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Hola, Manzana. por Antares_No_Cynth

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Notas del fanfic:

Este fic fue publicado en SSY.net, hace algunos años... pero no quería perderlos, así que aquí está.

Le revolvió el estómago, pero dejó que continuara. Una voz autoritaria le preguntó por qué, pero la reprimió enseguida y apretó los párpados por un segundo, diciéndose así que no importaba, que estaba sucediendo y que eso era todo. Cuando volvió a abrir sus ojos, éstos se posaron casi sin querer, atemorizados, en la cabeza del joven hincado frente a él; estaba llena de rizos rubios, sucios de tierra y grasosos. ¿Cuánto tiempo llevaba sin una ducha? ¿Un par de días, ya tres? Incluso esa porción pequeña de su frente que alcanzaba a ver estaba llena de sudor seco, polvo y sangre.

Otra vez, el estómago. Se dijo que no quería saber nada al respecto y que lo mejor era no hacer inferencias, así que se contuvo todo lo que pudo, cerró los ojos y pensó que aún podía disfrutar del blow job que el campesino le estaba dando.

-Hmm –gimió en un momento, aferrándose a la corteza del árbol en que recarga su espalda: tan asustado estaba de tocar siquiera a su compañero.

¿Fueron quince minutos?

Lo cierto es que Camus hizo todo lo que pudo para terminar rápido, pero fue en vano: el estrés mantenía los conductos seminales cerrados y de desesperación se mordió los labios hasta hacerse una llaga pequeñísima, que sólo le dejó el característico sabor a hierro.

-Creo que no…

No sabía exactamente qué decir, sólo necesitaba terminar con eso. No lo estaba disfrutando en lo más mínimo, no obstante, para nadie es lo mismo la razón que el cuerpo: pudiera estar asqueado de las manos toscas del rubio, pero su pene estaba tan duro que era imposible simplemente separarse y decir “¿Sabes? Quizá otro día. Hoy no está funcionando. Se me para por pura inercia”.

Sin contar con que el otro no parecía tan inexperto; recorría con avidez el falo de Camus a la vez que masturbaba aquella pequeña porción que no entraba en su boca y acariciaba los testículos hinchados que se presentaban bajo su succión. Camus estaba seguro que en algún instante se había tragado todo miembro, y que había sido su lengua la que le recorría la raíz.

Además, ya estaba aumentando la velocidad. Si bien Camus estaba acostumbrado a las felaciones –que era de lo más común en las relaciones gay, después de todo, con todo y que las campañas contra el sida ya se estaban avocando al sexo oral como principal causa y pugnaban porque las parejas utilizaran condón… Eso estaba bien, pensaba Camus, pero nadie en el mundo estaría contento de meterse un condón cuando lo único bueno del sexo oral era el contacto directo-; sí, ya estaba acostumbrado al sexo oral, sin embargo, el muchacho salido de quién sabe qué granja parecía tener una velocidad sin ningún tipo de ritmo, sin concesiones, sin ninguna clase de cadencia. No era placentero, para nada: lo tenía al borde, lleno de ansiedad, como atrapado en una multitud de gente que no lo dejaba mover.

Eyaculó. La felicidad que sintió fue por la liberación, o por poder alejarse de ese vulgar campesino. Luego se horrorizó: había terminado en su boca, sin avisarle y sin saber si eso estaba bien para él. Contuvo la respiración mientras lo miraba ponerse en pie, limpiándose la boca con la manga de su camisa a cuadros.

-Creí que ibas a avisarme –dijo el rubio, con el acento característico de los pueblerinos. Camus hizo una mueca de disgusto al verlo directamente frente a él.

-Lo siento –tuvo que excusarse-, tampoco me di cuenta.

Quiso no mirarlo con asco, así que bajó la mirada al suelo y después al campo lleno de manzanos en flor. Recordó que su padre lo había llevado para ver la cosecha y se asustó con el pensamiento de que el viejo podría estar cerca.

De su bolsa sacó uno de los billetes arrugados que había ganado jugando póker con sus amigos y se lo dio con aspereza al trabajador. Después, sin volver a dirigirle un solo vistazo, se alejó de él en dirección a la finca de su padre.

-Chist –rechistó el muchacho, viendo el billete de baja denominación-, pensé que un rico iba a darme más que esto.

Y tomó su sombrero de paja y dio media vuelta, para continuar con su trabajo, ahora en los viñedos.

 

 

-Deberías ir al pueblo –comentó descuidadamente el hombre, encendiendo su pipa-, aquí no hay nada que hacer: las cosechas se van a retrasar por semanas y no pienso separarme de los capataces hasta que hagan su trabajo.

Camus iba a decir algo en contra de la idea de salir de la finca, pero se lo guardó cuando vio al capataz de su padre apretando la fusta con que golpeaba a su caballo pardo. Era un caballo bonito y el capataz lo tenía bien cuidado, así como cuidaba bien de la porción de tierra que a él le correspondía, pero al parecer para su padre no era suficiente. Quizá también quería que los capataces mandaran sobre el clima o las plagas que ocasionalmente arruinaban parte de la cosecha.

Al capataz lo conocía desde que era un niño, por lo que le agradaba recibir sus consejos y escuchar cuando hablaba con su padre. Era un buen hombre. Le había enseñado a montar a caballo y a distinguir las uvas listas para el mosto, aunque en el fondo imaginaba sus fuertes ganas de matar al hombre que le imponía un sueldo apenas decente y unas órdenes absurdas.

-De todas formas, no sabes nada de vinicultura.

Lo decía al azar, sin querer decir nada realmente. Camus estaba seguro de ello, pero igual era vergonzoso. Le dirigió una miradita abochornada al capataz, quien le sonrió amablemente.

-Podría llamar a mi hijo para que le mostrara algunos lugares –se atrevió el hombre, rascándose la cabeza-. Conoce bien el pueblo, dado que no es un trabajador regular aquí, como bien sabe.

-Ah, sí. Iba a la universidad, ¿verdad?

-Ya no.

No dio otra explicación y el padre de Camus, aunque curioso, tampoco la pidió; le dijo en cambio que era una buena idea y ordenó a otro de los sirvientes que llamaran al chico, tras lo cual se puso a hablar de cosas triviales con el capataz, dejando ocasionalmente que Camus inquiriera algo. Su hijo era inteligente, pero demasiado sensible o demasiado mimado: ya estaba rozando la estupidez propia del que nunca ha trabajado y del que nunca ha sufrido realmente. Sin haber salido al mundo real, la mente de Camus era tan cuadrada como la habitación donde se hallaban.

-Olvidé el nombre de tu hijo.

-Milo –casi se pudo distinguir el sonroje del capataz-. Significa manzana, supongo que aquí no pude pensar en muchas cosas.

Camus sonrió y su padre dio una carcajada limpia. Milo. Rápido y con un significado simple, un nombre propio de un campesino.

-Aquí está.

Y los ojos de Camus, tan calmados hasta entonces, se abrieron como la primera vez que vio un cadáver, y dio un paso hacia atrás igual que entonces. Empero, no era el cadáver de su madre lo que ahora se le presentaba como una pesadilla, sino el jovencito de brazos correosos y leonada melena que era reprendido por su padre:

-Quítate el sombrero, Milo.

-Hmpf.

-No importa. Hola, Milo, hacía mucho que nos veíamos. Has crecido, ¿eh? Este es Camus, mi hijo, ¿crees que puedas llevarlo mañana a dar una vuelta? La finca le debe parecer aburrida.

-¡Oh, no! –apuró Camus- ¡Me estoy divirtiendo mucho aquí!

-Qué tontería, apenas ayer te estabas quejando de no tener ni un libro. Seguro que será mejor que salgas con Milo, te enseñará un par de cosas.

Inevitablemente Camus se sonrojó, recordando la tarde que había pasado con ese campesino hijo del capataz y se negó a verle a la cara. Pero tampoco podía negarse, porque entonces su padre –que no era un hombre perceptivo, pero sí desconfiado- haría más preguntas y él, tan indocto en las mentiras, se habría delatado solo.

-Está bien –le oyó al joven, y la voz le pareció muy diferente a la que oyó cuando cruzaron un par de palabras horas atrás-, lo llevaré. Y después de eso, ¿empezará a pagarme un sueldo?

-¡Milo!

-No puedo trabajar gratuitamente sólo porque seas el capataz, padre.

-Es verdad –suspiró el mayor, moviendo la pipa en su boca con aire divertido-. Sí, después de eso te pagaré un sueldo. Supongo que vas a trabajar aquí a tiempo completo ahora.

-Sí.

Quizá charlaron un poco más, no lo supo: Camus había cerrado sus oídos y no mucho después se levantó, argumentando cansancio, y se dirigió a su habitación, durmiendo sólo cuando el alba estaba a punto de despuntar.

 

 

Sentía su mirada clavada en él y se sonrojaba, sin atreverse a responderla. Tan atareado estaba en mantener un perfil bajo ante Milo, que trastabilló con una de las raíces de un árbol. Cuando se acomodó la camisa, se dio cuenta que sus manos la dejaban mojada de sudor.

-Eres muy nervioso –dijo Milo-, eso es malo. Quería llevarte a montar, pero harás que el caballo te tiré en cuanto te quieras subir.

-Creí que iríamos al pueblo.

-Más tarde, ahora no hay nada. Es un pueblo, ¿recuerdas? A menos que seas como toda la gente de la ciudad, que cree que los pueblerinos somos unos animales interesantes.

Entonces se atrevió a mirarlo, fingiendo no sorprenderse ante sus acertadas palabras, y se dio cuenta que no era el mismo muchacho que el día anterior lo tomó por un amigo del jefe e inició una conversación que tomó dos minutos en convertirse en sexo oral. No, el muchacho de ese día estaba sucio y olía a sudor, mientras que éste… Éste, con los rizos aún mojados por la ducha de la mañana, olía a jabón y a ropas recién lavadas, casi nuevas. Camus supuso que era la clase de ropa que las personas de campo usaban sólo en fechas especiales: los vaqueros sin polvo, la camisa fajada, las botas limpias. Su rostro, moreno y serio, de quijadas amplias, despedía la misma fuerza que la sangre pasando por las venas de sus brazos, bien visibles. Era guapo, muy guapo.

-¿Quieres hacer otra cosa? –le preguntó Milo con el ceño fruncido ligeramente. Camus se sobresaltó- No, eso no. No me pagaste casi nada ayer, fue una pérdida de tiempo.

-Lo siento.

-Hace mucho calor, vayamos a tomar algo a mi casa y ya decidiremos qué hacer.

Camus aprendió esa tarde que, efectivamente, la mente de las personas crecidas en zonas rurales no tenía mucho que ver con la de los citadinos, y que las historias eróticas se forjarían en su mayoría en departamentos de grandes y malolientes urbes y no en granjas o en plantíos donde nunca se había escuchado hablar de edificios de más de cuatro plantas. Milo realmente lo llevó a beber algo a su casa (una choza de dos cuartos que olía a carbón y en donde vivía con su padre) y charlaron un par de horas, una vez que Milo se puso cómodo y empezó a hablar largamente sobre las faenas de trabajo y el tiempo que pasó en la universidad. En verdad hablaba mucho, pero a Camus no le incomodó; por el contrario, se vio a sí mismo muy atento a las vívidas historias de Milo y a ese afán suyo por ponerse como el protagonista “bueno pero objetivo”. Y no intentó nada, ni dijo nada acerca de la tarde pasada ni del dinero que Camus le dio. En cambio, se mostraba gracioso y hablantín, como un buen amigo, avergonzando a Camus de verlo de otra forma.

Pero no era el único, ni lejanamente. Finalmente, cuando Milo decidió que era tiempo de ir al pueblo a ver las pocas cosas interesantes que había, se toparon con tantos conocidos del rubio que Camus dejó de contarlos; y todos, absolutamente todos, le sonreían con la clásica negligencia emocional de los enamorados. La chica que lo saludó con efusividad estaba tan arrobada que no escuchó lo que él comentaba: Camus estaba seguro de ello, porque él también estaba arrobado cada vez que lo miraba.

Milo, en cambio, era todo displicencia. No notaba los ojos que se posaban en él cuando caminaba ni el vano intento de su acompañante de encontrar una táctica de conquista. Camus no sabía nada de coqueteo, después de todo; la mayoría de sus amantes habían llegado de la nada, justo como Milo, y así de rápido se habían ido; así que lo único que podía intentar entonces era jugar un poco con su rojo cabello, como lo haría una mujer, y sonreírle de la misma forma estúpida que los demás.

“Al menos ahora somos amigos”, se consolaría, sabiendo en el fondo que en cuanto se fuera Milo se olvidaría de él.

-Hey, Camus –le llamó-, ¿qué haces en tu ciudad para divertirte? Aquí parece que te aburre todo.

Siempre decía “tu ciudad”, usando un tono burlón que el pelirrojo no comprendía completamente. Aparentemente, la gente de campo también apreciaba su derecho a ser clasista.

-Me gusta leer –dijo tímidamente; su padre siempre se burlaba de eso, así que agregó enseguida:-. A mí mamá también le gustaba. Heredé eso de ella, creo.

-¿Tu madre murió?

-Sí… hace varios años, ya no recuerdo cuántos.

Siete años, lo recordaba perfectamente. Él tenía diez años y había dormido con ella, quejándose de sus pesadillas y del frío que sentía al dormir solo. Cuando despertó, lo esperó una pesadilla que lo acompañaría el resto de sus días en forma de terrores nocturnos, escalofríos y unos nervios tan delicados como su carácter.

Vio a Milo, pensativo, y se arrepintió de haberle contado eso.

-También mi madre murió –soltó el rubio sin una expresión que Camus pudiera entender. No agregó nada, pareciéndose a su padre en lo escueto que podía ser tratándose de temas incómodos.

Aun así, no eran iguales. Milo sí se volvió para observarle, le tomó del hombro con dureza y le arrastró a un callejoncito lleno de basura.

-Yo no lo hago a menos que haya dinero de por medio –le dijo a Camus, acercándose tanto que el olor a tabaco de su boca se coló por su nariz-, pero contigo puedo hacer una excepción.

No tuvieron que decir más. Milo le dio un beso sin la más mínima delicadeza, tomándolo sólo del cuello de la camisa y empujándolo dos segundos más tarde. Moviendo la cabeza, le indicó que lo acompañara, y volvieron a la finca, sin dirigirse la palabra.

 

 

Camus Chaer miró por la ventana de su habitación hacia los manzanos verdes. La cosecha finalmente había empezado y todos se encontraban de mejor humor, ya habiendo visto que la pérdida no era gran cosa. Incluso su padre, tan reacio a salir de la finca, había ido con algunos capataces al pueblo a beber cerveza y había dejado que Camus disfrutara de la casa y del cuerpo desnudo de Milo con total libertad.

Ese par de semanas habían estado juntos todos los días, y todos los días, después de dar una caminata por las plantaciones y de asegurarse que no había nadie cerca, se encerraban en la choza de Milo y dejaban que su concupiscencia hablara por ellos. Camus no dejaba de sorprenderse cada vez de los brazos de Milo, repletos de venas que parecían inexistentes en los de él; le admiraba después de hacer el amor, cuando Milo se separaba de él y se echaba a dormir por casi media hora, y recorría con sus ojos y a veces con las yemas de sus dedos el pecho lampiño y amplio de su amante, las cavidades que ese cuerpo moreno presentaba a la par de su respiración acompasada, los músculos de sus muslos gruesos y finamente esculpidos. Sus manos, cuando lo acariciaban, tenían la textura de la corteza de los árboles, pero las amaba por todo cuanto eran: las manos de un hombre trabajador, ajado por la dureza del campo y la belleza de la naturaleza. Incluso su sudor, el sudor cuando le amaba entre las sábanas y el sudor cuando trabajaba en la cosecha, era parte importante de las razones por las que lo amaba. No volvió a ver sus rizos con disgusto, sino con el placer del amante que, cegado por el amor, ve en su amado al ser más bello aun en sus peores momentos.

Habían sido los días más felices de su existencia, obviando aquellos en que estuvo con su madre quien, aunque enfermiza, cuidaba de él con el esmero de un escultor. Él era la estatua de su madre, aunque terminó siendo su vivo reflejo, nada más.

-Milo –dijo, así, a solas, paladeando con gusto ese nombre y casi sintiendo su sabor, quizá con un regusto a manzana. Ambos sabían que Camus habría de partir en menos de una semana, pero ninguno lo había dicho abiertamente ni se habían preguntado nada acerca de lo que pasaría. Camus intentaba mantenerse con la ilusión de quedar en el corazón de Milo y que su relación con éste tuviera un final feliz, pero no sabía cómo lograrlo: se separarían, no había vuelta atrás. Él por su parte no quería dejar el colegio y estaba seguro que Milo no querría salir de la finca, porque en la ciudad no tenía nada que hacer. No sabía hacer otra cosa que trabajar en el campo, y jamás aceptaría ser un sirviente más en la casa de Camus, así como su padre probablemente no desearía tener al campesino allí.

Aunado a ello, no podía aseverar lo que Milo pensara de él, de estar juntos, de lo que habían estado haciendo esas semanas. ¿Qué era para Milo, ante todo? Era una tontería estar haciendo planes y meter en ellos a otra persona, cuando ésta pudiera no querer estar involucrada. En todo caso, ya tenía la suficiente confianza para ir a preguntarle qué sería de ellos; eran amigos al menos, ¿o no?

Se dirigió a la choza por el camino tan bien conocido, y al llamar abrió el padre de Milo, el capataz, con la nariz un poco roja y el aliento a vino.

-Hola –carraspeó Camus, echando el cuerpo hacia atrás-, ¿está Milo?

-No –a pesar del alcohol, parecía perfectamente consciente y su dicción no había cambiado demasiado-, fue al pueblo. Fue a ver a su novia, hacía mucho que no la veía.

Camus reculó, asustado, y dio media vuelta sin decir adiós. ¿Cuál novia? Recordó a la jovencita enamoradísima de Milo que vieron en el pueblo, pero luego llegaron más a su cabeza y supo que era obvio que habría todavía más que ésas. Quiso ir a pedir una explicación enseguida, sintiéndose derrumbarse, sin embargo, le pesaron tanto los pies que apenas pudo regresar a su habitación en la finca, encerrándose y negándose a salir de ella.

-¡Estúpido pueblerino! –maldecía entre dientes, abrazándose a sí mismo sobre su cama. Lo imaginaba en la misma cama donde lo tomaba a él con aquella chica y los celos lo devoraban, aunque le iba peor cuando pensaba que quizá ni siquiera se había acostado con ella, que estaban reservándose ese placer para la noche de bodas. Así debía ser, supuestamente: una puta para antes del matrimonio, una esposa virgen y unos amigos para beber ginebra; ése era el ideal del hombre de campo.

Y ahora, él estaba sobrando. Por mucho que su padre fuera a decirle que Milo le estaba buscando y que preguntaba constantemente por él, no habría nada que le hiciera cambiar de opinión; de no haber sido su orgullo tan grande, tal vez habrían hablado, pero no, él no era así y no tenía intención de cambiarlo. Nunca intercambiaron palabras de amor, lo que para él era suficiente para saber lo que sentía y lo que no sentía Milo.

Así que, cuando volvieron a la ciudad, Camus con el corazón roto y su padre con las esperanzas puestas en su cosecha, y éste le preguntó a Camus por qué ya no había querido ser amigo de Milo, Camus respondió, con toda la sinceridad del mundo:

-Era un rústico, papá, un paleto sin educación. ¿Cómo podías esperar que fuera amigo de un campesino? ¡Me sorprendes!

 

FIN.


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