Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Playing the Angel por RyuuMatsumoto

[Reviews - 9]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Respuesta al desafío Keep the loonies on the path.

Ocho días después: feliz cumpleaños a los dos hombres de mi vida.

«Morte bella parea nel suo bel viso.»
-Francesco Petrarca

 

 

 

Tratamiento. Dios mío… ¿qué te hemos hecho?

 

Siempre fui de los que preferían echar un vistazo a un cadáver en putrefacción que ver a alguien morir lentamente. Estoy consciente de la gran contradicción en mi afirmación: sin embargo, admitiré que circunstancias ajenas a mi voluntad fueron las culpables de situarme en mi actual profesión. Fue así que durante mi estadía en la universidad creí haber vencido mi aversión, la cual regresó con mayor intensidad a partir de cierto momento de mi vida. La simple visión de un cuerpo juvenil languidecer de manera prematura me resultaba insultante; no sólo por mi profesión, sino por la culpa que me generaba ser un sano cuarentón sobreponiéndose a una larga lista de excesos y congojas.

Las cosas preciosas y frágiles necesitan cuidado especial.

No pretendo ser hipócrita ni decir que mi apatía con los pacientes jóvenes nada tenía que ver con la muerte de mi esposa. Para un oncólogo, perder a su compañera por culpa del cáncer debe ser peor que un escupitajo en la cara. Pero tampoco voy a negar mi masoquismo, asegurar que todo lo acontecido fue evento imprevisto: siempre supe que ella moriría. Sencillamente no creí que sucedería tan pronto.

Hotaru tenía veinticinco cuando su corazón dejó de funcionar. Ya sea por mi quehacer o propia convicción, siempre me fue imposible creer en la existencia de esos entes intangibles que el común de la gente suele llamar «almas». Sin embargo, habría que vivir la experiencia de abrazar un cuerpo sin vida para comprender la sensación que me generó encontrarme con que aquella mujer sin cabello, que parecía dormir plácidamente en su habitación de hospital, ya no era mi querida Hotaru. Algo le faltaba. Incluso en las últimas semanas de agonía, escasa de su acostumbrada vitalidad, de todo rastro de cabello y color, Hotaru me miraba y podía reconocer a la paciente necia de la que me hubiese enamorado cinco años atrás; podía reconocer en sus ojos la esencia que la había caracterizado siempre: su alma, aquella que se desvanecería cuando el pitido ininterrumpido del monitor cardíaco me dio aviso de que esa mirada límpida jamás volvería a reconocerme. Se había marchado para siempre.

Hotaru: Siempre deseé quitarte todo el dolor y sentirlo yo.

Desde entonces me dediqué a la Medicina General. Nadie en el hospital pudo concebir que el jefe del Departamento de Oncología prefiriera recetar jarabe para la tos después de tantos años de dedicación, investigación y toda esa cháchara que logra darle realce a un apellido. Jamás les expliqué —porque no lo creí necesario— que me resultaba imposible contemplar a una mujer enferma de cáncer sin proyectar en su silencio el último grito de auxilio que Hotaru acalló en su garganta. No es que nunca hubiera perdido a una paciente —algo imposible en dicha especialidad—; simplemente ahora había perdido a la paciente. ¿Poco profesional? No, más bien humano.

O eso era lo que Hotaru solía decirme.

Siempre supe que lo de Ryutarou no era nada más que un fenómeno de transferencia, una proyección de mi trágica pérdida cinco años antes de su aparición. Y ni siquiera consciente de ello fui capaz de mantenerme a raya cuando caí en la cuenta de que, lo que le había diagnosticado como una rinitis alérgica, desembocaría en una enfermedad terminal que me lo arrancaría de las manos. ¿O sería más bien que yo y mi ineptitud lo habían empujado hacia la fatalidad? La perspectiva de sobrevivir a él me pareció una burla del destino. Para entonces, yo ya pasaba los cuarenta; Ryutarou, en cambio, aparentaba entrar recién en la veintena y era ya un futuro pasajero hacia un viaje sin retorno.

La morbidez se reflejaba en su semblante: más que un ser humano, parecía una alegoría de todas sus dolencias. Desde su inusual palidez hasta la enfermiza marca de las costillas debajo de su piel, cada inhalación y exhalación significaban un fragmento de espíritu que se le escapaba por las fosas nasales. Podía escuchar su alma debilitarse por el estetoscopio. Fuese un metabolismo envidiable o la falta de apetito debido a la depresión, su delgadez se acentuaba gracias a las ojeras que jamás desaparecerían ni con el sueño más reparador.

En todo caso, Ryutarou estaba muy lejos de ser del tipo atractivo. Su apariencia no sólo auguraba malos porvenires: evidenciaba desgracia. Pensaba sobre todo en una ya existente, una que nada tenía que ver con una enfermedad terminal. Siempre asistía solo a las consultas y durante su corta estadía, no recibió ninguna visita. Durante nuestras charlas —breves al principio—, jamás hizo la menor referencia a sus padres, hermanos, amigos, mucho menos una pareja. La vida se le iba en el estudio, en alimentar a su gato, cuestión última que desde un punto de vista objetivo no hacía sino descollar su patetismo.

A lo mejor era por ello que la muerte no le asustaba: habría que llevar una vida muy desdichada para esperar la muerte con una sonrisa. Porque antes de conocernos, pocas veces sonreía. Se notaba en los músculos agarrotados de su cara y la vacilante curva de sus labios, gesto propio de quien está desacostumbrado a hacerlo. Y por más pretencioso que suene, sé que conmigo era diferente. Siempre recibía de buen talante todas las pruebas a las que mis diagnósticos errados le enviaban: sin importar si destruía su sistema inmunológico, intentaba erradicar un virus inyectándole otro o amenazaba con someterlo a una lobotomía, estaba seguro que él siempre sonreiría. Y cuánto me gustaba su sonrisa.

En su rostro, hasta la muerte era bella.

Llegó a mí junto con el invierno, así que atribuí los síntomas de su primera visita a la oleada de resfriados que inundarían la ciudad hasta el comienzo de la primavera. Bastaron las primeras cinco visitas (todas en un período menor a un mes) para comprender que Ryutarou tenía un sistema inmunológico muy débil ya fuese por un mal congénito o por su latente hipocondría: creía estar enfermo, y esa ferviente creencia desembocaba en la aparición de síntomas leves pero constantes. Sin duda, un caso de histeria que se hubieran arreglado con un tratamiento sencillo de no ser porque gracias a su ocupación, Ryutarou estaba expuesto a una cantidad inusitada de focos de infección. Cuando me contó que era estudiante de medicina y además trabajaba medio tiempo una farmacia, su aire cansado adquirió sentido, lo mismo que ese resfriado incurable. Como fuera, nunca me molestó tenerlo ahí. Prefería eso a que se las diera de médico titulado y comenzara a experimentar con estos y aquellos medicamentos a los que tenía fácil acceso. Solía pensar que, incluso entre los enfermos, siempre habría unos más conscientes y obedientes que otros.

(Hotaru, sin embargo, nunca fue de ése grupo.)

Cuando llegó la primavera y con ello un Ryutarou nuevamente enfermo (y hasta empeorado), caí en cuenta de lo estúpido que había sido. No era un resfriado ¡era alergia! Una tan común que podía llegar a confundirse con la gripe y que, a falta de los antihistamínicos adecuados, sus molestias habían perdurado durante todo el invierno. Me reprendí por mi equivocación, aunque la indulgencia de mi paciente me hizo sentirme todavía peor: porque aceptando mi disculpa, Ryutarou no solamente pasaba por alto la medicación errada, sino aquella suposición de hipocondría con la que me atreví a etiquetarlo a sus espaldas. E ignorante de ello, me sonrió cuando sus manos huesudas se hicieron de los fármacos: una sonrisa tímida, pero radiante, que logró poner de cabeza el consultorio por una fracción de segundo.

No había ninguna duda: me estaba volviendo viejo y comenzaba a ver cosas —todo tipo de cosas— donde no las había.

Aquél día ocurrieron una serie de eventos que me hicieron pensar por un instante que mi consultorio estaba en el cuarto piso del edificio. Cuando abrí la puerta del mismo, dispuesto a acompañar a Ryutarou hasta la salida (y de paso, tomarme la libertad de un descanso), golpeé sin querer a un muchacho uniformado que justamente pasaba por ahí. El muchacho castaño soltó las cajas que llevaba en las manos para frotarse el rostro y amainar el dolor del golpe; lo reconocí como el encargado de la farmacia del hospital. Luego, cuando recibí mi café en el comedor del personal, di un trago largo sólo para caer en cuenta que habían olvidado ponerle azúcar (o quizás, yo me había olvidado de pedirla). De regreso a casa, casi atropello a un gato que se me atravesó en el camino y tuve que llamar al cerrajero cuando caí en cuenta que había olvidado las llaves del departamento en el cajón de mi escritorio.

Una vez dentro, mientras miraba cualquier cosa por el televisor y me agradecía por ver el final de un mal día, jamás imaginé que aquél sería solamente el inicio de una larga serie de eventos desafortunados.

 

 

 

 

Diagnóstico. Un ángel me guió cuando estuve ciego.

 

Ryutarou despertó el primero de abril en una camilla de urgencias dos horas después de haber sido internado. Recibí la llamada aproximadamente a las nueve, justo antes de salir del consultorio. Cuando descolgué el teléfono y escuché la voz moribunda del otro lado de la bocina, supe que no se trataba de una broma del April fools' day (¡pero cuánto lo deseé en ese momento!).

Le miraba de soslayo mientras revisaba su expediente. Lucía cansado, y así se lo dije.

«Yo siempre estoy cansado.»

Nunca fui afecto a juzgar un libro por su portada. Aquél día, sin embargo, deseé haber sido un poco más prejuicioso si eso me hubiera ahorrado todo el embrollo al enterarme que, el mismo muchacho al que el día anterior le había recetado antihistamínicos de primera generación (debido a que su alergia había evolucionado en rinitis), también era un cliente frecuente de los antidepresivos. Incluso tuve la horrible sensación de que el sujeto de la farmacia (que había hecho el favor de llevar los medicamentos al consultorio) había sido más inteligente, pues habría que ver la mirada que le dedicó a Ryutarou cuando le hizo entrega del frasco de comprimidos. Cualquier cosa que le instara a omitir tan importante detalle durante la consulta, no lo salvó de una dura reprimenda. Mi opinión acerca del sentido común del futuro médico parecía haberse ido en picada. ¡Todo el mundo especializado en el tema sabía de las contraindicaciones!

Al día siguiente, en lugar de enviarlo a casa, le reservé una visita con el alergólogo. No solamente para que un especialista en el tema le recetara alguna fórmula que no provocase envenenamiento al combinarse con los antidepresivos, sino también por una serie de erupciones en la piel que habían sido descritas en el reporte médico y que tuve la oportunidad de observar a detalle durante la auscultación. Pensé ciertamente, en que lo mejor sería alejar al chico antes de que terminara por matarlo en mi afán por liberarlo de sus dolencias. Y sin embargo, justo cuando estaba a punto de despedirlo, algo llamó mi atención: en el apartado de sintomatología del informe de urgencias, el prefijo «hipo» no encajaba con la contraindicación del antihistamínico y el agente antidepresivo: se suponía que la presión debía haber volado, no descendido. ¿En dónde estaba mi maldita hipertensión? ¿En dónde estaba mi diagnóstico por envenenamiento?

Ryutarou no durmió en casa esa otra noche. Le presté el teléfono (debía pedirle a alguien que alimentara al gato) y al concederle privacidad, aproveché para consultar los síntomas con Tatsurou Iwakami: un experto en enfermedades autoinmunes.

Iwakami confirmó mis sospechas: palidez, hipotensión, mareos, pérdida de conciencia, dificultades respiratorias, congestión nasal, estornudos, erupciones cutáneas y comezón. Un patrón difícil de ignorar que fácilmente podría ser corroborado con la exposición a antibióticos que dispararan los síntomas faltantes. Con la promesa de darle la exclusiva del caso siempre y cuando mantuviera la discreción con respecto a mi diagnóstico errado, regresamos juntos al consultorio donde Ryutarou nos estaría esperando, esquivando de paso al muchacho de la farmacia que, presuroso, regresaba a su puesto con un par de cajas en las manos. No necesitamos que Ryutarou autorizara la prueba: lo encontramos vomitando en el cesto de basura y con el pulso disparado en una arritmia severa.

Ryutarou padecía anafilaxia tardía.

Tuvo suerte de no asfixiarse: las vías respiratorias se le habían cerrado y el vómito le impedía respirar por la boca. Hizo falta un código azul para estabilizarlo: la epinefrina y la máscara de oxígeno le devolvieron la calma y evitaron un cercano y previsible choque anafiláctico. Después del lavado en urgencias, su nivel de histamina estaba por los aires y tan solo había sido cuestión de horas para que el desayuno del hospital (alguna fruta que funcionara como alérgeno) desencadenara el ataque.

Una noche más en la que el gato dormiría solo. Fue la primera vez que mi paciente y yo tuvimos una charla larga, cuyo propósito era detectar los factores de riesgo que hubieran provocado su primera reacción alérgica. Sin embargo, por lo que pude discernir, todo en la vida del Ryutarou era un factor de riesgo: desde la convivencia diaria con su mascota hasta el constante uso del látex debido a su carrera y trabajo. Incluso me confesó que debido al calor de la reciente estación, dormía con la ventana abierta, por lo que la presencia de mosquitos y otros insectos no quedaba descartada.

«Papá murió de una alergia que se le complicó. Quizás lo heredé de él.»

Tenía sentido: las alergias tenían casi siempre una base genética y aunque la de Ryutarou no la tuviera, eran contados pero existentes los casos de anafilaxia sin una razón plenamente conocida. Sólo hasta entonces reparé en la ausencia de visitas o comentarios respecto a alguien cercano que no fuera su gato: de hecho, era la primera vez que mencionaba, al menos de pasada, a alguno de sus parientes. La ausencia del padre estaba justificada pero ¿qué había de la madre?

«Está en Chiba. Vivo solo por ahora.»

Pasado el peligro, no quedaba más que dejarlo en manos de los especialistas indicados: psiquiatras y alergólogos encontrarían el punto medio para no suspender ninguno de sus tratamientos. Había sido un trabajo arduo con resultados afortunadamente positivos: mi paciente sería dado de alta al día siguiente y podría regresar a clases y al trabajo, deshacerse de ése suplicio que era estar siempre enfermo. Cuando se lo comuniqué y vi su sonrisa agradecida vacilar, no pude sino sentir pena por él; vivía solo después de todo, así que su miedo a sufrir una nueva crisis, sin alguien que pudiera brindarle auxilio inmediato, era más que comprensible. Me asedió con preguntas, mismas que traté de responder con una paciencia que creía perdida.

«Te prometo que todo va a estar bien.»

Noté un sabor amargo, un nudo en la garganta: a Hotaru le había prometido exactamente lo mismo. Y ahora estaba muerta.

(Sólo resisto, sufro bien. Pero a veces es tan difícil de contar.)

Traté de no pensar en ello cuando me marché a casa, en el muchacho que había estado a nada de morir por mi culpa, en las últimas palabras de Hotaru, en la confianza ciega que ella, con su reluciente cabello negro y dientes de perla había depositado en mí. Me dormí pensando en ella: en la fresca resonancia de su risa, el pequeño tamaño de sus pies, la manera en que sus dedos delgados se me enredaban en el cabello de la nuca. Recordé con exactitud la ubicación de sus lunares, ése que ambos compartíamos en el cuello; y le acaricié la espalda cuando se lanzó a mis brazos tras decirme cuánto me había extrañado. Olía a incienso. No resistí la tentación de hundir la nariz en su cabello; le hice cosquillas en la oreja y luego me aventuré en busca de un beso que había esperado cinco años en darle. ¿Estaba muerto? ¿Me había reencontrado con ella? Poco y nada me importó: me entregué, nos entregamos. Y cuando abrí los ojos (siempre cerraba los ojos al besarla), me encontré con él, su sonrisa mortecina y esos ojos negros que me arrastraron hacia el infinito.

El timbre del teléfono me despertó: eran las seis de la mañana. Tardé más en atender que en colgar y salir volando en dirección al hospital: una oleada más de síntomas habían explotado en el organismo de mi paciente. Fiebre, lesiones nuevas en la piel, dolor abdominal, dificultad para respirar. Sintomatología ya existente con nuevos términos que no tenían una explicación razonable.

«O quizás siempre habían estado ahí, pero hasta ahora se han revelado» aventuró Iwakami.

Ryutarou había sido oficialmente internado. Dormía: estabilizado antes de mi llegada, no tenía más remedio que esperar a que despertara para que autorizara una prueba que, estábamos seguros, reafirmaría el diagnóstico al que Iwakami y yo habíamos llegado. Lívido y en decadencia, Ryutarou me pareció entonces una bola de nieve cayendo cuesta abajo, engrosando la lista de sus síntomas hasta desembocar en un padecimiento que, gracias su ambigüedad, cierto diagnosta ficticio siempre descartaba por default.

Una prueba ELISA bastó para confirmar nuestras sospechas. La cantidad de AAN era exorbitante: era necesario comenzar con el tratamiento si no queríamos que el lupus se extendiera más allá de sus manifestaciones en la piel. Sin embargo, lo que más me preocupaba era la manera en la que le haría saber que aquello que en invierno había tomado por resfriado común, terminaría por desembocar a una enfermedad incurable, potencialmente mortal y con un tratamiento de por vida. Ryutarou tenía veinticinco años, pero ahí, sentado al otro lado del escritorio, falto de peso y de energías, me pareció un adolescente famélico y abandonado.

«Arimura… Sabes qué es el Lupus, ¿verdad?»

Decidí no insultar su inteligencia, ni perder nuestro tiempo en explicaciones conciliadoras. Ryutarou había demostrado la suficiente madurez como para lidiar solo con su malestar. No había angustia alguna en su expresión, sino una pacífica resignación. Lo que no esperaba era que volviera a sonreírme.

Fui arrancado desde la habitación más oscura.

Comenzamos a frecuentarnos. Al inicio nos excusábamos en consultas para verificar el avance (o retroceso) de su enfermedad, en la eficacia del medicamento prescrito. Me habló de su falta de apetito y aproveché la oportunidad para hacer de nutriólogo e invitarlo a desayunar, cenar, almorzar. Por culpa de sus días en el hospital y su salud irregular se había atrasado bastante en las clases: fui también su tutor, su profesor privado, su enciclopedia andante y, de vez en cuando, su chef, el niñero de su gato. Y él se convirtió en mi invitado, mi alumno, mi subordinado, mi acompañante, mi huésped, mi amante ocasional.

Pero nunca, jamás, dejó de ser mi paciente.

 

 

 

 

Cuadro clínico. No hay engaños, y tú estás llorando.

Lo que me gustaba de su habitación, en la pensión donde arrendaba, era el tamaño de su cama. Un colchón individual que a veces nos jugaba sucio y amenazaba con dejarnos caer al piso al menor cálculo fallido en nuestros ansiosos quehaceres nocturnos. Por lo demás, era todo un desastre: típico de estudiantes universitarios. Las repisas de las paredes estaban atiborradas de libros y, al parecer, Ryutarou tenía la extraña manía de coleccionar relojes y otras baratijas. Desconocía las razones: en muchos aspectos, Ryutarou seguía pareciéndome un completo misterio. Tanto como el último cajón a la izquierda de su buró, que siempre estaba cerrado bajo llave.

Nuestra tregua con la muerte duró tres meses. Los síntomas del Lupus habían amainado considerablemente; sin embargo, cada vez que lo abrazaba, tenía la sensación de estrechar entre mis brazos a alguien que estaba destinado a la tragedia. Jamás intenté fingir demencia y, aunque siempre había tenido la esperanza de que la transferencia fuese una maldición exclusiva de los psicólogos y psiquiatras, ni siquiera me esforcé por resistirme a ella. Hasta la fecha, todavía no tengo certeza de la veracidad de sus caricias, pero es innegable que no fui el único que se vio arrastrado por la soledad. Éramos personas dañadas, atraídos mutuamente por sutilezas de las que no éramos conscientes.

O tal vez me miento a mí mismo, para que duela menos.

La oleada del calor veraniego fue la causa de un brote de enfermedades varias que me mantuvo ocupado a tope casi dos semanas. Entre el consultorio y la falta de personal en Urgencias fueron contados los minutos en los que hablé con Ryutarou, siempre por vía telefónica. A mitad de la tercera semana, sin embargo, tuve la fortuna de estar en el lugar justo en el momento justo: después de tantos días sin vernos, lo recibí en mi departamento. Cenamos juntos y, luego de darle vueltas al asunto toda la velada (de tal modo que apenas y presté atención al filme que veíamos por la televisión), lo invité a dormir en la cama que hasta hacía poco más de cinco años había compartido con Hotaru.

Lucía cansado, delgado. Más de lo normal.

Recuerdo haberme disculpado con ella, mientras miraba a Ryutarou dormir en silencio a mi lado. Necesitaba hacerle saber a ella, a él, a ambos (¿a los tres?) que aquello no se trataba de un reemplazo, que tenía derecho a continuar con mi vida, a ser feliz después del suplicio que había significado ver morir a mi esposa con las manos atadas tras la espalda. ¿Qué más daba si no lo conocía del todo, si vivía rodeado de secretos? Tenía toda una vida para descubrirlo, para indagar en las razones y los miedos que se escondían detrás de su sonrisa.

Cuando tus labios tocaban los míos, Ryutarou, olvidaba que estaba viejo y muriendo.

Fue él y no la alarma del reloj quien nos despertó en medio de la madrugada. Daba vueltas en la cama, abrazándose a sí mismo, víctima de un dolor que, a juzgar por su expresión, era insoportable. Cuando llegamos al hospital estábamos todavía en pijama, y un frío que nada tenía que ver con la llegada del alba me recorrió hasta la médula.

Iwakami me hizo saber lo obvio: dolor en el hígado, antecedentes en el aumento de los AAN, debilidad, ictericia, fiebre, nauseas. El Lupus de Ryutarou no era una enfermedad: era un síntoma de la hepatitis autoinmune que había evolucionado con asombrosa rapidez.

Ryutarou tenía cáncer.

Sentí todo mi alrededor derrumbarse. Me quedé suspendido en el limbo de mis cavilaciones: las palabras de Iwakami me entraban por un oído y salían por el otro. «Cáncer» era todo lo que alcanzaba a procesar. Ryutarou tenía cáncer. Mi Ryutarou tenía cáncer. Escuché a Tatsurou hablar sobre una biopsia: necesitaban hacer la prueba para determinar la naturaleza del mal, realizar los estudios pertinentes y programar una muy posiblemente necesaria cirugía.

«¿Lo sabe ya?»

Tatsurou negó con suavidad.

«Quería decírtelo a ti primero. Quizás lo tome mejor si viene de ti.»

Esperé junto a su cama a que despertara, eligiendo las palabras adecuadas —si es que las había—, para informarle la noticia. ¿Qué se supone que debía decirle? ¿Acaso iba a perdonármelo? Aquello no podía estar pasando, no otra vez. Podía imaginar su voz, sus reclamos, la incredulidad de sus palabras y su mirada acusadora: «se suponía que era sólo un resfriado, una alergia»; podía recordar las lágrimas, el nudo en la garganta, la negación: «se suponía que era anemia, nada más. ¿Por qué? Yo me alimentaba bien, Tadashi, te juro que siempre me alimenté bien…» Recordé la sonrisa desfalleciente, los ojos apagados, las mejillas sin el acostumbrado rubor de la vida, el pelo lacio, caído y triste, cuando todavía existía. Las últimas semanas, Hotaru apenas podía levantarse de la cama: era víctima de una imposible modorra, y la desgana se volvía cada vez más frecuente en cada parpadeo. Y lo recordé, claro, nítido: «yo siempre estoy cansado».

¿Cómo rayos no lo había visto antes?

Abrió los ojos, presa de la desorientación. Cuando logró enfocarme, sus labios se curvaron como de costumbre. No intenté devolverle el gesto: siempre me he ufanado de mi sinceridad, de mi carencia de hipocresía. Jamás fui de los que solían pretender que todo estaba bien aun cuando el demonio estuviera jugando malabares con su destino. No comenzaría ahora, mucho menos con la persona que tenía al frente.

«Tienes cáncer hepático.»

¿A dónde se había ido mi tacto, mi sentido común? Casi me arrepentí de habérselo soltado tan de pronto, pero necesitaba saber su reacción: que me insultara, que me golpeara, que me escupiera por mis errores y mi mediocridad, que me echara en cara esa promesa de que todo estaría bien. Necesitaba sus desaires y su desprecio, una excusa para alejarme del odioso por venir, una excusa para no seguir enamorándome de él, para regresar a los brazos imaginarios de Hotaru como el cobarde que era.

Pero no. Ahí estaba él: impasible, impertérrito, con una mueca de ligera incredulidad. Vi sus pestañas moverse de arriba abajo con desconcierto, y cuando creí que por fin estallaría, se limitó a mirarme con insistencia para luego preguntar:

«¿Y ahora qué sigue? ¿Y el tratamiento?»

Estaba preparado para cualquier tipo de reacción, menos para esa. ¿Es que no había entendido bien? ¡Tenía cáncer, maldita sea! ¡Tenía cáncer y era por mi culpa! ¿En dónde estaba la rabia, la furia? ¿Por qué me miraba así? ¿Por qué me sonreía? Noté su mano buscar la mía y sólo entonces comprendí que debía de estar bajo algún tipo de shock.

«Todavía no. Primero tenemos que hacer una biopsia para asegurarnos.»

Mis palabras debieron reventar la burbuja en la que Ryutarou se había encerrado. Fue la primera vez que le vi perder los estribos: levantó la voz para asegurarme que no necesitábamos la biopsia, que no la quería. Fuera porque le tuviera miedo a la aguja de la prueba o porque el resultado significaría enfrentarse cara a cara con la enfermedad, su voluntad a negarse a la prueba era terminante. Pero no podíamos iniciar el tratamiento sin ella: era el enfrentamiento de la fuerza ineludible contra el objeto inamovible.

La discusión no nos iba a llevar a ningún lado. Salí de su habitación y tras comunicarle los resultados a Tatsurou, me aconsejó que le dejase solo un rato: debía terminar de asimilar la noticia. Yo también necesitaba hacerlo y al mirarme, supe que debía regresar a casa a cambiarme el pijama por algo menos casual y regresar a mis labores. Y ya que al parecer Ryutarou permanecería más tiempo en el hospital, debía asegurarme de que Kuro, su gato, no siguiera el camino de su amo por inanición. Para mi fortuna, Ryutarou había dejado sus cosas en el departamento, por lo que tras una rápida parada, una ducha y un desayuno improvisado partí en dirección al suyo, con la mochila que solía llevar a todos lados como copiloto. La presencia de la misma enfatizó la ausencia de su dueño.

Cuando llegué, la ventana estaba abierta y Kuro no respondió a mis llamados. Decidí dejarle comida para cuando se dignara a regresar y, ya que estaba ahí, no me pareció mala idea poner un poco de orden. No es que fuera fanático de la limpieza, pero mi trabajo me obligaba a ser ordenado hasta el punto en que visitar el departamento de Ryutarou a veces me provocaba ansiedad. No fue un trabajo complicado, puesto que el lugar distaba mucho de ser grande y sus pertenencias eran las básicas. Sin embargo, mi tarea se vio interrumpida cuando, al mover unas cuantas cosas del buró que estaba junto a la cama, otras más cayeron al piso. Las más llamativas: un frasco con píldoras, una receta médica y una tarjeta de identificación que claramente le pertenecía: lo supe por la fotografía. Sin embargo, al observarla a detalle supe que algo no terminaba de encajar: el documento no ponía el nombre de Ryutarou Arimura, sino el de Naohisa Kawashima.

Releí la tarjeta varias veces, sin comprender. ¿Quién era ése tal Naohisa y por qué su nombre estaba en la identificación de Ryutarou? Debía tratarse de un error: su identificación actual me lo avalaría. Rápidamente rebusqué en su mochila y al hallar su billetera, no logré dar con ningún tipo de credencial, ni siquiera la de la universidad. Es más: se suponía que Ryutarou regresaba de clases cuando fue al departamento, y en la mochila no había más que la billetera, sus llaves (con las que había entrado a su departamento), un libro, un reloj de muñeca y un frasco con píldoras. Guiado por un impulso, revisé los libros que acababa de acomodar y caí en cuenta que la mayoría de ellos eran guías de sintomatología y manuales de farmacología. ¿En dónde estaban los pesados libros de anatomía que recordaba haber usado en la universidad? Busqué el uniforme blanco por todos los rincones de su armario: ni siquiera pude hallar la bata. Ni un solo cuaderno con apuntes, material o cualquier cosa que me asegurara que Ryutarou de verdad era un estudiante de medicina.

Aquella situación no tenía ni pies ni cabeza. El vértigo me invadió cuando caí en cuenta de que los rastros que acreditaban la existencia de Ryutarou eran casi nulos. Pero no podía ser una alucinación ¿verdad? Yo no estaba loco. Tatsurou lo conocía, podía darme cuentas de su existencia. ¿Qué no había estado con él esa misma mañana? ¿Qué no era él el dueño de ése departamento, de esas identificaciones, de esas llaves que jugueteaban en mis manos? Las miré y una en especial llamó mi atención: pequeña, de cobre, que seguramente encajaría perfectamente en el último cajón de su buró.

El cajón estaba repleto: Ryutarou tenía ahí una cantidad exorbitante de medicamentos. Entre frascos y cajas, reconocí no sólo los que yo le había recetado (que por cierto estaba intactos), sino también algunos más cuyos nombres me provocaron escalofríos. Había además una libreta: una especie de diario que contenía no solamente notas mentales sino una detallada y minuciosa lista de todos los medicamentos que había en el cajón, su función, efectos secundarios y reservas. Finalmente, me sentí como el guardián del tesoro cuando me hice de una carpeta de documentos que resultaron ser expedientes clínicos (seguramente hurtados). Me fue difícil precisar si realmente le pertenecían, pues pese a que todos mostraban en la fotografía la misma fisionomía pálida, el mismo cabello azabache, el nombre del paciente era siempre diferente, al igual que el nombre del médico titular. Los abrí, leí algunos, pero cada fragmento, cada diagnóstico, me resultaba más escalofriante que el anterior.

«Asakawa Sho, 20 años. Presenta neumonía izquierda complicada con derrame pleural…»

«Kawashima Naohisa, 22 años. Hipertensión arterial en tratamiento con propranolol 40 mg tres veces por día (TID) y nifedipina 20 mg TID…»

«Irogoto Rio, 23 años. Episodio de trombosis venosa profunda en miembro inferior. Se le indicó tratamiento anticoagulante…»

«Sasabuchi Hiroshi, 25 años. Llegó a urgencias con hemoptisis y dolor torácico…»

«Erizawa Makoto, 26 años. Egresado a urgencias por dolor abdominal; presenta antecedentes de colecistectomía y laminectomía cervical…»

«…continuó con dolor en el cuadrante superior derecho; se le internó debido a su colecistitis aguda por litiasis vesicular…»

«…fue intervenido quirúrgicamente por hemorragia digestiva superior…»

«…complicaciones hemorrágicas del tipo petequias y equímosis que ameritaron suspender el tratamiento.»

«…bronquitis crónica con insuficiencia respiratoria…»

«…presencia inexplicable de hepatitis viral tipo C…»

«…dolor en el flanco izquierdo y hematuria severa…»

«…antecedentes de cardiopatía isquémica aguda, tipo infarto del miocardio»

«… se le practicó traqueostomía y respiración ventilatoria asistida prolongada…»

«…lupus eritematoso y hemoptisis recurrente…»

«…hallazgo de múltiples úlceras inoperatorias en el estómago…»

«…reintervención por resangrado a una semana de la primera cirugía…»

«…complicaciones hemorrágicas del tipo petequias y equímosis que ameritaron suspender el tratamiento…»

«…síntomas gastrointestinales inexplicables…»

«…se muestra renuente a seguir el tratamiento…»

«…contradicción en sus intervenciones anteriores…»

«…sin referencias de hospitalizaciones previas…»

«…se desconoce el resultado de la antigua intervención…»

«…lucía en buenas condiciones antes de perder el conocimiento…»

«…súbita pérdida de peso…»

«…sin diagnóstico claro…»

«…alteraciones del ánimo al ser interrogado al respeto…»

«…hipocondría y agorafobia…»

«…explicado mediante autolesiones…»

«…indicios de mitomanía…»

«…automedicación…»

«…temor a sufrir una crisis sin asistencia médica…»

«…su comportamiento sugiere…»

Pasé las páginas con avidez. Me temblaban las manos, la boca se me había secado: infinidad de padecimientos, diagnósticos errados, efectos secundarios en las prescripciones, envenenamiento, múltiples retornos y aparición imprevista de síntomas que no encajaban con ninguna conclusión. Los pacientes eran patológicamente inestables; sin embargo, quien supiera leer entre líneas adivinaría con facilidad un patrón constante, un comportamiento estandarizado que convertía aquellos pacientes en el paciente.

Asakawa Sho, Kawashima Naohisa, Irogoto Rio, Sasabuchi Hiroshi, Eizawa Makoto, Arimura Naohisa, Irogoto Hiroshi, Asakawa Rio, Kawashima Ryutarou, Eizawa Sho, Arimura Makoto, Irogoto Naohisa, Kawashima Hiroshi, Eizawa Ryutarou, Asakawa Naohisa, Sasabuchi Rio, Arimura Sho, Kawashima Makoto.

Él, él, él, él.

Todos los expedientes coincidían en el juicio final.

«Münchhausen.»

«Münchhausen.»

«Münchhausen.»

«Münchhausen.»

Todo era una broma, tenía que serlo. Estaba enamorado de una apariencia, de alguien que no existía, de una fantasía. Estaba enamorado de un síndrome: una enfermedad mental cuyo principal foco eran las mentiras, la falsedad. Fuera por corroborar lo inevitable o por puro masoquismo, abrí el diario en cualquier página y ahí estaban: clorpromazina, fluoresceína, isoniazida, antinflamatorios, somníferos… Todos y cada uno de sus enigmáticos síntomas encapsulados, comprimidos en dosis de miligramos, embotellados en inocentes jarabes para la tos.

Necesitaba una explicación inmediata, coherente, una nueva mentira que me ayudara a aterrizar sobre el mundo real. Me olvidé del gato, de los documentos, los medicamentos: me llevé solamente el diario. Cuando menos me di cuenta, mis manos apretaban ya el volante y mi pie pisaba al fondo el acelerador.

Llegué en menos de media hora. Me dirigí inmediatamente a la habitación de Ryutarou y la desazón me invadió al no hallarlo. ¿Se habría marchado ya? No podía salir tan fácilmente, al menos no sin una autorización, y yo era su médico de cabecera. Decidí emprender la búsqueda, mas necesitaba espabilarme primero.

No se necesitaba ser un genio para adivinar que aquellos ruidos en el último cubículo del sanitario eran de índole sexual. Estaba más que dispuesto a aplicar una sanción: el hospital no sería nunca un hotel de paso. Probablemente se debiera a la impresión, pues lo último que recuerdo es el rostro acalorado de Akira Nakayama, el encargado de la farmacia, cuyos ojos parecían casi salirse de las órbitas mientras una cabellera negra resaltaba a la altura de su entrepierna. No me quedé a escuchar excusas, mucho menos a contemplar el espectáculo de limpieza cuando, por la sorpresa, Ryutarou dejó caer un frasco de vidrio que se hizo añicos al contacto con el piso.

Las píldoras incriminatorias se esparcieron alrededor.

 

 

 

 

Etiología. Sin conciencia, sin arrepentimiento.

Nakayama fue inmediatamente despedido. La biopsia fue cancelada, pero Ryutarou no fue dado de alta inmediatamente: el registro de su síndrome fue suficiente como para conseguirle un pase directo a psiquiatría una vez que sus síntomas autoinducidos desaparecieron completamente. Pese a su mejoría física, lo escuché demandar nuevos análisis, estudios, un médico mejor: él estaba enfermo, necesitaba atención médica, moriría en cuestión de días si el personal continuaba ignorándolo y, por sobre todo, necesitaba que de verdad creyeran en él.

«¡Lo único que quiero es estar sano!»

Me dediqué cuarenta y ocho horas enteras a la revisión del diario: fui lector de la biografía de cinco personas diferentes que compartían un mismo cuerpo, una misma cara, una misma personalidad. El padre de Ryutarou (si es que ése era su nombre) no sólo había muerto de la complicación de una alergia, sino también de un paro cardíaco, de un derrame cerebral, de una diabetes mal tratada y una de sus tantas identidades negaba de hecho su existencia. La misma historia acontecía con su madre, contrario a sus hermanos, de los cuales jamás hizo mención. Cada detalle de su vida estaba registrado y posiblemente había sido estudiado infinidad de ocasiones previas a cada visita al médico. Encontré referencias a una carrera trunca en enfermería, aunque dado que la historia de la facultad de medicina resultaría una mentira, tampoco supe si confiar esta vez en su palabra.

La diligencia era su mejor arma. «La clave es cuestión de control. No me equivoco al fingir. Sólo necesitas pensar en algo que parezca verdad.» Eso eran quizás los parámetros de su método: las frases se repetían constantemente en los márgenes de las páginas y lo imaginé repitiéndolas como si de un mantra se tratase. Jamás había tratado con alguien que padeciera Münchhausen y, por tanto, aquél chapuzón en sus pensamientos fue suficiente para lograr una sensación de ahogo. La decepción y la molestia pasaron a segundo plano: lo que realmente sentía era pena, pues si la simple lectura de su diario me provocaba una insufrible aspereza ¿cómo sería estar atrapado dentro de su propia mente, sin opción de escapatoria? Mientras repasaba cada una de sus anotaciones, intenté recrear la infancia y la juventud de aquél muchacho, en búsqueda de algún suceso traumático que desencadenara su patología. No logré hallar ninguna respuesta exacta: cada suposición me parecía más exagerada, más alejada de la realidad, pero también más perturbadora.

La mañana del tercer día supe que tendría que enfrentarlo. No podía seguir evadiéndolo, no quería hacerlo: si me había enamorado de una mentira o no ahora carecía de todo sentido. Era médico y él mi paciente, iba contra mi juramento abandonarlo en manos extranjeras cuando yo ya lo sentía como parte de mi propia patria: nos pertenecíamos desde la primera consulta. Los demonios prosperan en la forma en que son alimentados ¿no? Pues había llegado el momento de retirarle la bandeja, la atención, la compasión y reemplazarla con el amargo trago de la verdad.

Y aunque me está vetado el desistir a no ser que haya agotado todos los recursos, supe que su caso no tendría remedio cuando subí al piso de psiquiatría a buscarlo, y lo sorprendí entrevistando a un paciente esquizofrénico con el único fin de perfeccionar su imitación.

Fue solamente una hora la que le dediqué: una reunión de cortesía en la que exigí saber los motivos, todo aquello que constituyera una verdad comprobable. La charla se tornó en un ir y venir de reclamos y contradicciones: un debate fatigante que culminó en lo que a mí me pareció el augurio de una despedida. «¿Por qué lo haces?», le pregunté.

«Me siento amado

Al día siguiente no lo encontré por ningún rincón del hospital: se había marchado, llevándose consigo su expediente clínico. De no ser por el testimonio de Iwakami, juraría que aquél muchacho fue un mero producto de mi imaginación. Teoría que, pese a todo, no me he atrevido a descartar.

 

 

 

 

Anexo: Precauciones. Me siento amado.

«Siempre fui de los que preferían echar un vistazo a un cadáver en putrefacción que ver a alguien morir lentamente. Estoy consciente de la gran contradicción en mi afirmación: sin embargo, admitiré que circunstancias ajenas a mi voluntad fueron las culpables de situarme en mi actual profesión. Fue así que durante mi estadía en la universidad creí haber vencido mi aversión, la cual regresó con mayor intensidad a partir de cierto momento de mi vida. La simple visión de un cuerpo juvenil languidecer de manera prematura me resultaba insultante; no sólo por mi profesión, sino por la culpa que me generaba ser un sano cuarentón sobreponiéndose a una larga lista de excesos y congojas.

»Las cosas preciosas y frágiles necesitan cuidado especial.

»No pretendo ser hipócrita ni decir que mi apatía con los pacientes jóvenes nada tenía que ver con la muerte de mi esposa. Para un oncólogo, perder a su compañera por culpa del cáncer debe ser peor que un escupita…»

Atsushi Sakurai dejó de leer cuando escuchó el llamado a la puerta. Volvió a doblar aquellas hojas con desdén, devolviéndolas al cajón del escritorio. Un médico que se creía escritor, o un escritor fingiendo ser un médico. Lo mismo daba: ficción barata en formato epístola que parecía más una broma de mal gusto por parte del sujeto que le había vendido el mueble. Tal parecía que las compras en rebaja nunca venían solas. Afortunadamente para él, sólo se había encontrado con un montón de mentiras y no con un fantasma sediento de venganza.

Se prometió limpiar a fondo el escritorio: después de un par de meses de adquisición era un trato justo.

—Pasa, por favor.

El paciente se adentró en silencio. Atsushi lo reconoció de inmediato: de hecho lo estaba esperando, al igual que lo hacía el formulario que sacó de una carpeta. Al explicarle el motivo del documento le habló con suma familiaridad, misma que no pudo desaparecer del todo el tono grave de su hablar.

—Y, si estás de acuerdo, comenzaremos con las pruebas ya mismo. Tan sólo necesito tu firma aquí.

Una mano pálida, delgada y de edad indefinida se hizo del bolígrafo. El cabello largo y negro evidenciaba esmero en su cuidado. El paciente se lo retiró, colocándoselo detrás de la oreja para que no le obstruyera la visión.

—¿Te ha quedado alguna duda del procedimiento, Uta?

El paciente negó con la cabeza. Cuando le devolvió el formulario, todo lo que Atsushi pudo distinguir sobre la línea punteada fue un ininteligible garabato.

 

Notas finales:

Síndrome de Münchhausen (no confundir con síndrome de Münchhausen por poder): es un trastorno en el que la persona simula dolencias y enfermedades, ya sea mediante autolesiones o la ingesta de medicamentos, con el único fin de llamar la atención de los demás.

Fue el síndrome que me tocó, y espero haber cumplido bien con el objetivo. :)

Antes de irme, unas cuantas aclaraciones:

- Ya que no pude decidirme por usar solamente una canción, usé varias de un álbum. El álbum que elegí para desarrollar el soundtrack(? de la historia fue Playing the Angel de Depeche Mode. A su vez, las canciones (cuyas citas aparecen en cursivas a lo largo del texto y en los títulos de cada apartado) son las siguientes (dejo link con traducción c:)

Precious http://www.youtube.com/watch?v=svf6E-8a_6Y

Suffer well http://www.youtube.com/watch?v=SUV-c3OtuIs

Damaged people http://www.youtube.com/watch?v=oVE81FRFMeI

A pain that I'm used to http://www.youtube.com/watch?v=2FzTuYSk5ck

I feel loved http://www.youtube.com/watch?v=RJRgT40awUw (ésta no es parte del álbum, pero la necesitaba xD)

 

Ahora bien, por si se preguntaban quienes son todos esos desconocidos que nombré (y el por qué los nombré), dejo algunas fotos.

Sho Asakawa (PLASTICZOOMS)

Kawashima Naohisa (Heidi.)

Rio (Circus)

Sasabuchi Hiroshi (Ex Plastic Tree)

Makoto (Ex DOREMIDAN)

utA (9GOATS BLACK OUT)

Y, por supuesto, Ryutarou Arimura

Alguien tiene un papá travieso(??

Escojan a su favorito para ser protagonista. 

Y bueno, creo que es todo. Gracias al creador del desafío. <3

Ah! Lo olvidaba. Si alguien que sepa medicina lee esto (cofcofsumirecofcof), sea indulgente con mi ficción barata. xD

¡Gracias por leer!


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).