Al encontrarlas las arrancó y metió al bolsillo del pantalón de tela.


Al mirar alrededor se supo mar adentro.


Tomó aire para no preocuparse y se sentó sobre una piedra. Pensar con claridad era lo necesario. Su nariz sintió esa estela húmeda y dulzona, y sus ojos divisaron el espejo turqués con libélulas planeando sobre la llanura líquida.


Se acercó al lago y se sentó con los pies al agua. La brisa, el silbido constante de los juncos y la frescura le hicieron sentir en casa. Se lavó la cara frente al agua, peinando sus cabellos hacia atrás.


Delante, el fugaz muro de pestañas entrecerradas vio un rostro.


Asustado abrió los ojos de golpe.


No había nada.


Miró a todas partes, sin embargo, la brisa había mermado y ni las hojas se remecían a su ritmo.


Nada.


En absoluto.


Clavó sus ojos al espejo turquesa a sus pies. Su rostro se reflectaba a la perfección en el agua calma.


Pero, como si un guijarro hubiera sido lanzado, ondas comenzaron a asomar, deformando su rostro.


¡HongBin! Llamó una voz a la lejanía junto a los jadeos de un perro.


El chico sacudió la cabeza y se alejó del lago.


¡Te estábamos buscando, mocoso! Ven, la comida estará lista, ¡no te distraigas en estupideces! Ya sabes cómo es el bosque de engañoso.


Tragando grueso le dio la razón, y miró de reojo al lago.


Algo le estaba mirando.


Los juncos volvieron a silbar y las libélulas a volar.


Todo recuperó sentido.


El tiempo dejó de congelarse.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Desde la modesta mesa y con los ojos clavados al cuenco con sopa amarillenta, lo volvió a escuchar.


Esa voz azúcar pidiendo que regresara.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Ya sabes cómo es el bosque de engañoso.


La noche arribó, y con ella, los clamores en la penumbra.


Las copas se remecían por las últimas aves buscando refugio y los espíritus despertar del sopor crepuscular.


La luna se izó vanidosa, con predilección a mirarse a sí misma en el espejo turquesa del bosque profundo.


Desde su lecho de paja HongBin miraba al techo. Entre las vetas de las tablas pequeñas arañas salían de su escondrijo. Con los ojos clavados en el andar de ellas mantenía su mente atenta.


Sus oídos, por si volvía a aparecerse.


La melodía.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Nunca cruces el bosque de noche.


Ya sabes cómo es el bosque de engañoso.


Algún animal aulló, erizándole la piel. El respirar manso del bosque se hizo estertor de bestia y por sobre esa sinfonía de ánimas, criaturas y bambúes, aquella voz le cantaba.


Juguetona, risueña. Ya no era un suspiro de amante.


Era la vitalidad de uno.


Un amante que le buscaba a él.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Rusalka.


Cogió el candil, encendió la mecha y se cubrió el cuerpo desamparado con un abrigo raído.


Nunca cruces el bosque de noche.


La voz pareció sonreír.


Cruzó la ventana para esquivar a su abuela, que debía de estar tejiendo con las manos trémulas y los ojos inquisitivos a la ventana de siempre.


Como a sabiendas de lo que esa risa pretendía seducir.


Maldita Rusalka.


El pueblo dormía, cuando para el bosque que lo rodeaba era su oportunidad de vivir.


Respiraba con fuerza, cantaba, bailaba. Hasta las enredaderas y las flores parecían arrastrarse a atraparlos.


Océano fantasía.


Caminó el sendero tras la choza de los Roh y con la centella de guía, dejó que la bestia lo engullera.


La voz reía, cantaba, cada instante más alto y jovial.


Del murmullo inentendible surgió voz cantarina.


La voz de un hombre.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


HongBin se adentró hasta el retorno no hallarse a sus espaldas. El silbido del junco y el zumbar de las libélulas se hizo próximo a cada paso.


La voz calló.


Melodía bio luminiscente, señuelo ambarino.


El lago centellaba plata por la luna centinela.


La oscuridad era innegable, y aun así alrededor era una fiesta de luces y siluetas espectrales.


¿Y la voz?


¿Una ilusión de la brisa?


Me encontraste, dijo una voz.


Esa voz.


La frialdad se apoderó de su cuerpo y el corazón volcó a su estómago.


Vacilante se dio vuelta y miró arriba.


Sentado sobre lo alto de una rama del árbol a riberas del lago le miró.


Sonrió.


Rusalka.


Las preguntas murieron en sus labios cuando descendió. Un hombre común y corriente, o eso quiso asumir.


Era incomprensiblemente hermoso.


Incomprensible por los tristes ropajes de lino blanco que vestía, resaltando aún más la palidez mortuoria de su piel y el negro mojado cubriendo apenas sus ojos.


HongBin retrocedió, chocando su talón con una raíz y cayéndosele el candil en pedazos.


La repentina oscuridad estalló en medio de un exhalo.


Cerró los ojos con fuerza.


Sintió su aliento fresco, el perfume húmedo y dulce de su piel, sus dedos friolentos como agua empozada tomar su mentón.


Despierta, le susurró al oído.


La luna sobresalió de entre las nubes cenicientas y abrió los ojos.


Esos ojos cerúleos fulgían como estrellas en su noche. Un brillo diamante se filtraba debajo su piel lechosa. Le sonreía, con esa coquetería que su voz bien supo entonar.


¿Quién eres?, jadeó.


El hombre inclinó aún más, sosteniendo con firmeza de su quijada. HongBin entrecerró los ojos, seducido por ese perfume, esa tibieza ausente y su magnetismo prohibido.


Cree en lo increíble, susurró sobre sus labios en un roce, hasta que nos volvamos a encontrar, sonrió.


La luna escurridiza los sumió de nuevo al abismo.


Despierta, silbó esa voz.


Abrió los ojos de nuevo.


Había desaparecido, y el candil de barro, antes roto en pedazos, restaurado con su débil flama y un nenúfar magenta al lado.


Fue Rusalka.


El retraído joven se consumió en sus pensamientos, atemperados todos los días por esa melodía. Le pedía esa voz que volviera, que lo quería ver.


Que lo necesita.


De día le cantaba, de noche le anhelaba. Y sólo a él, porque nadie más volteaba a hacer caso a ese compás.


De día el bosque era respetado, y de noche ignorado.


Todos los misterios en el abismo de ese océano esmeralda necesitaban semejante descortesía.


Cuando soltó la pala y cruzó el sendero ya había perdido la noción del tiempo.


Y la razón.


Pero, su cantor no estaba en la rama. Sin embargo, su voz seguía escarbando su mente.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


¿Me quieres? Ven a buscarme…


HongBin, ven.


Los ladridos miedosos de los perros y los regaños de su patrón le hacían recapacitar. Se encontraba a si mismo rodeado de libélulas bronce y los juncos expectantes de la laguna.


Y, aun así, de regreso a las orillas no dejaba de mirar detrás.


Primer naufrago que no se enamora de la tierra firme.


Que no se siente seguro en ella.


El mar lo busca, el abismo lo desea.


Un océano verde, amarillo, cobre y sangre.


Rusalka.


Mi niño, ¿qué tanto miras a la ventana? Le rescató su abuela otra vez. Esa voz le llama, pese a no poderla hallar más que en sus memorias. HongBin sobresalta, volcando su plato. La vieja clava sus ojos enmarcados de sabiduría al bosque tras el cristal.


Maldita Rusalka.


N-No tengo apetito, lo siento, mamá, se precipitó y encerró en su habitación.


Esa noche, la mujer rezó.


No de nuevo, tu. Maldita Rusalka.


La luna se acurrucó bien arriba del cielo entre nubes, y con ello el bosque despertó.


Los animales aullaron, las plantas respiraron pesado y las flores hablaron.


Y, esa voz, ese murmullo coqueto en su mente se hizo canción firme.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Acostado en su cama y observando las arañas, cerró los ojos.


No hubo oscuridad, sino muchísima luz.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


El claro del bosque, el caleidoscopio verde y azulado entre las copas, las libélulas de metal y las luciérnagas propias del atardecer. En ese festival de luces y colores ese hombre corría descalzo, haciendo ondear sus ropajes y cabellos al mimo del viento. Sus ojos negros y su sonrisa dulce templaban los sentidos.


Corría libre, corría feliz como ninfa mucho antes del alba.


Y su mano extendida detrás esperaba compañía.


¿Me quieres? Ven a buscarme.


Lo esperaba a él.


HongBin, ven a buscarme, susurró tan claro esa voz al borde de su oreja que abrió los ojos espantado.


Pero, no había nada.


Sacudió la cabeza y miró a la ventana. Miró al bosque, al océano rumoroso.


Encendió el candil y salió por ella.


La noche era temor en el pueblo, y algarabía mar adentro.


Tanta vida estremecía. Tanta vida en sitios donde no debería existir.


Cruzó el sendero, siendo abrazado por las enredaderas y árboles infinitos.


Caminó descalzo, y a cada paso una humedad irreal se palpaba bajo sus pies.


Los insectos zumbaban y las aves le observaban.


Estaba sumergido por completo en un mar en tierra firme.


HongBin…


Ven a buscarme.


La tierra húmeda se volvió atmosfera, haciéndole jadear sofocado.


Se estaba ahogando.


Ven a buscarme.


Aceleró sus pasos.


Ven a buscarme.


La luna se ocultó y su lucero apagó, sumiéndole en la oscuridad.


¿Me quieres?


Asintió trémulo.


¡Ven a buscarme! ¡Búscame!


Soltó el candil y corrió.


Corrió hasta herir sus pies y consumir la razón.


Corrió hasta no haber punto de retorno.


Entre ramas y búhos silentes se abrió paso bosque adentro.


Los juncos y la tierra mojada se abrieron paso hasta la laguna.


Jadeando sin aliento clavó sus ojos al árbol torcido a orillas del agua.


Pero no estaba sentado ahí.


Al bajar la mirada, palideció.


Ahí estaba el hombre sin camisa, sonriéndole.


Frente a él.


HongBin, estiró la mano, tomando la suya y entrelazando los dedos. El chico asintió y se dejó llevar por esos ojos con cabellos en eterna humedad de encuadre.


La luna apareció de nuevo, haciendo brillar aún más esa piel de ensueño.


Nos volvimos a encontrar, jadeó. El hombre giró sobre sus talones.


Nos volvimos a encontrar, repitió a milímetros de sus labios. HongBin entrecerró los ojos y le besó, perdiéndose entre sus brazos de inmediato.


Rusalka de seducción.


Las manos hábiles del hombre se perdieron debajo su ropa. Ese contraste agresivo de tibieza y frialdad a flor de piel le hizo jadear.


Una vorágine de libélulas y luciérnagas giraron alrededor, haciendo todo un festival, como los que elucubraba su locura.


Vine a buscarte, resopló entre besos y pasos, siguiéndole a cada retroceso de sus talones, te quiero, vine a buscarte, el hombre sonrió en medio de su boca y asintió. Esos labios, y esa estela dulce le había robado por completo la cordura.


Esa voz fue la primera de todas.


Yo… yo también te quiero, susurró contra sus labios el hombre, para siempre, niño incauto.


La luna asustada se volvió a ocultar.


De un jalón a los brazos lo sumergió consigo a la laguna.


HongBin gritó, pero sólo burbujas asomaron.


Bajo el agua todo era confuso, un caleidoscopio azulado y con destellos de oro ilógico.


Bajo el agua ese hombre no tenía piernas, sino una sinuosa cola de tritón.


Bajo el agua esos ojos centellaban de un amarillo aborrecible.


Bajo el agua, no había salvación.


Despertó del encantamiento después de las doce.


Luchó por escapar a la superficie, lucho contra esas garras clavadas a la piel y contra esa mística tétrica, en donde la ingenua laguna era un abismo dorado sin fin.


Gritó, inundando sus pulmones de agua. Gritó, aunque ni las libélulas pudieran escucharle.


Rusalka afincó las zarpas a su rostro y le besó.


Gritó, pataleó y arañó el agua hasta ser las burbujas tensa calma.


Nunca cruces el bosque de noche.


Muchas veces su abuela le hizo prometer, sin dar a detalles a sus preguntas de más.


Nunca escuches el canto de una Rusalka. Ella ya se llevó a tu padre, mi pobre niño.


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