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ÚLTIMA ENTREGA por suicidal teddy

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Notas del capitulo:

Esta historia tiene por songfic a la canción Thinking out loud de Ed Sheeran. en realidad la escribí primero y luego descubrí que esta canción describe muy bien lo que quiero contar. 

El capitulo me quedó un poco largo, espero que no sea tedioso.

 

ÚLTIMA ENTREGA

 

Cuando llegó por primera vez a la florería, el espacio pequeño aunque acogedor, lo intimidó. El piso de madera, impecable, reflejaba a sus visitantes dibujando sombras oscuras sobre su superficie brillante. En las ventanas, las cortinas de terciopelo rojo caían majestuosamente, rematadas con ribetes dorados de sinuoso trayecto. Detrás del mostrador, un gran reloj de péndulo se imponía como la columna vertebral de la habitación; reinaba sobre los muebles, antiquísimos, legado de generaciones incomprendidas, frente a los cuales, no era más que un simple forastero, un perturbador de aquella tienda perdida en el tiempo, un criminal, pero también una víctima, de esos grandes jarrones de cristal que, dispuestos sobre  taburetes de madera, encontró aterradores.  Estaban repletos de flores nunca antes vistas. Algunas eran blancas con filamentos amarillos y destellos púrpuras sobre sus pétalos, otras tenían el tallo alto y grueso, cuyas corolas se sucedían en peldaños vistosos. Los lirios captaron su atención por su forma estrellada y la variedad de sus colores. Finalmente halló rosas rojas, como el amor, como la pasión infinita que enciende el corazón de los amantes y los conduce a usar ese símbolo, ese bello escudo tan frágil como una promesa de amor eterno. Cada una esperando su turno para ser elegida por él y formar junto a sus hermanas una maravillosa obra de arte.

 

Lejos de despertar su interés, aquel lugar le inspiró temor; a lo desconocido, a su propia inexperiencia. Aquel trabajo, que debía cubrir sus gastos en la universidad, pronto se convirtió en un reto ya que el dueño de la florería, un aciano sin descendencia, vio en él un legado a futuro y, ciertamente, un par de años después apreció ese gesto.

 

“White Delilah” no era como la mayoría de los negocios de su rubro. No se elaboraban los regalos en grandes masas, replicando miles de veces un modelo definido.  Tenían catálogos porque ello les ayudaba a mantener la prosperidad de la tienda, pero su especialidad y su fama se debían a los diseños personalizados. Ubicada en una zona exclusiva de la ciudad, sus clientes no escatimaban tiempo ni dinero para enviar el regalo perfecto, de distintos tamaños, materiales y formas, con las variedades más exóticas del mundo. Todos los pedidos eran atendidos y los artistas realizaban sus mejores obras.

 

Fue captado en la facultad de arquitectura de la universidad el día asistió a una exposición de jardinería y criticó en voz alta un lamentable centro de mesa, mal decorado y peor ubicado. ”Una pérdida de talento” había murmurado y enseguida un anciano le replicó una pregunta, la primera de lo que sería una verdadera plática y una propuesta inminente de trabajo. Por supuesto dudó; no tenía ni la menor idea de cómo diseñar un arreglo floral, pero creyó que era cuestión de técnica y aceptó el empleo. Más tarde descubriría que preparar un arreglo no era solo producto del aprendizaje sino de la intuición, para colocar una junto a la otra, en orden, en armonía, en la perfecta combinación de formas, aromas y colores. Cada detalle era una decisión que comprometía el resultado final, la obra de arte, única e irrepetible. Sí, era la gran lección que White Delilah le había dado en casi dos años de labor.

 

- Buen día- saludó. El tintineo de los cascabeles de la puerta acababa de anunciar el ingreso de un joven a la florería. Vestía bastante formal; un saco de paño elegante con grandes botones desfilando por el centro de su pecho y un pantalón negro ceñido que se dejaba ver a partir de la mitad de las piernas. Era la apariencia usual de los clientes más jóvenes, interesados en gastar pequeñas fortunas por sus amadas.

- Deseo hacer un pedido - ignoró sus palabras. La expresión de su rostro correspondía a un hombre demasiado contrariado por algún asunto para prestar atención a las reglas de cortesía-. Un arreglo floral.

- Por supuesto. ¿Está interesado en un diseño personalizado? – consultó. En algunas ocasiones era capaz de adivinar el tipo de flor que escogía el cliente. De la misma forma que la ropa, sus elecciones delataban su personalidad.

- Ese está bien- respondió señalando una canasta de rosas colocada sobre el mostrador. Era pequeña, pero no lo suficiente como para parecer mezquina-. Sí, algo discreto, pero con tulipanes rojos. Son sus favoritas- agregó en  tono confidencial.

- De acuerdo- apuntó en la hoja de pedido-. ¿Alguna más?

- Solo tulipanes- dijo el cliente mientras buscaba en el bolsillo de su abrigo-. ¿Podrías incluir este sobre también?

Una carta. Lo supo porque al recibirla, sus dedos percibieron la suavidad de varias hojas dobladas que descartaban la posibilidad de una mera tarjeta. Era una carta, una de amor.

- Desde luego - le sonrió. Un halo misterioso envolvía a aquel sujeto. De repente fue invadido por la curiosidad. Una misiva a mano era poco frecuente en esos días. Sin embargo era el detalle más delicado de todos, siempre y cuando su contenido fuese glorioso.

- Bien, que lo lleven a esta dirección- indicó mientras escribía en el reverso de su tarjeta personal.

- ¿A nombre de quién?- preguntó.

- De nadie en particular. Solo entréguenlo a quien se encuentre en casa y me daré por bien servido.

Mientras pagaba, aprovechó para observarlo detenidamente; el saco negro acompañaba bien a su alta y delgada figura. Debajo, se escondía una  camisa blanca muy fina que resaltaba la palidez de su rostro; ligeramente largo, con labios delgados y ojos más bien pequeños, un tanto caídos. Debía ser apuesto. Era el tipo de hombre que solía gustar al común de las mujeres; aunque a lo mucho le llevara unos dos o tres años, su cliente parecía mucho más maduro y varonil. Por sus ropas, en donde reconoció el logo de una marca exclusiva, el anillo de oro que llevaba en el dedo pulgar y las llaves de su auto, que puso en la mesa para sacar su billetera, supo que además le sobraba el dinero.

 

- ¿Es posible enviarlas ahora mismo?- preguntó introduciendo el índice en el aro de su llavero con singular elegancia.

- Desde luego, señor - quería complacerlo, saber cuál era el destino de tan extraña carta-. Yo mismo las llevaré.

- Te lo agradezco y confió en tu labor - le mostró unos dientes perfectos que destacaban su sonrisa.

 

Se marchó recorriendo el camino con unos botines de cuero negro que brillaban a pesar de que la tarde había comenzado a caer y era preciso encender las luces.

 

Movido por la curiosidad, examinó el sobre que tenía en las manos. Entonces se percató de que no estaba sellado, como si la suerte o el destino hubiesen querido que descubriera los secretos de aquel cliente, como si todo se hubiese confabulado para llegar hasta allí.

Lo abrió. En su interior encontró dos hojas de papel que se abrazaban la una a la otra, plegándose sobre sí mismas para ocupar el pequeño espacio rectangular. Tomó la primera de ellas y comenzó a recorrer la hermosa caligrafía con la que la había sido escrita.

 

 

Mi amor, me animo a escribirte esta carta porque quiero decirte muchas cosas que personalmente sería difícil de hacer sin tus encantadores aportes. Los adoro, pero en esta oportunidad, necesito que me escuches con atención antes de formular una idea en voz alta.

 

Sí, sí, quizá ahora estés torciendo lo labios, pensando "No soy una persona molesta" y tienes razón; eres un ser maravilloso aunque te resistas a creerlo y nunca tomes en serio mis palabras, aduciendo que realmente no te conozco.

Lo hago. Te veo de una forma en la que tú jamás te verías porque, a diferencia mía, no te deslumbras con cada cosa que haces. Te adoro desde la primera vez que te vi, con esa torpeza tan rara con la que caíste sobre mis maletas en el aeropuerto y tuve recogerte porque aún no podías comprender que tu teléfono haya sido el causante de tan embarazoso momento. Luego afirmaste que pondrías un alto a las redes sociales porque, siendo dramáticos, incluso podría haberte costado la vida. Menuda sentencia que apenas llegó a una semana. Por supuesto ya lo sabía. Al ver la sonrisa con la que de repente agregaste "oh por Dios, tu abrigo es tan europeo", supe que te conocía desde siempre.

 

No pretendo decir que fue amor a primera vista ya que ambos sabemos que eso no existe. Aquel día me gustaste, pero lo que siento ahora, este amor inmenso, es gracias a ti, a todo lo que haces y ha cautivado mi corazón.

 

Adoro tu sentido del humor, siempre certero en herir el orgullo de cualquiera. Adoro tu risa que nunca se convierte en carcajada y es suave como la brisa del mar, como la voz que utilizas para ordenar las cosas con disimulo, con un beso en mis labios y una sonrisa infantil de quien no conoce una negativa. Esperas tanto de mí; cosas vanas, simples, tontas, a veces frívolas. Me dices mucho, pero callas lo importante; aquello que hiere tus momentos y que los transforma en oscuros recuerdos. Aquello que siempre descubro demasiado tarde y cuestiona mis sentimientos. Sé que no comparto muchas cosas contigo, como la debilidad por gastar tu dinero en ropa de moda o la aversión que sientes por las películas clásicas, las decrépitas, esas que yo tanto admiro. Ni tu comprenderás por qué prefiero pasar en silencio las tardes contigo; porque de esa forma puedo oír tu respiración junto a la mía mientras la noche cae sobre mi alma y me recuerda que nunca he sido tan dichoso.

Me gustaría ser capaz de demostrarlo de otra forma, como lo hace el gran común de la gente; con flores, chocolates, osos y versos robados a poetas conocidos. No es mi estilo, pero hoy lo intentaré porque deseo hacerte feliz.

Sé que otros chicos con los que has estado han sido de ese modo, sé que aquel hombre que oscureció tu corazón se deshacía en detalles para luego lastimarte, a ti, al amor de mi vida, que es frágil como una rosa aunque no quiera demostrarlo.

 

Pues te diré que todas las veces que has pretendido estar bien han sido un fracaso. Reconozco perfectamente esa ligera sombra que aparece en tus ojos cada vez que tu pecho se estruja por algún motivo. Sonríes para mí y el mundo entero mientras me pregunto qué te estará sucediendo. No lo dirás a menos que sea extremadamente grave y tenga yo que enterarme. En tu afán de no preocuparme, a veces termino francamente asustado. Me gustaría que me protejas menos. Me gustaría que hoy me contaras que ese sujeto ha vuelto a molestarte, que te ha buscado para inquietarte y que ahora mismo tienes miedo de que vuelva a ser parte de tu vida.

 

Quizá podrías ladear tu bello rostro y descubrir que aún sigo aquí; a tu lado, callado, un poco ignorante, pero enamorado. De la persona escandalosa que eres, con muchas peticiones tontas y superficiales, con el carácter fuerte que todos creen que tienes y la sensibilidad particular que guardas en el pecho, porque sé, yo sé, que lo que otros ven como simple capricho es genuinamente importante para ti.

 

 

- Oliver ¿Qué haces? - Alfredo salió del almacén frotando las palmas de sus manos. Hacía frío afuera y la calefacción había estado fallando últimamente.

- Nada- respondió mientras guardaba lo que había estado leyendo de forma casual.

Alfredo lo siguió con la vista durante todo el proceso. Sus pupilas marrones, rodeadas de largas pestañas que destacaban sus rasgos caribeños, se detuvieron en la carta por varios segundos. Por un instante, se creyó descubierto, pero su buen amigo decidió no darle importancia al asunto y tomó la franela roja que usaban para limpiar la vitrina.

Aliviado, preparó el arreglo floral. Acomodó cada flor en el espacio preciso y se tomó la libertad de esconder un clavel rojo entre sus primas. De ser descubierto, sería un detalle que consideraba espectacular. La carta le había dado una idea precisa de la personalidad de la destinataria y, valgan verdades, le hubiera encantado ser convencido por cada uno de sus besos, ver morir el día, aunque no en silencio, sintiendo dichosos y sobre todo, resolver cada una de las inquietudes de la grandiosa mujer descrita en pocas líneas.

 

 

- Voy a entregar esto- informó contemplando su trabajo. Colocó las manos en sus caderas y trató de imaginar el rostro de la señorita.

- Ya vamos a cerrar - dijo Alfredo. Se agachó sobre el pequeño baúl que reposaba junto a la caja y sacó unos candados dorados que usaban para asegurar la puerta principal.

- Lo sé, lo sé. Es que me dijeron que era muy importante y me comprometí. Lo llevaré de camino a casa. Además no es tan grande - señaló el adorno con un gesto.

- Entonces ve, compañero - le sonrió -. Yo termino de hacer el resto.

 

Con cuidado, sujetó la canasta en el cesto trasero de su bicicleta. Vivía cerca de la universidad y el trabajo, y aún no había juntado suficiente dinero para comprar un auto, así que ese era su medio de transporte habitual.

 

El viento comenzó a soplar sobre sus cabellos negros, ondulados. Le encantaba porque lo sentía libre y ligero pasando a través de ellos.  Cuando estaba de buen humor o era lo suficientemente tarde para tener la calle despejada, corría veloz y feliz, con la mente en blanco. Sin embargo ahora no podía darse ese privilegio; debía proteger el encargo.

 

Se detuvo frente a un edificio de paredes blancas y ventanales en donde podía ver el reflejo de la calle que se perdía en el horizonte. No era una construcción vieja  ni nueva y tampoco estaba en un lugar céntrico u olvidado de la ciudad. Era un lugar apacible, poco transitado, habitado por gente de mejor condición económica que él. Leyó una vez más la tarjeta para verificar la dirección. El letrero metálico al lado de la puerta principal  coincidía con la letra corrida de figuras redondeadas de la nota. Debajo, en el reverso el nombre de su cliente captó su atención:

 

George Sullivan Moseley

Jefe de Marketing

 

Qué envidia; él apenas iba en la mitad de la carrera de Arquitectura. Se preguntó una vez más cómo sería la destinataria. No iba a negarlo; deseaba verla, conocer a la persona tan bien descrita en el texto y que apreciaba desde ya. Carecía de sentido, lo sabía, pero necesitaba ver su rostro para explicarse el porqué de la entrega de un pedido a fuera de hora.

 

El ascensor se detuvo en el sexto piso. Lo recibió un corredor de paredes blancas, bien cuidadas, con puertas de madera oscura resaltando cada cierto tramo. Recorrió un corto trayecto mientras sus piernas temblaban a cada paso que daba. Se sorprendió; jamás le había ocurrido algo así, pero no se desanimó.

 

Todavía con ese nuevo sentimiento de valentía, toco el timbre decidido. La puerta se abrió como si lo hubieran estado esperando. Sin embargo, solo lo hizo unos centímetros. En el pequeño espacio apareció una cabeza castaña que lo miró con los ojos abiertos de par en par.

 

Era un chico.

 

- ¿Si?  -le preguntó dubitativo. Su voz era fina, casi delicada, como la de un niño que aún no ha desarrollado los tonos graves.

- Buenas noches. Mi nombre  Oliver de Florerías White Delilah. Traigo un pedido para esta dirección.

- ¿Flores?- repitió el chico mostrando el resto de su cuerpo.

Era pequeño y delgado, con una polera de algunas tallas extras que envolvían su cuerpo hasta la altura de unos muslos que se delineaban dentro de los jeans ajustados del día. Bajó la cabeza y observó el paquete que llevaba en las manos.

- Tulipanes - señaló con tono acusador. Creyó que le molestaba encontrar a un desconocido dejando flores en su dirección, pero enseguida esbozó una sonrisa y estiró los brazos para recibir el pedido.

- Disculpe, se encuentra la señorita presente - le preguntó ignorando su ademán.

- ¿Quién?

- La seño...la destinataria - destacó. No quería ser descortés, pero le urgía realizar su cometido.

- Bueno, no - dijo lentamente-. Aún no regresa del trabajo. Yo se las entregaré.

- No, será mejor que se las dé personalmente.

- ¿Quién las envía? - demandó arqueando una de sus cejas tan bien delineadas que no parecían naturales.

- El señor Sullivan.

- Sé quién es. Dámelas - y ambos tiraron de la base en dirección opuesta. Las pupilas del chico se dilataron al comprender que no lo soltaría -. Tú, chico de las flores, conozco bien a George Sullivan, así que más te vale que lo dejes o te pesará.

El tono de su voz era amenazador, pero a su vez juguetón. Sus labios se habían contraído en un gesto casi tierno. Aturdido, las dejó ir antes de siquiera notarlo.

- ¿Dónde firmo?- preguntó satisfecho. Le quitó el lapicero que llevaba en el bolsillo de la camisa y lo observó con una discreta sonrisa asomando en sus labios.

Le entregó el tablero en silencio. Aún no podía creer que había ido hasta ese lugar por nada. Recibió la hoja firmada con un extraño sentimiento similar a la decepción.

-Bueno, nos vemos - oyó decir al chico que desapareció con el sonido inclemente de la puerta golpeando el marco de madera.

En vano. Repitió la frase en su mente pensando que no sería mala idea esperar a que la señorita llegara a casa. ¿Cuánto podía tardar? Honestamente no importaba. La fría pared hizo contacto con su espalda. A medida que se dejaba caer por su superficie hasta tocar el suelo con la palma de sus manos, creyó que aquello era una locura. Sin embargo no podía cambiar de opinión. Se colocó los audífonos y esperó. Las canciones se sucedían una tras otra en su reproductor, cantaban los minutos transcurridos y le ayudaban a creer que media hora no era tanto tiempo después de todo. La puerta se abrió nuevamente y lo primero que vio fue un par zapatillas negras que se asomaban de un piso de parqué muy brillante, destacando del pasadizo de mármol.

 

- ¿Qué haces aquí? - oyó que le preguntaba el chico. Se levantó de un brinco.

- Estaba...ya me iba.

- ¿Espías nuestro departamento? - concluyó. Su frente se arrugó en señal de sospecha.

- No, yo solo...no quería volver a mi casa aún - mintió tratando de sonar convincente. El chico lo miró de pies a cabeza y asintió en señal de crédito.

- Voy a comer algo. Vamos por allí- sin esperar su respuesta, se dirigió a la puerta del ascensor y apretó el botón.

El joven que ahora estaba a su lado tenía un perfil singular; el cabello lacio caía sobre su frente, algo despeinado. Sus labios delgados y rosados nacían sobre un mentón pequeño, casi femenino y sus ojos, marrones, eran pequeños y llamativos. Sin duda era bello.

 

El ascensor los recibió con una persona adentro. Una hermosa mujer con un abrigo blanco, hasta la altura de las rodillas, les sonrió. Sus ojos verdes se detuvieron en él por unos segundos; coloridos, vivos, con unas pestañas largas, tan divinos que por ese segundo olvidó que era idéntica a su hermano.

 

- ¿Cenaste? - le preguntó el chico al pasar por su lado. Le mostró una amplia sonrisa, casi tan deslumbrante como la de su hermana.

- Sí ¿amigo tuyo? - le preguntó mirándolo fijamente. Ella había notado su presencia y solo por ello deseó seguirla a dónde fuera.

- Algo así- respondió el chico.

- Hola - alcanzó a decir, pero el ascensor se había puesto en marcha otra vez, interrumpiendo su presentación.

-Te gustó mucho ¿no?

- ¿Qué?

- Mi hermana - señaló mirando su difuso reflejo en la superficie metálica del ascensor. Sonreía levemente, con una mezcla de ironía y secreto regocijo.

- No - respondió.

- Mentira. Vi cómo se te salían esos ojos tan grandes que tienes.

-No - recusó -. Mis ojos no son tan grandes - protestó aguzando la voz.

- Sí que lo son - otra vez su hermosa sonrisa apareció y no pudo hacer otra cosa que devolverle el gesto - ¿Cómo te llamas?

- Oliver - respondió. El vestíbulo apareció ante ellos, desierto; iluminado por grandes faroles que colgaban del techo.

- Oli - señaló el chico dando un paso adelante-. Yo soy Patrick.

- Pat - imitó apenas consciente de que repetiría su nombre millones de veces.


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