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Painkiller por BlackBaccarat

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Notas del fanfic:

He retomado mi mala costumbre de usar nombres de canciones para los títulos... espera, ¿he perdido esa costumbre alguna vez?

Podríamos decir que es un songfic, pero a la vez no es un songfic. Me enamoré de Painkiller la primera vez que la oí y pensé "tengo que hacer un fic con esto". Cambié mil cosas, interpreté lo que me dio la gana y, creo, que solo hay dos o quizá tres escenas que puedan parecerse al MV, en verdad mucho no tiene que ver...

Por cierto, pone "Maozuki" y no "Mizumao" por una razón: no hay lemon. ¿Eso qué quiere decir? Que me parece más adecuado poner en primer lugar al protagonista directo, que no al que, se supone, sería seme si se acostasen, que no lo sabéis.

Lo he dividido en... podrían llamarse secciones. Son siete secciones, como si fuesen capítulos dentro de un capítulo. No supone ninguna dificultad entender que están porque esos saltos de tiempo me parecían más largos, o que necesitaban una separación mayor, por eso empleé eso, me pareció práctico.

Painkiller significa analgésico, por lo demás no hay ningún tipo de aclaración que quiera hacer al respecto... Aunque si surge algún tipo de duda podéis preguntar.

I

 

           «Tomar aire, lentamente. Hay personas que viven y otras tantas que solo dejan que el tiempo escape, con abulia y tristeza reflejada en sus ojos cargados de desesperación. Sus corazones laten pero no significa que avancen: viven congelados en el tiempo y a la espera de que alguien les salve.

           ¿Cuánto tiempo llevo muerto? ¿Cuántos años hace que ansiaría estar muerto? Muchos. Demasiados incluso si se trata de mí. Solo busco alguien que me tienda una mano, solo busco redención, un poco de compasión de ojos de aquellos que, a diferencia de mí, pueden sonreír sin pensar en los pecados que han cometido, o que tendrán la desgracia de cometer en un futuro.

            He sonreído a mi desgracia muchas veces, pero en estos instantes he perdido, una vez más, solo una vez más déjame respirar con tranquilidad, sin que esa dulce y opresora presión en mi garganta, sin que mis párpados llenos de lágrimas, me recuerden que sigo muerto. Un corte, dos cortes, mis muñecas llenas de heridas superficiales que solo duelen un rato, solo un poco; tan dulcemente que parecen clavarse mil agujas en mi piel, un cosquilleo. Mi sangre y mi saliva mezcladas sobre mis laceraciones, para que así, así el dolor duela un poco más; mis venas llenas de químicos que no hacen efecto. Sigo tomando pastillas que no me salvan de tu ausencia. Por favor, vuelve. Mi corazón se quedó parado el día que cerraste esa puerta para no volver a abrirla, el día que te perdiste mientras volvías a casa, mientras yo te esperaba con una sonrisa frente a una cálida chimenea, un dulce día de invierno. ¿Dónde estás? ¿Por qué no vuelves? ¿Por qué no vienes a decir adiós?

            No volví a esa casa, tú tampoco; juré que no lo haría hasta que regresases pero, aquí me tienes, en frente de esa puerta y con mis dedos sosteniendo temblorosos las llaves, como si al adentrarme en este frío y lúgubre apartamento, tú estuvieses dentro esperándome, como hacías cada noche que me tocaba trabajar, despierto y con la cafetera encendida, porque conocías mis costumbres mejor que nadie, y lo sigues haciendo. Solo tú puedes decirme qué soy, solo tú. Si es una especie de castigo, dime qué tengo que hacer para redimirme, cuánto bien tengo que hacer o cuánto mal tengo que hacerme para que me salves. Lo estoy intentando, lo estoy intentando con todas mis fuerzas. Dame una señal, una señal que me indique que lo estoy haciendo bien».

II

 

            Tras unos meros segundos de vacilación en que sus ojos se llenaron de lágrimas, hizo girar la llave en la cerradura para pronto adentrarse en ese lugar que se había llevado tanta de su alegría; tantas de sus penas en un pasado no muy lejano. Con prontitud, retiró el plástico que cubría uno de los sillones y se sentó, como había hecho mil veces, en mil y una ocasiones antes de que todo se volviese negro. Qué cruel puede ser el destino, qué desdichadas las personas; qué triste es la existencia sin nada, después de haberlo tenido todo. Eso era él, mera tristeza andante, sin no más que aire en los pulmones y un corazón bombeando sangre sin causa alguna. Mao lo había perdido todo, quizá no era justo depender de otra persona, quizá no era algo digno de un Hombre, pero él había amado hasta saciarse, hasta no quedar nada de sí que no le perteneciese a él, a un hombre alto y de labios gruesos, nariz llamativa y ojos rasgados, quizá no atractivo para muchos de los ojos que le observaban pero él, obcecado en el amor y con unos gustos ciertamente peculiares, había llegado a verle bello; en especial aquella sonrisa tan única que le arrebataba el aliento y hacía volar su cordura lejos, bien lejos. ¿Qué quedaba de eso? No más que recuerdos que, aunque una parte de sí deseara olvidar, anhelaba retener en su memoria hasta que no quedase de sí ni un ápice de carne que devolver a la tierra.

            Sin agua introdujo una, dos, tres pastillas en su boca. Las tragó con dificultad sintiendo cómo se atoraban en su garganta dolorosamente; pero solo un par de lágrimas descendieron por sus mejillas, se deslizaron por su piel para pronto morir en sus labios mientras en los mismos se dibujaba una de las sonrisas más tristes que cualquier persona pudiese llegar a contemplar, la desesperación reflejada en un mero gesto difícil de borrar, no por falta de intentos. Se había perdido, había muerto tiempo atrás y a esas alturas solo caminaba sin rumbo entre espinas que le herían, se clavaban en sus extremidades, en su pecho; perforaban su alma y todo su ser; espinas tan y tan grandes, que pudieron arrancarle el corazón, pero jamás arrebatarle la vida. Incluso si ansiaba con todas sus fuerzas morir, unas cadenas invisibles le ataban a ese mundo: la esperanza de volver a verle, los «quizá» que no era capaz de sacar de su cabeza de ningún modo. Así, se tumbó y acurrucó sobre los cojines; dejó que sus párpados lentamente se cerrasen. Solo esta noche, decía día tras día, y ese deseo se había repetido una y otra vez, pero Mizuki no había vuelto a pesar de los seis meses que se habían sucedido ya.

 

            Se conocieron un uno de abril, cuando los cerezos comenzaban a florecer; poco antes de las vacaciones de primavera. Incluso si pareciere mentira, la primera persona empecinarse con el contrario, fue Mizuki y no Mao.

           De forma casual y no más que fortuita, sus ojos se clavaron en los ajenos y el más alto sonrió avergonzado en darse cuenta que había sido descubierto mientras observaba y estudiaba atentamente, las facciones de ese muchacho que había captado por completo su atención. Inclusive si se vio sorprendido por aquellas pupilas oscuras, no dejó de mirarle. Sin previo aviso, se hubo levantado y aproximado hasta él, causando cierta zozobra en quien se sintió completamente acechado. Mao padecía, además de una profunda depresión, lo que se denomina como fobia social: una obsesión insana que le llevaba a sentir angustia, congoja y enorme temor a relacionarse con los demás; ser observado a lo lejos le causaba un terrible sentimiento de miedo, de miedo a que aquellos que había a su alrededor contemplasen sus defectos, sus imperfecciones. Estaba aterrado.  Aunque una vez el menor de ambos llegó hasta su altura, no hizo más que tenderle un folio en el que había dibujado un rápido retrato, aunque con eterna semejanza hacia su persona, que había hecho en un momento. Todos sus rasgos estaban plasmados en un  papel de forma que parecía hasta bello, incluso perfecto: aun cuando Mao en observarse en el espejo no veía más que defectos, en ver aquel dibujo se vio tal y como Mizuki le vio a él, tan hermoso que parecía irreal.

            Entonces él se dio la vuelta y se dispuso a marcharse. Después de ver aquel rubor y aquel nerviosismo, el castaño se percató del malestar que había causado en esa persona hasta la que se había aproximado con un solo objetivo. Sintió ganas de sentarse a su lado, de preguntarle su nombre. Seguramente no volvería a ver a un chico tan hermoso jamás; pero no quiso incomodar a aquella tan solitaria persona que casi se escondía entre los árboles y las flores con tal de no ser visto por nadie. Sorpresa la suya cuando, sin previo aviso, aquellos mismos dedos trémulos estrangularon con fuerza una de sus muñecas, le hicieron girarse inmediatamente y sin pensar en nada más, pudiendo contemplar a una persona que ni se atrevía a mirarle directamente.

            —Gracias —masculló casi sin voz, suscitando una sonrisa en el rostro ajeno; quien llevó a cabo lo que ansiaba hacer antes de verle tan inquieto, y se sentó frente a él, sobre sus propias piernas.

            —¿Puedo preguntar cuál es tu nombre? —dijo—. Llámame loco, pero siento una tremenda curiosidad hacia ti. No te conozco y soy consciente que puedo asustarte pero... jamás había visto a nadie tan hermoso como tú y has captado mi atención.

            Qué palabras tan bonitas y tanto tiempo pensadas, mientras durante tantos minutos eternos sentado en la lejanía, con un lápiz y un borrador, trazó con el máximo cuidado y rigor que le era posible con sus manos, las facciones de la persona que había logrado fascinarle hasta robarle el aliento. Solo quería causar curiosidad en aquel ser con dicha frase recién pronunciada; la misma que él había causado en Mizuki. Ansiaba fervientemente motivar una inusitada atracción, aunque fuese solo fugaz.

 

            Una breve reminiscencia que se escapó de su memoria tan pronto el sueño le cobijó. Esos recuerdos eran lo que más ansiaba proteger, por encima de todo y de todos, vivía como si fuese una caja de memorias que no podían perderse, que anhelaba conservar. Había sido su primer amor y el último hasta la fecha; pasados ¿cuántos? Tenía que retroceder hasta siete años en el tiempo para llegar a ese día de primavera en que sintió tantas cosas que no había sentido jamás.

            Nunca creyó en ese tipo de amor que venden en películas románticas, superficial y frívolo, en que una mínima mirada casual puede desembocar en ese sentimiento: enamorarse. Le parecía tan y tan absurdo... pero si bien lo suyo no fue amor a primera vista, no tardó en percatarse que esa conexión que tenía con Mizuki, era completamente única e irrepetible: lo que suscitaba en él sus sonrisas, sus miradas, sus meros gestos insignificantes para otros ojos que no fueren los suyos... todo eso y mucho más.

           Hasta que se fue y le dejó completamente solo y desamparado, vacío por dentro y sin ansias para seguir existiendo. Deseaba dormir eternamente, o al menos hacerlo hasta que alguien zarandease sus hombros y, en abrir sus párpados, hallase el rostro de la persona amada; como solía suceder en aquellas películas que siempre detestó, en esos cuentos de hadas que no eran más que fantasía. Pero había anhelado noche tras noche ser despertado por él, mas aún no lo había logrado.

 

           ¿Cómo de complicado es vivir sin esperanzas? ¿Cuán doloroso es esperar y esperar y no obtener nada? Un bucle de emociones sin fin que se repiten una y otra vez hasta hacer que, de cordura, no quede más que un resquicio, un anhelo imposible que cada vez se siente más y más lejano. No había forma de negar que estaba enfermo. Tenía crisis de ansiedad reiteradas, ataques de ira frecuentes y un dolor y vacío en el pecho que no deseaban desaparecer. A decir verdad, ya había sido así antes de conocer a Mizuki, el conocer a ese hombre no había logrado salvarle. Al final, ese amor tan idílico que experimentó siquiera llegó a proporcionarle la felicidad que ansiaba con tanta fuerza, no era tan sencillo devolverle la esperanza que había ido perdiendo con el paso de los días y las semanas durante años. Como la brisa o como se esconde el sol tras el horizonte, su alegría se alejaba de él hasta desaparecer.

           Solo era feliz pocos minutos al día, quizá pocas horas al mes. Había aprendido a vivir así aunque sabía que siquiera podía llamársele vivir. Acudir a especialistas nunca le sirvió, incluso en algunas ocasiones le provocó aún más dolor. Era un muchacho sumamente complicado, en el que solo supo ver un ápice de belleza, el mismo Mizuki.

           A diferencia de él, ese chico era un soñador por vocación; transformaba lo imperfecto en perfecto con sus manos. Tras años y años pintando, durante la carrera de bellas artes se percató que él no ansiaba transmitir lo que sentía a través de un lienzo, quería hacerlo con palabras; a pesar de que acabó haciendo ambas cosas sin la mínima intención de lucrarse con ello. Tras abandonar la licenciatura un año antes de graduarse, mientras trabajaba de camarero en un bar para pagarse sus estudios, ingresó en la facultad de psicología solo por buscar entender a su pareja un poco más. Mao era un maníaco lleno de costumbres difíciles de comprender, de cambios emocionales demasiado arduos de sobrellevar; aunque el motivo más significativo fue el hecho de que Mao se decidiese a estudiar eso mismo. No era ninguna mentira que su relación había tenido altibajos y que no había tarea más complicada que la de luchar contra los fantasmas de su pareja; pero, a su manera, habían logrado alcanzar lo que muchos denominaban felicidad.

 

           —No tengo fuerza de voluntad alguna —le había dicho tras escasos segundos en silencio. Se trataba de su primera salida juntos y era más que evidente que se encontraba sumido en un estado de nerviosismo palpable.

           Empezaba a anochecer y, mirando cómo el cielo se iba oscureciendo paulatinamente, había roto el mutismo sin siquiera atreverse a mirarle a los ojos: tal a la primera vez que tuvo que enfrentarse a él. Habían pasado cuatro meses desde aquello y aún no había superado ese miedo al más alto; era un extraño temor a errar o decir algo inadecuado que pudiese llegar a importunar a aquel chico que había logrado robarle algo más que el aliento. Parecía querer arrancar de sí, y de una forma especialmente violenta, toda la tristeza que le había atacado durante años y años, casi desde que tuvo uso de razón. Quizá no lo estaba logrando tal y como aquél lo deseaba, pero el esfuerzo era más que suficiente para hacer sentir al mayor incluso cierta admiración por su paciencia; y algo más que cariño dado que nadie en el mundo, jamás, se había preocupado por su estado de ánimo. Cualquier gesto de afecto por parte de Mizuki le hacía sentirse una persona afortunada.

           Con cierto letargo a la par que torpeza, se incorporó y sus ojos tan negros como el carbón recorrieron la expresión cansada de Mizuki, quien observaba el horizonte y, con ello, cómo el sol se escondía tras esa franja que separaba el cielo y la tierra, volviéndolo todo oscuro; obligando a esbozar una triste sonrisa seguida de un suspiro a Mao, quizá por no recibir respuesta, quizá por hallarse preocupado por él. Inclusive de ese modo, aunque no hubiese recibido una verdadera respuesta ni en forma de gesto ni de palabras a dicha primera frase recién pronunciada, prosiguió hablando; había tenido que reunir enorme coraje para comenzar a explicar cómo se sentía. Si se detenía, aquello nunca volvería a salir de sus labios:

           »Soy un cobarde. Incluso si sé que debo esforzarme para lograr rehabilitarme, si sé que no voy a curarme solo y que no debería quedarme callado… no puedo levantar la voz —susurró, permitiéndose la imprudencia de dejar de respirar involuntariamente mientras su corazón latía desbocado por temor a la posible respuesta que pudiese llegar a recibir.

           —Pues acércate más —replicó. La persona aludida le miró con recelo y extrañeza, buscando comprender el motivo por el cual escogió aquellas palabras para responderle. Cogió aire.

           —¿Qué?

           —Si vas a vivir tu vida hablando toda ella meramente con susurros, yo quiero oír lo que dices —le espetó para, ahora sí, despegar sus pupilas del horizonte y fijarlas en él—. Sea lo que sea lo que tengas que decir, yo quiero escucharte.

 

           Aquellas palabras tan espontáneas trastocaron por completo a Mao, sus expectativas, lo que esperaba recibir, jamás llegaba, siempre era superado, sorprendiéndole. Mizuki era un misterio, uno que estaba consiguiendo sacar lo mejor de sí.

Aunque le ocasionaba nerviosismo y timidez; porque no sabía qué sería lo siguiente, no podía predecir nada, y ello le asustaba. Vio sus miedos reflejados en el sol, aquél que está destinado a desaparecer y volverse invisible día tras día, condenado a no ser más que el reflejo de un ente que jamás será él, la luna, al que todos miran y admiran como si fuese su verdadero yo, ese yo que en silencio llora por no ser comprendido por nadie. Él era la eterna noche, la que no es concluida jamás por un amanecer. La oscuridad infinita, que se expande lentamente como hace el universo, haciendo imposible hallar un final. ¿Era eso, ese reflejo, lo que Mizuki veía, o le estaba viendo a él? Era difícil poner respuesta a esa pregunta, incluso cuando, seguramente, Mizuki conocía, ya a esas alturas, más de Mao que él mismo.

           Se había enamorado de ese chico, en un periodo demasiado corto de tiempo. Habían sido una sucesión de encuentros casuales lo que le había hecho sentir curiosidad. Durante la primera vez que coincidieron, al despedirse intercambiaron teléfonos, pero nunca se atrevieron a llamarse, ninguno jamás entendió ni su porqué ni el ajeno, mas sin embargo Mao no pudo evitar el aproximarse hasta ese parque donde le vio por primera vez con la mera intención de encontrarle dibujando, era un lugar más que idóneo para ello, al menos mientras los cerezos se mantuviesen en flor. Siquiera supo por qué cada tarde lo hacía, siquiera lo sabía, ya que en caso que le viese, nunca se atrevería a hablarle. Pero guardaba la esperanza que fuese Mizuki quien se acercase, y no falló en sus predicciones.

           Después de un mes el encontrarse se había vuelto una rutina. Una o dos horas diarias hablaban, de nada y de todo al mismo tiempo, conociendo pequeños detalles cada vez, despertando enigmas que solo serían resueltos al día siguiente, propiciando la perpetuidad de esa rutina tan hermosa para ambos. Así habían acabado tan lejos de casa, contemplando cómo tras el horizonte desaparecía el ente solar, con los dedos entrelazados y sus mejillas levemente sonrosadas, como dos adolescentes que experimentan por primera vez lo que es el amor, a la espera que alguno tuviese valor suficiente para que esas palabras que expresaban lo que sentían, saliesen de la garganta de alguno de los dos.

 

 

III

 

           Ese apartamento, sin Mizuki, era la cosa más fría y taciturna que uno pudiere llegar a imaginarse. Algo inocuo como eran un puñado de muebles, un puñado de estancias llenas de polvo, ocasionaba un dolor terrible en Mao. No quería acostumbrarse a la soledad de ese lugar. Cada rincón, cada detalle, le hacía rememorar felices momentos que le hacían llorar, porque no volverían; no ansiaban regresar.

           Abriendo con sus dedos temblorosos la maleta, empezó a desempacar, sin saber si su decisión estaba siendo acertada o si solo estaba haciéndolo todo todavía más complicado y doloroso. Quizá el quedarse como estaba hubiese sido lo menos errado, pero tampoco podía culpársele de querer aferrarse con fuerza a ese sueño, ese en el que él regresaba, ese en el que no se marchaba para no volver, ese… en el que aunque fuese de forma ínfima y escasa, era feliz. Las camisas, sudaderas y pantalones pronto estuvieron distribuidas sobre la cama, y Mao dejó de observar todo aquello para abrir el armario donde debía guardarlas. Ni recordaba que no estaba vacío, ni recordaba que no solo quedaba parte de ropa suya en ese lugar, también quedaban prendas de Mizuki.

           Acarició las mismas con los dedos, pasándolas una a una con un terrible nudo en la garganta y las mejillas amenazando con ser empapadas por lágrimas casi ansiosas por salir de sus ojos. Estaba temblando como un cachorro asustado, como un niño pequeño que no sabe a qué se enfrenta y se esconde. Eso era él, un ente espantado, y corroboró aquella hipótesis cuando ante el descubrimiento de la sudadera que Mizuki solía portar los días en que no salía, tras un sollozo, comenzó su llanto, agarrándola prontamente y estrechándola contra su pecho, como si eso pudiese hacerle sentir mejor, un poco más cobijado; aunque solo acabó de rodillas en el suelo: hipando hasta el punto de hacérsele difícil respirar. Las pastillas de su bolsillo fueron su mayor y más cruel aliado. Varias de distintos colores posicionó en su mano y, así, como siempre, sin agua, las metió en su boca y las tragó, siendo tantas que no pudo evitar empezar a toser. Incluso su cuerpo las rechazaba, incluso éste no las quería. Inconscientemente parecía quería morir por sobredosis, aunque en verdad solo esperaba que los analgésicos se llevasen todo el dolor que le ocupaba. Solo quería dormir, apático y sin fuerzas para seguir existiendo. Pero renegaba la muerte porque con ella, desaparecería todo lo que un día fue, todo lo que un día él y Mizuki fueron, era demasiado valioso como para tornarlo cenizas que el viento se llevase, desapareciendo sin dejar rastro, sin no dejar ni un ápice, nada, de esa historia con tan triste nudo: porque no quería admitir que ello fuese un doloroso desenlace, no quería ponerle un punto final.

           Se desplomó en el suelo, consciente, mirando el techo blanco que se volvía borroso por las lágrimas que empañaban sus ojos. ¿Cuántas veces se habían tumbado sobre las sábanas observando la nada, observándose entre ellos sin decir una palabra? Observando, uno al otro que dormía o dormitaba con los ojos cerrados. Hasta esos gestos insignificantes que le habían parecido cursis y ridículos, se tornaban tan valiosos que hubiese deseado no tildarlos jamás con semejantes términos tan negativos. Era parte de ellos, ¿cómo podía ser malo?

 

           La rutina se tornaba insoportable, insoportablemente triste. Cada mañana, despertando siempre a la misma hora, marcaba una, dos, hasta tres veces, su buzón de voz a la espera de oírle, de recibir un mensaje suyo diciéndole que volvería, cualquier cosa. En algunas ocasiones su estado de nerviosismo, su angustia, era tal; que no podía evitar ponerse a llorar, chillar con desespero y gritar su nombre. Esperar con ansias y esperanza no estaba sirviendo de nada, le quedaba muy poca fe a la que aferrarse, y aferrarse no era mantenerse con vida, no era mantenerse a ese lado de la línea, no. Aferrarse era saber que mientras la certidumbre se hacía opaca, él se ahogaba en ella. Él amaba, amaba a Mizuki. Con dolor, con esfuerzo, con paciencia. Pero el dolor ya doblaba, triplicaba la felicidad que había llegado a alcanzar. No se rendía porque no podía. Descubrió su nefasta y fatídica dependencia hacia ese ser que le había encandilado con una preciosa sonrisa, el día que se marchó para no volver. Y ello no era un castigo, no era una pena: era una condena a muerte que se hace eterna, pero sigue ahí. Llevaba meses en el corredor de la muerte, quién sabía si algún día serían años y seguiría sin la mera intención de plantearse apelar la sentencia, ratificarla. No. Se resignaba, porque creía no tener más remedio. Y es propio aunque triste decir que es probable que tuviese razón.

Era tal su desesperación que seguía reproduciendo un mensaje que se negó a borrar, escuchándole decirle que le quería, que la cena estaba en el horno y que sentía no estar allí, que llegaría tarde y que no le esperase despierto, aunque bien sabía que ello no ocurriría; incluso si Mizuki hubiese llegado a las cinco de la madrugada, se hubiese encontrado con un Mao esperándole, aun si tenía que madrugar al día siguiente, él era así.

           Deseaba que se hiciese realidad, que aunque tarde, atravesase esa puerta, que esa pesadilla tan horrible llegase a su fin. ¿Cómo podía haberle dejado así? ¿Cómo? Después de decirle que le amaba, de dedicar tantas palabras bonitas… ¿cómo podía haber sucedido algo tan desgarrador, algo tan insoportable? Se lo dijo una vez, que no podía vivir sin él, mas aunque Mizuki se rió, ello nunca fue una mentira.

           Un mes hacía que empezó a vivir en aquella casa, y nada había cambiado. Pastillas, comer, dormir. Su existencia se resumía a esas tres acciones, sin dejarse ninguna: descontando de ello el acto de llorar, de derramar lágrimas sin descanso y con dolor día tras día, noche tras noche. Parecía que no había límite, que no había nada que pudiese consolarle o hacerle sentir mejor. La persona a la que amaba se había marchado, le había dejado solo y su existencia en soledad no valía nada, no la quería. Qué egoísta ese hombre, que se marchó sabiendo que significaría la perdición de su pareja, qué egoísta que siquiera concibió la idea de ser causante de la desgracia de su amado, cuando él solo quería curarla a cualquier precio. Su expresión cansada, sus gestos de desasosiego y apatía, sus ojeras… abulia. Estaba abúlico y su delgadez tísica cada día que pasaba se volvía más evidente. A esas alturas tenía un aspecto enfermizo y, siquiera así, ese semblante que presentaba a primera vista se asemejaba ni un ápice a la apariencia que debía tener por dentro. Podrido, vacío. Los químicos llenaban lo que sus emociones no podían.

 

           Había descuidado su aspecto, en todos los sentidos. Era como un fantasma que ni quería ser visto por otros ni quería verse. Quería morir, quería suplicar para que volviese. Quería muchas cosas que jamás sería capaz de lograr. ¿Buscaba fallecer abusando de los fármacos que por depresión le recetaban o sencillamente no conocía los efectos adversos que ese exceso podía provocar? Parecía que sencillamente quería que el dolor desapareciese. Su organismo se había acostumbrado a la dosis estipulada, y Mao creía que doblándola, doblando las dosis, el efecto iba a ser mayor; pero no lograba que eso ocurriese. El malestar no desaparecía.

           Caminó a pasos lentos, hierático y sin rumbo aparente, por ese enorme y funesto conjunto de habitaciones que formaban ese apartamento. Bote de pastillas en mano y lágrimas que no transmutaban su expresión apática yendo desde sus ojos hasta su barbilla empapando sus mejillas en el camino; con sus labios carcomidos por el involuntario tic que le obligaba a mordérselos cuando se sentía más hundido, la expresión de cansancio parecía llevarla tatuada; una máscara de tristeza que cosida con esmero le impedía arrancársela.

           Pronto se vio frente al espejo del cuarto de baño, donde casi tuvo que retroceder más que espantado, como si su propio ser reflejado no fuese él sino un monstruo que amenazaba con devorarle. Y seguramente menos miedo hubiese sentido de ser así. Jamás se imaginó mostrando un aspecto tan lamentable por la ausencia de un tercero. Era triste, patético: le obligaba a agachar la cabeza de la vergüenza que sentía, se había convertido en todo lo que odiaba. Dependiente de una persona que ya no estaba, dependiente de mil analgésicos, dependiente de una vida que no deseaba vivir. Dependiente, porque dependía de entes externos para sobrevivir, eran hilos que se ataban a todo su cuerpo y le obligaban a avanzar como si se tratase de una marioneta, filamentos que le sostenían sin darle la opción de romperlos y quedarse desparramado en el suelo, como un conjunto de huesos y músculos, de órganos sin función y sangre que circulaba impulsada por mecanismos que desconocía. Solo sabía que no podía, con su propia voluntad, hacer que dejase de circular, que su corazón se detuviese y dejase de bombear. No quería morir, pero ansiaba la muerte tanto como había ansiado a Mizuki un día que se hacía tan lejano que no quería ni recordarlo, por miedo a que se desvaneciese sin más.

           Además de su eterna presencia, de su voz retumbando en esas paredes, Mao descubrió que Mizuki había dejado olvidada su colonia preferida sobre el mueble del baño, y él se descubrió cogiéndola imprudente y arriesgándose a abrirla y olerla, sabiendo que no tendría forma de volver a atrás, de manera que cuando ese aroma alcanzó sus fosas nasales y con ello mil recuerdos, no pudo más que echarse de nuevo a llorar, superponer lágrimas húmedas a las resecas que adornaban su rostro desde hacía horas.

 

 

IV

 

           El primer diciembre que se sucedió tras conocerse, después de meses llenos de sutiles insinuaciones y frases bonitas que pronunciaron sin motivo y sin especificar por qué, siendo los sentimientos de uno y otro más que obvios pero no explícitos,  decidieron de forma casi clandestina, abstenerse de visitar a sus familias como tenían por costumbre ambos en las festividades navideñas y pasar las mismas en compañía el uno del otro, sin nadie más: como llevaban meses haciendo, aunque en fechas que parecían ser más superfluas y carentes de significado en sí mismas.

 

           El sol no iba a volver a salir, vivía en una eterna oscuridad, inconclusa, inacabable, perpetua. Con un dolor inefable e indescriptible, dejaba caer con lentitud las gotas de aquella colonia sobre el suelo, con un ritmo constante como una melodía sin fin. Gotas, que impactaban contra el parqué y hacían llegar a sus fosas nasales aquel aroma que amenazaba con desangrarle por dentro. En ese preciso instante, comprendió que jamás volvería, que estaba esperando algo que jamás sucedería,  que su vida se resumía a aguardar por algo que el tiempo no podía ni podría curar.

           Ese hálito que desprendía Mizuki desde la primera vez que le vio, le dio ganas de vivir. Le enseñó a ver grises, a ver luces entre la oscuridad que le rodeaba. Le habló de ondas, de cosas que jamás comprendería, de combinaciones de colores, de los diferentes lápices que podía o debía emplear si quería dar un efecto u otro distinto a un cuadro. Mao le escuchaba con eterna curiosidad, pero callaba. Jamás encontraría a una persona que lograse encandilarle tanto con palabras que jamás entendería, y pronto entre explicaciones banales y frívolas, entendió que, en ocasiones, esa persona hablaba entre líneas.

           Mao había dicho una vez, que todo a su alrededor era un conjunto inenarrable de vacío y oscuridad, y días más tarde Mizuki le dijo, sin venir a cuento, que un pequeño agujero puede iluminar una habitación completamente a oscuras, que la luz se expandía, como una onda. Él lo entendió entonces, lo que quería decir, y yéndose atrás en el tiempo, rememorando discursos que con detenimiento había escuchado sin entender nada, descubrió consejos que con sigilo el mayor de ambos le había ido diciendo. Mizuki jamás quiso ser violento con él, que sus palabras le alterasen o le asustasen, pero estaba diciéndole constantemente, que si dejaba de obcecarse en su infelicidad, que si se dejaba ayudar, el mundo se abriría y su cáscara de fracturaría poco a poco hasta dejarle libre. Se ofreció a guiarle cuando el cascarón se quebrase, a ir siempre un paso por delante y asegurarse que jamás sufriese ningún mal.

           Por todo ello, resultaba todavía más cruel e inconcebible para Mao, que ya no estuviese, que se encontrase él solo en un mundo lleno de luz que le cegaba, sin Mizuki, cuando era éste quien había insistido en que cuidaría de él. No era capaz de comprender por qué le había obligado a deshacerse de las murallas que le protegían, para dejarle más tarde completamente indefenso y desamparado.  Merecía una respuesta que no recibiría, a todas aquellas preguntas. Se deshizo en la desesperación y encogido como un cachorro muerto de frío, moribundo, cerró los ojos y tiritando y no de frío, sino de miedo, un par de lágrimas descendieron por sus mejillas mientras a su memoria acudían fragmentos de recuerdos agridulces de quien descubre que las personas que sonríen más a la ligera, con facilidad, lo hacen porque han vivido en tan profunda miseria, que aprecian cualquier cosa por insignificante que pueda parecer a otros tantos. Que había dos tipos de personas desgraciadas, las que se hunden en su angustia y tristeza y se cubren con ellas en un intento desesperado de resguardarse, como él mismo; y quienes reciben los golpes como una fuente de poder, que sonríen ante los errores encontrando en ellos la forma de aprender y seguir adelante, de ser más fuertes, quienes ven la vida como un regalo que nunca expira a pesar de las tristezas o el dolor que terceros puedan causarte. Personas, que a pesar que su sufrimiento sea infinito, solo cargan sobre sus hombros felicidad. Mizuki era una de esas personas.

 

           Lo descubrió un quince de enero, caminando por los desiertos caminos, entre árboles sin flores y sin hojas por el frío, entre el gélido clima que hacía que las personas avanzasen sin detenerse, le descubrió a él, estático, fumándose un cigarro con ese sosiego inalterable y ameno que le caracterizaban, observando aquello que otros tantos pasaban por alto, buscando con sus ojos pasajes bellos, personas bellas. Era tan distinto a los demás, que Mao no cesaba en su intento de comprender, qué había visto aquél en él.

           Se aproximó despacio, con las manos en los bolsillos, tratando de no resbalar con la finísima capa de hielo que cubría imperceptiblemente el suelo. Mizuki alzó la mirada cuando le oyó llegar, y sonrió al verle.

           Entonces Mao pudo vislumbrar lo que a lo lejos no pareció ver en el rostro de la persona amada: un hematoma en su ojo derecho y su labio partido. Se quedó sin respiración por segundos, eternos.

           —¿Qué te ha pasado? —cuestionó.

           Sin borrar la sonrisa, Mizuki se encogió de hombros antes de darle otra calada al cigarro, la última antes de arrojarlo al suelo y apagarlo con la suela del zapato. Agarró al muchacho de la mano, entrelazando sus dedos con los suyos y empezando a caminar sin rumbo por aquellos lugares. Mao tuvo miedo, tanto miedo de lo que pudiese haberle ocurrido, que se apretó contra su cuerpo y se agarró de su brazo como si temiese perderle. Qué haría él sin Mizuki, su luz.

           Mizuki jamás le mintió ni trató de ocultárselo: cuando se dio la situación, le abrió las puertas de su alma y lo confesó todo sin pena alguna, sin cortársele la voz ni anegársele los ojos de lágrimas. Su padre era un alcohólico. Había empezado a beber después de la muerte de su mujer, la madre de Mizuki, un año atrás. Como Mao, él se había hundido en una desesperación de la que no podía salir, y el alcohol era un preciado aliado, pero a veces se excedía y se ponía violento. Nunca había llegado a los golpes con él, pero una vez había ocurrido en una ocasión, las dos personas que conversaban sabían que nada podía asegurar que no se repitiese.

           Su valentía, su alegría, su todo: ese espíritu libre e infinito que era Mizuki, lo era gracias al dolor. Un cáncer se había llevado su hermanas muchos años atrás, había llorado mucho, pero a sus cortos catorce años, se dio cuenta que la vida es un algo que expira tarde o temprano, que se viven años limitados y que jamás puedes saber cuántos serán, cuándo concluirá todo. Desde entonces había vivido día a día sin pensar en nadie más, solo en él, bebiéndose cada minuto, no dejando escapar ninguno, siendo libre en la máxima expresión de esa palabra. Cuando su madre se fue, solo se despidió, no diría que no dolía, pero morir para él significaba que todo lo que habías venido a hacer al mundo, había concluido. Mao no le entendía, pero jamás le juzgó. Dejó que le acurrucase entre sus brazos cuando al caer la noche empezó a tiritar y Mizuki le llenó las mejillas de besos para tratar de convertir ese desasosiego que le había causado su discurso, en una sonrisa sincera, en segundos de alegría. Las personas iban y venían de su vida, y a él nunca le importó que se marchasen. Se asentaban a su lado y las dejaba quedarse, hasta que decidían irse y él no hacía esfuerzo por impedirlo. Mao era distinto. Distinto a todos. Le cobijó bajo sus alas y se encargó de cuidarle. Ni él sabía por qué. Solo una cosa tenía clara: había perdido parte de su libertad al entregarse a ese muchacho, al que no sabía, si se daba la ocasión, si podría dejar marchar sin más.

           —Hace frío —susurró, ganándose un asentimiento por parte de Mao—, ¿quieres acompañarme a casa y quedarte un rato? Te he explicado muchas cosas pero tú no has dicho una palabra…

           —Como siempre —dijo, sonriendo con una tristeza difícil de explicar. Se ganó un beso en la mejilla por parte de Mizuki y esa falsa sonrisa pronto se transformó en una avergonzada, entre que agachaba la cabeza para que entre la oscuridad y sus cabellos, su rostro sonrojado no pudiese verse.

           —Vamos.

 

           Le arrastró por varias calles concurridas, llenas de personas que no parecían tener prisa. Ellos sí la tenían, al menos Mizuki que avanzaba con rapidez sin soltar a Mao con un miedo inusitado e inexplicable a perderle. Siempre era así, como si ese muchacho no fuese más que un gatito abandonado a su suerte, muerto de hambre. Y Mao aceptaba sin rechistar la compasión de Mizuki, su limosna en forma de abrazos y gestos de cariño que solo recordaba haber recibido de su madre en un tiempo lejano. No le gustaba admitirlo, pero cuando era ella quien lo hacía, solo sentía una incomodidad que no sabía describir; Mizuki en cambio hacía que sus mejillas se sonrosasen con crueldad y sin permiso.

           Subieron con rapidez un sinfín de peldaños de unas escaleras que crujían a cada paso. Mao contó cinco pisos, no había ascensor en un edificio tan viejo. Era raro, como si estuviese fuera de lugar, como si ese bloque no tuviese que estar allí.

           El compañero de piso de Mizuki, con el que compartía gastos y poco más, era un chico huraño, adicto a la marihuana y de pocas palabras. A veces, le explicó Mizuki, llevaba a chicas y se encerraba con ellas en un cuarto. No sabía lo que hacían allí dentro pero lo intuía. No hacían ningún tipo de ruido, y no sabía si sentirse agradecido por no tener que oírles, o desconcertado. Mao no preguntó su nombre y Mizuki no vio importancia en decírselo. Cerró la puerta de su cuarto tras de sí, sin hacer ruido, mientras Mao contemplaba maravillado el sinfín de bocetos y dibujos concluidos colgados en las paredes. Las pinturas desperdigadas por su escritorio junto con un puñado de libros apilados en una esquina; algunos más gruesos, otros más finos.

           —¿Cuál es el que más te gusta? —dijo de pronto, sobresaltando a Mao.

           Se dio la vuelta con pausada lentitud y le miró con una sonrisa. ¿Cuál de esos dibujos le gustaba más? Todos. Los había hecho Mizuki, ¿qué más hacía falta para que los admirase? Incluso si ese hombre no hubiese desbordado tanto talento, incluso así, Mao hubiese adulado todo lo que esas manos hubiesen hecho. No estaba lejos de idealizar a esa figura alta y delgada que esperaba frente a sí, con una bonita sonrisa y las manos en los bolsillos.

           Aun así, empezó a divisar con sus ojos todos y cada uno de los folios pintados que había colgados en las paredes. Paisajes y retratos, escenas de animales y personas, o de ambos conviviendo, se mantenían repartidos por la habitación. Muchas de esas personas eran conocidas para Mao, las había visto al pasear, habían sido compañeras, compañeros de clase en un tiempo no tan lejano, a veces seguían siéndolo. Variaban muchas cosas a diferencia de una, la perfección de esos dibujos.

           Detuvo sus ojos en uno que pronto llamaría su atención.

           Sobre el escritorio, a medio pintar, la figura de uno de los dibujos le resultó familiar: él mismo. Él mismo, durmiendo, dibujado sobre un folio. ¿De cuándo era aquello? No lo sabía, siquiera supo si le había dibujado mirándole o sencillamente rememorando su apariencia. Pero sonrió al darse cuenta que estaba entre esas «cosas bellas» que Mizuki dibujaba, estaba él.

—Éste.

           —¿Quieres quedártelo?

           Mao se dio la vuelta y le miró, para rápidamente negar con la cabeza.

           —Pero quiero uno de los dos —sonrió, y Mizuki le siguió—. Si no es molestia…

           —¿Cómo va a serlo?

           »Es tarde, ¿no tienes hambre?

           Se encogió de hombros.

           —Supongo que no.

           Parecía estar buscando pretextos para mantenerle allí. No sabía qué más decir, qué más hacer, pero tampoco quería quedarse en silencio y arriesgarse a que se decantase por marcharse.

           —Quédate —susurró en lo que casi sonó a súplica—. Quédate a dormir hoy.

           A Mao la proposición le tomó desprevenido, no esperaba tener que oír a Mizuki decir algo así, de esa forma.

           —Por supuesto —respondió solamente.

 

 

V

 

            «Es difícil comprender que el tiempo no se detendrá, que hay cosas que por mucho que las esperes, no volverán. Que los analgésicos no siempre apaciguarán tu dolor.

           A las personas, no nos enseñan que, a veces, perder a alguien es peor que te arranquen un brazo. Nadie te avisa, que si te enamoras, tienes un riego de ser abandonado, de volverte vulnerable, de que la soledad que siempre convivió contigo, se torne dolorosamente insoportable»

           A pesar de todo, volvía a llenarse la boca de pastillas. Llevaba días tosiendo mucho, sintiéndose mareado y vomitando sangre, pero lo estaba ignorando como si aquello pudiese ser un castigo que debía soportar, como si lo mereciese realmente. Estaba solo y muerto por dentro, en un lugar negro que no había construido él. Le habían encerrado cruelmente, y él quería salir de esa cárcel.

           El tiempo había chocado con violencia contra él, se había detenido, en su tristeza, en su dolor, en su triste agonía, taciturna. Se acababa. A cada día que pasaba, él se acababa, concluía su existencia para revivir más tarde, a la fuerza. La vida le tenía atado de pies y manos en una posición incómoda, que le desencajaba los huesos y le hacía sentir dolor. Soportaba con estoicismo un sufrimiento injusto. Deseaba que concluyese el ciclo, que se rompiese el bucle, ser libre; pero aquello no ocurriría porque estaba condenado.

           Se tambaleó en el rellano, con sus piernas amenazando con fallarle, no tardó en tropezar e irse al suelo, mientras comenzaba a toser con un desespero insano, con dolor, desgarrándose la garganta. La sangre rápidamente comenzó a emanar de su boca, esputos mezclados con saliva, de un intenso rojo que manchaba sus manos, manchaba sus ropas. Las lágrimas silenciosas surcaban sus mejillas con desespero tratando de comprender qué le ocurría.

           ¿Le acechaba la muerte, quizá? No quería morir, morir significaba desaparecer y desaparecer significaba perder toda esperanza, volverse todo hueco, hundirse en uno mismo y no volver a abrir los párpados, sentía que si cerraba los ojos todo se acabaría. Desplomado en el suelo, sonriendo con tristeza y llorando con desespero, con lágrimas inundando sin piedad sus mejillas, acabó de apagarse; muerto en vida y viviendo muerto, aun se aferraba al lazo que le unía a ese hombre que estar, ya no estaba.

 

           Con el paso del tiempo, los meses en que aquella perpetua rutina que Mizuki y Mao seguían, que se repetía una y otra vez sin resultarles incómoda, terminaron cambiando parte de sus hábitos, de sus costumbres, habían cambiado ellos. Así, sus maneras de vivir, lánguidas y solitarias, dieron paso a una forma más excéntrica de ver el mundo, se volvieron temerarios. Aunque, dada su edad tan temprana, su comportamiento no distaba en absoluto del de la mayoría de personas de su edad. Mao pronto descubriría que la única forma que tenía de relacionarse con los demás y olvidarse de sus fobias, era tan sencilla y peligrosa como embriagarse.

Mizuki nunca estuvo de acuerdo con esa manía suya, y Mao nunca supo si se trataba de preocupación por que esos hábitos se volviesen un vicio o repercutiesen negativamente en su salud, o se trataba sencillamente de celos por el hecho que el más bajo necesitase relacionarse con alguien que no fuese él. Al mayor le gustaba ser la única persona por la que el contrario presentaba interés. De todos modos, terminó cediendo. Había una verdad innegable, inexorable, algo que Mizuki no podía hacer de ningún modo: decirle que no a Mao. Era inconcebible que pudiese llegar a llevarle la contraria en algo.

           El salir a beber de tanto en cuando con desconocidos se había vuelto, también, parte de sus costumbres.

           La noche de fin de año, la segunda que pasaron juntos —aunque a diferencia de la primera no solos, sino rodeados de personas que no conocían—, se congregaron en un bar a ras de costa, a la espera de la medianoche, que daría paso a un nuevo año. La música estridente hacía temblar sus oídos, retumbaba en sus cuerpos; la energía no parecía acabarse mientras el alcohol corría y corría por sus venas copa tras copa.

 

           Cuando la cuenta atrás comenzó, Mao empezó a sentirse mareado, incómodo. Tantas emociones nuevas, tanto miedo: la euforia. Estaba perdiendo la cordura mientras todo daba vueltas a su alrededor. Había sido un año fantástico, el mejor de toda su vida, y todo se debía a Mizuki. Qué había estado haciendo hasta ahora, qué le deparaba el futuro; pero, sobre todo, qué habría sido de él sin ese hombre que, rodeando con un brazo su cintura, no le permitía separarse de él ni un milímetro; eran preguntas que no dejaban de azotar su cabeza. Estaba solo en el mundo, no le importaba nadie. No importaba relacionarse con conocidos o desconocidos, sus compañeros de clase, su familia, nada. Aquello no tenía valor. Lo único realmente importante para él, era Mizuki.

           Recuperando la razón por segundos, dejándose llevar sin saber por qué, cuando empezaron a verse los fuegos artificiales ascender desde la costa, lo que indicaba el inicio del nuevo año, él no se detuvo a mirarlos y tampoco dejó que Mizuki lo hiciese. Le besó. A cambio de todo eso, le besó; incluso temeroso de una negativa por parte de del dueño de los labios contra los que tenía los suyos, no pudo evitarlo.

           Se dijo «ahora o nunca». Y cuanto más temblaba, cuando estuvo a punto de separarse bruscamente y salir huyendo al comprender la estupidez que estaba haciendo, aquél le rodeó con sus brazos impidiéndole separarse, oprimiéndole contra sí con firmeza.

           Incluso cuando no se habían declarado, cuando siquiera habían tenido valor de admitir sus sentimientos, lo que sentían, sus estados de ebriedad les había otorgado una valentía y seguridad que, de por sí, no tenían ni tendrían jamás. La parte racional desapareció, y entonces Mizuki dejó de ver como una mala idea lo de tener que ver a su Mao, ebrio.

           Allí estaban, uno con los labios del contrario, pegados a los suyos, acoplados y moviéndose al compás ajeno como si se tratase de un inusual baile, un roce indiscriminado y valiente de sus cuerpos, de sus labios ciegos, de sus ansias de más, volviéndoles vulnerables; sin saberlo siquiera.

           Iniciaron el año de la misma forma que hubiesen deseado iniciar sus vidas. Tan jóvenes y estúpidos que creían tener el mundo a sus pies, tan errados pensando que todo duraría eternamente, que nada nunca concluye. Más equivocados no podían estar.

           Pensaron infantilmente que el amor sería eterno, que se querrían hasta el fin de sus días y que los obstáculos podrían ser superados sin dificultad, que ellos la pérdida y la soledad no la vivirían. Tan ilusos y tan ciegos pensando en la existencia de algo que sucedía en contadas e inusitadas ocasiones, demasiado extraño como para asegurarlo tan vehementemente.

 

 

VI

 

            Entre la lentitud con la que sus párpados se abrieron, una blancura uniforme e incómoda le rodeó. Un pitido constante y desagradable retumbaba en sus oídos una y otra vez. Ese olor, tan característico de un hospital, le erizó la piel e hizo que recuerdos que creía olvidados, o que deseaba olvidar, aflorasen sin remedio con una crueldad inmutable, insana y dolorosa.

           Se vio corriendo por aquellos pasillos, sin escuchar nada, solo un sufrido silencio que, ni los pasos, las máquinas, los médicos hablando sin parar e histéricos: rompía. Cubierto de sangre, llorando como un niño huérfano, de pie sin decir nada; lamentándose entre el frío que sentía por dentro, ese vacío en su estómago y sus nauseas. Su corazón, violentamente, golpeando sus costillas con ese bombeo tan fuerte, como una ametralladora tratando de perforar sus huesos. Una forma tenue y romántica de definir algo inefable, inenarrable, algo tan y tan doloroso, que ni las más desgarradoras palabras podían acercarse a definirlo. La desazón le invadió al recordar, al recordar que en ese lugar había acabado todo; que en ese lugar aun rondaba su alma sin rumbo, en soledad, buscando un lugar donde cobijarse de la lluvia que caía sobre sí, la desesperación, sin descanso e incluso a cubierto. Esa carcasa rota y muerta, su cuerpo, regresaba a ese mismo lugar de nuevo, como si esperase reencontrarse con algo que una vez le perteneció, y que para entonces ya no era nada, solo un llano recuerdo, aletargado y triste.

 

            Con dilación, se levantó de sobre las sábanas, con un pinchazo golpeándole las sienes. Se negó a recibir asistencia médica, y en urgencias nadie pudo retenerle a la fuerza.

            Se vistió con lentitud y con más lentitud aún, caminó por aquellos pasillos que levantaban yagas sin quererlo. Era cruel ver como cada detalle, por insignificante que fuese, lograba hacer tantísimo daño.

           Se paró frente a una pared de cristal, donde tras ella, varios internos, desperdigados sin interaccionar entre ellos, recibían un cuidado adecuada a su situación. Algunos habían perdido movilidad por alguna enfermedad, o por algún accidente, muchos tenían secuelas y heridas físicas y psicológicas graves. Era la otra cara de la esperanza, la de aquellos que, aunque no les queda nada, siguen batallando por aferrarse a la vida y vivirla de la mejor forma posible. No sabía si sentir lástima o envidia.

           Unos ojos muy negros le miraron desde el interior, una sonrisa inolvidable en esos labios, que pronto se borró, y él sintió un pinchazo en el pecho. De nuevo, las nauseas y las ganas de salir corriendo se apoderaron de él. Había algo más allá de esa pared transparente que les separaba, algo que no era físico, pero era inalterable e inamovible. Él había perdido a Mizuki mucho tiempo atrás, incluso si estaba mirándole a los ojos en ese preciso instante.

           Se dio la vuelta cuando supo que no aguantaría más aquella mirada, y rápidamente se apresuró a alejarse de allí.

           Hacía cerca de siete meses que un accidente de tráfico le destrozó la vida. Él salió ileso, Mizuki no tanto. «Con suerte podrá volver a caminar», decían los médicos. Él respiraba hondo con los ojos llenos de lágrimas y se decía: «incluso si no pudiese, tampoco importaría». Le dolía tener que imaginárselo postrado en una silla de ruedas, con lo animado que era, con lo alegre y feliz que se mostraba: temía que aquello fuese su perdición, que el dolor fuese demasiado como para seguir ignorándolo. Él no iba a abandonarle, de eso sí estaba convencido.

            Mao se aferraba a ese «con suerte», como si su vida dependiese de ello. Pasó dos semanas en coma; cuando despertó, no recordaba ni su propio nombre. Mao no pudo con la presión y se marchó sin que le viese. Si por casualidad Mizuki se había olvidado de él… no podría soportarlo.

Hacía unos instantes, al verse reflejado en esos irises negros, pequeños, todo el dolor que llevaba meses cargando sobre los hombros, consiguió romperle en pedazos.

 

—Espera.

           Una voz lacerantemente conocida alcanzó sus oídos, haciéndole estremecerse  compungido con el corazón en un puño y el alma, en el otro. Saber de dónde provenía esa voz, de qué garganta, de qué labios, de qué persona, no lo hacía más fácil, si al caso aún más complejo e insoportable. Amar, ¿de qué servía amar? ¿Amar hasta la muerte, sin decir nada, aguantando las agujas que atraviesan la piel: el dolor de cada promesa rota, de cada palabra incorrectamente dicha, de cada noche en vela, de cada «no» pronunciado? Más que amor, a él le parecía una forma más de tortura. La más cruel de todas ellas.

           Con una impensable parsimonia, adolorido por dentro, se dio la vuelta. Había algo en esos ojos llenos de vida, que le mataba a él, como si estuviese tragándole. No, Mizuki no había perdido la esperanza a pesar de todo. Mientras él se sumía en su desesperación, en su soledad, él en la suya, sin saber nada, sonreía inocentemente rodeado de paredes blancas que Mao sentía hacerse más pequeñas a cada minuto que pasaba en ese lugar.

           Sosteniéndose como podía en sus muletas —tenía que arrastrarse, como si no tuviese piernas. Sus brazos, su cuerpo, apenas tenían fuerza para avanzar, lo hacía con lentitud y torpeza, pero firme, sin miedo—, logró quedar frente a él, observar su rostro con mayor precisión. Aun así, dejó un par de metros entre uno y otro, porque la cara de espanto que ponía el más joven, aterraba; el miedo que irradiaba Mao casi podía tocarse con la punta de los dedos.

           »Te había visto antes, ¿no es cierto?

           —¿Me recuerdas de algún lugar? —pronunció Mao, firme, con su ceño fruncido y su lánguida tristeza, agónica, retenida a la fuerza dentro de él.

           Mizuki se encogió de hombros.

           —Lo siento —susurró, su mirada pareció apagarse un poco—. Tuve un accidente hace meses y  tengo amnesia. Nadie ha venido a verme, nadie. Pero tú ya has estado aquí: recuerdo tu voz, recuerdo haberte visto. Y, por alguna razón, intuyo que te asusta mi presencia. Necesitaba comprobarlo, pero supongo que me equivoqué.

           Tras un resoplido, como quien pierde la poca esperanza que le restaba en un pequeño suspiro, se dio la vuelta, dispuesto a volver a la habitación de la que sin permiso había salido. El más bajo sintió encogérsele el corazón cuando lo hizo, porque aunque quizá parecía ser el mismo, estaba debilitado, cansado, triste. No recordar nada, no ser nada, y encima estar solo. Sentía nauseas solo de pensar en lo que había obligado a pasar a Mizuki. Al fin y al cabo, quien conducía en el momento del accidente, era él.

           Morir era un sentimiento difícil de explicar. Morir, ¿qué era morir? ¿Acabarse la vida? ¿Acabarse todo? ¿Volver a empezar? No importaba qué era la muerte, ni dónde iban quienes sucumbían a ella, quienes expiraban, no. Solo importaban aquellos que se quedaban, que veían marcharse en silencio a sus seres queridos: amigos, hermanos, padres, hijos, amantes y esposos. Todo. Se lo llevaban todo sin decir nada, sin una pizca de piedad, arrancando brutalmente de sus almas todo lo que habían sido juntos, clavándolo en la piel para jamás, nunca jamás, lograr olvidarlo. ¿Qué hubiese ocurrido si Mizuki hubiese muerto? Mao no quería ni imaginarlo. No quería ni imaginarse perderle. Quería que recordase; que volviese, sin previo aviso, a casa; que le abrazase y secase las lágrimas que, seguro, derramaría sin remedio. Se preguntó, puerilmente, si arrebatarle los recuerdos a Mizuki no era peor castigo que verle morir. No se equivocaba demasiado.

           De su cartera pronto sacaría una carta, que arrastró con lentitud hasta una de sus manos antes de que saliese de su alcance, rozando con el pedazo de papel entre los dedos del muchacho, que extrañado pronto giró la cabeza para mirarle, antes de sujetar aquello que le tendían.

           Después, en un extremo silencio, comenzó a caminar hacia la salida, sin que Mizuki hiciese nada para impedirlo aquella vez. Solo le veía, perplejo y temiendo moverse, marcharse sin decir nada; desaparecer tras una puerta de cristal que no le permitió ver sus ojos acuosos. Un hito de esperanza, la decepción, y tras aquello, una extraña felicidad difícil de explicar, inexorable, llenándole el pecho. No sabía quién era ese chico pero, al parecer, ese chico sí sabía algo de él. No estar solo en el mundo era el primer motivo que le daban para seguir luchando desde que despertó en una cama sin ser capaz de moverse prácticamente de cuello para abajo.

 

 

VII

 

            «No pudimos ser solo pájaros, ¿verdad? Soy consciente que esto no está bien, que nunca lo estuvo. Tú y yo somos hombres, encerrados en un mundo que no admite cambios, que no admite a quienes se sublevan. Pero no me importa. ¿Es probable que pueda decir ‘te amo’ tan a la ligera sin tener en cuenta ni un ápice ese pequeño error que podría estar cometiendo? Sin embargo lo diré de todos modos: te amo.

            No soy capaz de sacar de mi cabeza ese primer momento en que te vi. Me quedé embobado mirándote los labios y, algo dentro de mí, como un pálpito, me exigió levantarme y robarte un beso. A ti. Un hombre. Dime que no me estoy volviendo loco por tu culpa, que sigo lúcido, que esto es más que un irreal sueño del que no deseo despertar. Por favor, no me despiertes jamás si es así.

           ¿Puedes responderte a algo? ¿Sí? Bien: ¿has sonreído cuando has descubierto este pedazo de papel pintado sobre tu almohada? ¿Como haces siempre que me ves a lo lejos, como parece que solo haces para mí? Sé que sí. Hay muchas formas de decir te quiero: tú lo haces cada vez que te abrazas a mí, como un niño pequeño; cada vez que me pides que me quede un poco más; que en vez de dormir en el suelo cuando vienes a mi casa, duerma contigo. Cuando te preocupas por mí, cuando me regañas cuando hago cosas mal.

           Me duele y no sabes cuánto, admitir que preferiría sentir por ti nada más que amistad, que sería más fácil; pero estaría mintiendo porque estoy enamorado de ti; prácticamente, prácticamente, desde la primera vez que te vi. No creo en el amor a primera vista, nunca he creído, pero por alguna razón desde que te vi sonreír, que he estado deseando con toda mi alma pasar toda mi vida contigo. Besarnos de nuevo como hicimos en fin de año.

Has trastocado tantas cosas en mi vida desde que llegaste a ella que estoy perdido, estoy perdido porque jamás me había sentido así. Jamás nadie volverá a hacerme sentir así.

No tengo prisa por una respuesta, pero quiero obtener una. De tus labios, eso que yo no he sabido hacer, eso que, como buen cobarde que soy —y presumo—,  he tenido que hacer en una carta. Es una confesión sincera: por eso soy incapaz de decirte todo esto a la cara sin temblar como un idiota.

           Porque te quiero y temo perderte».

—Mizuki.

 

 

VIII

           

            Con una lentitud impertérrita, Mao tomó asiento a un lado, en el banco en el que Mizuki permanecía sentado en los jardines interiores de aquél —para Mao lúgubre— lugar. Causó un respingo en el enfermo el verle por segunda vez. Había sido el día anterior cuando con una inhabitual curiosidad, se había acercado a aquella persona que le había mirado directamente a los ojos, con aquellos irises negros como pozos, tan tristes que parecían querer arrancarle el corazón, el día anterior había sido que aquél aparente no-desconocido le había tendido una carta antes de marcharse prácticamente corriendo.

            Se sorprendía de verle de nuevo, más tras leer aquello que él mismo había escrito aparentemente para la persona que se sentaba en esos instantes a su lado. Había amado, era evidente, a un hombre, y de una forma especialmente profunda. Se sintió más perdido que nunca.

            —Una enfermera me dijo que estabas aquí —dijo Mao sin más, mientras poco a poco Mizuki se iba relajando.

            Le costaba concebir esa situación. Había un muro invisible entre ellos tal al que les hubo separado cuando Mizuki le dibujó aquella primavera, cuando un desconocido se aproximó a un antropofóbico que le sujetó la mano dándole pie a que con un discurso ágil, una amistad se iniciase.

           ¿Sería volver a empezar? ¿Volver a nacer? ¿Soñar despiertos? Mizuki no recordaba nada de eso y aun así le resultaba extrañamente familiar, incómodamente aterrador a la par que dulce, tan ambivalente que las emociones confluían sin pausa en su cabeza, un seguido de altibajos de miedo y augurios de una vida nueva, de un mundo que le abría las puertas: aquél que había dejado atrás sin querer y que, por no conocerlo, no sabía siquiera si deseaba volver o seguir avanzando por un camino paralelo, lejano quizá, divergente quizá. Con valentía, respiró hondo y se armó de valor:

           —La carta que me diste, ¿era para ti? —Mao asintió—. ¿Éramos pareja? —de nuevo, el mismo asentimiento por parte del más bajo, aquél que miraba al frente sin decir nada, procurando no decir nada: con un terrible miedo—. ¿Hace cuánto?

           —Cinco años —dijo—. Estuvimos tonteando dos años, cobardes de nosotros. Me escribiste esa carta y acepté tus sentimientos, no eran distintos a los míos.

           Las palabras se hilaban en sus labios sin más, como si todo el dolor que había estado guardando, saliese en forma de frases. La persona que estaba sentada a su lado, quien más sabía de él, no le conocía.

           —¿Por qué no viniste a verme todo este tiempo entonces?

           La pregunta que Mao no quería oír, llegó a sus oídos terroristamente, como una bomba, reventándole el alma, aplastándola contra el suelo y agujereándola a base de metralla. Qué dolor hacían palabras tan vagas, tan abstractas, tan reales como la vida misma. Mizuki tenía, no solo derecho a preguntarse algo semejante, también a conocer la respuesta que Mao como una tumba guardaba; callaba.

           Fue la primera vez que giró a mirarle, con sus ojos anegados de lágrimas, tan tristes, taciturnos y vacíos como siempre, pero empapados de lágrimas, ahogados en ellas sin remedio. El brillo inexistente en los ojos de una persona que lo ha perdido todo, una y otra vez, en un ciclo interminable que se repetía una vez tras otra. Había sido un desgraciado desde el momento en que llegó a ese mundo, desde el momento de nacer, las dos veces, las dos veces había llegado vacío, pero más que llenarse de recuerdos y conocimiento, dentro de sí solo cabía la agonía de un ser que no desea morir, porque vive muerto.

           —¿En serio me lo estás preguntando? —cuestionó antes de emitir un sollozo. Las tristes gotas se precipitaban como lluvia de sus ojos, arrastrándose por sus mejillas sin pausa. Nubes. Sus ojos negros eran nubes de tormenta que jamás dejaban ver el sol.

           »Estaba aterrado, ¿cómo no iba a estarlo? Cuando desperté prácticamente ileso, con cuatro cortes y magulladuras tontas, encerrado en un amasijo de hierros, estabas lleno de sangre. Siquiera parecías tú. Solo un puñado de huesos y piel cubiertos de rojo. Creí que estabas muerto. ¡Creí que habías muerto! Te vi, te vi en el infierno. Quise morir, desee desaparecer.

           »¿Puedes llegar a imaginarte, a acercarte siquiera un poco, lo que se siente, el miedo que sientes, cuando descubres que la persona a la que amas con toda tu alma: tu luz, tu ser, tu todo, no te recuerda? —las lágrimas silenciosas estaban arrancándole la piel—. No era nada. Solo me quedan un puñado de recuerdos que he ido acumulando, de ti, de mí, de los dos. Después de ti y de mí, para mí, para mí no hay nada.

           Se secó las lágrimas, con rabia, con ira incontrolable, desenado arrancar de sí aquello que le obligaba a seguir llorando, que le hacía ver débil, como un cobarde, delante de su amado. Si estaba vacío, hueco por dentro, vacuo, ¿por qué proseguía su llanto en contra de su débil voluntad?

           —No quiero estar solo más —confesó Mizuki—. ¿Puedes imaginarte tú acaso lo que es despertar solo, sin acordarte de nada? ¿Pasar siete meses ingresado en un hospital, —¡siete meses!—, y que nadie venga a verte? Me he imaginado tantas vidas que podría haber tenido, tantas. ¿Cuánto mal podía haber hecho para no merecer ver a nadie, no ser querido por nadie? ¿Qué hay de mi madre, de mi padre? ¿Tenía hermanos? ¿Fui amado? ¿Amé? Son preguntas de las que no podía hallar respuesta, ¡por que no había absolutamente a nadie a quien preguntárselas!

           —Quería creer que me recordarías pronto. Tanto que me amaste… no puede ser que los recuerdos desaparezcan sin más, no puede ser, no puedo entenderlo; no quiero comprobar semejante crueldad.

           Tras aquella declaración, se mantuvieron mudos, en silencio. Ambos suspiraron sin ganas al comprender que, en el fondo, ambos tenían razón de quejarse. Mao había sido cruel y egoísta, había dejado sola a la persona a la que amaba por miedo, por un terrible miedo que le azotaba, que le lamía las manos, le clavaba sus dientes afilados en la carótida. Había sido cruel, había sido egoísta: había sido humano. Mizuki tampoco quiso verse en la situación de Mao. Amar a alguien hasta la muerte y que éste no te recuerde… debía ser espantoso. Quiso saber más. Más de esa vida que había vivido y ahora permanecía en letargo en su conciencia, triste y hundida, encerrada: manteniéndole preso de unos recuerdos que quizá nunca volverían. Extendió una mano hacia él y le rozó los dedos. Aquella vez quien se estremeció, fue Mao, mirándole con sorpresa por el gesto. La expresión abatida de Mizuki no era nada agradable.

           —Cuéntamelo todo. Todo lo que sepas, todo lo que recuerdes. No te dejes nada, ningún detalle. Si te he amado, hay en ti más cosas de mí de las que creas imaginar. Enamórame, es la única forma de recuperar el ser que he sido y que quizá jamás vuelva. Explícame cómo te he tratado, cómo ha sido mi vida. Mi familia. —Hablaba de carrerilla temiendo dejarse algo, temiendo no ser suficientes sus palabras—. ¿Has acumulado recuerdos? Seguimos con vida, ¿no? Siempre puede empezarse de nuevo, siempre puede…

           No era una persona distinta. Mao lo comprendió en ese preciso instante. Esas palabras tan bonitas, tan precisas, tan necesarias en un momento como aquél, solo podía haberlas pronunciado Mizuki. Su Mizuki estaba vivo, lo entendió en ese justo instante; no lo había perdido en un accidente de tráfico, no lo había perdido, solo estaba escondido en algún lugar deseando salir, deseando salir y echarse a sus brazos. En esos instantes, el cachorro asustado, el que necesitaba un ala bajo la que resguardarse, era Mizuki y no Mao. Tuvo que respirar hondo para no ponerse a llorar de nuevo. Una efímera sonrisa se dibujó en sus labios.

           —Yo nací un uno de abril, a mis dieciocho años de edad, cuando te vi por primera vez. Todo aquello que hasta entonces no tuvo sentido, lo cobró en ese preciso instante...

 

           De esa forma, tan extraña, tan nostálgica, empezó a explicárselo todo. Desde el principio, sin dejarse nada. Cómo se habían conocido, el dibujo, las tardes buscándose, su sonrisa al reencontrarse, los miedos de ambos, sus encuentros más íntimos sentados en un banco mirando el lago desnudando su alma el uno al otro. También le explicó que, de alguna forma, siempre supo que ambos estaban o estarían enamorados, que el tiempo se había detenido para ambos la primera vez que sus ojos se encontraron, que se había parado el reloj, había retrocedido años y habían vuelto a nacer. «Todos nacen para algo», había dicho una vez Mizuki «todos nacen con una finalidad…, nadie nace en vano, nadie muere en vano».

 

           Hablando, y hablando, de todo lo que hicieron esos dos años antes de declararse el uno al otro, la noche les pilló por sorpresa. ¿Cuántas horas habían pasado, tan rápido, tan efímeras, como segundos? Muchas.

           —Debería marcharme ya —dijo Mao, sacándole una sonrisa triste a Mizuki.

           Con parsimonia, se levantó del banco y le ayudó a llegar hasta la habitación del hospital, donde le hizo tumbarse y atusó sus cabellos con cariño.

           —¿Volverás mañana?

           —Por supuesto.

 

           De esa manera, la misma rutina que habían iniciado sin más, el ansia de conocerse, volvió de nuevo, como un pequeño deja vú, dulce. Le explicó todo, absolutamente todo, incluso se abrió, explicó sentimientos que no le había contado a nadie y que nadie sabía, le dio las llaves de su alma y le permitió que rebuscase en los cajones en busca de lo más profundo de él, para poseerlo todo, todo lo que nadie había logrado.

           Entre tantas tardes de otoño, mientras el cielo se tornaba rojizo y las hojas de los árboles caían, Mizuki recordó muchas cosas. Le recordó a él, recordó sus hoyuelos y su sonrisa, sus años juntos. Pero no dijo nada. Acurrucó a esa persona entre sus brazos y le besó los cabellos como había hecho muchas veces antes. Ya se acordaba, ya se acordaba de todo.

           Siendo egoísta, guardó silencio. Era cuestión de principios, se dijo. Mao parecía feliz, mucho más feliz de lo que hubiese sido en su vida. Se había librado de sus miedos, comprendió todos esos sinsentido que un día oyó decir a Mizuki, lo comprendió todo en recordarlo, en rememorarlo con detalle para explicárselo a aquél que lo había olvidado. Se vació, dándose cuenta que no hacía falta tener nada dentro para estar vivo. Si todos han venido al mundo para hacer algo, por algún motivo, su motivo era Mizuki, su motivo era amar a ese hombre, eso quiso creer. No estuvo tan equivocado cuando pensó que se amarían de por vida, que no habría nada más que la muerte que pudiese separarles.

           Con lentitud, alzó la mirada, viendo los ojos del dueño de esos brazos que le oprimían. Ya no había oscuridad, esa pegajosa y profunda oscuridad súbita; se habían librado de ella.

           Se atrevió a besarle, en silencio, y con el mismo silencio y parsimonia, con calma, el contrario también cerró sus párpados y dejó sus labios moverse con lentitud sobre los ajenos. La paz, la tranquilidad, tomó para ellos un significado completamente nuevo, completamente extraño.

           Se reapropiaron de ese término, se perdieron el uno atado al otro y sonrieron, estúpidos: porque mientras se tuviesen, no había nada que pudiese hacerles esclavos.

           Eran libres y lo serían hasta morir. Habían aprendido a vivir con nada y con todo, habían aprendido. Habían llorado, reído y gritado, habían estado tan separados, tanto, que nada podía desunirlos ya.

           Eran libres. La libertad de dos muchachos que no pueden vivir el uno sin el otro, pero pueden vivir sin un mundo al que pertenecer. 


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