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Estudio en fragmentos por RLangdon

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Era miércoles por la noche. El cielo estaba encapotado, había una fresca brisa y amenazaba nuevamente chubasco. La luna no era más que un minúsculo gajo izado en la inmensa bóveda nocturna que, además, permanecía casi todo el tiempo oculta tras los negros nubarrones procedentes del norte de Londres. Esa noche en particular las cigarras estaban más ruidosas que nunca, acompañabase su irritante y constante trino por una suave salmodia que secundaba aquel chasquido cual acompasado y melódico coro proveniente de la parte alta del edificio en tanto John Watson subía a toda prisa los peldaños del apartamento situado en la calle Baker del número 221B, apoyándose firmemente en su bastón, ansiando guarecerse de la próxima tormenta que se avecinaba. La tercera de la semana.
 
De pie junto a la ventana, con su esbelta y alta figura perfilandose en un sencillo albornoz de seda azul marino a juego con las pantuflas y, con expresión cáustica, Sherlock Holmes interpretaba al son del nocturno bullicio urbano una pieza compuesta en una sucesión de notas impresas de melancólicas proporciones que, fueron in crescendo, hasta alcanzar una majestuosa gama polifónica.
 
Absorto en la ejecución de la singular armonía, Watson tomó asiento, dejando cuidadosamente su bastón al lado del sofá, extinguidos sus deseos por comunicarle al excéntrico detective su descubrimiento de la noche. La riqueza contrapuntística de notas desfiló por sus oídos en cuatro variaciones y una coda. Se trataba de una melodía soprano que Sherlock interpretaba en su récien encerado Stradivarius con aguda agilidad, sosteniendo con toda desenvoltura el instrumento contra su hombro izquierdo y su barbilla mientras los dedos de su mano izquierda oprimían las cuerdas para producir los determinados tonos en perfecta sincronía al deslizar el arco en el punto medio, rasgando y oprimiendo simultáneamente, desmadejando una amplia progresión de sonidos que, repentinamente, cesaron, viéndose la pieza bruscamente interrumpida cuando Sherlock finalmente se distrajo al mirar por la ventana.
 
—Perdone si le he interrumpido— se apresuró a aclarar Watson su garganta a la par que abandonaba su cómodo sitio. Tras casi un año viviendo juntos, aún no se amoldaba del todo al estrafalario estilo de vida de su compañero.
 
En un instante la mirada plomiza del detective encontró la suya, y Watson supo reconocer inmediatamente la emoción en aquel destello intermitente de sus usualmente indolentes y apáticas pupilas. Sin embargo, antes de que pudiera verbalizar su duda, la puerta (A la que tan descuidadamente se había olvidado de echar llave) fue abierta en una fracción de segundo. 
 
Con su gorra en la mano derecha, la silueta uniformada del inspector se materializó en el umbral, dejando entrever un rostro cansado y una mirada de resignación antes de dirigirse al detective.
 
—Necesito su ayuda.
 
Watson alternó una mirada curiosa que osciló entre el récien llegado y su compañero de piso, el cuál, con toda el autocontrol que su característico talante le confería, volvió a hacerse con su violín para, a continuación, afinar las cuerdas mediante movimientos pasmosos a la par que sus labios articulaban.
 
—Un caso de homicidio proveniente de la familia real. Insólito más no inverosimíl.
 
El pasmo en el rostro del inspector Lestrade asomó durante breves instantes.
 
—¿Cómo demonios lo...?
 
—La ausencia de su placa ayuda a antelar la participación de un miembro insigne en el caso —lo interrumpió Sherlock, afinando la cuarta cuerda del violín a la quinta justa—. Un individuo con la suficiente autoridad para relevarle de su cargo en el hipotético lance de que no cumpla con la petición demandada, a cuyo incidente atribuyo la muerte como principal móvil. Debe pues, tratarse de un asesinato, o por lo menos, se sospecha que lo sea. De ahí que prefieran ceñir el caso a un auditor y no a la policía directamente.
 
>>La realeza querrá mantener el asunto en privado, ateniéndose a sus propias bases protocolares en lugar de lidiar con meses de titulares negativos, o inclusive un litigio si se disputa el caso en los tribunales.
 
Lestrade apenas parpadeó al oír desglosar de manera superficial pero exacta la raíz de su actual problema. Watson, acostumbrado a las complejas inferencias del detective, fue a formular lo que, tanto Lestrade como él, ansiaban saber.
 
—¿Intervendrá?
 
Sherlock volvió su atención hacia la ventana, dándole la espalda a los allí presentes.
 
—Es una buena oportunidad para templar el intelecto— cedió, sonando casi monocorde. Solo Watson distinguió en aquel embozo la enorme exaltación internamente reprimida.
*
 
Para cuando Watson terminó de empacar algunas de sus pertenencias, ya había amanecido.
 
La tibieza del despuntar del alba comenzaba a disipar la niebla matinal.
 
Anticipándose al amanecer y deseoso de hacer avances, el detective había salido horas antes, pidiéndole que llevara consigo lo suficiente para permanecer dos noches fuera. Y no era que la idea en si le resultara igual de extasiante que al detective. Lo que Watson menos quería era deslindarse de sus labores como médico recientemente contratado en una clínica de mediano prestigio dentro de los lindes de la calle Oxford.
 
Era, no obstante, el anhelo de un galimatias aunado a la algarabía detectivesca de su compañero lo que le arrastraba a semejantes proezas. No podía dejar solo a Holmes en la resolución del caso. No quería perderse los métodos deductivos que emplearía esta vez, ni los resultados tan impredecibles que solían presentarse tan a menudo cuando se hallaban envueltos en tales peripecias.
 
Al salir de la habitación y con maleta en mano, decidió que sería prudente tomar algún aperitivo antes de adentrarse en terreno desconocido y seguramente peligroso.
 
Fue a sentarse en el comedor para servirse un bollo con mantequilla cuando la señora Hudson entró sin previo aviso, sobresaltandose al verle ahí.
 
—Mis más sinceras disculpas, le creía en compañía de su amigo— expresó abanicandose el rostro con una mano para reponerse del susto—. Entiendo, entiendo, no tiene por qué dar explicaciones, doctor— se adelantó al ver que el susodicho separaba los labios en su afán por decir algo—. Las peleas de parejas son muy frecuentes hoy en día.
 
Visiblemente aturullado, Watson dejó el bollo a medio comer para negar semejante embuste. No era la primera vez que la casera les tomaba a ambos por pareja, y en realidad ni siquiera le molestaba, el problema residía en que no era verdad. Y era un asunto que, a la larga, podría traerles problemas.
 
En vista de que no podía contradecirle, decidió reformular sus pensamientos.
 
—Señora Hudson— farfulló despacio para atraer su atención—. ¿Qué le hace pensar que Holmes y yo somos ...pareja?— pese a que le costó bastante pronunciar lo último, procuró no delatar su nerviosismo en cuanto al tema.
 
La amable (y a veces entrometida) señora se refregó las manos un par de veces antes de decidirse a tomar asiento junto a la mesa y del lado opuesto a su inquilino.
 
—Ya le dije que no tiene por qué preocuparse— susurró contradictoriamente—. Él volverá. Siempre lo hace. Sólo debe esperar a que disminuya el disgusto.
 
Watson volvió a negar enfáticamente con la cabeza, se levantó de la silla y una idea ridícula y temeraria cruzó por su cabeza.
 
—Lo entiendo, señora Hudson. Es imposible engañarla, ¿no es así?— fanfarroneó, rodeando la silla para tomar la cafetera y servirse una buena dosis—. Pero dígame, ¿En qué nos hemos delatado?, que yo sepa, hemos sido cuidadosos manteniendo nuestro... ya sabe. En secreto— contuvo el aliento ante su propia falacia, sintiéndose extrañamente ufano.
 
Había empezado a beber un sorbo de café, pero tuvo que detenerse cuando la casera bajó aún más la voz para dar su respuesta.
 
—Para ser tan cuidadosos, como usted dice, doctor, debo confesarle que no son muy convincentes. Dos hombres que viven juntos, pasan la mayor parte del tiempo juntos y no tienen novia ni esposa, bueno...da de qué hablar.
 
Sintiendo que se atragantaba con el café, Watson no pudo replicar a ello.
 
*
 
Nada más bajar de la carroza, fue la primera persona que Watson vio. Vestido con su traje gris oscuro en armónico contraste con la corbata negra a rayas.
 
Aguardando en su postura clásica, de pie con las manos a la espalda, meciéndose sobre los talones junto a la enorme verja métalica. Cuál niño a la espera de la apertura de una juguetería. Tal era el arrobo en las pupilas del detective que, inmediatamente, Watson sintió que se le contagiaba de forma extraña su aparente embeleso.
 
Estaban en el número doce del Downing Street. En la residencia de una de las familias acaudaladas emparentadas con honorables miembros del parlamento. Soplaba la suave brisa, y unas rezagadas nubes blancas avanzaban perezosamente por el resplandeciente cielo azul de la ciudad.
 
—Parece que ha madrugado en vano— se lamentó el médico al llegar a su lado, mirando asombrado la fachada del inmenso caserón de columnas dóricas, revestido de un áureo artesonado invertido y balaustres de pintoresco acabado en granito.
 
Calándose firmemente la gorra ante la repentina ráfaga de aire, el detective asesor meneó la cabeza en completo desacuerdo.
 
—Se equivoca, Watson —contradijo— Me he tomado la libertad de hacer una exploración por las inmediaciones y he conseguido recabar algunos datos que podrían sernos de utilidad más adelante.
 
—¿Qué tipo de información pudo haber obtenido aquí afuera?— se interesó aún más Watson, mirando asombrado en torno suyo.
 
Sherlock, que estaba a punto de responder, interrumpió su coloquio cuando un trajeado y altivo subalterno abrió la verja y les invitó a pasar.
*
 
Horas más tarde y ya instalados en sus respectivas habitaciones, Watson se dispuso a deshacer su maleta.
 
La habitación que le habían asignado tenía un aspecto un poco descuidado, siendo que tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías con empolvados libros. Había un pequeño sofá de cuero marrón junto a la cama y una mesita de nogal.
 
Watson descorría las pesadas cortinas de terciopelo rojo cuando Sherlock irrumpió como un vendabal en la recámara, arrojando el informe sobre la mesita mientras comenzaba una lenta caminata de derecha a izquierda, con los brazos firmemente cruzados a su espalda. Una profunda reflexión brillaba en sus ojos índigo.
 
—La investigación va demasiado bien, Watson.
 
El aludido, a sabiendas de que no tendría más privacidad hasta que cayera la noche (en el mejor de los casos), cerró su maleta y colocó parte de sus objetos de uso personal sobre la cama.
 
—No lo comprendo— adujo, tratando de borrar infructuosamente de su mente la conversación que había tenido con la señora Hudson esa misma mañana.
 
Ciertamente su admiración por el detective aumentaba con el paso de los días. Sherlock Holmes poseía una fascinante y compleja mentalidad, provista de un inmenso repertorio de datos. Con Holmes se aprendía algo nuevo cada día. Y sus andanzas juntos eran invaluables. Pero ¿Hasta dónde llegaba el afecto que tan fielmente le profesaba?
 
¿Qué pensaría la mente inquieta del detective si llegaba a plantearle tan absurdas dudas?
 
—Todas las pistas apuntan a una sola dirección— prosiguió Sherlock a modo de respuesta, acelerando sus pasos sobre la alfombra—. ¿Ha visto a aquella respetable dama?
 
Watson lo meditó un momento antes de responder.
 
—La esposa del ministro.
 
—¿Qué opina de ella?— indagó Sherlock sin volverse, cesando con su inane caminata.
 
—Es muy amable y parece verdaderamente afligida.
 
—¿Diría que finge?, ¿Se ha fijado en la torpeza de su proceder al servirnos el piscolabis?...¿Vio sus ojos llorosos, observó cómo se derrumbó a media merienda cuando le pedí que relatara los hechos?
 
Ante la incesante retahíla de cuestionamientos, Watson asintió vez tras vez, yendo hasta la mesita para tomar el informe policial, leyéndolo superficialmente por segunda ocasión en el día. Intuía vagamente a lo que se refería su compañero. El caso exhibía en esta ocasión el aparente suicidio de un distinguido ministro, quien hasta hacía más de diescisiete años había roto todo vínculo familiar para contraer nupcias con quien entonces fuera su secretaria.
 
El suicidio había ocurrido dos noches antes, con las puertas de la habitación del despacho cerradas a cal y canto. Lestrade y algunos de sus subordinados en Scotland Yard habían encontrado la nota sobre el escritorio junto al testamento original que legaba todas sus posesiones a su esposa.
 
Se había interrogado dos veces a toda la servidumbre y a su hijo, un adolescente de diesciseis años que había estado encerrado en su cuarto haciendo tarea cuando ocurrió el percance. Por supuesto las sospechas recaían en su mujer.
 
—Cianuro de hidrógeno en estado puro. Perfectamente miscible en la copa de vino tinto. Piénselo bien, Watson. Los resultados de la autopsia apuntan a un paro cardiorespiratorio.
 
—Disnea derivada de una congestión broncovascular— secundó Watson con un ligero asentimiento—. Bebió parte del contenido de la copa cuando...
 
—Ese, mi estimado colega, es el enigma— exhaló Sherlock, taciturno, con los dedos cruzados frente a su rostro y el entrecejo levemente fruncido—. Poseo firmes sospechas para creer que de las tres cuartas partes de la copa, no se ha bebido más que un solo trago, apenas el suficiente para humedecerse la garganta.
 
—Imposible— arguyó Watson, recordando con claridad el certificado forense.
 
—Asumanos, pues, que en efecto, se quitó la vida deliberadamente.
 
>>¿Bajo qué circunstancias escribiría un testamento?
 
Watson retrocedió el rostro al saberse firmemente escudriñado de cerca. De repente sintió la sangre agolparsele en el rostro. Sacudió la cabeza y procuró concentrarse.
 
"Dos hombres que viven juntos...pasan la mayor parte del tiempo juntos"
 
—¿Deudas?— sugirió al cabo de unos segundos. Sherlock negó terminantemente, instandole con un breve gesto de mano a continuar—. ¿Se sentía amenazado?
 
—Posiblemente— contestó el detective a media voz y con la mirada ausente—. La tipografía es correcta. Es su letra. Se encontraba sólo cuando sucedió. Lo encontró el ama de llaves cerca de las 7:17 de la noche. El desencadenante de la muerte esta estrechamente relacionado con la causa, pero no es determinante.
 
>>Ahora. ¿Ve esto, Watson?
 
El interpelado miró de cerca la colilla de cigarrillo que el detective acababa de colocar sobre la mesita.
 
—Cigarrillo Duque de Durham, relleno con una minúscula dosis de recina. La recina, Watson es una fitotoxina que se encuentra presente en las semillas de ricino de una planta originaria de África. Su ingesta interfiere con el metabolismo celular, bloqueando el proceso químico interno. La acción del veneno hace que las celulas mueran y los órganos comiencen a fallar. Basta una dosis concentrada de 1,2 micromol de la tóxina para provocar la muerte. Estaba tirada a espaldas de la residencia. Justo en medio de los arbustos. Había una cajetilla de la misma marca sobre el estante del pasillo— puntualizó Holmes, bajando la voz a medida que relataba—. En el expediente figura una visita al médico seis días antes debido a fiebre, tos persistente y artralgia. Lo que nos conduce a intuir un asesinato premeditado. El resultado de las huellas dactilares halladas en la copa coinciden con los de su esposa.
 
Watson suspiró derrotado. Había repasado el informe por tercera ocasión, pero aún no entendía cuál era el colofón del caso.
 
—¿Supone que su esposa envenenó los cigarrillos y después le dio a beber cianuro disuelto en vino para concretar el crimen?, pero...¿Por qué tomarse la molestia de...?
 
—¿Cuál es el síntoma común en ambos venenos, Watson?— la voz del detective se tornó irrebatible.
 
Tras pensarlo un poco, Watson abrió mucho los ojos.
 
—Disnea— concluyó, mirando de nuevo los ojos sombríos y analíticos—. Pero si realmente fue envenenado, ¿Qué le detiene para informar a Lestrade el resultado de sus pesquisas?
 
Holmes esgrimió apenas un gesto irresoluto, todavía embebido en profundas reflexiones.
 
—No dudo de qué, sino de quién— fue su ambigua respuesta.
*
 
La cena transcurría lenta en un ambiente tenso y hostil, entre el ruido de la cuberteria de plata, copas de Borgoña y la fina vajilla de porcelana. Con miradas desconfiadas de un lado de la amplia mesa y expresiones irritables e intranquilas del otro extremo.
 
En medio de los comensales, John Watson apenas si pudo dar dos bocados al filete que se le había servido en una cama de ensalada. A su costado derecho, Sherlock sostenía una recóndita plática con Oliver Winsor, el hermano del ministro, a quien se había invitado cordialmente para exponer a detalle la rutina de su familiar en el ámbito laboral durante las dos últimas semanas.
 
La esposa del ministro, Scarlett Winsor había sido relegada de la conversación, junto al adolescente, quien había presentado un comportamiento agitado desde su llegada.
 
De tez nívea y penetrante mirada celeste. El chico compartía gran parte de los rasgos faciales de la madre, a excepción del tono oscuro del cabello, gen dominante y simíl del difunto padre, Frederick Winsor Neville segundo.
 
Nathan Winsor llevaba una chaqueta de esmoquin color burdeos y pantalones negros, además de hallarse rodeado de un aura de elegancia, distintiva en su familia.
 
Atento a la reacción del chico que intercambiaba de vez en cuando miradas con uno de los guardas principales del hermano del fallecido, Watson acató la encomienda que le había asignado Holmes horas antes de la merienda. Se dedicó a prestar total atención a las interacciones alrededor del hijo del difunto ministro. E incluso le pareció adecuado sumarse a la charla cuando algunos invitados se retiraron.
 
—Entonces, Athan...
 
—Es Nathan— remarcó el susodicho, clavando una mirada de enfado a su interlocutor. Watson carraspeó una disculpa antes de decidirse a proseguir.
 
—¿Estudias administración?
 
Pero Nathan, lejos de querer responder, se volvió ansioso a su progenitora.
 
—Ya he terminado. ¿Puedo irme ahora?
 
La elegante dama de ensortijada cabellera rubia, ojos añiles y labios carmesí, hizo un mohín al reprenderle.
 
—Cariño, es de mala educación que...
 
—¡Mi papá murió! —estalló Nathan con una estela de lágrimas descendiendo por las sonrojadas mejillas—. Y toda está gente hipócrita solo está aquí reunida hablando sobre tonterías.
 
En apenas una fracción de segundo, el exacerbado muchacho corrió a las escaleras, propiciando un cese total de las actividades y los tópicos hasta entonces abordados.
 
—Me disculpo— sintiéndose terriblemente culpable, Watson hizo una ligera reverencia a la dama antes de retirarse. No hizo falta que se excusara ante el detective, porque este retomó de inmediato el hilo de la conversación, sin mostrar mayor arrepentimiento o intéres por lo sucedido.
 
"Típico en Holmes" pensó al llegar al rellano de las escaleras.
 
Tras varios minutos de meditación en la alcoba, Watson tomó la resolución de retirarse por vez primera del caso. En primera instancia se notaba a sí mismo distraído, e incluso confundido, pues no dejaba de darle vueltas a lo que la señora Hudson le había comentado sobre su relación con el detective. En segunda, no estaba siendo de ayuda, y en tercero, había causado un estropicio en la cena por no saber abordar debidamente la pseudo investigación que se le había encomendado.
 
Necesitaba regresar a su verdadero trabajo y desenchufarse un poco de los casos.
 
Resignado, terminó de hacer su equipaje y tomó su saco del perchero.
 
—Watson, le he estado buscando, ¿Qué lleva consigo?, ¿Logró lo que le pedí?
 
Suspirando, Watson se volvió hacia el resquicio de la puerta, donde la delgada y gallarda silueta de Holmes se recortaba imponente y altiva, casi aristocrática. Hasta ese momento ni siquiera había reparado debidamente en él desde que se separaran en su afán de alistarse para la cena.
 
Sherlock estaba ataviado en un elegante esmoquín bermellon y un bien lustrado calzado negro. Llevaba su oscuro cabello ligeramente engominado.
 
Con mirada inquisitiva, Watson le vio recargarse junto a la puerta y extraer su pipa del bolsillo interno de la chaqueta.
 
—Me sorprende, Watson, que tome medidas tan drásticas ante tan insignificante desliz suyo durante la cena.
 
—¿Desliz?— se sulfuró Watson, viéndole rellenar despreocupadamente la pipa con unas láminas de tabaco que apisonó con suavidad segundos antes de encenderla con la cerilla—. Hice llorar al chico.
 
Aspirando suavemente la primer bocanada de la pipa, Sherlock Holmes asintió.
 
—Le ha infundido temor.
 
—¿Qué dice?— masculló el médico, perplejo por lo que acababa de oír.
 
—Y no ha sido al único— afirmó el detective al tiempo que desdoblaba una arrugada copia del árbol genealógico de la familia Winsor—. Cuénteme cómo ha ido todo y prometo que la mezcolanza del caso terminará en breve.
 
Con un exhalido, Watson fue a sentarse en el sofá.
 
—Todo lo que vi fue al chico lanzando miradas desdeñosas a su tío, y enseguida otras tantas a uno de sus guardas— declaró, dejando caer los hombros en son de derrota—. Ha intercambiado alguna charla trivial con el guarda principal después de recibir una servilleta, y usted ha visto de qué forma se ha exaltado cuando le abordé.
 
El estrámbotico detective examinó de vuelta el árbol genealógico, estableciendo un nexo con la información hasta entonces recabada.
 
—Tenga la seguridad de que para mañana a esta hora, el caso habrá sido resuelto. Y no lo habría logrado sin su ayuda. Solo resta hacer que nuestro único testigo confiable nos conceda unas palabras.
 
Watson, que no estaba enterado de nada, fue completamente incapaz de saber si el pragmático detective hablaba en serio o se mofaba. Conociéndole, posiblemente ambas.
 
—Me alegra, Holmes. Y ahora, si me disculpa, debo regresar a la clínica.
*
 
—Quiero que observe con atención, Watson. Observe, no solamente mire— la instrucción de Holmes fue dada desde la entrada de la residencia Winsor.
 
Watson, que había desistido de su retirada luego de que el detective prometiera ponerle al tanto de los pormenores del caso, e inclusive ofrecer personalmente una disculpa a los afectados al término del día, apoyó el bastón sobre los rosedales para formar un triángulo con ambas manos. Desde su ubicación y, siguiendo los preceptos de Holmes, logró enmarcar entre sus manos el sitio con mejor vista hacia el exterior de toda la casa.
 
—Es la habitación del jovencito Nathan.
 
—En efecto— ponderó Sherlock en tono autosuficiente—. Se hace un total de cincuenta y dos pasos desde la verja hasta la puerta de entrada. Sume otros sesenta y ocho para llegar al despacho de Frederick. Tomando como partida el número de calzado de nuestro principal sospechoso, equivalente en este caso a 10.5 pulgadas, me atrevería a sugerir un estimativo de no más de seis minutos.
 
Watson se mostró aún más incrédulo.
 
—¿Dice que alguien entró a la residencia para asesinar al ministro y su propio hijo sabe de quién se trata?
 
—Si me sigue, querido, Watson. Lo descubrirá en breve.
*
 
Al situarse junto al detective detrás de la amplia puerta de cedro con relieves orbiculares, Watson se forzó a espabilar mentalmente en un infructuoso intento por establecer un ritmo ánalogo al de su compañero de piso. No fue sino hasta el cuarto llamado que, el hijo del fallecido ministro, se dignó a abrir un poco la puerta, apenas lo suficiente para poder ver de quién se trataba y, al hacerlo, pretendió cerrar de inmediato. Sin embargo y, para su infortunio, los reflejos de Holmes se adelantaron de modo que pudo deslizar la punta del zapato para impedir que la puerta se cerrara del todo.
 
En un abrir y cerrar de ojos, Sherlock había empuñado el picaporte y empujado la puerta para abrirse paso dentro de la alcoba, seguido de un inseguro Watson que, aunque nervioso y temiendo que la servidumbre subiera pronto para comenzar las labores vespertinas, se apresuró a cerrar la puerta.
 
Los ojos azul pálido del muchacho resplandecían escépticos ante la luz del sol que se filtraba por los visillos de acabado en marfil del pequeño salón que hacía las veces de recámara.
 
Los muros estaban tapizados de fina seda color champagne, con unos bordados de arabescos orientales en verde y naranja. Había dos pequeños sofás a juego con la alfombra, además de dos estanterías, una mesa rectangular junto a la ventana, un baúl y una cómoda con grabados similares a los de la puerta.
 
De inmediato, el hijo del ministro les apuntó con el dedo, enarbolando una expresión contradictoria, mezcla de miedo y enfado, similar a la que Watson había presenciado un día antes en el comedor.
 
—Salgan inmediatamente, antes de que llame a mi madre y despierte a todo el servicio.
 
Haciendo caso omiso a la advertencia, Sherlock se paró en medio de la habitación y comenzó a examinar visualmente la pieza. En un desesperado intento de ganar tiempo para el detective, Watson avanzó hasta el muchacho.
 
—Quisiera disculparme por lo de ayer. Yo...no debí...
 
—¿A quién esperabas, Athan?— quiso saber Sherlock, dirigiendo esta vez su atención al altivo chiquillo que, ante el yerro, pareció echar chispas por los ojos.
 
—Es Nathan —remarcó con los dientes apretados—. Y no esperaba a nadie. Usted y su novio salgan de una buena vez o...
 
Watson solo atinó a parpadear ante semejante apelativo.
 
—¿Novio?— deseó enseguida sacarle de su desatino, no obstante decidió oportuno cederle la enmienda al detective, aunque este prescindió de aquello mientras hurgaba velozmente entre los libros a su alcance.
 
—Oiga, ¿Qué no escuchó lo que dije?— le increpó el chico, a la defensiva, pero Sherlock siguió ignorandole, pasando una a una y a gran velocidad las páginas de los encuadernados.
 
—Bien, Athan...
 
—Es Nathan.
 
—Lo sé.
 
—Entonces dirijase adecuadamente— solicitó iracundo.
 
—Como decía, "Athan"... ¿No ha acudido a verte nadie desde ayer?
 
Viendo al chiquillo rechinar los dientes, Watson quiso advertir al detective, pero calló al notar la resolución inexpugnable de los ojos plomizos de Holmes. Debía tenerlo todo premeditado.
 
—Sujetelo, Watson.
 
—¿Qué?— preguntó Nathan, visiblemente aturdido y sin alcanzar a levantar su protesta como pretendía hacer en primer lugar. Hábiendose prevenido, Watson actuó presuroso, afianzando ambas manos tras la espalda del chico, asegurandose de no dañarlo mientras usaba su mano libre para cubrirle la boca con la finalidad de silenciarlo.
 
Mientras el muchacho se removía, gruñía y pataleaba, Sherlock logró registrar los bolsillos del pantalón hasta dar con el juego de llaves. Sin perder un solo segundo, se dirigió al baúl junto a la cama e introdujo la llave en la cerradura.
 
—...sp...ere— rogó el chiquillo contra la palma del médico, pero para entonces Sherlock ya hurgaba el contenido del mueble. No transcurrió mucho tiempo para que encontrara el objeto de mayor relevancia y lo exhibiera ante la mirada atónita y temerosa del joven Nathan.
 
A Watson le resultó excesivamente futil el consecuente hallazgo.
 
—¿Una carta?
 
—Una de las cartas— aclaró Holmes, dejando otro puñado de sobres a la vista.
 
Repentinamente el adolescente dejó de resistirse. Su cuerpo pareció aflojarse y, sin que Watson lo retuviera más, se dejó caer de rodillas con expresión de derrota y una profunda angustia.
 
—Todas las cartas están expresamente dirigidas a Thomas Winchester.
 
Pese a que el nombre le resultó vagamente conocido, a Watson le tomó largos segundos rememorar de quién se trataba. Lo había escuchado en las presentaciones efectuadas el día anterior.
 
—El guarda principal de Oliver.
 
Nathan se rehusó a levantar la mirada de la alfobrilla. Y Watson enseguida ató cabos, pues aquellas miradas que había catalogado de extrañas durante la cena eran en realidad las miradas de dos...
 
—Amantes— argumentó Sherlock, devolviendo la mayoría de las cartas a su escondite—. Conminación y calumnia. Te tendieron una trampa para asegurar tu silencio. Escucha, Nathan. Sabes hacia quién apuntan las pruebas recolectadas por uno de los inspectores de Scotland Yard contratados por tu abuela. Si decides mantenerte al margen solo para que tu imagen no salga perjudicada, será arrestada y el crimen quedara impune.
 
—Lo diré— le interrumpió el muchacho, con la barbilla temblando por el llanto contenido hasta ahora—. Solo si promete ayudar a mi madre.
*
 
Caía la noche cuando partieron de la residencia en uno de los carruajes en búsqueda de la última pista. Había sido gracias a la declaración de Nathan que habían conseguido la orden de registro.
 
Mientras miraba por la ventana, Watson se había puesto a pensar en la extraña y compleja relación del hijo del ministro con uno de los guardas de su tío. Aquel ardid había sido cotejado previamente como una artimaña más en medio del caso. El engaño hacia Nathan se había realizado con el único fin de conseguir pruebas de su orientación sexual que servirían como contradefensa al posterior crimen.
 
Cavilar en el dilema que había padecido el muchacho tras reiteradas exhortaciones de parte de su tío, hizo que Watson meditara en su propia situación.
 
El semblante introspectivo de Sherlock Holmes en ese momento le obligaba a callar todas sus dudas. Lo imaginó calibrando estadísticas, armando conjeturas, planteando teorías, descartando hipótesis. Era un imposible adivinar a qué método deductivo se ceñía actualmente la compleja mentalidad del detective.
 
Pero ¿Alguna vez pensaría en lo que tenían ellos? ¿Qué era exactamente?
 
Resultaba a todas luces extraño que Holmes nunca se exaltara cuando les tomaban a ambos por pareja. No evidenciaba irritación, ni tampoco incomodidad. Era como un lienzo en blanco, transparente y a la vez imposible de interpretar.
 
¿Seguiría pensando en Irene Adler?
 
Hasta entonces Holmes no había mostrado mayor intéres en las mujeres. Contrario a Watson que, desde su mudanza a Londres, había tenido algunas citas esporádicas con resultados bastante insatisfactorios.
 
Ni siquiera una de sus hermosas asistentes en la clínica había conseguido despertar en él las mismas emociones que la sola presencia del detective avivaba en lo más profundo de su ser.
 
No había fervor en los simples besos, ni la mínima exaltación en su estado de ánimo ante las triviales conversaciones. La satisfacción que le prodigaban los escasos elogios de Holmes al término de los casos, no estaba presente cuando se había liado emocionalmente con una dama.
 
Ese subidón de adrenalina que desembocaba en catarsis cuando se implicaban en los enigmas de los casos, Watson jamás lo experimentó en ninguno de sus fugaces devaneos románticos.
 
Era la incerteza de su posición en una relación sin etiqueta, lo que le había orillado a recurrir a las presencias femeninas que le asediaban ocasionalmente. Y pese a ello, sabía que la estima que le prodigaba Holmes le era mucho más preciada que ninguna muestra de afecto previa. Desde el mismo día que había conocido al detective y se vio analizado con una exactitud hasta entonces inconcebible, Watson había quedado poco menos que deslumbrado, tanto por sus habilidades como por sus múltiples conocimientos.
 
Sherlock Holmes constituía parte escencial en su vida. No como socio, ni como amigo o compañero de piso, sino como la persona que se había ganado un indiscutible puesto en su corazón.
 
Sonriendo con apaciguada nostalgia cuando la carroza se detuvo, Watson aferró su bastón y se dedicó a observar el primer inmenso inmueble marmóreo de la calle Whitehall, a cuyas puertas abiertas les aguardaba Lestrade acompañado por dos de sus compinches. Al verles bajar del carruaje, les hizo una leve inclinación en dirección a la entrada.
 
—Cinco minutos, Sherlock. Tercera planta a la derecha.
 
*
 
Desde la ventana de la tercera planta, la visión del cielo oscuro se difuminaba debido al paso de las nubes.
 
El armario de seis puertas, labrado en fina madera de haya en tonos cobrizos y rosáceos engalanaba una cuarta parte de la recámara.
 
Al ver al detective sostener un par de zapatos con la suela vuelta hacia arriba mientras aproximaba la lupa, Watson se dio prisa en abrir la bolsa plástica para recolectar la evidencia.
 
Valiéndose de unas pequeñas pinzas, Holmes extrajo un par de piedrecillas y raspó otro tanto de barro acumulado a los costados del calzado.
 
—Mezcla homogénea y granular. Se trata de una variabilidad litologica curiosa, Watson— expuso, mirando de cerca los restos del otro zapato—. Es lodo. Lo que inválida la coartada de Oliver Winsor la noche del lunes. La lluvia borra las huellas del exterior, pero deja otro tipo de rastros. No hay margen de error. La pisada al borde de la alfombra coincide. Me aseguré de medir su calzado durante la cena al tirar el tenedor bajo la mesa.
 
Watson clavó su mirada en la sobria faz del detective.
 
—¿En qué momento sus sospechas recayerón en él, Holmes?— había estado tan distante del embrollo que aquello le había pasado desapercibido.
 
El susodicho no contestó de inmediato. Dejó los zapatos de vuelta en el armario, instando a Watson a seguirle de vuelta al exterior de la ostentosa vivienda.
 
Una vez que le entregaron la última prueba a Lestrade junto al informe redactado por Holmes, ambos abordaron la carroza. Ya instalados en sus asientos, Holmes dio inicio al razonamiento.
 
—Si no hubiera inspeccionado con antelación la periferia de la vivienda, no habría encontrado la colilla del cigarrillo y posiblemente me habría dejado guiar por el instinto y el engaño del cianuro— explicó con mesura—. Cuando revisé el despacho de Frederick, encontré el rastro de una pisada en el borde de la alfombra. Se trataba de un calzado masculino y no correspondía al talle del ministro, ni de ningún miembro encargado de la limpieza. Por supuesto tampoco coincidía con el número del calzado de Nathan. Allí fue cuando sospeché que había alguien más en la recámara con él.
 
Ante el repentino silencio, Watson asintió mécanicamente, recordando las dos horas de ausencia en las que creyó érroneamente que el detective se encontraba deshaciendo el equipaje. Debió suponer que la investigación no tendría cese.
 
—Por favor continúe.
 
Mientras la carroza avanzaba al lento trote de los caballos por las calles de la zona este limítrofe del parlamento, Sherlock sacó de su gabardina la copia del árbol genealógico de la familia.
 
—Se lo pedí a madame Scarlett a nuestra llegada. No importó que Frederick hubiera renunciado hace años a sus vínculos familiares. Siendo el hijo mayor, la Reyna se rehusó a cambiar el protocolo real en cuanto a la línea de sucesión. Oliver debió estar al tanto y estructuró un plan con demasiados huecos para asesinarlo.
 
>>Primero fueron los cigarrillos. Mientras usted se disculpaba con Scarlett en el transcurso de la cena, le pedí un cigarro a Oliver. Fumaba la misma marca que Frederick, por lo que supuse una alteración manual. Debió obsequiarle a su hermano algunas cajetillas con cigarrillos envenenados al azar. De ese modo los síntomas se presentarían en íntervalos ánomalos de tiempo. La copa la tomó de la habitación que compartían Frederick y Scarlett. Usó guantes cuando la rellenó. Revolvió dos medidas de cianuro en estado líquido y una medida de ricino en polvo. Lo forzó a beber un trago después de obligarlo a corregir su testamento como prueba incriminatoria hacia su cuñada.
 
Solo necesitaba sobornar a una de las amas de llaves. Con Nathan usó el engaño y la coacción. Sabía sobre la relación del chico con el guarda de su padre. Cuando Frederick se enteró de la relación despidió a Thomas, pero Oliver lo contrató y se hizo con algunas cartas de ambos. Usted ratificó mis sospechas sobre un posible chantaje cuando mencionó lo de la servilleta. Cuando se acercó a hablar con el jovencito, le puso en un verdadero apuro debido a la cercana presencia de Thomas y Oliver. Nathan temió delatarse y por ende salió huyendo.
 
Watson parpadeó patidifuso al torrente de información.
 
—¿Cómo supo que habría lodo en los zapatos?
 
Aunque brevemente, le pareció notar nuevamente aquel centelleo enardecido en las pupilas del detective.
 
—Durante la cena le pregunté a Oliver en dónde había estado el día del asesinato— refirió Holmes, impasible— Tenía consigo unos boletos de un concierto de ópera en la ciudad de Canterbury fechados. Me figuré que tambien habría sobornado a los trabajadores.
 
>>Leí el Daily Telegraph. No hubo lluvia en Canterbury ese día. Oliver afirmó que su arribo fue el martes. No ha habido lluvias en Londres desde entonces. Consideré la posibilidad de desmentir su coartada revisando el calzado que utilizó más recientemente— añadió afirmando con la cabeza—. Las manchas de las suelas están casi frescas, y esa mezcla de arcilla y tierra solo se encuentra en el municipio de Westminster, lo que nos confirma que nunca dejó la ciudad —consultó su reloj—. Debió llegar a la residencia Winsor a no más de las 6:35 de la noche.
 
—Notable— admitió Watson, acompañando la frase de un rápido parpadeo, estudiando a fondo la expresión imperterrita surcada del perenne halo enigmático que rodeaba a su acompañante.
 
—¿El qué, Watson?— la interrogación siguió a un sutil levantamiento de ceja.
 
—Su...— respondió el récien nombrado, arrastrando las palabras. —Deducción.
 
Sherlock Holmes realizó un desenfadado aspaviento con la mano, infralavorando el aparente elogio mientras se disponía a hurgar sus bolsillos en busca de su pipa.
 
Al verle de perfil, aunque fue por un ínfimo segundo , Watson juraría haberle visto sonreír.
 
*
 
El aburrimiento en cualquier persona, era algo común.
 
El aburrimiento en Sherlock Holmes, era algo peligroso.
 
Watson así lo había corroborado infinidad de veces, en múltiples tiempos, tesituras y escenarios. Y aquel viernes no fue la excepción a la regla que subyugaba las acciones del pintoresco detective.
 
Nada más llegar de la clínica y entrar al departamento, Watson fue mudo testigo de la errante andanza de Sherlock sobre la alfombrilla. Vio, sobre la mesa dispuesta junto al librero, dos tubos de ensayo, una espátula, un mechero y unas cerillas.
 
A casi dos semanas de haber resuelto el crímen atrozmente perpetrado por el hermano mayor del ilustre ministro, no habían surgido más casos. Al menos ninguno que fuera del interés del detective.
 
El robo de ciertos artículos de valor de un abogado de renombre, un saqueo al museo británico, y algunos telegramas de Mycroft a los que Sherlock apenas si se había tomado la molestia de leer.
 
—Cloruro de cobalto— habló Sherlock tan pronto estuvo al tanto de la presencia del médico. Dejó caer unos cristales de tonalidad rosácea dentro del primer tubo y luego lo sostuvo con unas pinzas de madera en un ángulo de inclinación de 35 grados.
 
Watson dio un paso hacia atrás, sin atreverse a manifestar del todo su vago pero bien cimentado temor por las acciones de su erudito colega.
 
—¿Qué hace, Holmes?— se interesó, muy a su pesar, estudiando los siguientes movimientos métodicos del susodicho, el cual prendió el mechero y, con mucho cuidado, acercó la flama debajo del tubo de ensayo.
 
—Observe— fue su seca respuesta.
 
Lentamente las paredes internas del tubo se empañaron a medida que la inicial tonalidad rosácea transmutaba al azul opaco.
 
—Me preguntaba qué elementos podrían reaccionar con determinados fluidos— argumentó, devolviendo el tubo al soporte mientras analizaba visualmente el resto de probetas. —Pensaba si, al igual que el cloruro de cobalto, se podría conseguir una reacción al elevar la temperatura de los fluidos, de modo que no se borre del todo el rastro en condiciones atmosféricas extremas. Digamos, un incendio.
 
—Suena fascinante e inquietante— confesó Watson con un leve asentimiento de aprobación. —Pero son casi las once y de nuevo no ha salido en todo el día. Asumo que tampoco ha comido nada, asi que le propongo ir a cenar.
 
*
 
La decoración de la fachada del restaurante creaba una atmósfera abrumadoramente de ensueño. Con los altos setos recortados en forma de arco y los vitrales ostentosamente ornamentados en marcos de satén cobrizo.
 
Watson casi se vio tentado a regresar sobre sus pasos, más preso de la sorpresa que su compañero ,quien, erguido junto a él cual estatua de marfil, observaba impasible la estructura.
 
—No tenía idea de que...— empezó a decir, pero se detuvo, sintiendose terriblemente abochornado.
 
Había sugerido ese restaurante por motivo de la inauguración del mismo. La propaganda del diario inundaba siempre las primeras páginas del Times y, tras recibir un satisfactorio aliciente económico de parte de miembros de la corte real del parlamento, Watson había creído que sería el lugar ideal para asistir. Después de todo no era la primera vez que salían a cenar juntos. Lo que Watson nunca esperó fue que el restaurante estaría completamente lleno y con una enorme fila de comensales aguardando su turno. Para cuando llegara el de ellos, su consumo tendría más de merienda que de cena.
 
—¿Verdaderamente quiere comer aquí?
 
La pregunta de Holmes le tomó totalmente desprevenido. Watson echó un último vistazo a la enorme fila que se extendía hasta casi doblar la calzada. Inspiró un hondo suspiro de derrota y dejó caer los hombros antes de responder.
 
—El Steak House está a dos manzanas de...
 
—Evade usted la pregunta, Watson.
 
El enfático y ansioso tono del detective lo obligó a mirarlo detenidamente. No hizo falta que indagara más pues conocía de sobra la mirada de Holmes cuando este maquinaba algo.
 
—Si— no obstante, la respuesta salió de sus labios por sí sola. Fuera a causa de la curiosidad por ver lo que el detective consultor planeaba, o debido a su decepción inicial de ver la larga fila, lo que le empujara a expresar abiertamente su deseo.
 
Tras escuchar su afirmación, Holmes se adelantó varios pasos delante de la fila. Watson le siguió inmediatamente, conteniendo apenas sus dudas en cuanto al actual proceder de su colega. No podía persuadirle hasta no saber a ciencia cierta qué era lo que tramaba.
 
Con pasos suaves y calculadores, Sherlock Holmes se detuvo junto al tercer hombre de la fila. Se trataba de un caballero inglés de la mediana edad, de incisiva mirada almendrada y crespos cabellos castaños cuidadosamente cepillados hacia atrás.
 
—Señor. ¿Compraría un reloj con la maquinaría bañada en plata?
 
La incredulidad del hombre fue tal al tener el objeto a escasos dos centimetros de su rostro que, Watson temió un posible golpe ante semejante atrevimiento.
 
—No me interesa— de suerte aquel caballero negó la primer tentativa para afirmar el ramillete de claveles que llevaba consigo.
 
—Sería un buen obsequio para la dama que le espera dentro— el segundo comentario de Holmes tuvo más efecto en el rostro (ahora estupefacto) del inglés.
 
—No se a qué se refiere— atajó el hombre en un hilillo de voz.
 
Para entonces la atención ya se había concentrado en ellos. Y Watson experimentó un bochorno mucho mayor ante la insistencia de su camarada.
 
—Yo creo que sabe perfectamente de qué hablo— profirió Holmes, señalando una de las mesas junto a la cuarta ventana que exhibía a una elegante joven pelirroja de no más de veinte años, entallada en un fino vestido granate de seda. —Me pregunto qué diría su mujer si le viera ahora mismo acompañado de otra dama y sin...— suspendió el comentario y señaló el tercer falange de la mano izquierda.
 
El rostro antaño exultante del caballero se tornó blanco como la cal.
 
—¿Cómo ha podido...?
 
—¿Adivinarlo?— inquirió Sherlock a su vez, adelantándose a la misma pregunta que tantas veces le habían hecho con antelación. —No dejaba de mirar a la dama. Se le ve nervioso por lo que se puede deducir es un encuentro primerizo. Lleva en su mano la inconfundible huella ocre de la alianza que se quitó antes de venir aquí. El obsequio ha sido premeditado, lo ha comprado al paso para no delatarse con su esposa— terminando de enumerar, apuntó hacia la billetera de cuero bajo la chequera. —Pago en efectivo para evitar cargos extras en las facturas.
 
Absolutamente perplejo, el caballero extendió su billetera.
 
—Le compraré el reloj— accedió de mala gana. A lo que Sherlock movió negativamente la cabeza.
 
—Me interesa algo más de usted. Si no le molesta— se fingió carraspear en tanto señalaba hacia el final de la interminable fila a sus espaldas.
 
*
 
La cena se había desarrollado en un ambiente medianamente apacible. Acompañados por la música de orquesta y exquisitos platillos a base de pavo rematados con un magnífico pudín Yorkshire y dos copas de vino blanco que sentaron de maravilla al paladar.
 
No queriendo arruinar tan serena y amena velada, Watson había reprimido su queja al ver a la dama pelirroja abandonar el restaurante tras largos y angustiosos minutos de espera.
 
En parte la culpa recaía en él por no haber desistido al entusiasmo por querer conocer el restaurante. Debió imaginar, no menos que suponer, que su compañero se las ingeniaría, lanzando su moral por la borda para hacerles sitio. Y no que Watson se arrepintiera de haber manifestado abiertamente su anhelo por cenar allí en compañía del eminente detective, simplemente volvía la fortuita incertidumbre de desconocer su lugar en los indecibrables pensamientos y escasas emociones de Sherlock Holmes.
 
De pronto tuvo una idea, encaminada a medias hacia el optimismo innato (que solía asediarle en sus mejores días), y casi extinto tras su participación en la guerra.
 
—La señora Hudson insiste en sacar conclusiones apresuradas sobre nosotros.— moduló sin descuidar el semblante imperturbable de Holmes—. ¿No le molesta?
 
—¿Le molesta a usted?
 
Y de nuevo el impredecible genio de Sherlock lo tomaba con la guardia baja, tergiversando su pregunta y devolviendosela a modo de contraataque.
 
Watson contuvo apenas un irrefrenable ataque de tos, cubriéndose con la servilleta junto a su plato.
 
—No. No me molesta— reconoció, irritado consigo mismo por atreverse a medir inoportunamente un terreno tan incierto—. Pero...las personas— enseguida se interrumpió al reparar nuevamente en Sherlock, quien había entornado ligeramente la mirada, haciéndole su exclusivo blanco. —No, no se atreva a analizarme— se bebió de golpe los restos de licor de la copa y dejó el pago correspondiente junto a la cuenta sobre la bandeja.
 
De inmediato y con movimientos torpes de por medio, logró hacerse de su saco para abandonar el restaurante.
 
El frío de la noche besaba su rostro a cada apurado paso. Y por más que Watson intentó imprimir prisa en su irregular andanza, muy pronto fue alcanzado e igualado en velocidad por el detective.
 
—Primero busca y después evade— murmuró Holmes con la mirada al frente y las manos en los bolsillos. —Una conducta de lo más errática, ¿No le parece?
 
Watson aspiró una fría bocanada de aire, forzandose a responder.
 
—No busco nada— aclaró sin terminar de convencerse—. Solo era un comentario trivial.
 
—Bastante.
 
—No esperaba una respuesta.
 
—Y sin embargo la espera ahora.
 
Viéndose encasillado, Watson frenó su andar frente a la puerta enmarcada por el 221B. Se viró a su espalda y encaró la fría mirada de Sherlock.
 
—No soy homosexual— paladeó con una nota insegura.
 
—Miente— rebatió Sherlock, sosteniendo el contacto visual en todo momento. Watson tamborileó los dedos en el marco de la puerta, nervioso e inseguro respecto a sí mismo. Justo cuando creía que las cosas no podían empeorar, tenía que ir a liarla por su cuenta al decir lo que por varios meses venía callando.
 
Todo era culpa de la señora Hudson y aquel chiquillo engreído que los había señalado como pareja.
 
Lo siguiente sucedió apenas unos segundos después de su descuido. Sherlock Holmes había pasado de largo para abrir la puerta y le había arrastrado dentro, empotrando su espalda contra el muro aledaño para escudriñarlo a su antojo.
 
Cerca, muy cerca. Quizá demasiado.
 
Su espacio personal se había visto reducido a casi nada cuando John Watson sintió la incontrolable ansía agitandose en su pecho. Cerró los ojos.
 
Y sucumbió.
 
Empinandose en la punta de sus mocasines, aferró el cuello de la gabardina de Sherlock y estampó sus labios sobre los ajenos con una ferocidad desconocida, después se abrió paso entre los suaves y humedecidos labios.
 
—Dios santo.
 
La llamarada interna dio cese tan pronto la voz de la impresionada señora Hudson inundó el pasillo. La luz había sido encendida mientras el macilento rostro asomaba por el barandal de las escaleras.
 
—Al menos tengan la decencia de cerrar la puerta— replicó, apagando la luz.
 
Al saberse en tinieblas, la mente de Watson recuperó un vestigio de lucidez que lo llevó a precipitarse hacia el interior de la vivienda sin detenerse a mirar a Sherlock.
 
De todos sus errores cometidos hasta el momento, el actual se llevaba el premio. No había manera de corregirlo. Sus emociones eran las responsables.
 
Pero cómo explicarselo a alguien que prácticamente carecía de ellas.
 
Su primer pensamiento fue el de huir. Comenzó a hacer su equipaje, tomando sus pertenencias de uno y otro lado, hasta que Sherlock entró a la pieza y detuvo todo intento de fuga al bloquear la puerta con su alta y delgada figura.
 
—Si decide irse sin más, lo tomaré como un acto de deslealtad, Watson, y no volverá a saber de mi.
 
—¿Acaso no está molesto?— inquirió el récien nombrado, omitiendo la advertencia. Sherlock apenas si se había inmutado por el supuesto agravio cometido.
 
—Me molesta que quiera prescindir de mi compañía por un acto deliberado que yo mismo he suscitado.
 
—¿Usted sabía que me...?— Watson rehuyó la mirada al no encontrar justificación a su impulso.
 
Un momento.
 
¿Había dicho deliberado?
 
—¿Cuándo se ha enterado?—quiso saber. Resultaba menos inconveniente argüir al tiempo que a la fría metodología del detective.
 
—Es irrelevante— gesticuló Holmes, quitándole el maletín de las manos para devolverlo a su sitio. —Lo importante, Watson, es que tome una siesta. Es preciso que le imite pues mañana nos espera un nuevo caso, cortesía de mi hermano.
 
—Holmes— susurró. Costaba diferenciar el estado de ánimo que predominaba actualmente en el detective.
 
—Y Watson...
 
No obstante, cuando los labios de Sherlock colisionaron sobre los suyos, Watson experimentó una mezcla de vértigo, extrañeza y bienestar embargarle. Sus revoluciones aumentaron progresivamente y se sorprendió a sí mismo buscando profundizar el contacto al retener a Sherlock de las mejillas.
 
Lo besó,  primero con desmedida lujuria, después con incontrolable pasión y al último con un arrebato que rozaba la ternura.
 
Cuando finalmente se separaron, Sherlock fue el primero en tomar la palabra.
 
—Me temo, Watson, que la señora Hudson no dejara de asediarle en lo sucesivo.
 
Watson no ocultó su sonrisa ante el comentario.
 

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