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Pray por BlackBaccarat

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Notas del fanfic:

Lo escribí la primera vez que subí el fic y cerca de año y medio después, tras haber escrito tanto, insisto en lo mismo. No he escrito ningún fanfic mejor que éste, y nunca lograré escribir nada mejor, tengo la sensación.

Me equivoqué al ponerle el título, Pray es el nombre de una canción preciosa de SunnyHill dedicada a un hombre con malformaciones que vivió en el S.XIX y tuvo una vida muy desdichada. Sobre todo me equivoqué teniendo en cuenta que me basé en esa historia luego para escribir Midnight Circus. De todos modos, me negé a cambiarle el título porque es especial para mí.

Cambié algunas partes —incluída la sinopsis a la que quité cosas y añadí otras—. Algunas palabras, nunca frases enteras. Omití algunos puntos y aparte que me parecieron innecesarios y los convertí en puntos y seguido. Corregí algunas faltas que encontré y le puse sangría, removí la cursiva en los flashbacks a cambio de separar las escenas con * y poner comillas a los a principio y final de cada unoEl contenido del fanfic es el mismo, y aunque lo hubieseis leído ayer, aparte de la forma del texto, por el contenido no creo que hayáseis diferencia.

Éste no tiene advertencias. Espero que os guste. Incluso a los que ya lo habéis leído, espero que os guste volverlo a hacer.

«Lo siento. Quizá no soy tan fuerte como yo creía. Como tú creíste. Quiero despedirme de ti y solo de ti, Kei. Eras lo único que tenía. Me gustaría haberte podido decir que saldría de ésta, que ambos podríamos huir de aquí y empezar de cero. No puedo, no puedo. Yo no puedo más.

Cuando estés leyendo esto... seguramente yo ya estaré muerto. ¿Podrás perdonarme algún día? Yo te amaba. Yo te amo. Te amaré siempre. No importa cuántas veces renazca, no importa si voy al cielo o al infierno. Jamás, jamás me olvidaré de ti. Aunque amargos estos meses... creo que nunca me había sentido tan lleno como cuando te tenía a mi lado. No pienso olvidar tus labios, tus besos. No pienso olvidarme de ti. Gracias, te lo juro, muchísimas gracias. Despertaste en mí cosas que creí que nadie despertaría. Me hiciste sonreír cuando creí que no tenía fuerzas para hacerlo, me trataste tan bien aun cuando no lo merecía... no tengo palabras para agradecerte lo que hiciste por mí. Mi pequeño.

Jamás te olvidaré... ¿podrás olvidarme tú a mi? Espero que sí. Espero que encuentres a alguien mejor: alguien que valga la pena. Alguien que pueda darte lo que yo no te di. Alguien que pueda protegerte pese a todo. Alguien tan maravilloso como mereces. Alguien distinto a mí.

Te pido disculpas, te lo juro, te lo aseguro, no hago esto por gusto.

La depresión hace meses que se me ha comido. Éste... éste no soy yo. Tengo tantas heridas en el cuerpo que apenas puedo moverme. Tengo tantas heridas en el alma que creo que ya, ya ni tengo.

Soy un pobre desgraciado. Nunca debí haber nacido.

Adiós mi pequeño. Adiós. Soy un cobarde. Espero que puedas perdonar a este idiota suicida.

—Mizuki»

 

Solo. Estaba solo. Solo sentado en la azotea de un viejo edificio  que daba a un pequeño callejón, sobre el muro que rodeaba los límites de ese edificio; como medida de seguridad para que las personas no pudiesen caer tan fácilmente desde arriba de esa construcción de nueve pisos. Su espalda estaba apoyada en el muro que tenía detrás, con una pierna colgando por fuera del edificio y fumándose un cigarrillo de forma pausada mientras miraba al vacío, aquella callejuela.

El viento arremolinaba sus castaños cabellos, esos que llevaba de aquella forma tan extravagante: iba con toda su melena echada hacia un lado, cubriéndole un ojo. Rizado. Lo llevaba largo, largo para ser un chico; sus cabellos se deslizaban hasta sus hombros. Un piercing en forma de aro negro atravesaba uno de los costados de aquellos vistosos labios que poseía. Llevaba los ojos maquillados con delineador negro y sombra de ojos de un rosa oscuro. Sus labios también pintados, pintados con un labial fucsia.

El cigarrillo se consumía inevitablemente en sus dedos sin ser fumado.

Unos vaqueros anchos adornados con cadenas, cadenas que se unían a la parte superior de aquellos tejanos negros. Una camiseta del mismo rosa que sus labios se ajustaba a su cuerpo, por encima un enorme abrigo negro. Eso llevaba por ropas.

Su cabeza daba vueltas, causándole un horrible dolor, deseando asesinarle. Deseaba asesinarse.

Miraba al vacío y luego fumaba un poco, dejando más tarde su cigarro abandonado entre sus dedos. Dejó caer la colilla al vacío.

 

El estruendo que causó la puerta metálica que conectaba las escaleras con la azotea al abrirse y más tarde cerrarse le alertaron, dejando de mirar al suelo, girando ahora a ver quien entraba; no era un lugar muy concurrido, más bien solo solía subir él.

Atravesó el batiente un chico de baja estatura de cabellos castaños muy claros. Tenía cara de niño —quince o dieciséis años seguramente— una nariz pequeñita y los labios bien gruesos. Sus ojos iban maquillados, como los del de cabellos más oscuros, pero los suyos destacaban mucho menos, solo era un poco de sombra de ojos negra para hacer sus ojos rasgados un poco más grandes, más redondos.

Tras cerrar la puerta se acercó a aquel chico que parecía algo más mayor que él y aunque un tanto alejado se sentó sobre el mismo muro, dejando que ambas piernas suspendidas en el aire sobre la fachada del edificio.

Mizuki, que así se llamaba el más mayor, persiguió con la mirada al más bajo; a Kei.

Una sonrisa por parte del menor solo recibió como respuesta una mirada de estupefacción por parte de Mizuki. Después de aquello, el de hebras más claras miró al frente, dejando que el viento chocase contra su cuerpo, contra su rostro, obligándole a cerrar los ojos para que los mismos no le llorasen.

*

«No recordaba que hubiesen pasado más de dos días, pero aquello había comenzado hacía ya casi un año.

Un puñetazo en su estómago y Mizuki se precipitó, como un muñeco de trapo, al suelo. Ni siquiera se defendió, ni siquiera se quejó. Solo terminó con ambas rodillas ancladas en el suelo y su mirada fija en el que acababa de agredirle, que no era el único.

Risitas burlonas llegaban a sus oídos. Insultos, muchos insultos. Palabras que aunque eran solo eso, palabras, amenazaban con hacerle estallar en llanto.

Una patada al suelo y arena y varias piedras chocaron contra su rostro, obligándole a cerrar los ojos cuando ya parte de esa tierra había entrado en ellos; haciendo que le picasen. No se atrevió a separar las manos del suelo. Volvió a mirar a su agresor.

Más risas. Taladraban sus oídos. Un pie en su espalda empujándole con fuerza. Terminó con el rostro impactando contra la arena de forma dolorosa. Un sutil quejido se ahogó en sus labios, aquéllos que se mordía.

¿Cuánto tiempo llevaban aquellos que se hacían llamar compañeros de clase agrediéndole de ese modo? Casi ni se acordaba. Se metían con él por su estilo, por su forma de vestir, por maquillarse siendo chico, por su orientación sexual, por ser un maldito perdedor; eso le gritaban.

Él, aunque no lo entendía, no podía hacer más que sufrir en silencio y soportar todo aquello sin quejas, él solo. El resultado de pedir ayuda había sido una paliza aún mayor. No pudo mover un músculo en semanas.

Nadie parecía compadecerse de él, ver cuánto sufría. Solo se reían de él. Él dolorido solo trataba de no echarse a llorar delante de nadie. El poco orgullo que le quedaba le gritaba que aunque sumiso no iba a dejar que le viesen derramar una sola lágrima. Incluso si era muy duro aquel cometido».

*

Se encendió un segundo cigarrillo y rápidamente le dio una calada. El mechero cayó sobre un contenedor que había en esa pequeña calle tras que Mizuki lo lanzase allí. Kei se atrevió a abrir los ojos incluso cuando el aire, aunque menos violento, no había cesado.

*

«Empujones, más empujones. Eso era todo lo que recibía. Su cuerpo amoratado y herido chocó contra las taquillas. Lo ignoró y siguió caminando. Encendía y apagaba el mechero como autómata, como si aquello pudiese ayudarle a salvarse. Aquel sonido metálico estaba retumbando en sus oídos: así las risas y los insultos eran menos sonoros; sus sentidos se concentraban en otra cosa. Parecía absorberle.

Entró al baño deseando vomitar todo lo que tenía en el estómago. Meterse los dedos hasta la campanilla y expulsar todo el alimento que había ingerido horas antes.

Pero no entró solo. Cuatro chicos le siguieron.

—Niñata —gritó uno. Mizuki solo le ignoró.

No por mucho tiempo. Un puntapié desde detrás dirigido a sus piernas le hizo perder el equilibrio. Y cayó hacia delante hasta que su mejilla y pecho chocaron contra las baldosas blancas de forma violenta, doliéndole hasta el alma. Su mejilla terminó enrojecida y su pecho, aunque la camiseta lo tapaba, seguramente también. Luego cayó al suelo, y no se movió de allí.

—¿No sabes que éste es un baño para hombres? —espetó otro. Más risas destrozando sus tímpanos.

Giró sobre sí mismo quedando bocarriba en el suelo y miró el techo perdiéndose en la blancura del mismo, esperando que aquellos se marchasen y le dejasen en paz. Cómo ansiaba desaparecer. Pero eso no pasó. Su cuerpo fue levantado violentamente y llevado fuera de allí a la fuerza. Mizuki solo cerró los ojos ahogándolos en esas lágrimas que jamás dejaría salir. Se dejó hacer sin quejas.

Empujado fue a dar contra la puerta del baño femenino que entreabierta se dejó impulsar por el peso del cuerpo de aquel chico y se terminó de abrir chocado con violencia contra la pared, como él lo hizo con el suelo.

Las chicas que había allí, maquillándose o arreglándose frente al espejo, emitieron un grito al oír la puerta abrirse de esa manera y más tarde ver a Mizuki tirado en el suelo. Aquella intromisión repentina les había asustado. A ninguna le alertó ver a aquel chico agredido allí, les era indiferente. Muchas de ellas también se rieron de él. Más insultos.

Sus cuatro agresores entraron tras él. Las muchachas les miraron pero no dijeron ni hicieron nada.

Entre dos fue arrastrado, esta vez sin siquiera esperar que se levantase, hasta uno de los cubículos. Una mano agarró sus cabellos ya no tan bien peinados y le metió la cabeza dentro del sanitario. Su rostro impactó contra la taza e hizo el ademán de quejarse, mas no pudo cuando apretaron el botón de la cisterna y toda aquella agua amenazó con ahogarle. Ahora sí se revolvió. Movió los brazos con desesperación tratando de alcanzar a alguno de sus agresores, pero era incapaz. Era ridículo. Les hacía reír todavía más.

Su cabeza fue echada hacia atrás cuando el agua dejó de caer. Él respiró hondo, recuperando el aire que hasta hacía unos instantes le faltaba.

Cuando el aljibe volvió a estar lleno el proceso se repitió. Ahora no se defendió. Dejó que le torturasen a placer.

Parecía divertido, muy divertido. No paraba de oír risas, risas que le provocaban más nauseas, más ganas de llorar. ‘Desgraciado, eres un desgraciado’; su mente lo repetía. ‘Te lo mereces’».

*

—¿La has leído? —se atrevió a preguntar el más alto refiriéndose a su nota de suicidio. El otro volvió a mirarle sonriente y sin decir una palabra asintió.

Una sonrisa falsa  se dibujó en los labios del mayor, una sonrisa demasiado triste. Sonreír de ese modo le partía el corazón, pero de vez en cuando necesitaba que sus labios se doblasen hacia arriba de esa manera. Se sentía un poco menos desgraciado al ver que al menos aún era capaz de sonreír; aunque fuese falsamente.

»¿Vas a detenerme? —siguió hablando Mizuki. El otro ensanchó su sonrisa, aquella sonrisa tan dulce que tenía. El más alto se sorprendía de una manera brutal de cómo había podido terminar enamorado de ese chico. Y si eso le sorprendía, que el otro estuviese también enamorado de él le desconcertaba todavía más.

—No —respondió, ahora sí, con palabras. Aquella dulzona sonrisa seguía adornando su rostro.

Cualquiera hubiese sentido algún tipo de malestar si la persona amada hubiese pronunciado esas palabras; palabras que perfectamente podían significar que su muerte ajena era completamente irrelevante, que no significaba nada, que no era importante. Era crueldad hecha palabras. E irónicamente lo que una persona normal hubiese interpretado como malo a él le había obligado a sonreír de una forma que hacía tiempo que creía imposible, de forma instintiva, sin querer. Sonrió sin querer.

Pensó, interpretó, aquellas palabras como algo distinto. Quizá ese chico le amaba mucho más de lo que había imaginado. Al fin y al cabo había caminado hasta allí para verle morir. Aun si iba a ser duro se había acercado a acompañarle en sus últimos minutos de vida.

La sonrisa de Kei se ensanchó al ver que Mizuki reía. Cuánto hacía que no le veía reír… cuánto.

Kei pudo apreciar perfectamente aquellas horribles ojeras adornando bajo el maquillaje el rostro, el precioso rostro, de su amado. La delgadez extrema que se dejaba ver en sus clavículas marcadas, en sus estrechas muñecas.

Hacía tiempo que pensaba que si le tocaba se rompería en pedazos. Ese pensamiento le obligó a bajar la mirada. Si le seguía observando empezaría a llorar.

*

«Llegó a su casa dolorido, demasiado dolorido. Pasó rápidamente por delante de la cocina para que su madre no le viese y corrió, tropezándose cada dos peldaños, por las escaleras hasta llegar a su habitación.

—Mizuki —la voz de su madre le alertó. Se vio obligado a frenarse en seco—, ¿ya no saludas? —seguía oyendo aquella voz desde la cocina, eso le alivió. Volvió a tomar aire. La sangre seguía corriendo por sus piernas.

—Perdona mamá. —Casi le costó pronunciar aquel par de palabras seguidas sin derramar una sola lágrima. Trató de sonar firme pero no lo logró. Estaba casi llorando. Tenía el ceño fruncido y se mordía los labios, un gesto de enfado ante su propia impotencia y estupidez. Al parecer a su madre sí le sonó convincente pues no dijo nada más.

Su autoestima estaba demasiado hundida. Para él, solo era un inútil que no servía para nada. Dio un portazo. Inútil. Esa palabra que tantas veces le gritaba su cabeza. Inútil. Esa que prácticamente era la única que sus agresores no le habían gritado hasta ahora. Inútil. ¿Qué podía hacer? Solo llorar. Inútil.

Se metió en el baño que había en su cuarto y empezó a rebuscar entre los cajones cuando las lágrimas ya recorrían sus mejillas, amenazando con ahogarle. Con ahogarle en su propia desesperación.

No tardó más de un par de minutos en encontrar lo que buscaba. Era una especie de tubo de ensayo pero mucho más pequeño, aquél que años atrás su hermana menor había usado para guardar aquellas bolitas rojas para hacer collares, cosas de niñas. Ahora no había ni rastro de aquello, solo había un par de hojas metálicas dentro. Le quitó el tapón y las dejó caer hasta el suelo. Tomó una de ambas y a trompicones logró sentarse sobre la tapa cerrada del váter no sin antes haberse bajado los pantalones un poco. Deslizó la goma de su bóxer hacia abajo, descubriendo allí mil cicatrices, mil heridas que aún no se habían curado. Eran meramente arañazos más que superficiales, pero dolían, escocían, de una forma increíble. Incluso cuando no tenía aquella cuchilla a mano se limitaba a empaparse los dedos de saliva y pasarlos por sobre esas heridas. Ardía, ardía mucho. Era una sensación horrible que le calmaba de una manera brutal. El dolor era la causa de su mal y el dolor era la solución. Era demasiado estúpido.

Se cortaba allí para que nadie viese las consecuencias de su depresión, en la zona que su ropa interior siempre cubría. Era un cobarde, un maldito cobarde. Pero no necesitaba que nadie más aparte de él mismo lo supiese. No quería que le mirasen con lástima, no quería que se riesen de él por ser demasiado débil.

Con sus dedos temblorosos posicionó la parte cortante de la hoja sobre la piel de su cintura. Era increíble como después de haberse cortado en más de mil ocasiones aún su mano temblequeaba de puro miedo. El miedo a sentir dolor.

Una vez tuvo aquello contra sí cerró los ojos y respiró hondo, su llanto no cesaba.

Deslizó aquel objeto cortante sobre su pierna. Notaba perfectamente como su piel se abría bajo esa cuchilla de forma dolorosa, de forma muy dolorosa. Su boca empezó a salivar al igual que cuando estás a punto de vomitar. Le daba nauseas, no habían indicios de que el poco alimento que había ingerido ese día fuese a subir por su garganta pero sentía un enorme asco, una enorme repulsión hacia sus actos, hacia sí mismo. Podía apreciar una sapidez metálica en su boca. Incluso si no tenía ni una sola herida que pudiese provocar ese gusto a sangre él lo notaba, le asqueaba todavía más.

 Las lágrimas morían en sus labios. El sabor salado de la desesperación insana. Aquella que no puede ser curada, aquella que no puede ser sanada. Solo demasiado dolor irremediable. La depresión le estaba comiendo poco a poco. Un peso demasiado grande sobre sus hombros que empezaba a no poder soportar. ¿No había aguantado suficiente? Si Dios existía… ¿por qué no le ayudaba? Jamás se cansaría de pedirle piedad. Tenía la esperanza de que algún día aquel sufrimiento tan grande cesase. Pero los días pasaban y día tras día la misma historia. Solo golpes, solo dolor. A nadie le importaba él, solo les importaba hacerle daño, insultarle, agredirle. ¿Era divertido? Quizá lo era, por eso se empeñaban en dañarle de esa forma. Debía ser muy divertido. Debía ser muy divertido jugar con el cuerpo de una persona, dañarla hasta la muerte en vida, humillarla día tras día.

Empequeñecer a otros provoca la grandeza en el propio ser. Qué estúpido era el ser humano. Lo estaba sufriendo en sus propias carnes de una forma impresionante. Estaba dejando tales estragos en él que empezaba a plantearse la idea de suicidio como algo factible.

Se mordió el labio. Gritos de dolor querían escapar de su boca. No lo permitiría. Seguía llorando, ríos negros adornaban sus mejillas.

Retiró la cuchilla de su pierna cuando sintió que sería suficiente. Ver ni un mero rasguño sobre su piel le hizo enfurecer. ¿Tanto dolor para nada? Repitió sus acciones una y otra vez una y otra vez; hundiendo cada vez con más fuerza aquel objeto en su piel. Con insistencia. No cesaría hasta estar satisfecho. No estaría satisfecho hasta ver aquellas innumerables marcas en su piel, hasta no ver la sangre deslizándose sobre su señalada piel.

 

Paró cuando creyó que el dolor sería suficiente, suficiente como para sanar el dolor que tenía por dentro. Aquellos cortes que en principio parecieron no causar heridas empezaban a sangrar. Eran pequeños hilos de sangre naciendo en su piel. Se acumulaba en forma de gotas sobre sus cortes, sin tener alguna mínima intención de deslizarse hacia ningún lado.

Su cabeza reposó en la pared que tenía detrás y cerrando sus ojos más lágrimas seguían inundando su rostro.

La cuchilla se resbaló entre sus dedos y se precipitó al suelo. Era tan pequeña que ni hizo ruido. Sollozos, muchos sollozos salían de sus labios. Sus dedos estaban apretando esos nuevos cortes sin parar».

*

Se terminó el segundo cigarrillo y volvió a tirar la colilla al vacío como había hecho la primera vez. Demasiados recuerdos parecían atormentarle, daban vueltas en su cabeza. Iba a suicidarse y solo veía cosas horribles pasearse por su mente. Era cruel; ansiaba llorar, pero no lo haría. Conservaría su dignidad hasta el final.

Con cuidado se levantó, quedando de pie sobre ese muro de cara a su salvación, de cara a aquella callejuela. Respiró hondo para cerrar los ojos, luego simplemente los abrió y con el ceño fruncido se enfrentó a la realidad. Saltaría sin dilaciones.

Algo le detuvo. Unos dedos cerrándose alrededor de su mano, los dedos de Kei. El suicida le miró y éste de nuevo solo le sonrió de forma tenue. Las lágrimas de Mizuki parecían no querer quedarse en sus ojos, estaba haciendo un esfuerzo tremendo por no derramarlas.

*

«Era una noche lluviosa, una noche demasiado lluviosa. Se había escondido tras un contenedor dentro de un pequeño callejón a llorar. Lágrimas que se confundían amargamente con las gotas de lluvia. El cielo parecía compadecerse de él, de su cuerpo lastimado. De todas esas heridas y magulladuras que adoraban su cuerpo cubierto por la ropa. Estaba cansado de las agresiones incontables, innombrables, que recibía desde hacía ya meses.

La tromba de agua que caía del cielo le estaba empapando, sus ropas completamente mojadas se pegaban a su cuerpo causándole un horrible frío. No tardaría mucho en darle hipotermia si se quedaba quieto ahí, pero seguía allí sentado abrazando sus propias piernas, llorando sobre sus propias rodillas.

El ruido de un cubo de basura caer le obligó a abrir los ojos, a alzar el rostro. Frente a él había un hermoso chico de cabellos castaños cubriéndose con un paraguas, su Kei. Ambos se sorprendieron de verse. Kei solo se había adentrado en ese lugar persiguiendo a un pequeño gatito que huía de él, gatito que ansiaba llevarse a casa. No esperó encontrarse bajo esa inmensa lluvia a un chico tirado en el suelo sin nada que le salvaguardase del agua que caía, menos que se hubiese quedado ahí quieto sin huir de la misma, sin tratar de hallar un lugar bajo el que ampararse del aguacero que no quería parar.

No se conocían de nada y cuando sus miradas se cruzaron parecieron quedarse petrificados. ¿Amor a primera vista? Incredulidad por parte de Mizuki, compasión por parte de Kei. A pasos lentos se acercó el de hebras más claras y sentándose a su lado posicionó su negro paraguas de forma que les cubriese a ambos de la lluvia. Mizuki seguía tiritando.

 Aquel cuerpo se juntó con suyo y pudo sentir cierto calor, calor que creía haber olvidado. Aquella cabeza se apoyó en su hombro, sus ojos se cerraron. Sus secos cabellos parecieron causarle escalofríos al mayor al rozar contra su cuerpo.

De eso hacía siete míseros meses. De esa forma tan triste se habían conocido. Tras esa noche Kei empezó recorrer esa calle a aquella hora; con la intención de encontrarle de nuevo.

No pasaron ni dos días cuando volvió a verle. Una sonrisa se dibujó en sus labios, hasta que le observó mejor y se dio cuenta de lo herido que estaba, ¿tenía esas heridas la primera vez que le vio? Era incapaz de acordarse, la lluvia había hecho la visibilidad casi nula. Se sorprendió incluso de haberle recocido.

 Cruzó la calle tan deprisa y sin mirar que de poco un par de coches no le atropellaron.

—¡Eh! —le llamó. El otro se giró y al verle no pudo evitar sorprenderse en sobremanera. ¿Ese era el chico que le había salvado de una muerte segura? Probablemente—. ¿Qué te ha pasado? —preguntó Kei con preocupación observando los hematomas que adornaban sus brazos, sus mejillas.

—Nada que a ti te interese —respondió Mizuki de forma brusca. No tenía intención alguna de darle explicaciones a ese chico al que no conocía casi de nada. Abrió la puerta del edificio en el que vivía y se metió dentro.

Unos dedos cerrados en torno a su muñeca se lo impidieron. Esos dedos que del mismo modo en ese preciso instante se apretaban contra su mano. La misma mirada. Se vio obligado a girarse y enfrentar sus ojos, aquellos ojos cargados de pesadumbre».

*

Así se habían conocido, así se habían hecho amigos, así se habían enamorado.

Y de la misma forma que se miraron la primera vez se miraban en ese momento. ¿La última? Quizá.

—¿No dijiste que no ibas a detenerme? —cuestionó el de hebras más oscuras sin quitar la mirada del contrario.

—Y no lo haré —respondió el menor ensanchando su sonrisa.

Se levantó él también y de pie se posicionó de la misma manera que el mayor. Con sus dedos entrelazados. Una última mirada. Kei sonrió. Mizuki al verle también lo hizo.

La única verdad era que Kei ansiaba a Mizuki. Su vida solo había tenido sentido tras haber conocido a ese chico. Si Mizuki moría, él lo haría con él.

*

«—Me gustas —hubo dicho el más bajo.

La mirada de asombro de Mizuki era demasiado plausible, ¿lo había dicho enserio?

—Déjame salvarte —espetó Kei tratando de retener las lágrimas.

—Nadie puede salvarme —dijo el otro. La desazón en el pecho del de hebras más claras solo aumentaba de forma considerable. Tenía el corazón en la garganta y un nudo en el estómago. Su cabeza cada vez le dolía más. Necesitaba ser fuerte, lo necesitaba. No podía rendirse. Amaba a ese chico.

—Déjame intentarlo.

La sorpresa de Mizuki solo aumentó. No supo qué le incitó a hacerlo, pero cuando quiso darse cuenta tenía a Kei entre sus brazos y sus labios contra los suyos. Labios que se movían con inexperiencia sobre los ajenos. El primer beso de ambos, y el primero de ambos juntos. Un mes escaso había pasado desde que se conocieron hasta ese primer beso, solo uno.

Se sentía tan pleno el más alto cuando sentía el contacto con la piel del menor, cuando aquellos brazos se cerraban en torno a su cuerpo… entre el beso comenzó a derramar lágrimas, lágrimas que más tarde Kei secaría. El tiempo se paró, para ambos se paró. Sobre todo para Mizuki que no creyó volver a sonreír de esa manera, que creyó que jamás volvería a sentir ese calor en su pecho. La plenitud causada por la felicidad le abrumaba».

*

Y saltaron. Saltaron como quien salta a un pantano desde un puente, como el que salta a una piscina desde un trampolín. Solo que su destino no era el agua si no una superficie tan dura que les rompería a pedazos. Debían estar al menos a veinte metros de altura.

El impacto fue violento. Muy violento.

Y aun así ambos todavía tenían los ojos abiertos, aun estaban vivos. Gravemente heridos pero con vida.

Kei giró sobre su cuerpo y miró a su amado. Sus dedos seguían entrelazados. No tenían intención alguna de soltarse. El rostro de Mizuki estaba cubierto de sangre, aparte de eso no parecía estar herido en ningún lugar más. Aunque debía tener la totalidad de los huesos rotos.

En cambio bajo la cabeza de Kei se formaba un enorme charco de sangre que cada vez se hacía más y más grande. Se miraron y una sonrisa invadió ambos rostros. Una sonrisa tan cargada de sosiego… por una vez hacía mucho tiempo parecían estar felices; una felicidad completamente veraz.

—¿Ya estás contento? —preguntó Kei. Sus ojos parecían querer cerrarse, le pesaban demasiado los párpados. Su cuerpo parecía enfriarse por momentos.

Mizuki se aferró a aquella mano, aquella que emitía ese frío tan cálido. Su sonrisa se agrandó y varias lágrimas recorrieron sus mejillas. Tosió. Gran cantidad de sangre salió de su boca. Tenía una hemorragia interna, una bastante severa. Nadie sale ileso tras una caída de ese tipo.

—Sí… —murmuró.

Las fuerzas le faltaban. Un hilo de sangre recorría desde la comisura de sus labios hasta el suelo. Aunque el dolor era casi insoportable, aunque notaba quebrados todos sus huesos, aunque sus órganos debían estar destrozados; sonrió. Y sonrió porque era feliz. Se sintió egoísta por haber arrastrado a Kei con él pero a la vez eso significaba que le amaba lo suficiente como para sacrificar su vida por él, a sus escasos quince años. Y la sonrisa igual a la suya que adornaba los vistosos labios ajenos le daba a entender que aquél no se arrepentía de nada.

Ni un segundo más aguantó con los ojos abiertos, se vio obligado a cerrarlos, a cerrarlos para siempre. Y una vez se cerraron sus párpados el agarre en la mano ajena también cesó. La muerte le había arropado por fin. Ya no sufriría más.

Kei lloró. Lloró por última vez. Al final lo había logrado, había conseguido salvarle. Era feliz solo con eso.

Con sus ojos también cerrados empezó a derramar lágrimas a la par que sonreía, en murmullos repetía que lo había conseguido mientras se aferraba a la mano frígida de su fallecido Mizuki.

Miró al cielo, aquel cielo tan azul que vería por última vez. Las nubes dibujando figuras imposibles le hicieron ampliar su sonrisa. Y procuró volver a mirar al chico de cabellos pardos para que esa fuese la última visión que tuviese en vida, para que así no pudiese olvidarle jamás.

Por muchas vidas que pasasen.

Notas finales:

Es duro leer una y otra vez y seguir sintiendo el mismo dolor. El maltrato nos empuja a cosas que creemos inhumanas. Cómo de desesperada puede estar una persona para no temerle a la muerte. Cómo.

Mizuki siquiera teniendo a Kei pudo salvarse. Es un final agridulce. Kei tiró su vida por la borda por hacer feliz a Mizuki en ese salto, le acompañó hasta la muerte, y el sufrimiento de Mizuki acabó, y Kei no tuvo que suplir su pérdida, ni soportarla. Aun así, nunca es agradable que dos personas mueran, menos si son tan jóvenes, y menos si lo hacen empujados por otros.

Quedáos con la parte que más os guste. Ver el vaso medio lleno o medio vacío es cosa vuestra.

Espero que os haya gustado.


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