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Perdido en la Nieve por Lain Elrick

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Notas del fanfic:

Los retos de Es De Fanfics me han ayudado a escribir de nuevo. Espero poder continuar pronto con mi fic de Hannibal.

Visiten mi perfil, gracias.

Ha llegado una nueva Navidad a Arendelle, y con ella, el baile en el castillo, con los invitados más eminentes: galantes príncipes, hermosas princesas, estirados reyes y reinas, todos para celebrar las festividades con la reina Elsa y su hermana Ana.
Entre los invitados a llegado el príncipe Hans, de las islas del Sur. Pretende a la princesa Ana, pero ella lo rechazó con firmeza, no confiaba en sus palabras. Eso no lo ha intimidado, y continúa aferrado a enamorar a la princesa, aunque no por amor, claro; Hans desea poder, y sólo lo obtendrá si logra seducir a la chica.
Este año, como los últimos años, ella lo ha rechazado nuevamente, pero esta vez, la reina Elsa lo ha echado del palacio antes de que la fiesta terminara, así que Hans terminó perdido en el bosque, a caballo, sin la mínima idea de a dónde ir.
 
(Sí, ya lo sé, este es un prólogo muy largo, pero sigan leyendo, por favor, les va a gustar)
 
—Esa princesa presumida —murmuraba Hans—, ya verá, seré rey, y ella tendrá que obedecerme...
Farfullaba en un murmullo, cuando un ruido hizo saltar a su caballo, haciéndolo caer mientras el animal huía, relinchando asustado.
—¡Vuelve aquí! —gritó intentando ponerse de pie— Estúpido caballo, ¿qué fue lo que escuchó para qué…? —comenzó la nevada, cubriendo pronto sus hombros, enfriando sus ánimos. Se abrazó y comenzó a caminar, tropezando, murmurando contra su mala fortuna.
A unos metros, un alce escuchó los pasos del príncipe, y curioso, observaba la sombra que, sin saberlo, se alejaba del camino.
—Vamos, Sven, tenemos que irnos.
Sven se acercó al atractivo joven vestido de pieles que lo llamaba, y tiró de su abrigo.
—¿Qué sucede, Sven? "Escuché un ruido, —imitó la voz del alce, que reaccionaba entendiendo al joven— creo que tenemos que ir por el otro lado"; oh, no, Sven, la tormenta se acerca; "pero parece que necesitan nuestra ayuda"; está bien, Sven, tú siempre me haces ser mejor; vamos.
El joven montó a Sven y se dirigió hacia los murmullos mientras la nieve le golpeaba el rostro. No tardó en encontrarse con Hans, quien, al escuchar el galope, dio un salto a un lado.
—¿Pero qué…? —comenzó a hablar cuando, al levantar la mirada, se encontró con el rostro afable y redondo del joven que, montado un reno de gran tamaño, y vestido de pieles, le acercó su mano enguantada.
—Sube —murmuró bajo su bufanda—; ¡sube! —repitió al ver que el príncipe no se movía.
Hans reaccionó al segundo llamado y tomó la mano. Subió a Sven, y el joven lo hizo abrazarlo por la cintura, galopando velozmente, hasta que llegaron a una cueva.
El joven desmontó, y ayudó al príncipe, tomándolo por la cintura y depositándolo en el suelo. Era admirable la fuerza en sus musculosos brazos.
Los tres entraron hasta un recodo en la cueva, donde se sentaron en el piso.
—Tenía que suceder —dijo molesto Hans—, mi suerte no podía ser otra.
—No es tan malo, estaremos aquí unas horas, y…
—¡Tú no lo entiendes! Todo siempre me sale mal.
—Quizá porque eres muy pesimista; Sven y yo vemos la vida de manera fácil, y nos va muy bien.
—¿Quién es Sven? —preguntó con fastidio.
—Él es Sven —dijo mientras el alce se recostaba sobre su cabeza—, y yo soy Kristoff, ¿quién eres tú?
—Soy Hans, Príncipe de las Islas del Sur —lo miró con arrogancia.
—¿Y cómo un príncipe llegó hasta aquí? Deberías estar en la fiesta del reino de Arendelle, no?
—Me echaron; esas princesas son unas arrogantes, no saben lo que se pierden, yo soy todo lo que necesitan: soy un príncipe, soy atractivo, soy inteligente, tengo todo lo que una de esas chicas querría.
—Excepto suerte, por lo que veo.
Kristoff lo miró con burla, y Hans le devolvió una mirada furiosa mientras se abrazaba con más fuerza; Hans no llevaba un abrigo, y la ropa que llevaba no era la adecuada para la tormenta.
De su mochila, Kristoff sacó la leña que acababa de conseguir en una tienda en medio del bosque, y encendió una pequeña fogata. Invitó a Hans a sentarse a su lado, y una vez que el príncipe, a regañadientes, lo hizo, puso sobre sus hombros uno de sus abrigos. Hans lo miró, pero desvió la mirada. Más que furioso, estaba melancólico.
—Oye, Hans, creo que ya sé cuál es tu problema, tú no sabes cómo conquistar a una chica; yo puedo enseñarte.
—¿Tú? —se burló— ¿Sabes atraer a las chicas como a los alces?
—No a las chicas exactamente, pero es fácil, —se giró un poco para quedar frente a él— tienes que mirarla a los ojos, hablarle con firmeza, debes decirle que desde que la viste, una astilla de pasión entró en tu corazón, y de ella nació un deseo que no puedes ignorar, que sabes que ella es todo para ti, y que no sabes que harías si te faltara…
—Kristoff —rio, pero Kristoff lo silenció tomando sus manos, acercándolo más, notando enseguida el sonrojo de Hans.
—Veo en tu mirada un futuro a tu lado, y es —se acercó a su rostro— el único futuro —su nariz rozó la de Hans— que deseo vivir.
El corazón de Hans latía con locura, golpeando sus costillas con el dolor de la pasión desconocida; su estómago se revolvía, como si el órgano se enrollara y desenvolviera en sincronía con los latidos en las sienes. Jamás había sentido tanta la urgencia por ser dominado.
—Así es como se hace —rio Kristoff, separándose, arrancando el deseo de Hans, que sólo sonrió, aún más sonrojado.
—Tranquilo —dijo Kristoff—, no voy a dejarte así: —se lanzó a él, abrazándose de su cuello, plantándole un beso. No sé detuvo, no se separó, quería tener todo el sabor de Hans en su boca, el sabor a príncipe, combinado con un licor de Arendelle, el sabor que el probó con su lengua de cada recóndito rincón de su boca. Lo tenía sujeto con sus fuertes brazos, con el pecho pegado al de Hans, quien podía sentir su corazón tamborilando en los bíceps del joven montañés.
Cuando Kristoff por fin lo soltó, Hans no dejaba de mirarlo, con deseo, con la necesidad de sentirse de nuevo entre sus cálidos músculos. Kristoff lo notó y se puso de pie.
—Yo sé lo que necesitas, Hans —dijo y comenzó a sacarse el chaleco—, y estoy dispuesto a complacerte.
 
Sven dormía en una esquina de la cueva, su enorme sombra en la pared contrastaba con la sombra en la otra esquina, dónde, sobre el abrigo y chaleco de piel de animal de Kristoff, Hans yacía, gimiendo bajo el cuerpo de Kristoff, que ya estaba dentro del príncipe, moviendo su cadera lentamente, obteniendo cada vez más gemidos que subían en un vaho hasta su rostro, lo que sólo lo excitaba más, al punto en que sus movimientos se volvieron más rápidos, más pesados, más rudos. Kristoff se acercó al rostro de Hans, lo que lo hizo entrar aún más, y lo besó, aumentando los gemidos y la excitación en el cuerpo ya cálido.
—Mi príncipe —susurró Kristoff—, voy a hacerte gozar hasta el amanecer.
Se vino dentro, pero no dejó de estar erecto, y continuó con las arremetidas, tan veloces y fuertes como las primeras veces.
 
El amanecer llegó, más cálido de lo que esperaban. Hans despertó, encontrándose solo, sobre el abrigo de Kristoff, pero el montañés no estaba.
Se vistió -sus ropas estaban dobladas sobre una de las piedras-, y salió con el abrigo sobre sus hombros, encontrándose con Kristoff, que volvía con algunos ramas.
—Despertaste, que bien; encontré el camino que buscabas, te llevaré al puerto.
—Gracias... no
 
Hans iba montado sobre Sven, mientras Kristoff los guiaba. Parecía tan fresco como una rosa, que no había comparación con el poderoso amante sexual de la noche anterior. Incluso sintió que quizá todo había sido un sueño, que todo fue una fantasía, y que quizá la verdad era que se había desmayado y que ese joven montañés sólo lo había salvado.
—Aquí estamos —dijo Kristoff—, el puerto de Arendelle, ¿estás listo para tu viaje, Hans?
Hans desmontó y miró con una sonrisa triste a Kristoff.
—Gracias por salvarme anoche, pude haber muerto en la nieve sin ti.
 —No es nada, fue Sven quién te salvo.
No se dijo nada más. Hans dio unos pasos hacia delante cuando Kristoff le tomó la mano y lo jaló hacia él, besándolo con la misma pasión nocturna. Hans pudo sentir en su pelvis aquel órgano que tanto placer le había dado anoche.
—Si te da tanto pesar volver, entonces quédate, y jamás volverás a preocuparte por ninguna princesa fastidiosa.
 
Los barcos se alejaban con la tarde, los visitantes que partieron fueron menos, pero nadie lo notó.
En una cabaña, en medio del bosque, un joven montañés, y un hermoso príncipe, forjaron cada noche un lazo hecho del amor inesperado, que ahora complementaba sus vidas.
 
                                                                 Lain Faustus Y. de L
 
 


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