Prólogo
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— ¿Otra vez lo mismo?
Karina hizo una mueca ante la pregunta, y en vez de responder a la cuestión, se apresuró a buscar dentro de su billetera, el monto que ella ya había calculado. Pero por gran desgracia de la vida y la muerte y ese Dios que no tiene nombre -pero ella suponía; existía-, éste se encontraba enterrado entre el tumulto de cosas dentro de su bolsa. Botó un bufido frustrada, y conjunto a ello vino la melódica risa de quien la atendía.
— No te apures, aun no hay ningún otro cliente —a pesar de que no la veía, apostaba que sonreía. Venía teniendo esa sonrisa eterna desde la primera vez que compró en ese lugar—. Si quieres, puedes vaciar tu bolso para ver si está ahí. Venga, aquí — señaló a la mesa que las separaba —. No seas tímida.
Sintió las mejillas enrojecer, ante ese supuesto. Ella no se creía tímida, era solo que… que de alguna forma ella la intimidaba con su sonrisa, y sus ojos cafés que parecían brillar con la luz del ambiente –eran como miel derretida-, y…
— Oh, al parecer ya lo encontraste. El monto por tu compra es…
— Ya lo sé — sus labios temblaron, cuando decidió que no quería quedar como una tonta que no sabía decir palabra—, no te preocupes.
Notó como la sonrisa de la vendedora afloró un poco más, y daba muestras de ser sincera. Se sintió en la humillante necesidad de desviar la mirada.
— Por fin hablas. Llevas medio año comprando aquí y nunca me has dirigido la palabra.
Karina meneó la cabeza de un lado a otro, intentando negarse.
— No es cierto… lo hice.
— ¿Sí? Vaya, juro que es la primera vez que te escucho. Tal vez se deba a que tu voz es muy finita —rió un poco—. Culpa mía, supongo, eso me pasa por sorda.
La chica tenía una de las sonrisas más lindas que vio en su vida, con los dientes más rectos, blancos y perfectos que uno se puede imaginar. Tanto así que la intimidación, venía a destrozarle su ya de por sí baja autoestima, y para colmo sus ojos aún dolidos, no la podían dejar de ver. Ni por un segundo, ni por medio segundo, tanto así que se tropezaba con sus pies en el preciso instante que se daba cuenta que ella sería quien la atendería. Sentía un tamborileo en su pecho que –se explicó- era debido al miedo y…
— ¿Qué me dices si te doy algo gratis como muestra de paz? Mi padre me mataría si sabe que perdió a una de sus clientes más fieles gracias a mí, y mi bocota.
— No, no te preocupes. No me ofendí — no quiso sonreír, porque sentía que sus sonrisa le quitaba puntos, al lado de alguien que a pesar de no caer en el arquetipo de “bomba sensual”, era… tremendamente atractiva, con solo un gesto de labios. Ella en cambio…
La otra volvió a reír.
— En serio, eres un amor, pero hoy me siento generosa, así que te llevarás algo ilegalmente de aquí aunque no lo quieras. Mmm, a ver… ¿qué te podría dar? ¿Te gustan los dulces?
— En serio, no…
— Te gustan los dulces. Toma una pastilla de menta para ti, es rico, al menos a mí me gusta.
Debería negarse, pero su mano agarró sin antelación el caramelo extendido, y muy a su pesar correspondió a su sonrisa, aun teniendo los dientes desprolijos del brío de la otra. La vendedora le… le agradaba, un poco, de esa misma forma lejana con la que se pudo relacionar todo este tiempo. Pero no más, no podía más, como siempre.
Cuando metió el dulce de menta en su boca, lo paladeó dulce, a pesar de que ese no debía ser el sabor.
— ¿Vendrás mañana?
Ella quería decir que no. Que al día siguiente no había razón porque ya tenía todo lo que necesitaba en casa, y en su bolsa de compras pero… por alguna razón:
— Sí.