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La estación por Destroy_Rei

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Aquel era el típico barrio residencial clase media de cualquier ciudad, con las calles angostas, casas simples y un negocio cada dos cuadras. El chico alto bajó una calle algo empinada en su bicicleta, disfrutando la brisa otoñal de ese día de verano alborotarle el cabello, mientras repetía en su mente la dirección que le señaló su jefe, para dejar el encargo de abarrotes.

 

Le gustaba andar por el lugar a mediados de semana, después de almuerzo, a esa hora en que nadie deambulaba porque la mayoría se encontraba reposando o trabajando. Se escuchaba el ruido lejano de las carreteras y las risas de alguna sitcom reproducida en los televisores de un puñado de hogares. Los gatos maullaban de vez en cuando, acomodados bajo la sombra de los árboles y las murallas. Conforme se iba internando más entre los callejones la bulla se hacia más fuerte, igual que el aroma de la comida y los gritos de las amas de casa a los niños pequeños. Sonrió. Lentamente empezaban a surgir recuerdos de antaño, de él corriendo en el patio junto a su hermano mayor o comiendo sandia en el porche, como cualquiera de los que habitaba en estos alrededores.

 

Giró en un par de esquinas y antes de saberlo ya estaba estacionado afuera de una casa antigua, algo más grande que las otras, ordenada, muy limpia.  Se bajó de un salto, acomodando su transporte con cuidado. Aquella residencia era claramente de una anciana, lo entendía por los colores discretos, la elegancia, el buen cuidado de las plantas, y le gustaba tener tal panorámica en esa tarde de nubes blancas mezcladas con la vegetación rica de la temporada más cálida del año. Revisó rápidamente el encargó, y cuando vio que todo estaba en orden presionó su índice contra el timbre.

 

Llevaba ya un mes trabajando para el negocio del señor park, un hombre bonachón que le pagaba una buena renta por un oficio cómodo, que ocupaba gran parte de sus vacaciones, porque cuando estas terminaban, él volvía a su ciudad y a la escuela. Nunca fue de salir a fiestas, beber o gastar el dinero en vicios, el tenía una manera muy responsable de ver la vida, cuidando su salud, ejercitándose continuamente, estaba enfocado en progresar en todos los aspectos y aún cuando no tenía necesidad, quería empezar a ahorrar desde ya para una vivienda, incluso si le faltaba un año para dejar la escuela.

 

Salió de sus pensamientos cuando la puerta de barniz amarillento se abrió. Emergió entonces un joven más o menos de su edad, con afilados ojos gatunos, expresión soñolienta. Nunca había visto a alguien tan bonito. Sintió que el aire se le enganchaba en la garganta de solo contemplar sus piernas largas y cremosas bajo una camiseta que debía ser tres tallas más grandes que la que le correspondía y por un momento olvidó lo que era hablar.

 

-          ¿vienes con las cosas de la despensa? – preguntó el recién aparecido divertido, agitando la palma de su mano frente al rostro aún embobado del chiquillo alto.

-          ¡S-si! – contestó moviendo la caja entre sus brazos, con una sonrisa torpe.

-          Eres muy puntual – aprobó, tomando los alimentos - ¿cómo te llamas?

-          Minho – habló apresurado, estirando las arrugas de su camiseta - ¿y tú?

-          Kibum – soltó suavemente, con coquetería – Bueno Minho-sshi, te veo mañana, ¿verdad?

-          Claro – asintió aún con torpeza

-          Voy a estar esperando por ti.

 

Le cerró la puerta en la cara y el repartidor se quedó inmóvil en el pórtico, procesando a duras penas lo que había ocurrido. Tuvo un flechazo con su cliente. Cuando la idea golpeó su cerebro dio un respingón asustado, y agarrando su bicicleta pedaleó más fuerte que nunca, completamente conmocionado ante sus sentimientos. Un hombre, le gustaba un hombre, un hombre que además se le había insinuado, un hombre terriblemente hermoso. Tragó duro.

 

No es que nunca antes se haya fijado en hombres. Aquel actor de Hollywood, el que hacía del John Connor en Terminator dos, él le gustaba, lo había visto de grande y era guapo. Pero era la primera vez que se encontraba cara a cara con un joven de su edad sintiendo que quería comerle la boca a besos mientras le recorría la piernas con sus manos. Jadeó. Algo extraño y nuevo estaba naciendo en su interior y tenía miedo, porque con todos los sueño que tenía esbozados en su cabeza era suficiente, tiempo para flechazos había después de todas sus metas.

 

Lo vio al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Tímidamente fue dejando que las cosas avanzaran, controlando el temblor en su voz y cuidando no sonreír demasiado. Kibum era de los chicos que se dedicaban más a sentir que a pensar, aun que tenía una calculadora en la cabeza que sacaba chispas trabajando, y por ello sabía muy bien cómo ordenar sus acciones.

 

Era la pequeña línea que separaba las estaciones, estaba haciendo calor esa tarde, y ambos hablaban entre risas en el pórtico.

 

-          Mi abuela es muy buena en la cocina, ¿has visto la variedad de hierbas que pide? – sonrió el más bajo, acomodando su cabellera castaña clara.

-          Nunca hurgueteo en las compras de otro – se excusó Minho.

-          Pues deberías hacerlo, quizá encuentres algo entretenido – observó pensativo – yo lo haría si fuera tú.

-          Ustedes son la única familia perezosa a la que tengo que traerle las compras ¿qué cosa interesante voy a encontrar? –alzó las cejas con astucia, ganando un golpe en el brazo de parte del dueño de casa.

-          Eso es porque yo no pienso ir a buscarlas y mi abuela está de acuerdo con pagar el traslado – frunció la nariz en una morisqueta, el otro se derretía ante aquello.

-          Teniendo los medios por qué no – carcajeó, agarrando las suaves mejillas entre su pulgar y su índice, dándole un apretón amistoso – bueno me voy, tengo trabajo.

-          Ándate, mal hablado.

 

Y como la primera vez, fue despedido con un portazo.

 

El caminó entre su trabajo y la casa del chiquillo inteligente se le hacía cada vez más largo. No supo cómo pero las horas antes al encuentro diario que compartían le sabían asfixiantes. Su corazón palpitaba rápido cada vez que lo veía. Ambos estaban atrapados en un juego constante de coqueteos, donde siempre ganaba el más bajo, contorneando sus caderas, dándole pequeño toques que lo descolocaban, y él solo podía sonreír, sonreír, sonreír, completamente rendido.

 

-          Es la primera lluvia de la temporada – suspiró el de ojos afilados con un cigarro humeante entre sus dedos, mientras un aguacero imparable mojaba las calles.

-          No me gusta que llueva – habló el alto, nervioso ante la forma en que su cuerpo rozaba el otro.

 

Estaban sentados en el pórtico, bajo el pequeño techo de madera, completamente pegados mirando las gotas caer intermitentemente.

 

-          Vas a decir que estoy loco, pero esto es mágico – susurró entre el tabaco Kibum, sin apartar la vida de la acera.

-          ¿Qué tiene de mágico? Estoy todo empapado – se quejó el de ojos grandes.

-          No lo sé, no podría explicarlo – se detuvo, observando ahora al chico a su lado - ¿Cuántos años tienes?

-          Dieciocho ¿y tú?

-          ¿Cuántos crees que tengo? – se llevó el pitillo humeante a los labios y recargó su cabeza en el hombro fuerte, haciendo temblar al muchacho.

-          ¿diecisiete? – inquirió apenas y controlando la emoción en su voz.

-          Que iluso – rió, pasándole el cigarrillo – tengo diecinueve.

 

El repartidor fumó torpemente, apenas y aspirando algo de aquel humo amargo. Se lo iba a devolver al más bajo, pero antes de que pudiera hacer cualquier cosa, las manos frías del chiquillo le habían cogido del cuello húmedo de su parca, besándolo bruscamente.

 

-          Es hora de que te vayas – dijo bajito contra su boca – te van a regañar.

 

Se levantó de un salto, completamente colorado, y montó su velocípedo. Estirando el cuello para verlo desaparecer hacia el norte de la ciudad, Kim sonreía, con una enorme sonrisa en los labios, un cosquilleo en el estómago  y el cigarro olvidado en un charco de agua.

 

Esa tarde, el caballero Park le dio un palmazo en la nuca a su empleado favorito, porque parecía un idiota lamiéndose los labios sin parar de forma obsesiva.

 

 

 

 

-          Qué raro está el clima – dijo pensativo el de cabello caoba, parado en puntillas mientras abrazaba  al muchacho que sostenía la caja de siempre.

-          Claro, un día llueve y al otro está así de despejado y cálido – tragó duro, mientras sus ojos delineaban desde arriba la forma del trasero firme del chico bonito.

-          Ya no sé qué ponerme – suspiró, sin soltar el agarre

-          No importa lo que te pongas, siempre luces guapo.

 

Y aunque se suponía que era un halago, para el mayor eso solo podía representar ignorancia, una ignorancia que lo repelió como un insecticida a un bicho, haciéndolo separarse al instante del chiquillo alto.

 

-          No digas estupideces, eso no tiene sentido  - se separó rudamente

 

Minho se quedó mustio, con las manos vacías, la entrada bloqueada. Sin Kibum.

 

 

Acomodó las toallas en una de las repisas, y cuando iba a tomar los paquetes de servilletas, vio unos zapatos negros bien lustrados. Levantó la mirada sonriendo inocentemente.

 

-          Te estás tomando demasiado tiempo cada vez que vas a dejar las cosas a esa casa – habló el jefe, mirándolo con desconfianza.

-          Es que…

-          No quiero ninguna escusa – habló con firmeza – voy a tomar el tiempo que tardas.

 

Y se alejó, llevándose el aliento del empleado, que apretaba molesto los dientes. ¿Qué iba a hacer ahora? Le había costado tanto tener la cercanía que había logrado con el chico de ojos felinos, no podía darse el lujo de echar toda la relación a la mierda, pero tampoco podía darse el de perder el oficio, necesitaba ese dinero en su libreta de ahorros. Diablos. Quizá si le explicaba al hombre él entendería… no, no podía decirle que quería salir con el hijo de la señora que hacia los encargos, porque no lo iba a mirar bien, no lo iba a entender, y probablemente lo echaría de una sola patada del pequeño negocio, por degenerado y maricón.

 

-          ¡Bummie! – gritó con tristeza el martes siguiente, cuando se sentía completamente acorralado. Le iba a decir que todo se había acabado, que ya no podían seguir con esos coqueteo extraños, y que lo sentía mucho.

 

Tal vez se atreviera incluso a confesarle que se sentía enamorado y feliz cada vez que lo veía, no sabía en qué sentido estaban empezando a ir las cosas en su cabeza, se sentía abrumado, pero entendía que ese muchacho refunfuñón era lo que quería abrazar por las tardes y amar para siempre.

 

-          ¿qué te pasa? Vienes gritando como si el mundo se fuera a acabar y yo que por fin podía tomarme una siesta – suspiró cansado, con el cabello desordenado.

-          No sé si podremos volver a pasar rato juntos – explicó apenado

-          ¿Qué? – el muchacho castaño parecía mucho más despierto ahora.

-          Me han regañado por pasarme de la hora – explicó angustiado

-          ¿Y te resignas como si nada? – le espetó dándole un empujón con sus manos – ¡Deja ese trabajo estúpido!

-          No puedo… - miró el suelo, levantando la mercadería – toma.

-          Eres un imbécil.

 

Ya no llevaba la cuenta. Le dio la espalda a la superficie de madera, y se alejó con la garganta apretada, de vuelta a su tienda.

 

 

Lo agarró por la cintura, atrapando el labio inferior ahora hinchado en  su boca gruesa, sintiendo las manos del castaño en su cabello. Hacían veintiocho grados a las tres de la tarde, todo parecía desierto, exceptuando por el sonido de las cigarras, y la lengua pequeña, deliciosa, de Kibum, se movía contra la suya desesperada.

 

-          Me tengo que ir – se separó, mirando los ojos  aún cerrados del otro.

-          Te voy a esperar cada vez como hoy, junto a la casa, así no perdemos tiempo, ¿bien?

 

Los orbes felinos lo contemplaron demandantes, haciéndolo reír a gusto, dándole un último abrazo al mayor, para montar su transporte y despedirse con un pequeño movimiento de su mano.

 

El dueño de casa se quedó con los alimentos en los pies, sonriendo sonrojado a la nada.

 

 

 

-          Mi abuela está pidiendo mucho chocolate últimamente.

-          Será algo de antojos, ¿no? – inquirió sonriente el repartidor, haciendo círculos pequeños en la espalda huesuda del más bajo

-          Ni que estuviera embarazada – rió, repartiendo besos en la quijada fuerte de quién lo sujetaba – estoy feliz.

-          ¿Por qué estas feliz? – alzó una ceja, mirando los ojos pequeños.

-          Por haberte conocido, chico de la tienda.

 

Un beso corto, significativo, lleno de cosas importantes, que derretía el alma. Igual que todos y cada uno de sus encuentros.

 

 

 

 

El esforzado joven empezaba a creer que sentir sin pensar no era bueno. Yesterday de los Beatles sonaba en su Ipod, en su cabeza un jovencito prepotente le decía ‘te amo’ una y otra vez como en la tarde, y su corazón latía más fuerte, desesperado, con solo el recuerdo. ‘Lo amo, de verdad lo amo’ aseguró entre pensamientos, mirando con congoja el sobre blanco con el sueldo en la cómoda y su bolso de viaje completo, listo para ser cargado en unas horas más, cuando volviera a su ciudad, porque que el Otoño había empezado.

 

Había muchas cosas que durante su existencia  sintió como extrañas e irreales, ahora lo era ese verano precioso, donde se había encontrado frente a la casa algo más grande que las otras, con el tiempo cambiando como loco y había probado su primer cigarro. No había llorado desde niño, aquella vez lo hizo por algo que tenía que ver con juegos estúpidos de infante, esos que los menores tienen como único interés en la vida.  Tenía un recuerdo escaso, donde el muñeco del Power ranger red figuraba medio roto en el primer piso de su hogar; el padre lo regañaba, la madre juntaba las piezas de plástico en una bolsita. Las cosas giraban entonces entorno a polímeros pintados carmesí, a represiones malignas que hacía su progenitor injusto. De adolescente prometió que no lloraría más, cuando vio a uno de sus compañeros orinarse y ahogarse en lágrimas de vergüenza frente al resto de sus compañeros que, en contra parte, se ahogaban en risotadas, pero esa misma tarde, luego de prometer amor entre besos húmedos,  había llorado.

 

Lloró como el chiquillo aquel que a pantalones mojados aguantaba la burla.

 

Quizá la próxima vez iba a cambiar sus metas, en otro tiempo, con otros aires, enfrentando una estación diferente. Tal vez así nunca más tendría que soportar el sonido quebrado de sollozos ajenos partiéndole el alma, como se escuchaban los de su Kibum, cuando como siempre, le había dado un portazo luego de la despedida, aunque esa despedida era diferente.

 

Era definitiva.

 

Notas finales: No estoy de ánimos.

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