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Dum Spiro Spero por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

No es mi intención ofender a nadie con los temas tocados aquí. Tampoco pretendo dar ideas equivocadas: el contenido del texto se justifica por la fecha en la que la historia se encuentra ubicada. Esto no es mi pensamiento, sino el de cierto personaje, en cierta sociedad, en cierto periodo de la historia. Simple ficción.

 

Dedicado a una de las personas más importantes en mi vida.

Feliz cumpleaños, Kao (:

 

«…y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber
simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.»

-Julio Cortázar

 

 

 

 

18 de abril, 1998.

 

Decidí suicidarme el día que cumplí dieciocho años, mientras estaba en una cama de hospital, recuperándome de mi primera muerte.

Todo ocurrió por culpa de Tooru. Su padre nos prestó el auto con la condición de no conducir ebrios, y a él, a Daisuke y a mí, invencibles adolescentes alcoholizados, nos pareció muy divertido desobedecerlo.

Es poco lo que recuerdo del accidente: todo se reduce a unas cuantas imágenes —o fracciones de ellas— y una vorágine de conmociones que jamás en la vida sentí, o imaginé siquiera que existieran.

Para los que se lo preguntaban: sí, morir se siente. Y es infinitamente mejor que la vida.

Intentaré describirlo a riesgo de parecer estúpido. Morir es irse, regresar; anochecer y amanecer al mismo tiempo. Un orgasmo infinito, una cadena de ellos. Es un dolor casi tan adictivo como el gozo. Es desfallecer de placer, aferrarse al sufrimiento con deleite. Alcanzar el clímax; tocar las nubes con las yemas de los dedos y sentir el fuego del infierno en la planta de los pies.

Llueves, te desarmas, te desmoronas, soplas, te desmoronas, te iluminas y luego quedas hundido en una infinita y regocijante oscuridad.

Es obvio que los médicos nunca han muerto, que nunca han regresado del más allá. De ser así, no se habrían empecinado en revivirme.

He de suponer que para los paramédicos fue condenadamente hilarante encontrar papilla de colores mezclada con retazos de automóvil. Por aquél entonces todos llevábamos el cabello teñido: Tooru de amarillo, Daisuke de rojo y yo de violeta. Claro que a mi madre no le hizo ninguna gracia: el mismo día en que creyó que su hijo moriría, también se enteró que éste había decidido marcarse el cuerpo desde muy corta edad. Cómo desearía no haber despertado. Nadie en su sano juicio cambiaría el éxtasis que experimenté, con la terrible furia familiar y la horripilante desolación al enterarme que Tooru no sobreviviría.

Es gracioso: Tooru solía decir siempre que estaba potencialmente muerto, así que siempre debía vivir como si no hubiese mañana. Recuerdo mucho llanto y pesar (no sólo mío: de mis padres, los Nishimura y los Andou), pero me da la sensación de que para él no habría sido la gran cosa.

Como sea, tres días después del accidente, en mi cumpleaños, me encontraba hospitalizado todavía. Quería volver, regresar al Nirvana, a esa gloriosa enajenación que era morir. Decidí entonces suicidarme apenas me recuperara y tuviera la oportunidad: tiempo libre, soledad, lo necesario para no ser descubierto, salvado.

Tuve ganas de preguntarle a Daisuke si había experimentado lo que yo, pero no parecía correcto tomando en cuenta dos importantes detalles del acontecimiento: primero, la muerte de nuestro mejor amigo. Segundo: el hecho de que Daisuke iba manejando cuando el accidente ocurrió. Él estaba muy deprimido, obviamente, de tal manera que no supe de su paradero durante un buen tiempo. Así, la imposibilidad de compartir mi vivencia, la culpabilidad de haber privado de la vida a Tooru al no detener a Daisuke, la envidia que le tenía a Tooru por quedarse en el lugar en donde yo deseaba estar, terminaron por hundirme también en la depresión. Mis padres cayeron en cuenta de ello y me pagaron largos meses de terapia psicológica. El terapeuta descubrió mi nueva patología suicida (era bueno en lo que hacía después de todo) y terminó por convencerme de que aquello no era lo mejor. Ignorante de mis verdaderos motivos, me indujo a desistir en el propósito, haciéndome creer que la vida era el estado más excelso de existencia.

¿Cómo no dejarme persuadir? Tenía dieciocho años nada más.

Ahora tengo treinta y nueve y estoy aburrido del mundo, de mi vida, de mi trabajo, de mi rutina. De mí mismo. Lo más frustrante de vivir es tener que lidiar siempre contigo: eres tu perfecto enemigo y tu principal apoyo. Te odias, pero no puedes vivir sin ti: una relación simbiótica y enfermiza a la que la mayoría de los seres humanos terminan por acostumbrarse. Pero yo no. Ha llegado el momento de dejar de postergar aquello que me propuse hace veinte años.

Todavía tengo asuntos pendientes, mismos que espero resolver antes de mi cuadragésimo cumpleaños. Porque sí, tengo solamente un recuerdo de la muerte: un recuerdo de cinco segundos que, sin embargo, ha sido infinitamente mejor que veinte años de vida.


 

 

25 de abril, 1998.

 

Escribir algo como «el diario de un suicida» suena pretencioso, pero espero darle fines prácticos a esto. Pese a ello, no descarto del todo que se trate de una cuestión de ego. Aun así, este documento será la prueba tangible de que era consciente de mis actos, que nadie me ha asesinado, que todo esto no fue obra de mi mente ofuscada por la soledad o un mediocre arrebato provocado por la frustración.

Nadie en este mundo ha planeado su muerte tan diligentemente como yo: estoy soltero, no tengo hijos y no planeo tenerlos próximamente: preferí evitarles orfandad y viudez a criaturas inocentes. Me he acostado con más mujeres de las que puedo recordar y jamás mantuve una relación sana con ninguna de ellas: me encargué de alejarlas comportándome como el mayor patán del mundo. Cuando eso no funcionaba, solía decirles —después del sexo— lo mucho que su cabello me recordaba al de mi madre e inmediatamente salían corriendo del hotel.

No tengo una mascota, ni plantas de las que deba cuidar. No tengo atrasos en mis cuentas y jamás utilicé una tarjeta de crédito: en caso de venderle mi alma a alguien sería al mismo diablo, no a la mafia del banco.

No tengo suscripción a ningún diario ni revista. Mi móvil funciona con prepago. Soy el primero en entregar resultados a mis alumnos y no doy opción a exámenes finales para no alargar la duración del curso.

Afortunadamente, mis padres murieron antes que yo.

Tengo sólo un mejor amigo: no he podido prescindir de él. Al cabo de un par de años le conté mi extraña experiencia con la muerte y futuros planes. Me escuchó como el buen camarada que es, aunque ninguno de los dos se atrevió a mencionar el nombre de Tooru. Ilusamente, creí que dejaría la bebida después del accidente y no pude estar más equivocado: el hombre es un alcohólico sin remedio. Me agrada así: me enferma tener a mi lado gente tan cuerda. Quizás para Daisuke la sobriedad es algo así como para mí lo es la vida: un estado de insoportable pesadez al que estamos irremediablemente atados.



 

10 de mayo, 1998.

 

No deja de sorprenderme la rapidez con la que el tiempo avanza.

Me hace falta plantar un árbol para cumplir con la lista de deseos de cualquier hombre promedio. No es que realmente tenga deseo de hacerlo, pero quizás pueda retribuirle al mundo un poco del oxígeno que me robé.

Buscaré hacerlo la próxima semana. Tengo que preparar el primer examen del curso.

La noche es joven y quiero fumar.

(Comencé a fumar pensando en que ello me causaría cáncer de pulmón al pasar los treinta. Una mala técnica: sigo vivo pero me cuesta la vida subir tres pisos de escaleras. Hubiera sido más práctico esperar a morir de vejez.)

 

 

16 de mayo, 1998.

 

Estoy calificando los exámenes de mis alumnos, y ello solamente hace que replanteé seriamente mi determinación a suicidarme.

 

 

22 de mayo, 1998.

 

«Te la puedo chupar por un precio muy bajo» me dijo una muchacha con mucho rímel en las pestañas.

«Yo te la puedo chupar gratis», me dijo un muchacho de clavículas elevadas.

Naturalmente rechacé ambas propuestas: esperaba a Die, quien dijo que me alcanzaría en el bar después del trabajo. Y escribo bar, a falta de una palabra más acertada para referirme a nuestra cantina favorita.

Ella se marchó mortalmente ofendida después de lanzarme una mirada de desdén. Había algo en el contonear de sus caderas que me enfermaba más que provocarme; quizás era la grosera estrechez de su falda, o los incómodos tacones que le hacían lucir más ridícula que sensual. Él, sin embargo, se sentó en la barra a mi lado, y sé que me miró bastante rato porque después de pedir una cerveza (de la misma marca que la mía), dijo que le gustaban mis brazos. Era obvio que se refería a los tatuajes. Algo en su tono me hizo pensar que no era un comentario al azar.

Asentí y él se fue en cuanto vació su botella, resignado quizás a no concretar una charla. Lo miré marcharse: dudo siquiera que rozara la mayoría de edad, pero las cuestiones diplomáticas no son algo que ese lugar se tome demasiado en serio.

La chica de la minifalda no volvió a acercarse.


 

 

27 de mayo, 1998.

 

Una de mis alumnas fue a mi oficina hoy. Se trataba nada más y nada menos que la muchacha de ojos grandes que se sienta en la primera fila al frente. Se mostró tímida al inicio e, incluso, dejó entrever el rencor en su voz debido a la mala nota de su examen. Le dije que debía estudiar más.

«¿Y no hay más opciones para subir la nota, profesor Niikura?», preguntó con tono taimado mientras se sentaba en mi escritorio. Cruzó las piernas delante de mí y su vestido floreado se levantó apenas. No me permitió ver debajo de su falda.

Pero no hizo mucha falta. Al minuto siguiente ya estaba yo ahí, entre sus muslos y hundiendo los dedos en la humedad de su sexo. Unas pequeñas pantaletas negras estaban tiradas a un lado del escritorio y ella trataba de cubrirse la boca para no delatarnos. Luego sacó de no-sé-dónde un preservativo. Sí, es malísima en clase, pero al parecer no es tan idiota como aparenta.

Siempre me he preguntado si el sexo será igual para todos los seres humanos. Admito que mi debut tardó en llegar y quizás no habría llegado nunca de no ser por un artículo que leí en una revista en casa de Daisuke: revista que al parecer le había heredado su hermano mayor y fungiría para él, para mí (y posteriormente para su hermano menor) como un sustituto de profesor en educación sexual. El tema del artículo era la visión del sexo y el orgasmo en diversas culturas, y me atrapó, sobre todo, un término francés citado como «la petite morte». La pequeña muerte. Un estado de éxtasis alcanzado justo después del clímax sexual, caracterizado por la inconciencia y, según decían, un estado de comunión con la divinidad.

Por aquél entonces, las terapias habían dado resultado y me encontraba menos dispuesto a terminar conmigo. Sin embargo, el recuerdo de mi primera muerte se me presentaba muy seguido en sueños, para los que estar dormido se me tornaba innecesario. Y de pronto ahí estaba yo: un adicto privado de su droga, esa a la que se volvería dependiente habiéndola probado solamente una vez. La vida ya me parecía atractiva: estaba acostumbrado a ella y sin embargo, necesitaba regresar a mi Nirvana. ¿Cómo hacerlo sin convertirme en un suicida?

El sexo era la solución ideal.

Nadie en su sano juicio concebiría como normal mi nivel de decepción después de mi primer encuentro sexual. El orgasmo (o aquello que se suponía que tendría cuando eyaculé) no se acercaba ni un ápice a la despampanante descripción de la dichosa revista. Nada de voluptuosidad, nada de misticismo. Tan solo una vulgar sacudida, mucho sudor y estándar cantidad de semen dentro del preservativo. Me sentí timado, defraudado, deprimido. Y cuando me volví a ella, sintiéndome culpable por que hubiese experimentado la misma decepción que yo, la encontré perdida en los más recónditos pasajes de la dicha. Decir que tuve ganas de matarla es poco. ¡Había robado mi momento! ¡Había usurpado mi destino! Fui víctima de un violento torbellino de envidia, de tanto que poco después di por terminada nuestra relación, seguro de que el problema había sido suyo, acaparando la pequeña muerte para ella sola.

Para cuando comprendí que quizás la petite morte era exclusiva del sexo femenino, ya había perdido la cuenta de la cantidad de mujeres con las que me había acostado.

Una de ellas se parecía a la alumna de los ojos grandes.

Cuando se fue ni siquiera mencionó la nota del examen. La mantendré así.

De haberse arrodillado, tal vez consideraría el aprobarla.

 


 

05 de junio, 1998.

 

Fue una semana agitada.

Fui al bar después de la reunión de maestros. Llamé a Daisuke, pero jamás atendió. Probablemente era el día de pasar tiempo de calidad con su hija: la ve menos desde que se divorció.

Debo ser el sujeto más patético: no he conocido a nadie que lea en un bar, pero no es como que tenga una lista de opciones para llamar, bien porque ello iría en contra de mis planes, bien porque pasar mucho tiempo con alguien que no fuera Daisuke o Tooru siempre me pareció insoportable. (Soy consciente de que Daisuke será el único que asista a mi funeral.)

No me di cuenta cuando alguien ocupó el banco de al lado, pero reconocí la voz de inmediato al escucharlo pedir una cerveza de la misma marca que la mía.

Antes que pudiera evitarlo, ya estaba preguntándole si tenía la edad suficiente para estar ahí.

«La tengo. Para eso y muchas cosas más», respondió con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes perfectamente chuecos. «Así que no temas ir a prisión por acostarte conmigo.»

Me reí sin querer, sin mirarlo. Quizás no debí hacerlo, pues el muchacho pareció interpretarlo como una invitación a quedarse. Intentó charlar, pero no se lo permití. Y de la manera más cortante, le dejé en claro que no tenía ni el dinero ni la necesidad de pagar por compañía.

«No busco tu dinero» dijo, encogiéndose de hombros. «Tan solo estoy de cacería.»

Le pregunté cuál era exactamente su presa.

«Un bicho cualquiera.» Luego me sonrió con una naturalidad perturbadora.

Probablemente debí parecerle aburrido, o quizás creyó que me había ofendido con su respuesta, porque lo siguiente que hizo fue levantarse de la barra y caminar hacia ningún lugar en especial, pavoneándose y presumiendo su deliciosa delgadez, su altura poco usual. La muchacha que la semana anterior se me había ofrecido desvió la vista del cuarentón calvo sobre cuyo regazo estaba sentada, mirando al muchacho con lo que parecía ser una mezcla de envidia y lascivia: el mejor afrodisíaco del mundo. Lo vi acomodarse el cabello detrás de la oreja con una coquetería poco usual en un varón y que, sin embargo, no le iba nada mal. No supe si ese andar vacilante era producto del alcohol o, por el contrario, una táctica de seducción.

Se dirigió al servicio. No se dignó a mirarme antes de entrar, aunque fue como si lo hubiera hecho: cuando menos me di cuenta, el olor a pino, orina y cigarrillos me rodeó.

Fue la mejor felación que me han hecho en varios años.

 


 

12 de junio, 1998.

 

Fui al bar con Daisuke. Está saliendo con alguien, una de sus alumnas, me parece. No me dio detalles, sólo el hecho de que se sentía incómodo al frecuentar a alguien cuya edad era la media entre la suya y la de su hija.

Él no se apareció en toda la noche.

Me pareció verlo de lejos, pero no estoy seguro.


 

 

16 de junio, 1998.

 

Hoy la muchacha de los ojos claros fue a verme después de clases. No me sorprendió: esta mañana se pasó toda la clase mirándome con cara de ninfómana. Mientras follábamos, recordé la charla con Daisuke. Me pregunté si su nueva pareja sería mayor que la chiquilla que me estaba tirando. Me pregunté si la chica que me estaba tirando tendría la misma edad que el muchacho del bar.

Admito que me gusta cuando me llama «Profesor Niikura». Es enfermo, pero jamás me consideré un hombre mentalmente sano.


 

 

26 de junio, 1998.

 

«Ahora entiendo por qué casi nunca te veo» me dijo Toshiya cuando le aclaré que jamás bebía a mitad de semana.

Se llama Toshiya. O así se hace llamar el muchacho de las clavículas elevadas. Da lo mismo. Hoy volvimos a vernos. Todavía no sé determinar si yo lo encontré o él me encontró. Para fines prácticos, diré que nos encontramos.

Le pregunté qué tal le iba en su cacería.

«Bastante mal». Puso una expresión de jovial fastidio. «Tal parece que en esta ciudad no es tan sencillo encontrar a alguien que me dé el regalo.»

Bebió un sorbo. Lo vi relamerse los labios, pensativo.

«O será que soy muy mal cazador.»

No entendí nada de la jerga en la que me hablaba, si es que se trataba de una. Tampoco me esforcé en ello. Al poco rato estábamos de nuevo en el baño, yo con los pantalones abajo, él mirándome mientras me hacía un maravilloso sexo oral.

Me pidió que me quitara la chaqueta: quería verme los brazos mientras hacía su labor. Tendrá algún fetiche extraño, quién sabe. Quizás varios: no se quejó cuando eyaculé en su boca. Parecía hasta contento.

Naturalmente, no dejé que me besara cuando nos despedimos.

 

 

30 de junio, 1998.

 

Ella fue a mi oficina de nuevo. Esto comienza a convertirse en una rutina y eso no me gusta. Y si no me gusta la rutina, significa que no me gusta el sexo con ella, lo cual es alarmante.

Hay muchas cosas que no me gustan: los días calurosos, las personas ruidosas, el maltrato animal, las mentiras, la traición, la confianza excesiva, los fanáticos religiosos, los conductores que se pasan la luz roja, el transporte público, las aglomeraciones de gente, los carteles de «prohibido fumar», la ropa de colores llamativos, las preguntas estúpidas, la gente estúpida.

Prefiero a las mujeres menudas; Daisuke ama los senos grandes. Siempre pido cerveza clara y él, oscura. Me tatué diseños complicados y él, unas insípidas escamas en la mano derecha. No me van los compromisos. Die lleva ya un divorcio y una hija —con todo y pensión alimenticia— a cuestas.

Él está en el departamento de lenguas germanas; yo en el de lenguas romances. Siempre me han llamado por mi nombre de pila. Él se autonombró Die. Lo hizo para burlarse de mí: mi mejor amigo es el mismo acto de morir. Ingenioso ¿no? Pero ese no es el punto.

El punto es que compartimos más aversiones que simpatías. Un enemigo en común es capaz de amistar dos polos opuestos.

Amicus est tamquam alter ídem. Quizás eso ocurrió hace miles de años. Ahora es una falacia más grande que la existencia de Dios.



 

03 de julio, 1998.

 

Fin de semana. Bar. Encontrarme con Toshiya también se está convirtiendo en una rutina. Una que no me desagrada del todo.

 

 

07 de julio, 1998.

 

La muchacha de los ojos claros está determinada a ser la mejor del curso. No por el esfuerzo que muestra en la clase, sino el empeño que muestra durante las horas extra. Es bonita, siempre me han gustado sus ojos aunque detesto que se maquille de más. Hace un par de días la vi muy cercana a otro sujeto y me causó gracia su expresión de pánico.

Supongo que algo se trae entre manos: hoy, casualmente, olvidó el acostumbrado preservativo.


 

 

10 de julio, 1998.

 

Toshiya también quiere suicidarse.

Su método es aún más interesante que el mío. El chiquillo juega a la ruleta rusa todos los fines de semana. Frecuenta los peores bares de la ciudad y se acuesta con todos los hombres que puede con el fin de contraer el «virus de los homosexuales». Está convencido de que entre mayor sea el número de parejas sexuales que tenga, le será más fácil atrapar al bicho (como él lo llama).

Claro, él no lo ve como un intento de suicidio aunque a todas luces lo sea. Se esconde bajo la excusa de enfrentar el problema: desde que el virus se propagó, él y toda la comunidad gay han vivido en alerta permanente, temiendo contraer una enfermedad incurable.

«Le quita lo divertido al sexo ¿sabes? Uno se vuelve incapaz de disfrutar de un buen polvo, preocupado siempre de que el preservativo no se rompa, de no tocar de más, de no besar a la persona equivocada. Todo se vuelve más sencillo cuando estás contagiado. Tarde o temprano vamos a morir ¿no?»

Memento mori.

«Todos necesitamos el recordatorio. Todos necesitamos la corona. Freddy la tenía ¿ves? Poseía la corona y fue ella la que lo convirtió en una reina. ¡Una diosa! Además ¿qué es la vida sin un poco de riesgo? Quiero ser libre. Merezco ser libre. Y no hay mayor libertad que elegir cómo y por qué moriré.»

Ahora está durmiendo en mi cama. Sus ronquidos y mis desórdenes de sueño son una interesante combinación. Me confesó que la primera vez que me vio, estaba seguro que yo era portador, pues se dice que es fácil contraer la infección por medio de agujas. Por ello fue tan insistente. Sospecho que su tranquilo dormitar se debe a que ha cumplido su cometido: acostarse con un seropositivo en potencia.

Tengo que admitirlo: estoy desconcertado. Nunca me había tirado a un muchacho, pero decidí que, ya que moriré en unos meses, podía darme la libertad de hacerlo. Y fue diferente. Muy diferente. Y fue diferente porque fue muy bueno. Y fue muy bueno porque la sentí. La petite morte. No es un mito, no es el resultado exclusivo del orgasmo femenino. La pequeña muerte realmente existe y se siente igual que morirse de verdad, aunque en menores cantidades. Me muero —literalmente— de ganas por despertarlo y follármelo de nuevo, regresar allí, aunque en parte me siento en deuda con él. No lo despertaré. Esperaré a mañana para romper su ilusión y dejarle en claro que estoy más sano que un roble. Lo único que podría contagiarle, en caso de que fuera posible, sería un eterno tedio y un par de pulmones casi podridos. Probablemente cirrosis. Lástima que nada de eso es un virus.



 

11 de julio, 1998.

 

Y cuando desperté, Toshiya ya no estaba aquí.

 

 

17 de julio, 1998.

 

Fue una semana tranquila. La muchacha de los ojos claros no fue a buscarme a la oficina y en las clases ha estado más callada de lo normal.

Fui al bar con Die. Se le ve muy muy animado. Su conquista diez años menor va prosperando.

Justo cuando charlábamos de eso, vi a Toshiya en una mesa no muy lejana. Su sonrisa provocadora y terriblemente familiar no iba dirigida a mí.

Sospecho que él no vive para otra cosa que no sea su cacería.

 

 

24 de julio, 1998.

 

Hoy fue el día más divertido del año.

La muchacha de los ojos claros fue a verme después de clases, después de semanas de no cumplir con ese ritual para mejorar la nota. Llevaba ropa menos ajustada que de costumbre y, de hecho, cambió sus acostumbrados vestidos por unos jeans sencillos, discretos, cómodos. Había algo en esa expresión asustada, casi tierna, que me gustó. Por primera vez me pareció una estudiante y no una dama de compañía.

Tras excusarse por la molestia —algo relativamente nuevo—, se sentó en una silla frente al escritorio. Me resultó terriblemente extraño no verla sobre él.

«Profesor Niikura… Estoy embarazada.»

Casi escupí el café que me estaba tomando cuando la escuché. La miré largamente. Fue hasta entonces que comprendí que el encanto que destilaba, ese del que antes carecía, era nada más y nada menos que producto de la maternidad.

¿Y qué quería que yo hiciera? Así se lo pregunté.

«¡Hacerse responsable!» me dijo con furia contenida. «El bebé que estoy esperando es suyo. Usted es el único hombre con el que he estado», añadió bajando la mirada. «No puede dejarme sola con la carga.»

Me eché a reír. Ella me miró, indignadísima, aunque su expresión mutó a una de completo resentimiento cuando me escuchó decir que lo sentía mucho, pero que lo mejor era que buscara al padre de su hijo pues desde hacía más de seis años que yo me había hecho la vasectomía por seguridad propia. Incluso la reté a que sometiera a su futuro hijo a una prueba nada más al dar a luz, siempre y cuando lo hiciera también el sujeto con el que solía escabullirse a los almacenes entre clases.

Me abofeteó, me llamó bastardo y se marchó llorando dramáticamente, amenazando con que me arrepentiría en el futuro. Que su padre era amigo de no-sé-quién y se encargaría de hacer que perdiera mi empleo.

Me siento tranquilo. La rutina terminó y no tuve que recurrir a su parecido con mi madre.

 

 

07 de agosto, 1998.

 

Bar. Toshiya. Sexo.


 

 

12 de agosto, 1998.

 

«Eres el primero con el que me he acostado más de una vez», dijo mientras fumábamos, tirados en mi cama.

Le conté sobre mis futuros planes. Se rió de mí y luego tuvimos una segunda vuelta.

Espero él no trate de fingirse embarazado también.

 

 

22 de agosto, 1998.

 

Toshiya está enfermo, o algo así.

Lo atrapé intentando tragar una considerable dosis de Prozac cuando salía de la ducha.

Me contó que decidió suicidarse por la misma época en que se dio cuenta que era gay, pero que en realidad, nunca había tenido la valentía de hacerlo. Sus padres son homofóbicos. De hecho, todos en su pueblo natal (no me dijo cual) lo son y tuvo que huir de ahí porque el ambiente era insoportable.

Trabaja (no especificó en qué). Estudia la universidad (no dijo qué carrera). En un inicio, se prostituía porque el dinero de su empleo no le alcanza para costearse los gastos de la escuela y la vivienda, pero dejó de hacerlo cuando los rumores de la infiltración del virus se hicieron más y más frecuentes. Sufrió de un pánico terrible y sus lapsos maníacos se agravaron considerablemente, pero su mundo cambió cuando consiguió su primera dosis de Prozac.

Toshiya va buscando la muerte. Una natural, silenciosa, placentera. La adrenalina de saber si el próximo que se la mete está infectado o no le mantiene en la búsqueda. Se lanza del avión con un paracaídas averiado. Cuando el virus le ataque, siempre podrá argumentar que su muerte fue de causas naturales, que para el SIDA no existe cura. Dice que la mayoría de sus amigos gay viven en el constante miedo e incertidumbre de estar infectados. Él pretende contagiarse porque detesta tener miedo.

Cree que es mejor sorprender a la muerte que ser sorprendido por ella.

«La autodestrucción consiste simplemente en aceptar nuestra propia naturaleza», dijo mientras encendía uno de mis cigarrillos. «Todo lo demás es producto de la fantasía.»

Nos parecemos más de lo que creí. Somos tan arrogantes que jamás nos permitiríamos ser asesinados por alguien que no seamos nosotros mismos.

«Ni siquiera por un alter ego» añadió, mirando el último comprimido que le quedaba.

 

 

25 de agosto, 1998.

 

Me gusta la rutina de la pequeña muerte. Tanto que ha dejado de ser exclusiva de los fines de semana.

Apostamos. Veremos si él se contagia antes de que yo cumpla los cuarenta.

Le conté a Daisuke y me aconsejó que buscara ayuda. Incluso me dio el número del psicólogo que lo trató después del accidente. Rió mucho al darme la tarjeta, pero sé que lo decía en serio.

Estoy seguro que Toshiya me recuerda a alguien, pero no sé a quién.

 

 

05 de septiembre, 1998.

 

«Últimamente te necesito más que al virus. Que a mi imperiosa necesidad de morir» musitó contra mi espalda. «Ojalá nos infectáramos al mismo tiempo.»

 

 

20 de septiembre, 1998.

 

Llevo dos semanas sin verlo. Al inicio me inquieté, pero luego dejó de importarme. Quizás está muerto ya y en todo caso tendría que alegrarme por él ¿no? Era eso lo que buscaba.

El muy hijo de puta murió antes que yo. Eso significa que perdí la apuesta y ODIO perder.



 

28 de septiembre, 1998.

 

Lo primero que me dijo al entrar fue que quería acostarse conmigo.

Apareció hace tres noches, ya hacia el final de la tercera semana. Su aspecto era el mismo que el de un gato moribundo y famélico: sus clavículas resaltaban más que nunca. Su vitalidad en la cama me sorprendió, pero luego lo compensó tomando una larga, larga siesta. Ahora que lo pienso, siempre se duerme después del sexo. A veces fumamos, o charlamos unos minutos, pero luego se queda dormido.

Creo que durmió con alguien más. No, no lo creo. Estoy seguro de que durmió con alguien más, de que lo hizo estas tres semanas, de que lo ha estado haciendo desde que lo conocí. Lo ha hecho desde siempre y sería soberbio pensar que ha abandonado su objetivo de vida solamente por mí. Además de suicida, quizás sea ninfómano, quién sabe. Lo único que sé es que mi cama huele a él desde hace tres noches, que le gusta verme revisar ensayos mientras se termina mi café y mis cigarros, que toma un comprimido de Prozac en la mañana y uno en la noche, que ver la línea de su espina dorsal me parece el paraíso, que no me molesta que use mi regadera o mi ropa. Ni siquiera me importa saber su verdadero nombre, mucho menos con quién —o quienes— ha estado todo este tiempo, si se ha ausentado en la escuela por estar aquí.

Él tampoco tiene interés en hacérmelo saber. Siempre he pensado que todo el mundo tiene una historia que contar, y lo hará a quien sea que esté dispuesto a escucharlo. Pero no él. Si pudiera describirlo, lo haría a partir de los aspectos que desconozco de su persona, porque solamente tengo certeza de un adjetivo que usaría para él y suicidas ya hay muchos en el mundo.

Cazador de bichos lo describe mejor.

 

 

 

11 de octubre, 1998.

 

Cuando desperté, Toshiya ya no estaba aquí. De nuevo.


 

 

21 de noviembre, 1998.

 

Se va, regresa. Se va, regresa.

Más que un cazador, parece un conejo deslumbrado por las luces de un auto.



 

30 de enero, 1999.

 

«Creo que estoy infectado.»

Me lo dijo —después de su enésima huida y su enésimo regreso— mientras fumábamos, yo tirado en el sofá y él, tumbado bocabajo sobre la alfombra de la sala. No supe cómo reaccionar. Es más, ni siquiera reaccioné: dejé que el cigarro se consumiera. Vi el humo ascender en espirales y la manera en que se disolvía en el aire me pareció una alegoría de mis elucubraciones. La ceniza osciló peligrosamente. Cuando me levanté para dejarla caer sobre el cenicero, ésta terminó cayendo sobre el sofá. Arrojé el filtro por la ventana.

«¿Crees?»

«Me hice la prueba y salió positivo, pero a veces esas cosas fallan.» Se supone que tiene que repetir la prueba en unos meses, para confirmar.

«¿Desde cuándo?»

«No lo sé.» Estiró la mano para alcanzar el cenicero. «Pero me hice la prueba hace tres semanas.»

Hice cálculos mentales. Hace tres semanas él estaba aquí y como siempre, follamos como nunca. Él sabía que estaba infectado y no tuvo la decencia de decírmelo.

Es poco lo que recuerdo de la discusión. Sé que le grité, sé que lo insulté. Sé que lo eché de aquí y tengo la sensación de estar sosteniendo sus brazos todavía, como cuando se reprende a niño problema. Recuerdo más sus palabras que las mías. Me gritó, me insultó, me llamó hipócrita y cobarde. Me recriminó que, si de todas maneras tenía pensado matarme, qué más daba si estaba infectado con un bicho incurable. Me abofeteó, se marchó dando un portazo y hasta hace un rato me di cuenta que se llevó mis cigarrillos también.

Lo que Toshiya no entiende es que no tiene que ver con el virus, sino con la intención de contagiarme. Ha creado un vínculo entre nosotros, nos ha atado a la fuerza como no lo logró nadie más, ni siquiera la alumna de los ojos claros. Lo que Toshiya no sabe es que me pasé toda la vida evitando empatizar con otros humanos (exceptuando a Daisuke y a Tooru), sacándolos de mi vida cuando no los necesitaba. Y ahora viene él, un adolescente cualquiera a tejer un lazo más fuerte que el afectivo, que el de la dependencia, que el familiar, que el de la fidelidad o el de la vida misma.

Hablando de la alumna de los ojos claros, han pasado seis meses desde su confesión y se ve más delgada y bonita que nunca.



 

10 de febrero, 1999.

 

Elisa es un nombre femenino que proviene del nombre bíblico Elyasa, y significa algo así como «aquella que lleva una promesa divina».

La promesa llegará en una semana.


 

 

13 de febrero, 1999.

 

Toshiya está recostado en mi cama. Se ha quedado dormido, como hace siempre después del sexo.

Tenía la misma pinta de gato abandonado del otro día, aunque su rostro no estaba bañado en lluvia, sino en lágrimas. Leí en sus ojos la ausencia de Prozac. «Lo siento» me dijo con un tono que no le escuché jamás, «no debí hacerlo. Pero es que no quiero estar solo. Lo he estado por mucho tiempo. Y es cruel.» Buscó un beso: no se lo negué. Lo arrastré adentro y cerré la puerta de una patada. «El mundo es cruel. Lo sabes ¿no?» «Lo sé. Mucho más para gente como yo.»

Volvimos a besarnos. Me mordió el labio e hice lo propio con su lengua. Me arrancó la camisa y yo el aliento. Chocamos con las paredes y los muebles. Rompimos una lámpara. Tropezamos un par de veces. Nos salvamos de caer para luego lanzarnos al vacío. Aterrizamos: él sobre la cama, yo sobre su cuerpo. Resbalamos, rodamos, nos restregamos. Acariciamos, nos mordemos, nos arañamos. Lo quemo, me calcina. Me hiere, lo desgarro. Me acaricia, endurezco. Lo penetro, me reclama. Me muevo, se retuerce. Lo reclamo, me rasguña. Se entrega, lo deseo. Lo obtengo, me repele. Me acepta, lo demando. Se queja, suspiro. Yo jadeo, él gime. Lo busco, me encuentra. Me degusta, lo olfateo. Lo toco, me acaricia. Me insulta, lo injurio. Lo asesino, me destruye. Me destroza, lo liquido. Me reintegra, lo resucito. Me encanta, le fascino. Delira, enloquezco. Fallecemos. Revivimos. Volvemos a morir.

No termino de comprender el concepto de ser alguien como él. No sé si se refiere a ser gay, a estar infectado, a ser un posible ninfómano, fetichista, depresivo, fármaco dependiente, suicida, desempleado, un misterio, promiscuo, universitario, un cazador, el cazado, un fugitivo, todo eso junto. No sé por qué pensó que podría encontrar consuelo conmigo si según mis planes me queda menos de un mes de vida. No sé por qué le abrí la puerta, ni por qué lo seguí hasta el baño del bar, o por qué lo traje al departamento, o por qué está durmiendo en mi cama ahora. No sé si lo de hoy fue una grande y deliciosa muerte o varias pequeñas muertes simultáneas. Tampoco sé qué es lo que quiere de mí.

Pero sé por fin su nombre, el real.

Sin embargo, prefiero Toshiya. Con todo lo que implica ser alguien como él.

 

 

 

17 de febrero, 1999.

 

Hoy fui a recoger los resultados después de clases. Luego quedé con Daisuke para tomarnos una cerveza.

El mismo bar, la misma gente. Casi.

«Feliz cumpleaños» dijo en cuanto llegó, palmeándome el hombro. Lo disimuló, pero sé que estaba sorprendido de verme. Le recordé que todavía quedaba casi un mes para terminar las clases.

Hablamos un poco. Todo le marcha sobre ruedas con su conquista veinte años menor. Ha pasado más tiempo con su hija y la relación con su ex esposa es un caso perdido. No importa: se le ve feliz y me alegro mucho por él. Daisuke es un hombre que sonríe siempre. Aunque la sonrisa de hoy no la había visto desde hace años. Podría jurar que desde que tenía dieciocho.

Cuando regresé a casa, él estaba ahí. No creí encontrarlo, pero se sentó a mi lado cuando me tiré en el sofá, con un cigarro en una mano y el sobre con los resultados en la otra. «Feliz cumpleaños», me deseó el muy cínico. Según él, eso era su regalo.

Guardamos silencio hasta que el cigarrillo se terminó.

«Nunca hablamos del premio» dije de pronto. Me miró sin comprender. «El premio de la apuesta. Te contagiaste antes de mi cumpleaños, así que ganaste. Pide lo que quieras.»

Protestó, porque según él necesitaba hacerse la otra prueba por seguridad, pero yo insistí. Odio perder, pero admito cuando lo hago, y estoy seguro, por su desatado ritmo de vida, que ya forma parte del club. Admito que la curiosidad me llevó a ello. ¿Qué clase de premio querría alguien que va por ahí persiguiendo a la muerte?

«No lo abras» dijo al fin. «Quiero otra apuesta. No lo abras y así estaremos en igualdad de condiciones.»

Esta vez apostamos por quién moriría primero. Sus argumentos eran lógicos: si él estaba infectado, yo lo estaría. Si no lo estaba, yo tampoco. Esperaríamos para verlo, dejaríamos que el tiempo y el virus hicieran su trabajo. Y si ninguno de los dos era portador…

«No me importaría desperdiciar parte de mi tiempo contigo» admitió. «Además, sería divertido verte perder los estribos de nuevo, que me asesines y te suicides después.»

Fuimos al baño, con cerillas y cigarrillos en mano. Dejamos el sobre en el lavamanos y fumamos mientras veíamos a mi sentencia de muerte —o quizás, mi sentencia de vida—, convertirse en cenizas.

 

 

 

23 de mayo, 1999.

 

Toshiya me recuerda enormemente a Tooru.

Tooru solía decir que estaba potencialmente muerto. Toshiya suele decir últimamente que cada respiro es como estar un paso más cerca del inevitable destino.

Vivimos bajo el régimen de una apuesta y, como cualquier apostador, estamos deseosos de ganar. Pero él lo demuestra más. Cuando el Prozac se le termina, luce desesperado y entonces amenaza con escaparse y encamarse con el primer sujeto que se le atraviese en el camino. A veces se arregla y sale sin decir nada, pero regresa al cabo de unas horas oliendo a la misma colonia: la mía. Toshiya es impaciente, sí, pero también un cobarde. Le teme más a perderme que a la muerte, y no sé si eso me consuela, me hace gracia o me enternece. Él hace como que me engaña, yo hago como que me ofendo, hacemos como que discutimos y hacemos como que nos reconciliamos.

Hace un rato hicimos el amor. Desde hace unas semanas que Toshiya ya no se duerme después del sexo. Ahora estamos desnudos: él lee, tirado bocabajo sobre la alfombra de la sala y yo observo su espalda desde el sofá mientras escribo. Siempre me ha gustado su espalda.

La apuesta no tiene fecha de expiración. A veces nos ponemos inquietos, ansiosos, pero no llevamos prisa. Al final, la muerte es lo único ineludible y yo pongo de mi parte: inhalando, exhalando. No hace falta más.

Mientras respiro, espero.

 

 

 

Notas finales:

No suelo usar la primera persona gramatical... ¿se nota?

Pese a que esto es pura ficción, debo aclarar que el fénomeno del Bugchasing (cazar al bicho: contagiarse intencionalmente de VIH) realmente existe. No sé si en Japón sea tan común, pero en EUA sí que lo es, más de lo que a todos nos gustaría pensar. 

En la jerga de la comunidad, bugchaser es aquél que busca, mientras que los gif-givers (los que "dan el regalo"), son personas seropositivas dispuestas a contagiar a personas "sanas".

Amicus est tamquam alter ídem. Locución latina que significa "un amigo es lo mismo que otro yo".

Memento mori. Locución latina que significa "recuerda que vas a morir".

ELISA es el nombre de la prueba más común para la detección del VIH.

Prozac es el nombre comercial del medicamento más famoso para tratar la depresión.

Freddy Mercury, vocalista de Queen, murió de una bronconeumonía complicada por el SIDA. No es secreto para nadie que este grande entre los grandes fue víctima del virus.

Por último, sé que VIH no es lo mismo que SIDA y que actualmente ya no es una sentencia de muerte, mucho menos una enfermedad atribuida a la comunidad homosexual (siendo que el 80% de los portadores son heterosexuales). Pero insisto, hay que ver el año en que la historia se ubica y el hecho de que en Japón, además de ser tan prejuiciosos, tienen (o tenían) una pésima educación sexual. Sólo eso.

Kao, sé que te gustan las cosas medio wtf y retorcidas, así que espero esto te haya gustado al menos un poquito (si no por la trama, al menos por la pareja XD). Va con todo, TODO mi cariño, que sabes que no es poquito, todo lo contrario. Muchas, muchas felicidades, corazón. (: <3

¡Gracias por leer!

 


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