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Aroma a juventud, a corazón dolorido. por Rea Lawliet

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Notas del fanfic:

Esto... me retiré unos meses de la escritura... por motivos tontos.

 

Y hace un tiempo Rea fall in love, so...

 

Hice un fanart de un mono, y dije: Oh, que este tío queda para fanfic... Y así nació esto.

 

Y es un regalo, para la tsundere.

 

En fi... espero que os agrade.

El olor a tierra húmeda y árboles de cerezo me sepulta, acuoso, resbaladizo, con un sabor que recuerda al ácido, a corteza de canela, al primer amor. Huele a juventud, a corazón dolorido.

Exhalo la bocanada de aire que paladeé, y me dispongo a buscar su cabellera pelirroja entre el tumulto de árboles y viento. Pienso rotundamente que hace demasiado frío como para andar jugando al escondite, inclusive con orejeras y la bufanda calada hasta la nariz. Pero, ¿quién podría negarse a unos inmensos ojos amatistas, que a pesar de la edad, no pierden ese toque de infantilismo? ¿Cómo rehusarse a una petición hecha con aquella mirada? Y es que cómo me veía. Como si se le fuera la vida en contemplarme. Suspiro, y me dispongo a buscar la delgada figura de aquel chiquillo de diecisiete inviernos recién cumplidos. Con cautela, como si fuese un pequeño animalito.

 

 

Y, mientras observo el cielo abarrotado de nubes, no puedo dejar de sentir miedo. ¿De qué?, podrías preguntarte. Fácil, porque todo se me antoja irreal. Si no le tengo cerca, siento como si hubiese dejado de existir. Como aquella vez que... no, las cosas suelen empezar con el principio. Ven conmigo. Te contaré una historia, que aconteció hace dos caídas de hoja, un día nublado y brumoso como éste, el día en el que dejé los fútiles amores banales, para encarar al amor verdadero con los brazos abiertos y el corazón colgando del cuello. El día en el que me enamoré de Allen Rosenzthel.

 

Era azul nebuloso. Ese día era de un azul violáceo, aunque parezca inadecuada la expresión, así yo lo sentía. Él se sentaba a leer siempre en la misma banca del parque, sin excepción, aún en los días lluviosos. Cada vez que pasaba delante, me planteaba en cómo saludarle siquiera.

 

Las ilusiones de hablarle desaparecieron, pero no las de conocerle, pues quien me dirigió la palabra fue nada menos que el chico de melena de fuego, con una jovialidad propia de un púber en plenos quince años:

-¿Tienes sed? ¿Quieres algo de agua? –inquirió, al haberme detenido a jadear y recuperar el aliento.

-Sí, ya que lo dices, me haría bien, gracias –dije, al tomar la botella que me extendió- ¿cuál es el nombre de tu libro?

-Ah, ¿éste? Es de François de Sade... -me respondió, con una inocencia mancillada, ¿tan joven y leyendo semejantes relatos? -Sé que parece extraño, pero amo leer, e incursionar en todo tipo de géneros... -añadió, como si tuviese los pensamientos grabados en la frente. Y así empezó, una bella amistad que se trocaría en amor, pero yo aún no lo sabía; era demasiado joven como para saber amarle...

 

Ahora, al recordar eso, se me escapa una risita ahogada. Cuánto le amo.

 

 

Sí, en ese momento yo no conocía el amor. Sólo los desplantes de los 'amores'. Pero nunca había sentido algo así. Algo que ansiara que llegase la mañana para poder verle, y anhelar que la tarde durara toda la vida.

 

-Te quiero- me soltó un día, con sus orbes azules en claroscuro, que parecían violetas.

-Yo también te quiero... eres mi mejor amigo, tonto- balbuceé, sin ser consciente de lo que acababa de decirme.

-Pero no de ésa manera…-suspiró derrotado,  mirando al piso de mi habitación desordenada y con visos rojos, pues afuera el sol languidecía.

-¿Cómo entonc...? -mi frase fue absorbida por los dulces y suaves labios de Allen. Sólo un pequeño contacto. El beso que siempre había soñado sin saberlo siquiera.

 

En ese momento, rogué que el tiempo desapareciera. Pero eso no me concernía a mí, y Allen se separó, con las mejillas rojas, impropias de un joven de quince inviernos, incorporándose lentamente, con evasivas anidadas en los labios. Bajó de nuevo la mirada, y, sin decir nada, se dirigió como un autómata a la puerta. Ahí fue cuando reparé en que no me había movido un ápice, y que me había quedado mudo, como el tiempo. Salí atropelladamente tras él, cuando Allen ya se encontraba a punto de cruzar el umbral de la puerta principal.

 

-Quédate... -le tiré las palabras a los pies, tomándole del brazo, negándome mirarle, con una vergüenza ajena a mi personalidad.

-¿Por qué...? -comenzó a decir, con la voz demasiado queda

-¿Acaso crees que puedes besarme y luego marcharte sin decir nada? -sonreí, y le abracé tiernamente.

 

Esa tarde le amé demasiado. Sin tocarle nada más que la espalda. Le cargué de vuelta hacia mi habitación, depositando besos en toda su cara, en las manos, en el pelo. Le confesé lo que yo mismo acababa de descubrir. Le hice muchas promesas, y el aportó unas tantas. Dormí con él, sólo dormir, sin segundas intenciones. Me limité a abrazarle toda la noche, en estado de duermevela, con los ojos mirándole y la mente soñando con un futuro casi irreal. Los primeros meses fueron como la seda...

 

Y luego, pasó. El precio de tanta felicidad. Qué iluso fui al creer que la alegría de vivir con el ser amado era gratuita. Que iluso, que idiota.

 

Allen comenzó a alejarse. A «evitarme». Ya no dejaba que le abrazara como era mi costumbre hacerlo. Se recluía en sí mismo, cerrando todas las puertas. Sellando todas las promesas de amor.

 

¿Qué le habría hecho en ese entonces al Dios que creía que habitaba en las alturas, para que, dos semanas después, lo encontrase deshilvanado en plena acera lluviosa, con la sangre corriéndole por el pecho, el alma en vilo y el amor propio desperdigado por el suelo? Yo, que jamás odié...

 

En ese momento conocí al verdadero Allen. Al «otro» Allen. El que me gritó cosas terribles. El que me partió el pecho. El que me dijo que fuera a follarse a otro demente. Sí, demente. Me lo llevé en brazos hasta casa, entre patadas, insultos y golpes. Y, en el umbral de la puerta, le abracé hasta que dejó de luchar contra mis brazos y se convirtió en llanto. «Él me ha golpeado» confesó, con las lágrimas deformándole la cara. Y la ira arrancó mi pecho, haciéndome soltarle por un infinito segundo. Recuerdo que le sacudí con demasiada violencia para alguien que estaba tan herido. Y me odié, por haber sido tan ciego, por no reparar en los variantes cambios de ánimo de mi pequeño, por no insistir, por abandonarle, por cosas que hice, y por cosas que olvidé hacer.

 

Le pregunté, con la rabia a flor de piel y la desesperación como bufanda en el cuello, por el responsable de tal atrocidad. «Mi padre...» murmuró, antes de desfallecer en mis rodillas, atrapándole al vuelo. Cuánta desolación. Se podía nadar en el denso aroma de la tristeza.

 

Y me di cuenta de tantas cosas... Yo ni siquiera sabía dónde vivía Allen.  No sabía quiénes eran sus padres. La persona que amaba, ¿quién era?

 

Allen, mi mundo entero, a quien le había entregado mi vida, misma que tomaba prestada para amarle cuanto podía, yacía destrozado, con la apariencia de un ángel guerrero derrotado que sueña...

 

Me obligué a ponerme en pie, ya habría tiempo para la autocompasión. Lo llevé en brazos, sacando fuerza de la llaga de mi pecho, y aún sabiendo que mi pequeño ojos de geoda estaba en una blanca sala de hospital, no me sentía nada tranquilo. Y es que, ¿cómo podría?

 

Primero, la angustia.

 

Y después, el pánico.

 

-¿Es familiar del joven Allen Rosenzthel?

-«Soy su amante» Soy su amigo.

-Acompáñeme, por favor.

 

¿Qué rayos querría decirme ese doctor enfundado en una bata blanca? -pensé entonces- Sí tan sólo lo hubiese sabido antes...

 

-La situación de Allen es delicada, me gustaría que al salir, contactara con sus padres...

 

¿Me decía que su situación era delicada? Oh, sí, delicada, claro. De hecho, tremendamente delicada.

 

-¿A qué... se refiere...? -pregunté, con el miedo a manera de tocado en la frente —

-¿Acaso no lo sabe? -inquirió con extrañeza, escrutándome a través de sus cristales sin montura.

-¿Saber «qué»? -mi paciencia se agotaba.

-Al parecer, no tiene idea del caso del joven Rosenzthel -suspiró, con un deje de decepción, y sacó un enorme fólder lleno de carpetas rotuladas alfabéticamente, deteniéndose en la «R», extrayendo la correspondiente a mi dulce pelirrojo. -Veamos... Allen Rosenzthel, brote psicótico, trastorno de despersonalización, y anemia.

 

El médico cerró bruscamente la boca, dejándome total y angustiosamente anonadado. ¿Tantas cosas laceraban a mi amado, sin yo saberlo siquiera? Dolía, dolía justo en medio del pecho, dolía demasiado desconocer los problemas del ser al que le entregué el amor más puro e imperfecto.

Pero aún más dolía la incertidumbre de desconocer el porqué de callarme todo eso. Y, por increíble que parezca, en ese momento me sentí terriblemente traicionado. Ahora incluso se me antoja ridículo, porque dos lunas después de ese primer incidente, me confesó que nunca se desahogó conmigo, para no lastimarme. ¡Para no lastimarme, decía! ¡Y el que estaba sufriendo era él! Cuánta compasión.

 

Pero yo estaba muy lejos de todo eso. Mi cabeza estaba relativamente clara. Mi percepción de la realidad estaba a salvo. Para él, sin embargo, tan sólo discernir la realidad de sus pesadillas era un infierno. Y aún así se esforzaba por sacarme una sonrisa cuando podía.

 

Me llevé ambas manos a la cabeza y sentí de nuevo la furia rasgándome las entrañas. ¿Por qué, por qué a él? ¿Por qué él, y no yo? Porque la vida no es justa. Nos decimos a nosotros mismos que lo es, a manera de consuelo inútil, pero esa es la más vil de todas las mentiras.

 

El doctor carraspeó, devolviéndome a la realidad, que se me sospechaba ya demasiado incierta. Recordé dónde y en qué condiciones estaba, y le hice muchas preguntas. El tiempo que llevaba Allen con esas quimeras devorándole la cabeza. Su situación legal. De todo. Las respuestas me caían como estoques en mi alma desnuda, pero aún no era tiempo de lamentarse, ni lo sería nunca. Yo debía ayudar a mi pelirrojo, y lo hice.

 

Tuve que sacar un enorme autocontrol de la brecha de mi pecho otra vez, para no correr a abrazarle demasiado fuerte cuando tuve el permiso de entrar a la 313, su habitación. ¿Olvidé mencionar que detesto los hospitales? Se oyen tan vacíos, pero a la vez tan llenos de lágrimas…. Y estuve una semana ahí, durmiendo a deshoras en esa fría sala de espera. No podrían imaginarse mi alegría tan sólo al pensar que pronto volvería a ver esa pálida carita de ángel.

 

Mi ángel estaba desmoronándose.

 

Sólo me atreví a rozar su mano, pero eso bastó para que abriera sus preciosos ojos purpúreos.

 

-No has dormido… -murmuró, con la voz ahogada.

 

¡Cómo podría hacerlo! Si estaba muriéndose…

 

Se me hizo un nudo en la garganta, y las lágrimas, que peleaban contra mis párpados, terminaron por salir, como silenciosos pedazos de tristeza y felicidad.

 

La tristeza: Estaba destruyéndose.

 

La felicidad: Estaba vivo…

 

Comencé a sollozar, tan desconsoladamente, que a mi pequeño también se le escaparon las lágrimas, y, reuniendo todas sus energías rotas, me rodeó con sus frágiles y temblorosos brazos, y posó sus labios rosas en mi cabeza. Debimos quedarnos así durante horas…

 

 

Y después, el siguiente calvario. Pasaron dos semanas antes de que le dieran de alta, y otros catorce días para que pudiese dejar a Allen solo en mi casa, para ir a plantarle la cara a su padre, si es que aún merecía un título de semejante calibre. Yo acababa de cumplir los dieciocho años, apenas alcanzando la mayoría de edad…. Y venía a conseguir la patria potestad de un chiquillo de dieciséis.

Parecía falsa, poco menos que ridícula, la facilidad con la que ese anciano recio me la concedió. ¡A mí, casi un niño! Casi deseé que me la negara, que luchase por su hijo. Pero nada de eso sucedió, y Allen pasó a estar a cargo mío.

 

Ah, pero eso no fue, ni sería un «vivieron felices y comieron perdices». Allen seguía en decadencia. No lo olvides. Y en ese momento estaba mirando a la realidad directo a los ojos. Una criatura angelical estaba enloqueciendo bajo mi techo.

 

Fueron incontables las noches en las que se despertaba, bañado en sudor, llanto y desgarro, innumerables las ocasiones en la cuales se deshilvanaba la garganta a fuerza de gritos, tan aterradoras las veces en que no encontré alguna navaja, y lo hallaba, con los antebrazos cortados, el rostro contraído en una mueca de melancolía, y el alma hecha trizas en la alfombra teñida de carmesí. Debía pisar con cuidado, porque pisaba sus quimeras.

 

-Duelen, ¡las palabras duelen! –me soltó una noche, a punto de cortarse de nuevo, con mi mano forzando su muñeca, haciendo presión para que soltase aquella cuchilla de afeitar- Me cortan por dentro de las venas, y provoca que yo me las saque a fuerza de tajos…

 

-¿Qué palabras? –inquirí, rodeándolo tenuemente con los brazos; un abrazo con esquirlas de cristal, y sentándolo en mi regazo.

 

-Las de mi padre. Las últimas de mi madre al morir. Las mías. Las de ellos

 

En ese entonces yo ya estaba al tanto de ellos. Acribillaban las neuronas de Allen todo el tiempo, le ataban las muñecas con alambre de púas, lo tenían subyugado, y ni siquiera existían. E, irónicamente, también a mí me dañaban.

 

Le besé las muñecas, cubiertas de vendas y cicatrices, subiendo, hasta llegar a su boca, besándolo suavemente, sólo un roce. Temía que se rompiera al más leve contacto, pero fue él quien me atrajo en un acto más profundo, y con todo, sin perder el sabor a ternura. Jadeó contra mis labios, y su aliento se extendió hasta mis clavículas, en las que enterró su cabeza pelirroja con un suspiro. Se había quedado profundamente dormido.

 

Sonreí; a pesar de lo cruel del momento, Allen me seguía pareciendo increíblemente tierno y sugestivo. Besé su frente cubierta con una finísima capa de sudor, estreché su delicado cuerpo entre los músculos suaves de mis brazos, y lo llevé escaleras arriba, a la habitación que compartíamos juntos, en la que antaño nos peleábamos a palomitas, en la que me confesó su amor, y  la fue confidente de tantísimos besos pasionales. Recosté su figura de porcelana entre las sábanas, y lo arropé, con el candor de una madre y el cariño de un amante. No dormí en casi toda la noche, me limité a contemplar sus largas pestañas escarlatas, ayudándome de la luz sesgada que entraba por un resquicio de las cortinas de puntos negros de mi recámara. Tan embelesado, que no me di cuenta cuando Allen se volvió, y me estrechó entre sus brazos destrozados.

 

Cuando abrí los ojos, la efigie de mi pequeño de ojos violetas sólo eran unas cuantas arrugas en el colchón. Salté de la cama con el miedo a flor de piel, mismo que se aplacó al divisarlo en el pasillo, cargando una pequeña caja con Dios-sabría-qué dentro.

 

-Tíralos, Fran –me extendió la caja, llamándome por aquél diminutivo de mi nombre, en el cual sólo se comía la ‘z’ final –llévatelos, por favor.

 

Mi cara de perplejidad se transformó en una de sorpresa, al destapar la caja y ver que su contenido estaba lleno de hojas de afeitar, navajas y cuchillos, algunos con una alarmante cantidad de sangre en ellos.

 

-Esto… Allen…

-¡Llévatelos! Por favor… -su vocecilla se quebró al final de su frase.

-De acuerdo, lo haré, lo haré… -lo acerqué con un brazo, besándole la coronilla- Por ahora, cortaremos la comida con cucharas, y te acostumbrarás a verme con barba.

 

Ahogó una risita en mi pecho, ¡tan fácil era hacerlo reír! Deposité un beso en sus dos mejillas, y se dirigió como un pajarillo hacia la ducha, en tanto yo veía dónde esconder las cosas con las que los demonios de mi pelirrojo lo herían físicamente. Bueno, eso al menos era un avance.

Y gracias a esos pequeños avances, fue que salimos adelante. Pequeñas cosas, como dejar que lo besara de nuevo en la boca, o que me contara todas y cada una de sus pesadillas, hicieron una enorme diferencia, y inmensísimo bien.

 

A base de esfuerzo y muchísima paciencia, pude hacer que volviera a salir tan sólo al jardín. Después, a aquél parque donde nuestras miradas se cruzaron por primera vez, donde dábamos cortos paseos. Incluso, después de ruegos, terapias caseras, y mucha fuerza de voluntad, logré convencerlo de que terminara la preparatoria, inclusive de que se anotara a clases de violín, campo en el que sobresalía bastante. No había noche en la que no me tocara algunas notas para hacerme conciliar el sueño. Y la sonrisa de la cual me enamoré afloraba entonces a sus labios, cada vez con más frecuencia.

 

Por supuesto, esos monstruos seguían visitándole de vez en cuando, pero al menos ya no tenían tanto impacto en nuestra vida. Aún hubo y habrá noches en las que se despierte gritando de pánico, en las que yo lo consolaré.

 

Y también… también… siete meses después… hicimos el amor. Fueron muchísimas las veces en las que lo divisé a medio vestir y unas ganas incontrolables de tomarle me dominaban, pero en ninguna intenté siquiera tocarlo. Ni él ni yo estábamos listos. Curiosamente, la noche en la que nos unimos, fue él quien inició con pequeños roces, más allá de los pasionales besos que tantas veces nos dimos.

 

-Allen… -jadeé contra su cuello, al sentir sus manos frías tanteando en mi pecho.

-Fran… Franz. Quiero hacerlo… -susurró en mi oído, con las mejillas rojas de vergüenza y deseo.- Quiero hacerlo ahora…

 

Me fue inevitable sonreír ante esa petición. Oh, ¡pues cuántas veces había querido hacerlo, y ahora él mismo me lo pedía! Porque yo no quería tener sólo sexo, no quería nada que pudiese dañarlo más de lo que ya estaba…

 

Dejé mi soliloquio mental a medias, y me dediqué a desvestir a Allen sobre el diván, dejándole solamente en ropa íntima, deleitando mi lengua en su blanca y dulce piel con aroma a lavanda. Mordí cerca de su hombro, y un gemido se coló entre mis cabellos castaños hasta mi oído. Un calorcillo me recorrió el pecho, con el efecto de un trago de chocolate caliente en inverno. Ése gemido no se parecía en nada a los que otrora resbalaban de los rosados labios de Allen, llenos de angustia. Para nada. En ese susurro se paladeaba el deseo y la ternura fundidos, como chocolates envinados.

 

Al besarle el pecho y recorrerle la areola de los pezones con la lengua, otro de aquéllos volvió a nacer en su aliento, y al morderlos, unos más morían en sus labios. Mi turno de jadear llegó cuando, aprovechando mi cercanía, lamió el lóbulo de mi oreja, curveando levemente la lengua, y presionando suavemente con las perlas que tenía por dentadura.

 

Reí bajito. Tenía las mismas o más ganas de hacerlo que yo, eso me quedó más que claro cuando sus manos entraron nerviosamente en mis jeans oscuros, desabrochándolos con el pulgar sutilmente. Los dedos le temblaban, así que yo le facilité la tarea, dejándole a la vista mis largas piernas desnudas. Las acarició, su cara ruborizada volvió a acercarse a la mía y nuestras bocas se enlazaron en un beso cargado de deseo, tan diferente a los anteriores… sin perder su encanto. No pude seguir con más preámbulos, y colé mi diestra en la fina tela añil que cubría la desnudez de Allen, acariciando su miembro suavemente.

Sus labios murmuraron un desvaído suspiro, y luego otro, y otro más, a medida que aumentaba los movimientos de mi muñeca, mientras que con la mano izquierda apretaba las tetillas de mi pelirrojo.

 

-Franz… -murmuró, a segundos de despojarme de mi ropa interior, dejando a la vista la reacción que me había propiciado al soltar sus suaves jadeos y los leves roces de sus dedos fríos- Eres… demasiado grande…

 

Su comentario me tomó por completo de sorpresa, tanto, que no concebí si romper en risas o sonrojarme totalmente. Tal vez hice ambas cosas. Él comenzó a masturbarme, a un ritmo lento, que casi podría calificarse de tortuoso. Nuestras manos se movían ahora en un vaivén acelerado, causando una tenue sinfonía de gemidos mutuos, llenando de vaho el espejo de plata que decoraba la sala de estar. El repentino movimiento de cabeza de Allen me rectificó la llegada de su orgasmo, llegando el mío pocos segundos después de que Allen me manchara los dedos con su esencia.

 

-Allen Rosenzthel- anuncié, lamiendo con calma mi índice resbaladizo, ante su mirada entrecerrada y azorada- ¿Me das tu permiso para continuar? –murmuré, besando su antebrazo cubierto de marcas- ¿Me dejarás hacerte el am…?

 

El tacto suave y preciso de la boca de Allen sobre la mía, su mirada velada de deseo, y ése débil asentimiento sonrojado con el mentón me dieron su ofuscado consentimiento. ¿Y es que acaso lo necesitaba? Estaba desnudo y dispuesto frente a mí. Excitados ambos. Ya nos habíamos acariciado mutuamente. ¿Y todavía yo preguntaba eso? Ya parecía que el temeroso era yo…

 

Volvió a besarme, tomando ahora yo la iniciativa, domando su lengua con la mía, con algún mordisco que se colaba traviesamente. Tan sólo el tacto húmedo de su boca ya había logrado provocarme una nueva erección, y el interior de su muslo rozando contra ella me incitaba a tomarle sin menor demora. Cosa que, por supuesto, no haría. Por encima de mis deseos carnales, estaba él. Haría que lo disfrutara lo mayormente posible.

 

Volví a tomar su miembro entre mis dedos, pero ahora a un ritmo acompasado y lento, como un vals. Gimió suavecito, apresando su labio inferior entre los dientes, susurrando mi nombre, con las enormes pestañas pelirrojas apretadas. Lamí parsimoniosamente los dedos de mi zurda, que se deslizó hacia sus tersas nalgas blancas, acariciándolas, antes de que mi índice palpara sutilmente su esfínter, provocando que Allen apretara éste.

 

-Tranquilo, cariño –repuse, besándole la frente y las mejillas, aumentando los movimientos de mi mano derecha, para distraer su atención del dolor que mi dedo causaba en el pelirrojo, puesto que ya había entrado en él, y se movía, en búsqueda del punto de fusión de placer en el frágil cuerpecillo de Allen.

 

Introduje otro dedo en él, moviendo mis falanges delicadamente, topando con un lugar en el que Allen arqueó la espalda y gimió aún más fuerte de lo que lo había hecho hasta ahora.

 

-F… Fran… n… no toques ahhh… ahí… -murmuró, entre jadeos.

 

-¿Dónde no quieres que toque? –susurré  sensualmente en su oreja, de manera que mis labios rozaran ésta.- ¿Aquí? –Le masturbé más rápido, apretando sutilmente el glande- ¿O tal vez acá? –presioné mi índice contra su próstata.

 

-Franz… -sus labios se deshilvanaron en mi nombre, y no pude evitar sonreír antes de besarlo de nuevo, para consumar de una vez por todas, nuestro acto íntimo.- Ha… hazlo de una vez… -rogó, al sentir mi erección acariciando sus nalgas.

 

Aquello se me figuró tan terriblemente erótico –Allen con las rodillas flexionadas y las piernas abiertas sobre el diván, pidiéndome que le tomara-, que no puede contenerme más, y, sin menor dilación, lo penetré con premura.

 

-Agh –un gemido que denotaba dolor desfloró los labios de Allen, pero no se apartó, sino que se apegó más a mí, profundizando el contacto. Un par de lagrimillas se perdieron en la tela roja del canapé, y sus manos se cruzaron tras mi cuello, su cara buscando mi boca.

Ante ésa acción, le di una estocada involuntaria que, lejos de causarle dolor, hizo brotar de su garganta jadeos de mero placer. Volví a embestirlo, una vez, y otra, y otra, y otra más aún. Sus uñas arañando mi espalda, sus blancos muslos aferrados a mis caderas, y su sinfonía de gemidos hicieron que me abandonase por completo al placer, y no podría decir con exactitud cuánto tiempo hicimos el amor, o cuántas veces cambiamos de postura. Lo mismo daba.

 

El recuerdo que permanece vívido y quedará para siempre en mi memoria, es la espalda de Allen perlada en sudor, su último gemido, y mi mano manchada con su esencia.

 

Y su tierno rostro de ángel, que jamás perdió la inocencia, sumido en un fuerte letargo, apegándose a mi cuerpo en busca de calor…

 

Lo vestí con mi camisa, que se encontraba en el piso, lo llevé a la habitación y besé su frente, recordándole, como cada noche, lo mucho que le amaba.

 

A la mañana siguiente, me desperté temprano. No había dormido mucho, pero el recuerdo de lo acontecido la noche anterior me llenó de energía y una alegría indescriptible. Desprendí los brazos de Allen de mi cintura, que rápidamente sustituyó por el enorme oso de peluche que le regalé en nuestro sexto mes de noviazgo, para hacer el desayuno.

 

El sonido de la sartén me impidió escuchar los suaves pasos de Allen por el corredor, así que me sorprendió verlo aferrado al marco de la puerta, con sus blancas piernas asomando por el fondillo de mi camisa, que tan sólo tenía dos botones abrochados. Y, recordando que anoche no le había puesto su ropa interior…

 

Las ganas de volver a tomarle ahí mismo me carcomían, y lo hubiese hecho de no haber dicho lo que dijo.

 

-Fran… no… no puedo caminar… -sus mejillas se tornaron del color de su cabello, y evadió mi mirada, totalmente avergonzado.

 

Solté una carcajada.

 

-¡Franz, no te burles! –Seguía sin mirarme- ¡No es divertido!

 

-Caminas como una anciana. –ironicé, imitando el trémulo paso de una vieja.

 

-¡Algún día creceré, y te lo haré a ti! –reí aún más de su amenaza, y la risa terminó por contagiársele, corriendo yo a abrazarlo y cargarlo.

 

A ése primer encuentro sexual le sucedieron muchos más, y terminé por descubrir -el mil veces negado por él- fetiche de mi pareja hacia los espejos, y agradecí miles de veces por su gusto hacia la gimnasia.

 

El viento fresco me hace volver a la realidad; debo encontrar a Allen en menos de cinco minutos, o me ganará dos de tres, y me veré obligado a hacer todo lo que quiera durante el resto del día. Como si no lo hiciese de cualquier manera.

 

Unas cuantas risas ahogadas le dan un aspecto sospechoso a un viejo manzano, y decido jugar la carta del juerguista, rodeándolo lentamente, para girar de prisa y sorprenderlo.

 

-¡Eso es trampa! –lloriquea, con fingido enfado, dándose dramáticamente la vuelta.

 

-¿Y esto? –antes de que pueda responder, le robo un beso en sus labios fríos, calentándolos con mi aliento.

 

-Idiota –murmura, enrojeciendo suavemente.

 

Me limito a pasar el brazo por encima de sus hombros, y caminando hacia el café más cercano.

 

-¿Franz? –preguntó al cabo de un rato, con su cappuccino sin tocar aún delante de sus narices.

 

-¿Qué pasa, querido? –inquiero, mirándolo con ternura.

 

-Te amo –exclama, riendo, y juega con la  espuma, formando espirales- ¿Te irás algún día?

 

-No –sonrío, y tomo su mano derecha.- Nunca, jamás.

 

Y es verdad.

Notas finales:

Hope you liked! Esto me costó su esfuercito hacerlo, así que un review... lo valoraría bastante.

 

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Y Ask es para feos c:

 

See ya'!


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