Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Rarezas por BlackBaccarat

[Reviews - 6]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Bien. Solo quiero advertir que este fanfic es MUY RARO, pero toda fan de MEJIBRAY sabrá lo raro que es Koichi así que, ya sabéis de quién es la culpa.

Es mi primer fanfic de esta pareja y, bueno, realmente creo que quedó más que bien.

No sé qué más explicaros, así que a leer.

        Estuve tentado a quedarme parado durante mucho tiempo. Si el tiempo fluía y yo no avanzaba con él; ¿de verdad tenía derecho a vivir?

        Tengo que admitirlo, desde bien pequeño mi forma de pensar fue extraña. Había algo especial en mí, eso decían todos. Aunque, lo sé, especial no siempre significa bueno. Acababa de entrar en la adolescencia y no me sentía atado a ningún lugar, a ninguna persona, a la vida en sí. ¿Por qué vivía? Todo giraba alrededor de la nada. Un círculo vicioso, un dolor intermitente. Deseaba ser como los demás, lo deseé muchas veces, intenté serlo pero nada funcionaba.

        Era sólo una pieza que no encajaba en un puzle. Lo que entonces no sabía, era que el único error en el mundo no era yo.

         

        —Él es Meto. Se incorporará a la clase a partir de hoy. Sed amables con él.

        Una novedad. Un chico nuevo y el alboroto que aquello provocaba. Siempre lo mismo, incluso las cosas que se salían de lo común seguían un patrón idéntico. Aburrido, demasiado aburrido. ¿De verdad había algún motivo para que yo perteneciese en ese mundo? ¿Qué hacía allí? Vagando sin rumbo…

        Lo cierto es que en ese entonces no lo vi. No me percaté que, en sí, Meto era una anomalía, una rareza. No me di cuenta y aquellas tendencias suicidas que el aburrimiento y la falta de interés en las cosas me provocaban, antes de darme cuenta habían sido borradas, sin quedar ni un resquicio de ellas.

         

        Parecía alguien normal, pero lo cierto es que sólo bastaba fijarse un poco para darse cuenta que eso era una mentira propiciada por su apariencia que no se salía de la norma. Huraño, retraído y solitario. Triste. Un ente enteramente triste era Meto. Algo que no podía ser definido con palabras y despertaba por completo mi interés.

        El segundo día tras su llegada pude verle sentado solo en la cafetería y sentí lástima y mucha curiosidad. Estaba serio y aparentemente perdido entre sus propios pensamientos.

        Aún a riesgo de resultar una molestia, lo cierto es que me pudieron de más mis impulsos y antes de percatarme me encontraba junto a la mesa donde él permanecía callado, comiendo.

        —¿Te importa si me siento? —pregunté y sólo conseguí que se encogiese de hombros para darme una respuesta.

        Incluso algo aturdido, aunque siquiera se había molestado en mirarme, aparté la silla y me senté frente a él.

        —Tu nombre era Meto, ¿verdad? —asintió—. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿No has encontrado a nadie que te haga compañía?

        No hizo más que, de nuevo, encogerse de hombros. En esos instantes quien se encontraba completamente aturdido y sin palabras era yo. En serio me sentí un estorbo. Siquiera se molestó en mirarme, siquiera se molestó en pronunciar una sola palabra para contestarme. Me dolió porque no le había hecho nada y parecía querer echarme con su falta de interés.

        —No te molestes —la voz de uno de mis compañeros, Tsuzuku, llamó mi atención, obligándome a alzar la mirada y permanecer atento—, ese chico no habla.

        Y una vez dicho eso y mientras yo volvía con lentitud la mirada hacia la persona con la que estaba compartiendo mesa y que seguía comiendo como si la cosa no fuese con él, Tsuzuku desapareció de mi vista. Me quedé nuevamente a solas con Meto.

        —¿Es eso cierto?

        Alzó la cabeza de su comida y su mirada triste y apagada impactó contra mí, como una bala, de forma dolorosa y directa. Me dejó sin respiración por cortos segundos, anulando cualquier cosa en la que estuviese pensando. Noté que algo dentro de rompía y me alteré al mismo tiempo que con seriedad ese chico de hebras morenas asentía sin más.

        Sentí unas ganas terribles de salir corriendo, pero me encontraba atado a la silla. ¿Era quizá ese tipo de rareza lo que yo estaba buscando? Siquiera me atreví a preguntar el motivo de su mutismo. Con esos ojos tan taciturnos, no quería saber la causa. Deseé saber qué escondían; pero a la par sentí terror a descubrirlo.

        Una servilleta sin usar se deslizó de su mano hasta mi posición. El mensaje escrito era claro, conciso y también directo «Me gusta tu cabello». Y yo me quedé petrificado.

         

        Si tenía sentido o no vivir, lo descubrí ese día. En ese intercambio de miradas, en esa extraña conversación donde sólo hubo palabras de forma unilateral y no recibí más que gestos, y en último término un mensaje escrito acerca de mi cabello. Lo cierto es que había sido una experiencia demasiado rara, y mi curiosidad con el tiempo terminó volviéndose más una obsesión.

        Yo llamaba la atención en ese entonces. Mi cabello estaba teñido de rosa y negro y era muy largo, demasiado incluso si hubiese sido una chica; le había dado un toque personal a mi uniforme. Mis botas militares y aquellas cadenas que colgaban de mis pantalones, me hacían ser notado a metros de distancia y generaban diversidad de opiniones. Yo me había interesado por Meto por unos motivos y él se había interesado en mí por otros distintos, pero, al fin y al cabo, sentíamos curiosidad el uno por el otro y eso era raro. Éramos un par de entes solitarios que rehuíamos la compañía y que de la noche a la mañana nos sentimos con necesidad de conocer más de una persona que realmente era un entero desconocido.

        Las palabras que dije, que no dijo —verbalmente— él; de alguna forma me marcaron. Las mentes humanas son así, desean conocer aquello que está fuera de su alcance. De algún modo es parte de lo que llamamos «progreso». Una curiosidad insana que nos lleva a hacer cualquier cosa a cualquier precio, para averiguar aquello de lo que no tenemos constancia, incluyendo aquellas cosas que jamás debimos conocer. Yo no debí acercarme a Meto y siempre lo supe, pero como persona atípica me sentí atado a una persona aún más atípica.

        Lo que ahora siento y lo que sentí entonces, no tiene ningún tipo de validez. Sentimientos, palabras, hazañas, mis miedos… los suyos. Me acerqué demasiado al sol, era algo innegable. Pero aun si mi piel fue calcinada, nunca sería capaz de arrepentirme. Estuve tan cerca y a la vez tan lejos de él…

        ¿Si fue difícil acercarme? Muchísimo. Habían demasiados obstáculos y yo no atinaba demasiado bien a esquivarlos. Yo, que siempre me había creído superior a los demás, me sentí un completo inútil delante de esa presencia, de esa muralla que le rodeaba y que no podía escalar ni tampoco derribar.

        Siempre estaba solo, recluido en sí mismo leyendo u observando la nada. La gente comenzó a decir que era una persona extraña, los cuchicheos sobre por qué no hablaba tardaron poco en empezar. Él se mantenía al margen y probablemente lo desconocía todo. A mí me molestaba. Y me molestaba sencillamente porque ese puñado de críos siquiera se había preocupado de acercarse para saber más de él y descubrir la verdad. Yo creía que era injusto, pero estaba siendo manipulado por mis propios sentimientos. Yo no hablaba de ello con nadie; sin embargo, de alguna forma estaba actuando de la misma forma que ellos, juzgando algo que desconocía y me intrigaba. Fui cruel y no me di cuenta, aunque llegados a este punto comprendo que de algún modo eso me hizo llegar donde estoy ahora, e incluso si actué mal, lo cierto es que prefiero creer que valió la pena.

        —Voy a ir a hablar con él —dije de pronto.

        Ya llevaba rato observándole a lo lejos, viendo cómo parecía abstraído con un cuaderno y un lápiz entre sus manos sentado bajo la copa de un árbol. Su soledad y aislamiento me hacían ansiar acercarme, necesitaba hacerlo a cualquier precio o explotaría. Necesitaba hacerlo o sería incapaz de soportarlo.

        —Estás perdiendo el tiempo, Koichi —la voz ácida de MiA me atacó en esos instantes. Mientras abría una lata de refresco y no sin antes dar un sorbo, su frialdad hizo que me estremeciese. Tsuzuku, a su lado, suspiró al tiempo que le miraba.

        No dijo nada, pero yo siempre supe que compartía la opinión del otro. Aquellos dos eran las dos únicas personas que en mi adolescencia consideré amigos y hasta para ellos me estaba portando como un entero desconocido. ¿Un chico que se preocupa por los que parecen necesitar ayuda? ¿Una persona altruista? No. Yo nunca fui nada de eso.

        Meto era un sencillo capricho que me anulaba. Y me anulaba porque era tal la obsesión que siquiera me percataba que esas ansias no eran para nada normales, que estaba perdiendo el control.

        Quería tocarle, comprenderle, conocer más de él que nadie. Mi objeto de estudio. Todas mis ideas se resumían a convertirle de una forma u otra en mi objeto de estudio. Siempre había sido proclive a encapricharme con conocer todo de un algo que despertase mi interés. Aquella fue la primera vez que me sentí así hacia una persona; aquella fue la primera vez que sentí que mis ganas de vivir podían estar en esas manos que trazaban cosas que no comprendía, en la distancia.

        Me levanté con rapidez y, antes de darme cuenta, allí estaba, sentado a su lado captando su atención y recibiendo un parpadeo y una expresión de incredulidad ante mi cercanía. No creo que esperase que nadie se aproximase hasta él, y yo tampoco supe por qué estaba haciendo aquello. Pero ya no había vuelta atrás.

        Y, sin embargo, a pesar de la rareza de la situación, él, tras la confusión inicial, volvió la vista a su dibujo y trazó algo más, todo ello antes de mostrarme eso que le había mantenido tan entretenido durante todo el recreo: el dibujo de una muñeca rota con un vestido aparentemente blanco con topos negros, unos cabellos claros y muy largos, y un enorme lazo en su cabeza.

        Boqueé incrédulo un segundo antes de contemplar varias palabras escritas en un rincón: «¿Te gusta?». Sonreí antes de darme cuenta, casi sin querer.

        Me había dejado sin habla.

        Él no sonreía, se mantenía expectante por una respuesta mía que yo no era capaz de pronunciar. Deslicé mi mano hacia el dibujo y las puntas de mis falanges rozaron aquellos trazos, los de esa muñeca que parecía demasiado irreal, demasiado hermosa para existir en un mundo como este. Pensé, ingenuamente quizá, que era un perfecto reflejo de lo que yo veía en él: tan triste, tan extraordinaria existencia efímera y rota. Estaba confabulando demasiado acerca de lo que él significaba o era, de lo que implicaba en mi vida. Mi boca quedándose seca, mis dedos temblando ligeramente. Sólo pensaba en reconstruir esa muñeca aun con el coste de romperme a mí. Si ello podía tener consecuencias negativas, nunca traté de ocultármelo —no era tan estúpido— y, aun así, eso no hacía que me lo repensara. Me sentí asustado de mi propia mente, de mi subconsciente que estaba más preocupado por un inusual desconocido que por mí. Yo, esa persona a quien no le importaba nadie a excepción de sí mismo.

        Estaba cambiando. Me estaba obligando a cambiar sin percatarme, sin hacer nada. Sin dejarme decidir si era eso lo que yo deseaba. Estaba siendo forzado, violentado, para convertirme en algo que me aterraba.

        Los sentimientos nuevos provocan miedo, ¿no? Descubrí pronto que lo que estaba comenzando a florecer en mí no lo había sembrado Meto, ya estaba en mí: era parte de mi mera existencia, sólo que ese muchacho había logrado despertar aquella facción de mí que, oculta y en silencio, había pasado completamente desapercibida hasta dichos momentos.

        —Es precioso.

        Esbozó media sonrisa efímera en forma de agradecimiento al escucharme y, volviendo a colocar el cuaderno sobre sus piernas, borró aquellas letras.

        »Oye… —cuestioné inquieto, logrando de nuevo su atención. Necesitaba que aquello no terminase, inclusive si no iba a decirme nada, si teníamos que comunicarnos a base de gestos o palabras escritas en un papel blanco, requería quedarme allí sentado descubriendo más cosas de una anomalía que no figuraba en mis registros y de la cual quería memorizar hasta el último detalle—, ¿tienes más?

        Señaló el cuaderno y, expresando duda en sus facciones, terminó levantando el dedo índice y sacudiéndolo de un lado a otro en un claro signo de negación.

        —¿Y dentro? —el mismo gesto, una negación con su cabeza mientras apuntaba hacia el edificio donde se impartían las clases. —¿Y en casa? —pregunté por última vez. No sabía si estaba siendo pesado o no, pero (al menos a mí) me resultaba muy difícil comunicarme con una persona que no abría la boca para nada.

        Asintió y enseguida mi expresión de sorpresa se hizo notoria.

        —¿Podrías traerlos mañana? —le pregunté, pero lo único que logré fue que, en un gesto infantil, Meto inflase sus mejillas dubitativo antes de escribir algo en su teléfono móvil para enseñármelo después.

        «¿Por qué no vienes?»

        —¿A tu casa? —asintió un par de veces con decisión.

         

        En esos instantes no fui capaz de comprender con seguridad qué estaba ocurriendo, pero lo cierto es que me sentí extrañamente feliz. Un sentimiento cálido que no me cabía en el pecho me hacía experimentar euforia. ¿Por qué no? Había encontrado una salida a mis dudas, a mis inseguridades sobre si conseguiría o no un acercamiento. Él había dado un paso enorme, a diferencia de mí que me vi incapacitado para ello. Fui enteramente consciente que si Meto no hubiese sentido por mí el mismo interés que yo sentí por él, no hubiese tenido ningún tipo de oportunidad de conocer absolutamente nada de él.

        ¿Por qué yo? La respuesta era clara. Me había acercado a Meto, había presentado un deseo de interacción, había actuado de un modo extraño.

        Para mí, resultaba lo más normal del mundo aproximarme a una persona por muy anómala que fuese, pero para ellos, para el resto de mis compañeros, para la mayoría de seres humanos, mantener una distancia prudente con lo extravagante, con lo extraño, era lo común y lo válido. Yo estaba actuando en contra de todo aquello, Hasta Meto lo notó.

        Él, que no tenía interés en interaccionar conmigo ni con nadie, había sido forzado a, por simple y llana curiosidad, cambiar de actitud con mi persona para obtener lo que quería y lograr averiguar quién era ese hombre tan raro que se había aproximado hasta a él, ese hombre de cabellos llamativos que tan enérgico había querido ofrecerle su compañía.

        No era altruismo ni bondad, era interés. Un interés vivo de dos personas demasiado acostumbradas a lo habitual y que tenían algo anormal frente a sus ojos negros en esos precisos instantes.

         

        Aquella habitación parecía una casa de juguete. Repleta de muñecas de todos los tipos, hermosas y curiosas muñecas, algunas siniestras incluso. Parecía su refugio, un lugar en el que resguardarse del mundo. Aquella fue la primera de muchas veces más que visité esa casa, que me acomodé sobre su cama y pude contemplar todos los detalles de su cuarto, que pude descubrir más cosas de él. Se permitió abrirme un universo desconocido.

        Ese lugar solitario y cálido era realmente un santuario para él, eso fue lo que alcancé a percibir.

        Antes de percatarme, todos aquellos dibujos estaban distribuidos sobre el colchón, permitiéndoseme verlos sin prisas. Eran sencillos bocetos que trataban de mostrar cómo se sentía. Expresaban muchas cosas y la mayoría de ellas eran tristes, dolorosas u oscuras. Había que tener valor para adentrarse en ese mundo y yo, sin embargo, me tiré a la piscina sin comprobar si había agua dentro primero. Fui imprudente, pero todo lo que vi aquella tarde me marcó.

        Sentí ansias de protegerle, de cuidarle aun a coste de mi propia vida. Él no había pedido mi asilo, no había pedido protección de mí ni nada similar, no había arrastrado su mano hasta mí agonizando por ayuda, pero yo deseé arroparle y deshacerme de todo ese dolor. Qué estúpido fui. Siquiera era capaz de cargar con mis propios demonios que pretendía ofrecerme voluntario a cargar con los de alguien más. Patético; cobarde y patético, eso era yo a mis cortos trece años, solo un pobre ingenuo que quería cuidar de algo fuera de su alcance, que sentía lástima de alguien que era más autosuficiente que él mismo. Yo había buscado durante años mi razón para vivir, sin haber perdido nada, sin habérseme arrebatado nada. Sin embargo él que sí había perdido muchas cosas, avanzaba aunque con dificultades, sin dudas. Éramos polos opuestos y mi egoísmo en esos momentos me cegó. Quise ser su todo para socorrerle y sacarle de su infierno cuando el único que estaba sumido en lo más profundo del abismo; era yo.

        Sí, es cierto. Victimicé a alguien que terminó salvándome la vida. Eso era lo único axiomático y verdadero; el resto fueron meras invenciones de mi cabeza para ser un héroe que sin espada fue salvado por esa princesa a la que creyó indefensa.

        Tan patético.

        En ese entonces yo no era consciente de estar equivocado, por ello olvidé mi propia indefensión y mis propios miedos para empezar a frecuentarle. Fuese a donde fuese, yo iba detrás de él. Meto nunca decía nada, yo muchas veces tampoco. En la mayoría de ocasiones sencillamente nos sentábamos y uno recargado en el hombro del otro nos quedábamos en silencio disfrutando de la compañía y de ese silencio que nada incómodo se permitía rodearnos.

        Era agradable.

        Fue uno de esos días que entrelacé mis dedos con los suyos. Él ni se movió, ni se asustó, ni se sorprendió, ni siquiera cambió su expresión mientras concentrado leía. Sencillamente apretó mi mano como si tal cosa. Con la de esfuerzo por decidirme y las dudas que me habían atacado, y al final ni la más optimista de las reacciones que mi cabeza ideó recibí. Fue aún mejor de lo que esperé.

         

        Mucha gente puede preguntarse cómo estableces un lazo con alguien que ni siquiera es capaz de decirte un “hola”. Bien, la afonía de Meto era un obstáculo. Quizá él no lo percibía de ese modo pero a mí me dificultaba la comunicación no ser capaz de entender esos gestos, esas palabras o qué pensaba.

        En cuántos momentos anduve tentado a preguntarle el porqué de su falta de voz, pero fuese cual fuese la respuesta, yo sabía que no sería agradable y que buscar una contestación no era la mejor opción, ni la más sensata. Aparte estaba la probabilidad enorme de que se negase a decírmelo, estaba claro.

        En cualquier caso, mi decisión terminó siendo la de callar hasta las últimas consecuencias en respecto a ese tema. Si él algún día planeaba contármelo, recibiría sus palabras sin titubeos aun a riesgo de que terminasen siendo demasiado devastadoras para mí.

         

        Las semanas fueron pasando y él logró abrirse a mí. Creí acertadamente que hacía mucho tiempo que Meto no tenía a nadie con quien estar, que todos le habían rechazado por ser un hombre extraño que había estado solo demasiado tiempo. Fue doloroso para mí, muy doloroso descubrir que me encontraba en lo cierto. En lo único en lo que quise equivocarme… fue lo único que terminó siendo verídico.

                    Sin embargo, sin duda alguna, me alegré y me alegro de haber sido un peso importante en su vida, de haber significado un cambio y avivar su estado de ánimo que solía parecer tan neutro.

                    Se esforzó por comunicarse conmigo. Notas, mensajes de texto, regalos en forma de dibujo o música. Intentó que yo le comprendiese y me sentí muy cercano a él, tanto que deseé no separarme jamás de su lado. Fue el deseo egoísta de un niño que empezaba a experimentar algo más que cariño o amistad por alguien más.

         

                    «Quiero teñirme el pelo, pero no sé de qué color» Recibí ese mensaje de texto y pronto levanté mi mirada hasta él. Fue poco después de Año Nuevo, cuando el frío ya era más que fuerte y hacía poco que yo había abandonado el fucsia y el negro en mis cabellos para sustituirlo por un rosa más pálido. Me tomó de sorpresa, en especial porque yo sabía que se había enfadado conmigo por mi nuevo peinado.

        Me devolvió la mirada aún con el ceño fruncido y yo negué con la cabeza, prácticamente resignado. Qué persona más complicada, pensé. No era nada nuevo. Habíamos tenido tres meses para conocernos y yo ya sabía perfectamente que de Meto no podía esperar una reacción como la de la mayoría. Me gustaba. Era probablemente lo que más me gustaba de él: aquella capacidad que poseía para sorprenderme. Me acerqué gateando y terminé abrazándole mientras él se revolvía.

        A pesar de ello, de ninguna forma logró evitar que le diese un beso en la mejilla y acabásemos los dos tumbados sobre el suelo de parqué de mi habitación.

        —Tengo tinte azul por ahí —dije y pronto recibí una mirada de extrañeza de su parte. —Sí, he llevado el pelo azul, ¿te molesta?

        Me pegó un puñetazo en el pecho y mientras yo reía me dio la espalda tumbándose de lado. Conocía demasiado bien esa reacción: acababa de llamarme idiota. No creo que estuviese enfadado realmente más allá de la rabieta que no tardaría en pasársele, por eso mi única reacción a ello fue esbozar una sonrisa y emitir una pequeña risa.

        Pronto levantó su teléfono por encima de su cuerpo y pude leer perfectamente un «pero me parece bien lo del azul», lo que me hizo ensanchar la sonrisa a pesar que estaba viendo perfectamente la expresión de berrinche de Meto por haber sido derrotado por mí. No intentaba que se sintiese mal, pero al fin y al cabo era una persona bastante infantil, los dos lo éramos.

        Pasé mis dedos por su espalda logrando que se estremeciese, y pronto huiría de mí levantándose del suelo en provecho de que ya no se encontraba sujeto por mis brazos que hasta poco antes habían estado rodeándole.

        —Oye —le dije. No estaba realmente seguro de lo que iba a preguntar pero necesitaba hacerlo. Me levanté y me coloqué en frente de él. Debía sacarle diez centímetros en altura sino más, lo que le obligó a alzar la mirada. Aquellos ojos expectantes me hicieron tragar saliva—, ¿crees que algún día seas capaz de dirigirme la palabra?

        Grato error. A penas nos conocíamos desde principios de noviembre y ya le estaba pidiendo que me tratase tan distinto como para hablarme mientras con los demás no podía hacerlo. Yo, que había intentado convencerle de que eso no era algo malo, que yo no necesitaba que hablase para estar a su lado, le hice sentir culpable.

        Agachó la cabeza y se me encogió el corazón. Cada vez que lo recuerdo se me rompe el alma en mil pedazos. Quería olvidar todo aquello pero haberle visto temblar, abrazarse a sí mismo y tratar de alejarse de mí como si fuese un monstruo, me hizo sentir la peor persona del mundo. Me hizo sentir miserable.

        —Lo siento —fue lo único que alcancé a murmurar, aunque no sirvió absolutamente de nada.

        Antes de que pudiese reaccionar o hacer algo al respecto, se había marchado de allí dejándome solo. Y en aquella solitaria habitación no podía pensar en otra cosa que no fuese lo desamparado y vulnerable que me sentía en ese lugar, en ese preciso instante. Yo no quería hacer daño a esa persona, pero no sabía qué debía hacer o no hacer para lograrlo, estaba dando palos de ciego y el resultado estaba siendo devastador porque no estaba logrando nada. Y además, por si fuese poco, no sólo dañaba a Meto, sino que también lo estaba haciendo conmigo mismo.

         

        Su cumpleaños ese año cayó en viernes. Un 17 de enero tres días después de aquella discusión nuestra que nos había llevado a distanciarnos de alguna forma. No me había acercado a él desde entonces y Meto tampoco había tratado de seguirme o contactar conmigo para hablar de aquello. Metí la pata y tenía miedo, pero soñar con un acercamiento de su parte cuando la causa del problema era yo, se trataba de una mera utopía que no se cumpliría.

        Era doloroso admitirlo pero las cosas funcionan así: no siempre puedes tener lo que quieres, y a veces tus deseos por inofensivos que parezcan pueden ser egoístas.

        Me presenté aquella tarde en su casa sin tener mucha idea de qué debía o no hacer, de si mis acciones eran correctas o contribuían a empeorarlo todo. A ciegas, con una caja bajo mi brazo que no era más que un regalo que ni siquiera sabía si le gustaría, respiré hondo antes de que me abriesen.

        No esperé que su madre se sorprendiese tanto de descubrirme tras esa puerta. Debía ser la primera vez que nos veíamos, pero ella sabía perfectamente quién era yo. Me pregunté si él le habría hablado alguna vez de mí, cuánto de especial podría ser para ese muchacho.

        Me sonrió y me invitó a pasar y a ir donde Meto se encontraba. Estaba tan nervioso que lo cierto es que me temblaban las piernas hasta costarme mantener el equilibrio. Sentí unas terribles ganas de salir corriendo pero, a pesar de ello, antes de darme cuenta estaba sentado sobre mis piernas, en el suelo, delante del sillón en el que él dormitaba.

        —Eh, Meto —murmuré mientras acariciaba sus despeinados cabellos negros. Enseguida abrió los ojos para mirarme, pero alzando una de sus manos para colocarla sobre la mía que estaba sobre su cabeza, volvió a cerrarlos. —Debiste pensar que no iba a venir… —susurré.

        »Te traje algo, un regalo… ¿no quieres verlo? Meto…

        Dejó entonces que sus párpados mostrasen sus ojos de nuevo, con su mirada aún impregnada de letargo y cansancio, todo eso antes de sentarse en el sofá e indicarme que me colocase a su lado, cosa que hice inmediatamente. Nunca comprendí por qué me sentía tan asustado en momentos como ese, en por qué esa persona se había vuelto tan importante para mí. Era raro. Sin embargo, encontrarme parado en aquel lugar en un momento como ese, me hacía feliz.

        Coloqué la caja sobre sus piernas y logré que me mirase intrigado antes de volver sus ojos al regalo y abrirlo con lentitud, impacientándome de alguna forma. ¿Qué era? Aquel vestido a topos que le había dibujado a aquella marioneta que para mí no era más que un reflejo de ese Meto al que tenía en frente, hecho por mí mismo. Las medias, los zapatos, aquel lazo, incluso una peluca rizada de un azul celeste. Tan extravagante… yo, que al ver el dibujo creí que la muñeca sería rubia, me sorprendí de descubrir que no era así. Todo él era extraño y extraordinario.

        Acaricié su mejilla, justo al tiempo que sacaba ese traje blanco y negro de la caja y su expresión de sorpresa no podía ser más notoria.

        Con rapidez, giró la cabeza para mirarme. Su cara de estupefacción era enorme, pero no fui capaz de distinguir si le había hecho ilusión o no. Como siempre, había un muro entre nosotros que no podía atravesar. No podía entenderle, sin embargo, cuando apretó el vestido contra sí, pude ver un gesto en su rostro que no me transmitió más que dolor.

        Antes de darme cuenta, le tenía encima de mí, con su cabeza contra mi hombro, aparentemente esperando que le abrazase.

        Me apresuré en rodearle con mis brazos y apretarle con firmeza contra mí. Pensé que aquello no era más que un acercamiento, que un paso adelante. Quitando piedras a una muralla… Sin embargo, le descubrí sollozando poco después.

        —Idiota… —muchas veces pensé que mi mente me engañó, que eso realmente no sucedió: pero lo cierto es que lo dijo, por primera vez ese día le escuché hablar, incluso si fue entre sollozos, incluso si lo único que hizo fue insultarme.

        Un amuleto. De alguna forma Meto se convirtió en un amuleto para mí, algo que me devolvía la esperanza, que me hacía desear estar vivo. Le enseñé mis sueños ese día. Igual que él me había mostrado sus dibujos, yo le dejé ver mis diseños, los bocetos de esa ropa que siempre quise crear, esa ropa para la que me prometió ser mi modelo.

        Aquella tarde, no volví a escuchar su voz, pero de algún modo sentí que podía llegar a él. Me prometí que el esfuerzo que puso en pronunciar aquello no sería en vano. Era consciente de que no era tan fácil, ni para él ni para mí. No quería forzarle. Su rareza estaba demasiado lejos de la mía, a su lado yo podía considerarme completamente común, ciertamente. Yo era un chico excepcional hasta que él llegó, me opacó. Estábamos intentándolo todo.

        Nunca creí que me enamoraría a los 14 años, ni de esa manera, ni de un chico; pero había sucedido. Estaba allí parado, a centímetros de alguien que se había convertido en demasiado importante para mí, centímetros que se convertían en metros solo de pensar en las diferencias de los dos. Aunque ansiaba tocarle, al intentarlo solo lograba acariciar una carcasa. ¿Estaba bien romperla? ¿Dejar expuesto en interior del recipiente? Tenía miedo, y él también.

        Le teñí de azul como quería, un azul eléctrico que hacía un perfecto contraste con el rosa pálido que había en mi cabeza. Intentaba alcanzarle con todas mis fuerzas, nunca me rendiría. Comimos pastel; vimos una película juntos, los dos, con las manos entrelazadas; dormí en la misma cama que él, aferrado a una presencia que parecía querer disiparse.

        Cerré los ojos y obvié sus problemas. Yo no era una solución a ellos, jamás podría reparar lo que otros rompieron. Era como si me estuviesen apuntando con un arma, obligándome a quedarme inmóvil, viéndole quebrarse más… viéndole quebrarse sin más. Había algo reteniéndome en ese lugar. Temía tocarle, temía abrazarle, temía incluso acercarme demasiado; temía que se desvaneciese sin dejar rastro.

        Me pregunto si lo sintió: toda aquella preocupación mía, todo ese dolor. Éramos nómadas,  buscando ese lugar al que pertenecer: sin pausa, sin hallar nada. Yo quería que él fuese ese mundo al que pertenecer, o al menos que caminase a mi lado. Era joven, era idiota, era un soñador utópico, atípico. ¿Qué era él? ¿Qué éramos? Yo le había visto como una marioneta, ¿lo era yo también? Dejando que el flujo del destino nos afectase, viviendo atados y cansados de ser controlados. Tan cansados que había perdido las ganas de vivir, tan cansados que él había perdido las ganas de comunicarse con un mundo que no podía entendernos. Pequeñas y rotas marionetas. Rarezas.

        Cuando desperté, A pesar de que era su cama, él no estaba. No estaba en esa cama, no estaba en esa casa, no podíamos encontrarlo.

         

        Eran las cuatro de la madrugada, nevaba intensamente por primera vez en el año y en todo el invierno. Esas dudas, mis dudas, ¿le habían llegado? ¿Por eso había abandonado ese lugar a su suerte? Corrí y corrí… ¿cuántas calles transité? ¿Cuántas recorrí? Estaba a punto de llorar, con la cara y mis manos heladas. Que ella, su madre, me dijese que no era la primera vez que desaparecía en medio de la noche, no me tranquilizó. Yo, que siempre había temido lo peor en situaciones así, tenía el corazón en la garganta y un nudo en el estómago. ¿Había sido suficiente? ¿Sólo había sido un espejismo que más tarde desaparecería sin dejar rastro tras haberme demostrado que la existencia, mi existencia, tenía más futuro que la de ser arrastrado sin motivos y con el único fin de complacer a otros que con mi desaparición sufrirían? Es justo, hasta que le conocí sólo vivía porque sabía que morir causaría dolor.

         

        Me detuve en seco. No servía de nada que corriese y corriese sin rumbo. Solo estaba caminando en círculos.

        Me dejé caer sobre el suelo que ya había empezado a llenarse de nieve, tratando de recuperar el aliento, de tener mi mente en blanco y concentrarme para pensar en algo más que en qué pasaría si le perdía, si no volvía, si nunca había existido. En dónde podría haber ido, en qué lugar podría haberse metido. Tenía que pensar en eso.

         

        Ni supe cuántos lugares recorrí antes de llegar allí, a esa estación abandonada a dos manzanas de casa de Meto. Me estaba quedando sin opciones y estaba empezando a asustarme, a desesperarme. Pero allí estaba, sobre las vías, dando vueltas sin rumbo como yo había dado en aquellas calles, viéndolas cubrirse de un manto espeso, frío y blanco.

        Debió escuchar mis pasos porque se giró con lentitud. Me cerré tanto por él, abandoné tantas cosas por centrarme en saber qué pasaba por su cabeza, en qué sentía yo, en qué sentía él, que ya ni me conocía.

        Si la desesperación pudiese medirse con números... probablemente hasta el infinito se quedaría corto. No me arrepiento de las decisiones que tomé. Tuve una pistola en la nuca y cerré los ojos, ¿qué más podía hacer? Pude hablar con normalidad porque él estaba allí. Aun así, ¿cuánta tristeza esconden esos ojos suyos? Podrían tragarme si me despisto. Si pudiese cargar con todo ese dolor, si pudieses colocarlo encima de mis hombros y desprenderle de ello... lo aceptaría sin dudar. Ni él ni yo no pertenecemos a este mundo, sólo somos dos vagabundos, caminando de un universo a otro sin encontrar nuestro lugar. La nieve caía, el cielo parecía querer desplomarse pero él parecía feliz. Fue la primera vez que le vi sonreír, no podría olvidarlo jamás.

        Extendió sus brazos hacia mí y sonrió, me pidió que me acercase con esas facciones llenas de alegría que jamás creí poder contemplar, y antes de darme cuenta quien estaba derramando lágrimas era yo. Y lo entendí, entendí por qué Meto había llorado de esa forma al ver ese vestido que todavía llevaba puesto. Yo había superado sus expectativas de la misma forma que él había superado las mías.

        —Koichi —susurró. Siquiera era capaz de levantar la voz, pero rasgada y casi sin fuerzas, salió de sus labios.

        Bajé del andén, le atrapé entre mis brazos y él hizo lo mismo conmigo. Estaba riendo y yo no entendía absolutamente nada. Estábamos allí, en un lugar abandonado y roto, desatendido y olvidado bajo un cielo nublado, precipitándose nieve sobre nuestros ya bastante fríos cuerpos. Era ese… ¿nuestro lugar al que pertenecer? ¿El uno al otro?

        Qué excéntrico. Al final, nunca encontraríamos un mundo nuestro. ¿Era posible que, entre tantos millones de personas en el mundo, entre tantos planetas y galaxias, no hubiese más personas como nosotros dos? Improbable. Sin embargo, me consideré único y afortunado de ser no más que una rareza que había encajado perfectamente con Meto. Los dos, que no cabíamos en el mismo puzle que la mayoría. Él sonreía porque nevaba, esa persona que no había sido capaz de dedicarme ni una sola mueca similar, en esos instantes sonreía porque ese año no había pasado su cumpleaños sin más compañía que la de su progenitora, porque era feliz y porque nevaba.

        Se separó de mí y, sujetándome, comenzó a caminar siguiendo el rumbo de aquellas vías. Sus manos estaban tan frías como las mías, pero resultaban agradables, como si apretándolas entre las mías con firmeza pudiésemos darnos calor. No existen medias naranjas, no existen almas gemelas, no existe un hilo rojo que una a alguien con otro alguien: lo entendí demasiado pronto. Es imposible que una sola persona entre tantas pueda ser tu persona ideal, es imposible no tropezar y equivocarse a veces. «Déjame quedarme contigo ahora» me había escrito una vez. Él también sabía todo aquello y no le importaba. Le daba igual el futuro: en ese instante presente deseaba caminar conmigo, y yo deseaba hacerlo con él con la misma fuerza.

        —¿Dónde crees que irá a parar esto?

        Se encogió de hombros ante mis palabras. ¿Resultaría muy arriesgado aventurarse a andar sin rumbo siguiendo una línea de tren sin funcionamiento? Deambular hacia ninguna parte, como siempre habíamos hecho de forma simbólica rodeados de personas a las que no lográbamos ni lograríamos entender jamás.

        No podíamos predecir dónde nos llevaría aquel camino deshabitado y abandonado, tampoco podíamos predecir qué nos depararía el mañana pero, al fin y al cabo, ¿no es la curiosidad y el afán de conocer lo que nos empuja a seguir caminando?


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).