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Almas gemelas por Kyasurin W

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Notas del fanfic:

Una historia sencilla, producto de un experimento, pero igual de importante para mí.

Notas del capitulo:

Bach

Sientes la arena a tus pies, es una sensación fría pero a la vez reconfortante. La brisa se estampa contra tu cara y el mar duerme a tu derecha. En tus hombros, la pesadumbre con la que llegaste a la playa gradualmente comienza a liberarse. Piensas que ya estás más calmado, tus ojos ya no arden y tu respiración está moderada.

El clima es fresco y sombrío; el horizonte se tiñe de azabache, los nubarrones velan tu caminata y una memoria fortuita se cierne en tu cabeza. Otra vez. Por unos momentos cavilaste que lo habías superado, pero rápidamente te das cuenta que no es así. No es tan fácil. Tienes otra vez esas ideas pesimistas, te sientes culpable; no obstante, después de unos segundos no le encuentras razón. 

Regresas a donde estabas y te sientas junto a él. Con delicadeza deslizas tu mano sobre la suya, el tacto es gélido y te acercas más, recargas tu cabeza en su hombro y piensas en darle un poco de calor.

Y mientras en tu pecho, a cada respiración, tu corazón enmudece, recuerdas aquel día.

 

El cielo estaba tornasolado de celeste y lila, la música estridente se retenía a tus espaldas, los arbustos te rodeaban y sentías el delicioso aroma de las hamburguesas abrir tu apetito. Estabas sentado desde hace una hora, distrayéndote de vez en cuando en comprobar si el líquido de aquel vaso rojo que sostenías entre tus manos se había agotado ya, para después volverlo a llenar y regresar a tu silla, solo. No conocías a nadie más que a la cumpleañera, su madre te había invitado porque sabías que la hija no tenía la necesidad de hacerlo; sin embargo, la estrecha amistad entre ambos padres la obligaba a hacerte lugar en la celebración.

No habías tenido nada mejor que hacer y fuiste. Pensaste que quizá algo podría ser diferente, que las personas se interesarían en hablar contigo y harías amigos. Pero no fue así. Ingenuo.

Comenzaste aburrirte y sólo aguardabas la hora de la comida para poder retirarte, al menos querías que valiera la pena el traslado. Pero ya estabas cansado, cansado de seguir viendo los cuerpos juveniles contonearse a la cadencia de aquel cántico que llegaba a resultarte vulgar.

Por un momento habías sentido envidia de la festejada, pues se encontraba rodeada de un puñado de muchachos que te resultaban atractivos. Le diste un sorbo a la bebida y te supo un tanto amarga; era una gaseosa barata.

Un chico se te acercó y sentiste una emoción súbita en tu pecho. Te erguiste en tu silla y te acomodaste lo más veloz que pudiste la camisa. Él te preguntó si no habías visto su chaqueta que había dejado por ahí. Entonces recordaste que sería una idea casi surrealista que otro hombre se fijara en ti, nadie conocía tu orientación y siempre te has esforzado en ocultarla.

Una bocanada de aire azotó tu rostro y varios cabellos castaños enmarcaron tu cara. Miraste a tu alrededor. Finalmente te diste cuenta que no tenías nada que hacer ahí y decidiste que es hora de marcharte; el hambre se te quitó.

Te pusiste de pie y querías acercarte a la cumpleañera para despedirte. Pronto te diste cuenta que no era necesario, ella no se percataría de tu ausencia y además era difícil encontrar un momento adecuado para avisarle de tu ida. Desististe. Después de todo, ella no quería que fueras a su fiesta.

Atravesaste el jardín por un costado hasta que llegar a la puerta de la cocina. Por suerte no había nadie dentro de la vivienda; cruzaste el corredor, el baño y la sala hasta llegar al zaguán. Acomodaste tu cabello y saliste sigilosamente por la puerta.

Tu nariz escoció y en tus párpados entornados se reflejó tu confusión.

«Lo siento», te dijo. Era una voz cándida y profunda, una voz de una persona sensata. Te preguntó si estabas bien y balbuceaste que sí. Él sonrió. Probablemente era la sonrisa más hermosa que habías visto.

Sus ojos eran negros y cristalinos, tenían un destello que lograste apreciar cuando notaste que él te seguía mirando, en silencio. Sentiste tus mejillas arder y desviaste la mirada.

Te preguntó si eras amigo de ella, de la festejada, le contestaste que «algo así» y retrocediste un paso. No sabías por qué, pero comenzaste a sentir que tu estómago se revolvía, pensaste que no debiste comer aquel emparedado en la mañana, pero luego te diste cuenta de lo que sucedía. Ah, eran mariposas. Sentiste mariposas allí dentro. Aquel pensamiento sólo te hizo ponerte nervioso.

«¿Quieres ir a tomar algo?»

Seguían en el umbral, debajo del pórtico y escuchar esa propuesta salir de sus labios te hizo sentir algo tonto y afortunado. Lo dudaste por unos segundos, un pensamiento fugaz y depresivo te atacó. Rápido lo desechaste; él no podía ser así, te convenciste que sus intenciones no eran una burla. Su mirada era el reflejo de la dulzura.

Aceptaste. Avanzaron por la acera de la ancha calle mientras el aire comenzaba a tornarse más fresco de lo usual. Sentiste un escalofrío recorrer tu columna vertebral y te encogiste sobre ti, abrazándote con tus brazos. Él te pasó la mano por la espalda, un gesto tibio por el cual no supiste por qué te sonrojaste.

Su cabello también era oscuro y pequeños mechones ondeaban sobre sus sienes, resaltando su nívea tez. Caminaba con gracia, con una postura refinada y cada paso que daba era preciso. Pensaste que contemplarlo podría significarse un nuevo arte. Era un poco más alto que tú y ello sólo te hacía sentirte inferior, si cabía más.

Giraron a la derecha, aún no lograbas descifrar a qué lugar quería llevarte y aunque te llenase de curiosidad, te reservaste el preguntar. Aquel era un hombre incomprensible cuya belleza sólo podía compararse con los delicados lirios del jardín que con tanto esmero cultivabas.

Se detuvieron frente la entrada de un edificio viejo de pintura carcomida. La puerta era de madera y tenía un cartel que decía Abierto en letras rojas fosforescentes; en cuanto entraron la campanilla de la puerta sonó sobre ustedes.

Era un café arcaico. La madera de las paredes estaba roída y atestada de cuadros de la época medieval; las mesas eran circulares y pequeñas, todas ellas sujetas al suelo de baldosas opacas y salpicadas de lodo seco. Una gigantesca cabeza de venado te observaba desde encima de lo que supusiste sería la puerta de la cocina.

Él te miró, impartiéndote confianza y le señalaste una mesa al fondo, a pocos metros de los sanitarios, una mesa resguardada por un muro que los separaba de los escasos clientes.

Apenas tomaron asiento, una amable camarera de rasgos gentiles les tendió el menú. Miraste la carta dudoso, no sabías qué pedir porque tampoco sabías que esperar de aquel lugar. Él te recomendó la especialidad de la casa: helado de frutos rojos.

Curvaste tus labios en una imperceptible sonrisa que, no obstante, él pudo divisar y asentiste. Llamaste la atención de la mesera y pediste eso. Él, por el contrario, ordenó un capuchino.

Entonces dejaste caer tu mirada sobre la suya, temerosamente, y te correspondió, escrutando sus ojos sobre tu rostro. De repente te sentiste abatido que no encontrara tus facciones tan extraordinarias como las suyas, pero aquella sensación se fue tan pronto como llegó, porque sus pálidas mejillas se sonrosaron y te dijo que le gustas.

No supiste qué responder y optaste por el silencio. Nunca nadie te había hecho tal cumplido.

De manera espontánea, una duda te asaltó.

Le preguntaste su nombre y mordió su labio inferior. Extendió su mano frente a ti y sus labios se abrieron tendidamente, expulsando el sonido de la primera vocal, después su lengua se enroscó rozando el paladar, y al final su dentadura chocó en un armónico siseo.

Pensaste que era un lindo nombre y que le iba perfecto. Estrechaste la mano que te tendía; su tacto era suave y cálido. Un pensamiento vergonzoso preguntándote como se sentiría aquel roce sobre otros lugares de tu cuerpo te turbó de momento y fijaste tu mirada en el azucarero en medio de la mesa.

Él te preguntó tu nombre y le replicaste casi al instante. Te hizo saber que es lindo.

La camarera se acercó, trayendo consigo una pequeña copa de vidrio con dos bolas de nieve granate y una taza de capuchino. Las colocó frente a cada uno respectivamente y aquel helado te pareció apetitoso en demasía. Él pareció notarlo, puesto que te animó a que lo probaras cuánto antes.

Estaba delicioso. Sentiste cómo tu paladar se regocijaba con gusto y todo aquel entorno comenzó a parecerte acogedor a pesar de la primitiva estructura e incoherente decoración. La empleada era amable y te impartía cierto calor maternal, además el que hubiera pocas personas y que todas ellas hablaran con tanta familiaridad propiciaba una atmósfera hogareña. Incluso miraste al venado con ojos más amables que cuando entraste.

Volviste la vista al frente y te diste cuenta que mientras mirabas a tu alrededor él te estaba contemplando absorto. Tenía su mentón apoyado sobre el dorso de su mano y sus pupilas de obsidiana destilaban una infinita ternura; se imprimía un sentimiento puro, casto, producto de la deidad con que la que te reflejabas en sus ojos. Te miraba y te miraba, incansablemente, como si aquello le arrebatase la vida, el aliento, como si tú le estrujases el corazón, como si tú lo colmaras de paz y se resignara a procurarte junto a él para que siempre, en ti, mantuviera la armonía de la vida.

Ese sitio fue el testigo de lo inevitable.

Aquel día, a la hora que saliste del local, te diste cuenta por primera vez de como el tiempo volaba. Te la habías pasado bien e intercambiaron números. Él te aseguró que te llamaría, y así lo hizo al día siguiente, y a los que prosiguieron después de ese.

Nunca te habías sentido tan feliz en tu vida que cuando estabas con él. Las mariposas en tu estómago ya se habían hecho huéspedes y cavilabas que no podía haber nada más extraordinario que eso que sentías.

En una ocasión te dijo que quería que sus padres te conocieran y a ti sólo la idea te ofuscaba, ese sentimiento de inferioridad te apresaba con constancia; pensabas que quizá se darían cuenta que no eras lo suficientemente bueno para su hijo.

Sin embargo, no fue así.

Aquella vez, en la cena con sus padres te sentiste como un miembro más. Su mamá era hermosa y su padre un hombre cordial, gracias a ello comprobaste de dónde provenía la belleza y bondad de su hijo. Se quedaron charlando hasta altas horas de la madrugada, entre risas y una que otra anécdota que incitaban el rubor de él. Después jugaron juegos de mesa, y al finalizar la velada te diste cuenta de lo acogedora que estuvo cuando sentiste tu boca entumecida de tanto sonreír.

Terminó tan tarde que no se halló otro remedio que el que pasaras la noche ahí.

Te condicionaron un lecho junto a la cama de tu amado, al igual que tu pijama no se trataba, sino, de sus ropas. Te sentiste feliz. Usar prendas que antes habían reposado sobre su piel te hizo sentir una excitación nunca antes experimentada; aún podías sentir su fragancia impregnada en el algodón.

Esa noche, bajo el crepúsculo y entre suspiros, hicieron el amor.

En varias ocasiones pensaste que era tu alma gemela, más que pensaste, te convenciste con el paso del tiempo de que así era. Todo parecía tan irreal y majestuoso ante tus ojos. Su sonrisa reconfortante era el calor que tanto anhelabas.

Sus labios de pétalos rozaban tu mejilla por las noches y besaban tus lágrimas cuando los fantasmas te atacaban.

 Tus días favoritos eran aquellos donde salían al parque a dar un paseo, cobijados por los rayos del sol y entre las emotivas voces infantiles. Se sentaban bajo un gran árbol, uno que siempre les aguardaba con lozanía y tendían sus cuerpos sobre el césped. Entre caricias furtivas entrelazaban sus dedos; y al poco rato tu cabeza reposaba sobre su hombro, entonces él te abrazaba y besaba tu frente. Veían juntos el atardecer.

Y lo mirabas. Lo mirabas con devoción, con anhelo, todavía sin creer lo sublime que conllevaba estar entre sus brazos. Fue en ese momento en el que supiste que, sin remedio, te habías enamorado. Tal vez ese fue tu peor error.

Era una mañana de agosto cuando cumplían exactamente un año de estar juntos. Pensaste que sería buena idea ir a la costa para disfrutar de la playa, él siempre te contaba historias de cuando era pequeño e iba con sus padres en las vacaciones, pero dejaron de viajar por las obligaciones, por la falta de tiempo y todas esas cosas que usan de pretexto los adultos.

Así que, tras meses de exhaustiva planeación, lo habías decidido: irían al mar. A ese lugar que cultivaba los sentimientos de tu amado y que con tanta añoranza se limitaba a recrearlas en las anécdotas que sus labios contaban con sabiduría en momentos íntimos entre ambos.

Reservaste una posada cerca de la carretera y habías hecho tus maletas para todo el fin de semana. Era un viaje largo, pero valía la pena. Todas las cosas que hacías por él valían la pena.

Abordaron el coche de sus padres que, con un poco de insistencia y unas invitaciones a cenar, él había conseguido que se lo prestaran. Te había hecho saber que el paisaje era muy tentador y no podían desperdiciar la oportunidad de contemplarlo. Aceptaste. Nada mejor que pasar el trayecto a su lado, que en un autobús lleno de personas extrañas y hasta cierto punto molestas.

Las cordilleras abundaban a lo lejos, todas recubiertas por un espeso manto de hierba y en ocasiones pequeñas viviendas yacían a las faldas de las mismas. El cielo estaba despejado, dejando lugar al abrasante sol que les seguía los pasos.

Se detuvieron varias veces sobre la carretera, parando en gasolineras o algún otro establecimiento que les permitiera estirar sus entumecidas extremidades y también para almorzar.

Llevaban tres horas de viaje cuando un letrero sobre el sendero indicaba la desviación que les llevaría a la playa que estaba a pocos metros de ahí.

Él volteó a verte, sonreía con emoción; verlo contento te hacía sentir una calidez en tu corazón. Te perdías en sus febriles ojos, en su mirada que para ti resultaba tan afectiva; en sus mejillas teñidas de un suave rubor por el calor; en su cabello que le había dado por llevarlo desarreglado y que a ti te pareció que se veía más atractivo que nunca; y en su boca, en esa sonrisa tan fascinante que, aun cuando la negrura del tráiler impactándose contra su auto te absorbió, todavía pudiste sentir el último hálito colarse por sus labios.

Cuando lograste salir por la devastada ventana del que fue tu asiento, la cabeza te daba vueltas y un acceso de náuseas subió por tu esófago. Te apoyaste con las manos sobre el suelo, tratando de levantarte, pero volviste a caer. Un líquido espeso se deslizó por tu nariz, goteando en tu playera rasgada. Sangre.

Fue como ver pasar tu vida ante tus ojos. La fiesta. El olor a hamburguesas. Tu nariz. «¿Quieres ir a tomar algo?». El café. El venado. Helado. Intercambio de números. Sus padres. Su pijama. El parque. Sus historias. Un año juntos. Tu idea… el viaje… el mar. Él.

Hasta que tu visión se nubló fue cuando notaste las lágrimas torrenciales que avasallaban tus ojos. Miraste a tu alrededor. La mortecina arena estaba a un par de metros y el mar se mecía con pereza. De pronto reuniste todas las fuerzas necesarias para ponerte en pie y corriste hacia el auto. Estaba irreconocible.

Rodeaste la carrocería hasta llegar al asiento del piloto. La puerta estaba abollada y no quedaba rastro de pintura, el cristal estaba destrozado y fue gracias a ello que pudiste divisar una lánguida mano sobresalir encima del volante. Sentiste una opresión en tu pecho y garganta, como si alguien te estuviera asfixiando, se sentía tan real que mientras hacías lo posible por sacarlo del asiento te detuviste varias veces, por necesidad, para respirar hondo y limpiar con el dorso de tus manos el incesable llanto. Tus labios tiritaban, se teñían de sangre, de lágrimas. Querías creer.

Por fin lo tenías entre tus brazos. Lo tomaste del rostro y lo besaste entre sollozos, acariciaste con tus dedos temblorosos su rostro surcado por el carmesí. Juntaste tu frente con la suya, descargando un suspiro. Creíste que tu calor podía salvarlo, pero sus pálidos parpados te demostraban lo contrario. Entonces te recargaste en su pecho, rodeándolo con tus brazos, con fuerza, con amor eterno, ese que durante tantas noches te sirvió de consuelo. Tu nariz rozaba con su cuello y un haz de luz se reflejó entre ustedes. No querías que acabara ahí. Por qué. Si él era tu alma gemela, por qué la vida te hacía esto, por qué era tan injusta. Sin embargo, en el momento que comprobaste que su corazón, fielmente, te dedicaba su último latido, lo comprendiste.

 

Dejas escapar un jadeo. Haz comenzado a llorar de nuevo; sólo que esta vez es un llanto discreto, tranquilo. Levantas tu cabeza de su hombro y lo vuelves a mirar, no quieres olvidar su rostro, cada línea, cada rasgo, lo has ido memorizando durante las horas que llevan ahí.

Sus ojos están cerrados y la vitalidad de su piel se ha extinguido desde hace ya un rato. Está frío, frío y muerto. Pero tú lo amas. Presionas la mano que sostienes y besas su mejilla, aún no puedes hacerte la idea de que él ya no volverá. Su sonrisa se ha desvanecido para siempre, ya no verás sus oscuros ojos derrochando ternura, ya no escucharas su voz y cuando pronuncies su nombre él no te responderá. Porque se ha ido.

Sientes un escozor en tu frente, el sangrado ha parado pero aún palpas el dolor en cada gesto. Tu hombro duele también, el llevarlo sobre tu espalda hasta la arena parece que ha agravado tu dislocación, pero no importa, está a tu lado.

No obstante, el dolor físico no se compara con lo que sientes en tu interior.

Durante el tiempo a su lado comprendiste lo que era querer y ser querido, comprendiste la magnitud de las sonrisas, la calidez de las miradas, el significado de las caricias, comprendiste lo que era el amor.

Pero no fue hasta ese accidente, que comprendiste también, que las almas gemelas existen para separarse.

Notas finales:

Cualquier review es bienvenido :)


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