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Sangre, cerezas y el beso de un ángel en primavera. por Calabaza

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Notas del fanfic:

 


Esta es la segunda vez que subo esta historia en Amor Yaoi...

  La vez anterior la quité casi enseguida por que no tuvo una respuesta muy favorable, y ya que se trata de una historia muy personal...no quería exponerla a reacciones negativas.

 

  Pero estoy lista ahora.

 

  La historia es una colección de sentimientos personales hacia Gaara.

   El hecho de como una persona puede convertirse en algo muy poderoso dentro de nosotros en tan sólo un segundo.

  Claro que en ningún momento se menciona el nombre de Gaara ni de ningún otro personaje.

  Pero la historia es sobre él. Y sobre un hombre cualquiera que se enamoró.

 

  Feliz lectura.
 

Notas del capitulo:

 

 

 

 

 

 

No esperaba seguir viviendo mucho tiempo más.

La vida puede también convertirse en un cáncer pútrido del que se siente el apremiante deseo de desprenderse.

Llevar sobre mí tal pensamiento ha de haberme dejado a la larga una apariencia sombría y repelente, de cansancio y ofuscación, de abandono al vicio y al aburrimiento.

No podía ser aún así una imagen tan impactante como la que la contemplación de aquella mirada y de la criatura que la poseía, ofrecían.

Como la simple y común persona que siempre fui, en mi pequeño papel de profesor de universidad, anteriormente fervientemente deseoso de conocimiento, apasionado del estudio y de la enseñanza, como había sido antes que la indiferencia y el hastío, la monotonía y la desesperanza tomaran presa de mí, pues bien, una persona como yo no podía esperar un encuentro como aquel.

 

Tal cual de la nada, como si desde siempre hubiera estado ahí, pero apenas lo notara, lo encontré recargado sobre una pared de cantera desgastada, en los oscurecidos pasillos de la facultad que iban quedándose en penumbra a medida que anochecía.

Estuve helado los primeros segundos al verlo. Demasiado fantasmal, casi aterrador.

Su rostro pálido parecía una escultura tallada en mármol con excepcional refinamiento y armonía, dentro de la cual destacaban como luces de invierno sus ojos azules y gélidos.

Inexpresivos y ambiguos que me miraron al instante. O quizás desde mucho antes de que yo los notara, atravesándome con crueldad.

 

En la Universidad se llevaba a cabo cierto proyecto. Ciertos experimentos secretos en los que el gobierno tenía metidas las narices y para cuyo resguardo de los constantes ataques de espías, los directivos se tomaron la molestia de contratar protección. Comprar a cualquier costo la seguridad de aquellos secretos que preocupaban sus corruptibles y angustiadas cabecitas.

Por eso habían traído de las exóticas tierras lejanas, donde la arena es todo lo que hay por ver en el paisaje, a un grupo selecto de guerreros.

Impresionante hecho entre todo aquello era que los tres fieros perros guardianes que contrataron resultaron ser sólo tres niños.

Aquel que estaba frente a mí, con un insaciable anhelo de derramar cada gota de sangre en mi cuerpo y bañar con ella el frío suelo bajo nuestros pies, el inmisericorde príncipe de la morgue que expresaba con todo su ser y en completo silencio una sola palabra e idea: Matar.

Aquella insospechada criatura no era más que un niño.

No había necesitado mucho más que observarlo para sentirme intimidado.

Intimidado, más no con miedo.

Y de haber él querido matarme en ese momento yo no me habría resistido, ni horrorizado, ni habría tenido ninguna otra reacción por el estilo.

 

Mi mente estaba tan absorta que apenas fui conciente del movimiento de mi cuerpo cuando reanudé mi camino, pasando junto a aquella criatura y luego dejándole atrás paso a paso.

Cada uno alejándome más de quien en ínfimos segundos se había adueñado en amplia totalidad de mi pensamiento.

No pude resistir esa idea. Quería sentir de nuevo la confusión de su mirada.

Como si aquella amenazante forma de observarme reanimara la vida misma dentro de mí.

Me volví pues, e inesperada y descaradamente le invité a venir conmigo a cenar.

Sus ojos no me miraron más, me ignoraban con indiferencia y lejos de su atención me sentí en la fatalidad del abandono. Me estaba destrozando su intensidad.

Respondió con una negativa, cerrando sus oscuros párpados, como si me odiara por atreverme a hablarle, por estar ahí y respirar, por existir.

Y de pronto lo sentí así. Que no había nada en mí que me otorgara derecho alguno de dirigirle la palabra o siquiera de posar mi torpe conciencia en su etérea persona.

Y a pesar de eso he terminado rogándole.

¿Qué habrá sido? No logro deducir por que terminó aceptando.

Por muy patético que yo me viera suplicando compañía, es algo de nulo valor frente a quien no se detiene ante la súplica de una víctima de su despiadada frialdad, cuando pide a gritos y en lágrimas no ser asesinado.

Más bien debía verme yo lastimero y penoso.

¿Por qué un niño, cualquier niño, querría pasear con un viejo aburrido y absurdo?

¿Por qué él aceptó mi invitación?

Si he de saberlo, quizá se lo pregunte el día de mi muerte.

En todo caso y cualquiera que haya sido su justa razón, logré que me acompañara a la cafetería de la facultad, seis pisos abajo de donde nos encontramos.

Estupidamente le insistí en que mientras siguiera dentro del terreno de la Universidad no estaría incumpliendo su trabajo.

Estupidamente, por que él ya había aceptado acompañarme y yo no ganaba nada asegurándole aquello.

Pero sentía ganas de hablarle, como si el silencio pudiera hacer que mientras bajaba las escaleras su magnifica presencia se desvaneciera, dejándome solo.

Pero muy pronto me quedé callado. Algo me hizo posar de pronto mi atención en el hecho notable que era el no haber visto hasta entonces a ninguno de ellos.

Extraordinarias criaturas entrenadas para ser máquinas de perfección. Ninjas.

En nuestro país no se encuentra nada que pueda rivalizar con un guerrero como ellos, fue por eso que tuvieron que traer desde el otro lado del océano, de aquel continente regido por grandes aldeas de shinobis, a esos tres niños.

Ni nosotros los profesores los habíamos detectado aún cuando se nos había avisado de su presencia.

Era impecable su trabajo y me estremecí al pensar cuantas veces aquellos terribles y silenciosos guardianes me habrían observado sin que yo me percatara.

Luego medité en la seductora idea de que yo no habría notado la presencia de aquel niño si él no lo hubiera querido así.

Me reí con un gesto triunfal, pero sintiendo al mismo tiempo la dura vergüenza de mi estúpida teoría.

Porque sin duda la compañía de un ser fascinante como aquel era algo demasiado bueno para alguien como yo, y me sorprendí a mi mismo retorciendo los dedos, nervioso, como cuando debía, de adolescente pedirle a alguna jovencita que tuviera una cita conmigo.

Ahogué repentinamente todos aquellos pensamientos en la taza de café que acababan de colocar frente mío.

Él se había sentado al otro lado de la mesa. No había aceptado probar nada, aún cuando mi invitación fue generosa.

Apenas entonces, cuando estuvimos sentados en una de las mesas de la cafetería, con sus acogedoras luces opacas, reparé en el extraño artefacto que él cargaba en su espalda. No podía equivocarme en mi apreciación de que se trataba de una calabaza bastante grande con unos símbolos pintados en ella.

Creí escuchar por un momento que algo se removía en su interior.

Un leve murmullo. Un extraño siseo que se extendía a su alrededor, como una ligera niebla casi imperceptible pero que empañaba los sentidos, hipnotizando y seduciendo, y algo peligroso se escondía en su interior, esperando el momento indicado para atacar.

Fue una sensación de un segundo, y luego de pronto dejé escuchar el siseo y fui consiente del profundo silencio.

 

Hasta aquel momento había sido un gozo extasiante el escuchar su silencio, pero decidí violar la frágil atmósfera con mis preguntas.

 

Sus respuestas resultaban simples, compuestas si tenía yo suerte, de tres palabras en un máximo esfuerzo.

Apenas me servían para saborear el sonido susurrante de su voz y veía escasamente satisfecha mi curiosidad.

Yo estaba además, muy agradecido con él por la paciencia inmutable que me mostraba.

Tanta pasividad suya resultaba sedante, a no ser por su quemante mirada que lastimaba sin piedad mi seguridad.

Era un placentero golpe de dolor sentir su atención fija en mí, aunque fuera por breves segundos.

Sin embargo pronto aprendí lo que era en verdad el dolor, cuando lo sentí por él y no por mí.

Sucedió en un segundo, cuando le pregunté algo que debió hacerlo volver a un tiempo que habría preferido olvidar.

No sé que extraña mueca puso entonces, pero me pareció tan indefenso de pronto, tan frágil.

Y yo me sentí despreciable y malvado, como si estuviera torturando despiadadamente a la criatura más delicada de la creación y me divirtiera con ello.

La tristeza me invadió profundamente al verle así y abría cedido a mi latente impulso de estrecharlo contra mi pecho para consolarle si no hubiera estado de por medio aquella hermosa mesa de ébano.

Más apenas me acomodaba con ese sentimiento cuando en él había de vuelta un dejo de amarga indiferencia trazada con odio profundo.

Había cometido yo el pecado de la imprudencia al preguntar algo cuya respuesta parecía causar dolor en él.

Y me castigó con una rebatiba que me obligó a alejar mis interrogantes impertinentes de su persona.

Le había aburrido con mis cuestionamientos y ahora él tenía por satisfacer su decisión de dejarme.

Tras verlo cruzar las puertas, encontré intolerable la soledad que era su ausencia y dejando sobre la mesa el pago por los servicios, me levanté para seguirlo.

La frustración mordió mi cuello al no poder encontrarle y con la noche a cuestas salí de allí.

 

Me arrepentí muy pronto de haber hecho de una taza de café mi merienda nocturna, teniendo como consecuencia el insoportable insomnio que sólo prolongaba la desagradable conciencia de estar vivo.

Veía en unas escasas horas de sueño la paz que escapaba a mí durante el día.

Enfrentar por delante una largo desvelo me parecía un escenario tenebroso y molesto, e intentando distraer de ese suplicio mi mente y de llamar al cansancio a mi rescate para que por fin cerrase mis ojos, me dediqué a devorar de cuantos libros disponía la biblioteca personal que había armado sobre la mesa de escritorio.

Pasaba tan desesperadamente mis ojos sobre las líneas que no llegaba a comprender lo que estaba escrito, aún cuando había leído aquellos libros muchas veces antes.

Casi furioso por sentirme más despierto que antes, lancé lejos de mí los escritos y anduve de un lado a otro de la habitación, sintiéndome ya algo neurótico.

Puesto que se me negaba el alivio del sueño, encontré un consuelo en la recurrente idea del suicidio.

Tantas veces la había contemplado, primero como una idea fugaz y luego como una invitante salida de la locura que me embargaba, principalmente en noches como aquella, en que tenía demasiado tiempo libre para estar conmigo mismo, lo cual se tornaba en una abrumadora colectividad de pensamientos tortuosos llenos de culpabilidad y reproches.

Algo verdaderamente insoportable.

Anhelaba demasiado el sosiego de mi atormentada mente.

Era muy dulce la idea. Morir. Sería sólo un momento de intenso dolor oprimiendo mi cuerpo y luego la maravillosa nada que me esperaba con la promesa de borrarlo todo.

Incluso medité en que tipo de muerte sería la menos dolorosa, cual ofrecería la experiencia más interesante.

No estaba seguro, pero me sentí eufórico de pronto y con paso alegre me dirigí al cuarto de baño y abrí el grifo de la bañera para que ésta se llenara hasta el borde con el agua que me pareció maravillosamente fresca y clara, como si en lo que podían ser los últimos minutos de mi vida, percibiera en totalidad la belleza de las cosas.

Me enamoré del agua por unos momentos y luego me tomé el tiempo de quitarme los zapatos y el corbatín, para luego entrar a la tina y sumergirme en ésta por completo.

No había más que el pensamiento de que iba a morir, repitiéndose en mi cabeza.

Me encontraba fuertemente emocionado, más luego me puse impaciente y me sentí verdaderamente tonto, pues el método elegido estaba resultando un tanto lento, y no había garantía de que iba a morir.

Pues bien, me aferré al fondo de la bañera, decidido a resistir hasta el final de aquella hazaña, más entonces, con demasiada violencia me entró una emoción de momento incomprensible para mi en su razón.

Tenía de pronto la necesidad imperiosa de volver a ver a aquel niño.

Extrañaba su voz y su presencia, y si me moría en aquel momento estaría extrañándolo por siempre en la estreches y soledad de mi tumba.

Mi cuerpo reaccionó más rápido que mi mente ante ese pensamiento, y mi mano se deslizó hasta el tapón de la bañera, descorchándolo y dejando ir a mi líquida muerte por el caño.

Me quedé sentado dentro de la tina, mareado y con la respiración agitada tratando de compensar la momentánea falta de oxigeno.

Fue por fin dentro de la bañera que vino a mí el sueño anhelado y pude quedarme dormido.

 

 

Me desperté de un excelente humor, y me pareció que ese buen humor se extendería a las horas siguientes.

Era una mañana esplendida, brillante. Con un cielo infinitamente azul, limpio del gris sucio de la polución. Como si aquel día hubiera despertado en un mundo diferente al de todas las mañanas anteriores.

Y todavía con ese buen humor regresé a la facultad.

No es que no supiera yo que las daba de ridículo con aquel ramillete de flores que había comprado y el cual llevaba en mi mano mientras me paseaba por los pasillos de la universidad. Estaba conciente también que me vería aún mas extraño y ridículo entregando aquel perfumado manojo de frescura a la persona a quien se las había comprado. ""Tal como si estuviese cortejando a una colegiala"" pensé divertido.

Pero como no había encontrado al niño aquel a primera vista, me resigné a dar mi clase inicial del día con particular entusiasmo que mis alumnos hicieron notar, tanto como hicieron evidentes las flores que me hacían compañía sobre mi escritorio.

Pasaron las horas entre escandalosos y animados comentarios del cuerpo estudiantil.

Yo solía ser abierto con los alumnos y profesores, y en el año que llevaba trabajando ahí me habían tomado la suficiente confianza, por ser el profesor más joven, de acercarse y hacerme toda clase de comentarios, pero también conocían mis oscuras actitudes y mi insoportable negativismo que contagiaba a cuanto valiente sostuviera una conversación conmigo.

Por eso al verme inusualmente alegre aquel día algunos se interesaron en saber quien sería la persona responsable de mi estado de animo y para quien sería aquel cursi ramo de flores.

Llegó el medio día y comencé a sentir la angustia de las flores a punto de marchitarse.

Con un poco de desencanto por ver mi idea de hacer un obsequio desbaratarse tan espléndidamente, terminé por ofrecerle las flores a la hermosa secretaría de la oficina principal.

No. No me interesaba en nada, simplemente fue la primera en cruzarse en mi camino. Era bonita pero mi mente  estaba en otro lugar.

¿En que estaba pensando? Un ramillete de flores para un niño.

Si tan sólo supiera que obsequiarle, algo valioso, algo que él quisiera.

Pero yo no tenía nada. Nada, excepto ganas de verle.

Me pareció muy triste que en un día tan solo, todo yo, mis pensamientos, mi vida, terminara girando en torno a una persona para quien yo significaba nada. O tal vez menos que eso.

 

El cansancio llegó con el atardecer. Me apeteció echarme en el jardín de la facultad.

Podría haberme quedado dormido ahí con lo apacible del ambiente. Podría también ser que el rocío vespertino me causara un resfrío y entonces pasaría el resto del mes acatarrado.

En cualquier forma no me movería de aquel lugar. Estaba agradablemente cómodo y de mal humor, además, por mi situación.

 

Si, tan cerca estuve de conciliar el sueño, pero el crujido del pasto, aplastado por unos pasos ligeros que se acercaban a mí, me hizo ponerme en alerta y levantando la vista encontré de nuevo aquella perturbadora mirada clavándose en mí.

Me puse de pie enseguida, impresionado del inusitado júbilo que me llenaba al verlo.

Su cabello rojo adquirió un interesante matiz bajo la luz del atardecer, como sangre brillante y viva.

No le hablé enseguida. Mientras él estaba ahí parado, yo recorría el jardín en busca de algo, y me aseguré de hacer muy explícita mi satisfacción al haberlo encontrado.

Una tierna flor recién abierta a la vida.

No tuve remordimientos en arrancarla de esa vida que la amaba.

Me postré de rodillas frente a aquella criatura de inclemente sentido y tomándome demasiadas libertades cogí su mano entre las mias para poner en ella la indefensa y sencilla florecita.

Entonces supe que en realidad era un obsequio apropiado. Una poética ofrenda de muerte para un asesino.

 

+

 

No me dijo nada por la flor.

Se limitó a mirarla con desdén.

Luego me sorprendió que cerraba su mano sobre la flor y la mantuvo así hasta que los pétalos quedaron destruidos.

Una diminuta lluvia de ellos cayó a sus pies y con la misma dureza con que había cometido aquello me miró a mí.

En vez de sentirme desdichado ante lo que parecía el fracaso, quedé atrapado en un éxtasis profundo por el acto tan puro de desprecio que acababa de observar.

Le era tan indiferente la belleza como la vida misma.

Y al mismo tiempo, él era belleza y poesía.

Una belleza incomprendida y plagada de oscuridad.

Una autentica flor del mal.

Su silencio flotaba sobre mí con el fragante aire de la estación, haciendo adormecer mis sentidos. Esa sensación me trajo paz.

La profunda tranquilidad de ser libre de cuanta angustia terrenal existe.

En su presencia el resto de las cosas cuyas ideas atormentaban constantemente mi mente, se desvanecieron.

Me sentí a salvo en su presencia, como si su abrumadora mirada ahuyentara todas mis angustias y llenara el vacío de mi existencia.

Así estaban las cosas. Tantas emociones agradables me saturaron hasta el punto que sentí vértigo y me dejé caer de nuevo en el pasto, sobre los pétalos rotos.

En algún momento se lo dije. "Me causas mucha alegría".

Yo no habría esperado que respondiera. No estoy en realidad seguro de si lo hizo.

Dijo algo. Algo sobre el brillo de la sangre y luego me miró con tal intensidad que hizo que me sonrojara. Le sonreí.

 

Me resultaba una molesta desventaja que aquel niño debiera cumplir con su misión.

Que debía permanecer dentro de la facultad y que yo no podría llevármelo a ningún otro lugar.

Pero yo no quería apartarme de él.

Era imprescindible su presencia. Era absolutamente preciso tenerle cerca.

Lo anhelaba demasiado, y al contemplar la posibilidad de pasar otra agotadora noche en vela, luchando por sobrevivir, una batalla perdida contra la dolorosa soledad, me aterré.

No, no era una perspectiva que deseara sobrellevar.

Resolví entonces a quedarme en la Universidad.

Opté por invitarle a cenar en la cafetería una vez más.

Una vez más y a mi favor, él aceptó.

Me encontraba animado y radiante.

Pedí un emparedado de pavo con mostaza griega y aceitunas, y una ensalada de setas y café. Todo eso para mí.

Él no quiso nada, salvo el café. Al menos hasta el momento del postre, en que pedí dos tartitas de cereza.

La cubierta de fruta se mostraba tan roja y brillante que era una invitación inapelable al paladar.

Al ver aquel color escarlata tan vivo de las frutillas no pude más que pensar en el color de la sangre. Un color precioso.

Imaginé entonces que tal vez él habría pensado algo parecido.

No se negó a aceptar el postre y yo disfruté muchísimo al verlo comer.

Aquel gesto fugaz y repentino de un niño entusiasmado comiendo algo dulce me hizo temblar.

Lo adoraba.

Terminé soltando una risa ligera y repelente. Él me cuestionó con un gesto silencioso mientras yo terminaba con mucha alegría la tercera taza de café.

¿Cómo es que se dejaba llevar con tanta suavidad? ¿Cómo cedía tan rápidamente a mis trivialidades? ¿Es que no le aburría?

Lástima o interés que fuera, él seguía conmigo en una noche que deseaba fuera eterna.

Lo deseaba tanto como lo deseaba a él.

Algo lejano e imposible de tocar.

Debía actuar con cautela.

Sabía perfectamente lo fácil que podía ser matar, para alguien como él. Sus ansias asesinas eran tan fuertes que resultaban casi palpables.

Era un niño, pero era como un pequeño demonio también.

Uno que sabía arrancar vidas como suspiros y cuyo hermoso rostro se embelesaba ante la contemplación de la sangre. Fina y exquisita como manto de seda bajo los cuerpos destrozados de quienes cometían el error de irritarle. Sangre. Bellísima sangre que inspiró tantas veces poéticas y monstruosas palabras oscuras en él.

Así de sencilla y fría era su capacidad de rebajar tanto la vida hasta convertirla en nada. Así de sublime lucía la muerte cuando era él el asesino.

Pero yo no temía a la muerte con él. Lo que me asustaba era su ausencia.

Si yo no era lo suficientemente considerado y cauteloso al tratarlo, si yo era aburrido o molesto, si yo me convertía en un error, él sería despiadado conmigo.

Se daría la vuelta y sin misericordia desaparecería para siempre entre las sombras.

Yo preferiría que me asesinara, antes que abandonarme.

Pensé momentáneamente en ello contemplando un ancho hueco en la luna.

Estaba tan grande que parecía flotar a unos metros.

Sobre la terraza, su luz amarillenta me recordó una canción arcaica que comencé a tararear sin darme cuenta.

Él estaba sentado junto a mí. Sus parpados oscuros se cerraron con lentitud, haciéndome percibir la melancolía que estaba sintiendo.

"Quédate conmigo" solté con simpleza. Sin consideraciones.

Y me pareció que yo estaba siendo despiadado al hablar así.

Con él o conmigo. O con la luna a la que ignoré de pronto.

Pero ahora, meditando en ello, encuentro en aquellas palabras mías un desesperado anhelo por alejar de él cualquier sentimiento doloroso y por mostrarle cuanto yo lo necesitaba.

No sé si lo comprendió entonces. No sé si le importó.

La tibieza que su cuerpo desprendía me tocó con sutileza, cortando el frío de la noche.

Sentí su cercanía y de pronto la luna y él no me resultaron seres tan lejanos.

Y entonces, sin siquiera pensarlo, ya estaba inclinado sobre él, capturando aquellos finos labios con mi boca, irrumpiendo en su pequeña y jadeante cavidad y probé su lengua cálida y con gusto a café.

Y sentí mi corazón exaltado y vibrante, latiendo de vida, despertando de un crudo letargo.

Y sentí mi alma rompiéndose de tanta ternura y de culpabilidad por atreverme a tocar algo tan puro.

Y en ello había un angustiante placer.

Ese beso me hizo estremecer en lo profundo.

Él lo había aceptado con gentileza, al principio. Pero luego sentí sus manos sobre mi pecho, alejándome.

No me mostró ninguna emoción. Como si aquello no hubiera sido nada.

Me destruyó.

"Príncipe de la nostálgica Suna, brisa sobre las arenas del desierto, quédate conmigo"

Y él se marchó.

 

 

Ahora me doy cuenta de cuanto tiempo desperdicié en el mediocre y absurdo miedo a vivir.

Cuando lo conocí, a ese niño, yo ya era un anciano de veintitrés años.

Así me consideraba a pesar de la juventud que mi edad guardaba, porque mi espíritu se había marchitado demasiado pronto.

Y a decir verdad, no esperaba vivir demasiado tiempo.

Ahora creo que espero vivir lo suficiente para ver cumplida una promesa que me llena de amor.

 

A finales de la estación los directivos de la Universidad y todos los relacionados con el secreto tan celosamente custodiado, fueron asesinados.

En sus casas, sobre sus almohadas, junto a sus esposas o amantes, en lugares públicos rodeados de gente, frente a las autoridades, que nada pudieron hacer, porque el prodigioso asesino les resultaba invisible.

Probablemente esas manos asesinas también pertenecían a ninjas.

Pero nuestro pequeño gobierno sólo había tenido el dinero suficiente para contratar a nuestros tres shinobi de la arena, cuyo trabajo era únicamente proteger el secreto dentro de la facultad. No se había contratado protección para las personas que trabajaban en ese secreto.

Ese fue el terrible error, porque el ansiado secreto oculto en las antiguas paredes de la facultad se perdió para siempre en la interrogante de su identidad y significado.

Particularmente nada me importaba aquello. Pero hubo algo que en verdad me molestaba, y era que con aquello, los guerreros de la arena daban por cumplido el trabajo y ahora se marchaban.

Se marchaba. Él. Con lo que yo consideraba una declaración completa de mis sentimientos que fue dejada flotando en el aire.

Cierto que yo jamás pronuncié el nombre de ese sentimiento en particular frente a él, pero de mala costumbre llegué a suponer que estaba claro.

Y cierto, lo cierto es que yo me había enamorado de ese niño.

Amé su pureza. Como cuando se cura un corazón decepcionado. Lo amé a él, porque nunca nadie antes lo había amado.

No me importó en realidad si el sentimiento no era mutuo. Lo que quería era estar con él y procurarle con mi sencilla existencia alguna felicidad. Mitigar en algo el dolor que vi en él.

Disfrutar de cada día de silencio a su lado, su frialdad y la cruel poesía de sus palabras. Y los breves momentos en que bajando la guardia mostraba la inocencia de aquel niño que sabe lo que es la absoluta soledad.

Yo hubiera querido hacer algo para hacerle feliz. Eso simplemente.

Pero ¿Qué tenía yo para ofrecerle? ¡Nada! Sólo mi sentimiento por él, y si se marchaba, sólo me quedaba una cosa por ofrecer. Mi vida.

"Mi vida. Tómala y deja que mi sangre bañe la tierra que sostendrá tus pasos cuando te alejes de aquí" dije y él me miró en expectante silencio.

Suspiré, resignado.

"Mi vida...es tuya. Te pertenece. Porque cuando te vayas de aquí yo ya no querré vivir. Y... siendo que mi vida no es nada de valor que puedas llevar contigo..." un nudo me apretó la garganta " Me gustaría mucho que me mataras ahora"

Era una súplica. Una petición que a falta de respuesta se tornó en una advertencia.

"Porque si no me matas ahora tendrás que hacerlo después para defenderte" le dije, temblando entre cada paso que daba, acercándome a él.

Permaneció inmóvil. Majestuosamente desafiante.

"Mátame" repetí antes de aprisionar sus labios otra vez.

No me había equivocado. Su sabor me confirmaba que sólo él podía provocar tales emociones.

Me separé, una distancia apenas que me permitió disfrutar de su tibio aliento.

"Defiéndete" susurré, casi a punto de caer, agotado y tembloroso por la intensidad de lo que estaba sintiendo.

"No creas que puedes darme órdenes" contestó su tenue voz. Sólo el deseo de seguir escuchándolo y la fuerza de su mirada me mantenían en pie.

"No me interesa matarte. Tú vida no tiene ningún valor para mí"

Había desilusión en mi rostro, pero sobre todo un incalculable dolor, a pesar de que yo comprendía la lógica de sus palabras.

Yo no significaba nada para él, aún cuando me otorgaba el privilegio de su presencia. Yo no era lo suficiente para satisfacer su eterna ansia asesina.

Sin embargo con sólo escuchar aquellas palabras suyas, que a pesar de todo eran terriblemente hermosas, yo ya había comenzado a morir.

Y de pronto el desolador vacío se iluminó con un sólo y casi imperceptible cambio en su mirada.

"Vive" me dijo.

 

Me había prohibido morir. Me había ordenado que siguiera viviendo y que hiciera de mi existencia algo valiosos que valiera la pena destruir. Me había prometido que si yo vivía lo suficiente, cuando fuera el tiempo, él me mataría.

Sus palabras exactas fueron otras, más idílicas y sublimes, tan impalpables que al tratar de recordarlas sólo puedo escuchar el sonido suave de siseo de aquella cosa que se movía dentro de la calabaza en su espalda.

Pero el significado de esas palabras se grabó en mí con la profundidad de lo eterno.

Y he estado viviendo desde entonces.

A veces, me temo, con demasiada alegría cuando pienso en que decididamente yo le pertenezco.

No lo he visto desde entonces, aunque no ha pasado tanto tiempo.

Yo le escribo, y en ocasiones mis cartas son respondidas.

Lo único que lamento un poco en todo esto es que me ha contado algo, incluso enviándome una fotografía de un rubio sentado junto a él. Y me parece que alguien está haciéndolo en verdad feliz.

Siento envidia porque no soy yo.

Más por encima de eso, amo mucho también a ese jovencito que está a su lado en la fotografía y que fue capaz de hacerlo sonreír así.

Quiero vivir lo suficiente para ver hasta donde puede llegar su felicidad. Más creo que la felicidad de alguien que se sabe amado puede extenderse al infinito.

Así que yo, puede que vaya a vivir por mucho tiempo.

Y voy a vivir sintiéndome contento de tener una razón para hacerlo.

Volver a verle. Al príncipe del desierto que me obsequió el don de la vida.

 

 

Notas finales:

 

 

 

 

 

+++Dedicado a Gaara, quien salvó mi vida.


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