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Cuando llueve. por ItaDei_SasuNaru fan

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Cuando llueve.

 

 

Buenas tardes.

Es un placer para mí que nos veamos, ya sea porque nos conocemos de hace mucho tiempo o porque es nuestro primer encuentro. Hoy llueve, así que espero que no haya tenido que mojarse.

No voy a preguntarle cómo llegó aquí o que lo inspiró a llegar aquí, pero ya que estamos frente a frente, tendrá que escuchar una anécdota, simple y pequeña, que muero por contar.

No quiero decir algo que os moleste, pero supondré que usted y yo tenemos algo en común. Algo que usted y yo conocemos muy bien.

En el momento más inoportuno tiendo a pensar en si estaré en lo correcto, si es sano sentir lo que siento, si es permisible pensar lo que pienso, si estaré bien en apoyar a los homosexuales. Quiero decir, ¿por qué lo hago? Soy heterosexual y no puedo decir que comprendo.

Entonces, ¿qué me mueve a querer lo que quiero y a quererlo con una fuerza más allá de lo imaginable?

 

 

Iba cansada y adolorida, con cafeína en el organismo más allá de lo saludable, enojada con el mundo solo porque no sé qué más he de hacer, decepcionada por mis defectos y preocupada por mis ideales.

El día era gris y monótono, era húmedo y frío por culpa del clima de mi país que huele a tierra, a contaminación y a melancolía.

Donde estoy y lo que hago, no es importante.

Caminaba por las escaleras, acompañada de mucha gente que aún no conozco, inmersa en mis pensamientos. El suelo es resbaloso y es necesario caminar con cuidado.

De repente, escucho un golpe sordo y pesado, como el de un cuerpo que cae. Volteó con tal rapidez que mi cuello cruje, y sé que lo lamentaré después, pero ahora no me importa.

En efecto, contemplo a un chico que ha resbalado gracias a un mal paso y que ha quedado tendido sobre los escalones.

Él tira su mochila a un lado, ocupado en inhalar aire profundamente y de moverse para apaciguar el dolor en su pie que quedó atrapado bajo su cuerpo. La conmoción general impide el movimiento de cualquiera de los que contemplamos, fascinados por el dolor ajeno.

Nadie murmura, ni ríe, ni dice nada. El silencio es pesado. Las miradas convergen en el chico, que incómodo por el dolor en su pie y por la atención inmerecida, grita con rabia:

—¡No se me queden mirando, bola de pendejos! ¡Ayúdenme o lárguense! ¡Busquen a alguien de la enfermería!

Nadie se mueve todavía. Segundos después me doy cuenta que una chica se separa de la multitud y corre al edificio blanco donde estaban los médicos para emergencias.

Le miro con fijeza y me atrevo a pensar que ha sufrido solo una torcedura, porque por gracia y obra de Dios, no sobresale ningún hueso de la superficie de su piel blanca. Sin embargo, calculo que es más grave de lo que aparenta, ya que si el chico intentaba erguirse, inmediatamente desistía.

Algunas personas se acercan a él, una le ofrece agua, otra le bromea, otra le palmea la espalda. Él intenta sonreír.

Comienzo a impacientarme. La tipa seguramente se perdió o está tonteando por los pasillos. Sé que la enfermería está muy lejos, pero ya ha transcurrido un tiempo considerable.

Para sorpresa de todos los que continuábamos allí, escuchamos los gritos de alguien que atravesaba el gentío y se acercaba al lesionado.

Hubo algo en la forma que caminó o, tal vez, la manera en que miró al otro muchacho que hizo que mi corazón latiera enloquecido. Apreté mis manos, enterré las uñas en las palmas, sabiendo lo que el recién llegado haría a continuación.

Postrando rodilla en tierra, dijo con voz grave:

—Enrolla tus brazos en mi cuello.

—¿Pero qué carajos…? ¡Ah no, puto! ¡Ni siquiera se te ocurra!

El chico alto enarca una ceja y le mira burlón.

—¿Quieres quedarte aquí? Yo no tengo ningún problema en dejarte, tú sabrás como llegar hasta el hospital solo.

Comienzo a escuchar los murmullos a mis lados, a mis espaldas, frente a mis ojos. La manera en la que hablan demuestra que son amigos cercanos. Yo tiemblo, deseando que sean amigos íntimos. Más que amigos.

El lesionado mira hacia los lados, preocupado por las palabras que el viento lleva a sus oídos, preocupado por la mirada intensa de algunos espectadores. Finalmente mira a su amigo, que todavía tiene extendidos los brazos para él. Maldice por lo bajo, se sonroja, traga repetidas veces y parece que toma una decisión.

Casi grito de emoción cuando veo que le tira los brazos al cuello y el otro pasa delicadamente su brazo por debajo de las piernas. Veo que lo alza sin problemas, como si no pesara nada, cuidando el pie malherido. Lo sostiene contra su pecho y él más pequeño esconde su rostro. Le susurra cosas al oído que nadie es capaz de escuchar.

Ruego con toda mi alma que mi imaginación no me engañe porque he visto que el más alto sonríe. Milimétricamente, pero sonríe. Yo lo sé.

Me siento sonrojada hasta la raíz del pelo por la emoción que me invade. No sé cuando dejé de respirar.

Ninguno le presta atención a los gemidos ahogados, ni a las risas, ni a las miradas estupefactas.

Como Moisés ante las aguas, se abren camino entre aquel mar de gente, que hipnotizados por la visión de la peculiar pareja, les dejan pasar.

Cuando se alejan, todos regresan por donde venían, reanudan las conversaciones interrumpidas o bromean acerca de lo que acaban de presenciar. Yo no. Yo he quedado clavada en mi puesto, en contra de la marea, sin despegar los ojos del cabello negro que todavía se divisa en el horizonte.

Sin pensar en lo que hago, les sigo desde una distancia prudente diciéndome a mí misma que el campus es muy grande y que seguro no me notarán.

Desde mi sitio no puedo escuchar lo que dicen. Deduzco que el herido va regañando a su amigo, maldiciendo a toda su descendencia. El que lo carga simplemente asiente, parece que ni siquiera lo escucha y por eso se ríe.

Me detengo en seco cuando reparo en lo que hago.

Doy media vuelta y me voy por donde vine.

Me convenzo de que si los dos llegaron a la enfermería es algo que averiguaré más tarde. Otro día quizás.

 

 

Regresé a mi casa más contenta que al inicio y medité mucho. Mirando el horizonte, contemplando la bóveda infinita del cielo, reparé en mi pequeñez y la nimiedad de mis reflexiones.

Amigo mío, quiero pensar que mi corazón no se estremeció de contento sin razón. Quiero pensar que yo pude observar cosas que la mayor parte del mundo no pudo, que no fue capaz de ver.

Me gustaría estar segura de que ser una fujoshi, una yaoista, una chica podrida o como quieran llamarle, no es algo malo. Quiero estar segura de que lo que me gritó el alma.

Fue la primera vez que presencié algo semejante y no quiero equivocarme, no quiero ni pensar en que fue una mentira o un producto de mi mente maltrecha, errática y estrambótica.

Lastimosamente, eso no puedo saberlo.

Me gustaría saber su opinión al respecto, pero ya abusé mucho de su paciencia y su tiempo.

No soy una buena narradora, tendrá que perdonarme por eso. Soy patosa al expresarme y a veces ni siquiera sé lo que digo. Hablo sin sentido y tiendo a desviarme… ¿lo nota?

En fin, agradezco que viniera a ver a esta aprendiz de rapsoda. Esto es lo que me pasó en un día de lluvia.

Y últimamente, gracias a ese simple recuerdo, soporto mejor los días cuando llueve.

Sé que puedo estar orgullosa de escribir de un tintero febril y malhechor, puedo escribir sin pena y sin llanto.

 

Notas finales:

 

Muchísimas gracias por leer ( ^^ ).

 


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