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El mayordomo y la espina de la rosa. por Alexis Shindou von Bielefeld

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Kuroshitsuji pertenece a Yana Toboso.

 

 

Notas del capitulo:

Hola. Es la primera vez que escribo de Kuroshitsuji, así que me presento: Mi nombre es Alexis, (soy chica por defecto del nombre n_n!) y soy la misma que aparece en Mision Fujoshi de Yuram chan… aunque mi participación es mínima. Soy a la que le encantan los gatitos al igual que Sebastian :3

La idea surgió en mi mente la semana pasada y hasta ahora me he divertido mucho haciéndola. Así que quiero compartirla con ustedes, y espero que les guste el comienzo.

Solo serán dos capítulos. Y el romance se dará, aunque al principio no lo parezca.

Es un SebastianxCiel.

La historia está basada en la primera temporada del anime. 

Londres, 1889.

 

Cerca de las diez treinta de la noche, una pareja de jóvenes caminaba por las abarrotadas calles de Londres después de lo que había sido una memorable cita. Joss Meller y Melyssa Carter eran una pareja adorable a los ojos de la sociedad inglesa. Cuando salían a pasear, siempre seguían el mismo recorrido devuelta a sus respectivas casas y quienes los conocían solían asomarse a la puerta de sus negocios para desearles lo mejor para el futuro. Era conocido que se casarían a finales del año.

Joss Meller había trabajado duro para comprarle a su prometida un anillo de compromiso de oro con una pequeña incrustación de diamante pese a que sus ingresos eran bastante limitados. La relación no empezó en serio para ambos hasta que no le dio el anillo. Él, por su parte, había sido serio desde el día en que la vio en el restaurante donde ella trabajaba como mesera. Alta y rubia, con un aura de inaccesibilidad que lo atrajo más que ninguna otra cosa en la vida, haciéndola irresistible. Jamás había deseado algo tan ardientemente como había deseado a Melyssa. Y él estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. La había cortejado con empeño y sin descanso. Rosas, cenas, regalos y cumplidos. No regateó en esfuerzos para conseguir su objetivo. Y ella, aunque reacia al principio, se había dejado cortejar y guiar hasta el inicio de una relación que junto con la entrega del anillo se hizo más oficial. Ella pasó a convertirse en parte activa de la pareja. Respondía a sus abrazos con una intensidad nueva y él no se había sentido más feliz en toda su vida. Ahora se comportaba dulce, amable, y hasta le había hablado de cómo serían todos los niños que verían crecer a su alrededor.

Ese paseo nocturno había constituido el único momento de paz y tranquilidad del que disfrutaba la pareja, además de proporcionarles el ejercicio que tanto necesitaban después de una elegante cena con motivo del cumpleaños de Melyssa.

Después de platicar con un par de conocidos por el camino, Joss sacó su reloj de bolsillo y se dio cuenta que era cerca de medianoche. El tiempo había pasado demasiado rápido. La tranquilidad que reinaba ahora en la calle era un poco inquietante. Nadie más circulaba fuera. El único ruido que oía era el de sus propios pasos al caminar. Romántico, pensó Joss sin tomar en cuenta esos detalles. La luna se veía bellísima esa noche y las estrellas no hacían más que engrandecer esa misma belleza.

Para llegar a la casa de los padres de Melyssa, primero debían cruzar el Hyde Park desde la entrada Este a la Oeste, de modo que Joss tomó con firmeza la mano de su novia y la guió a un paseo por el parque bajo la luz de la luna antes de tener que despedirse de ella frente a la entrada de la casa de sus futuros suegros.

Era una noche fría y pese a estar bien abrigados sintieron frío al cruzar el gran portón de la entrada. Joss sabía que no tardarían en entrar en calor tan pronto como empezasen a caminar a buen paso y trató de distraer a su prometida con alguna conversación ocasional. Cuando avanzaron ya por la fuente de agua en el centro del parque, se detuvieron por un momento.

—Joss, ¿Me amas? —preguntó Melyssa de manera melosa, aferrándose al brazo de su prometido.

—Sí. —respondió él.

—¿Cuánto? —volvió a preguntar ella, mirando intensamente sus ojos marrones.

Joss soltó una risita arrogante. Dudaba que el amor que le profesaba pudiera ser medido y resumido en una cantidad.

—Muchísimo. —respondió.

El viento trajo unas nubes que ocultaron la luna y de pronto el frío penetró con mayor profundidad, pero ninguno prestó atención a ese detalle. 

Melyssa curvó sus labios, formando una sonrisa perspicaz.

—¿Darías la vida por mí? —preguntó de manera maliciosa.

Aquello se le antojaba blasfemo al joven, pero fue otra clase de pensamiento el que le rondó la mente cuando situó las manos en la cintura de su prometida.

—¡Por supuesto que sí! —respondió sin siquiera pensarlo, como si aquella frase no le causara trabajo, como si fuese algo natural—. No pensaría ni un segundo en dar la vida por ti. —añadió, deslizando su fría mano a través de la frente ligeramente húmeda de su prometida, y frotó cariñosamente el perímetro de los cabellos dorados que sobresalían a través de su sombrero.

—¿Lo juras?

Joss levantó una ceja y sonrió. —Lo juro.

Contenta por su respuesta, Melyssa le dio un beso en la mejilla.

Tras esa bizarra conversación, felices y despreocupados, la pareja intentó avanzar lo que les faltaba del trayecto por el parque, pero antes de que pudieran avanzar un paso más, unas luces rojas emergieron de la fuente de agua, expandiéndose a cada segundo que pasaba. Joss agudizó sus sentidos, preso de una inquietud en el pecho. No había posibilidad alguna de desviarse, lo único que podían hacer era avanzar. Aquello resultó ser algo mágico y aparentemente inofensivo. Un rosal enorme se formó tras el espectáculo de luces rojas cuya explicación lógica le hizo pensar que era producto de su imaginación.

—¡Joss, mira! —Melyssa se encontraba fascinada—. ¡¿No es hermoso?! —exclamó dando vueltas y vueltas alrededor del rosal. Las rosas eran enormes y rojas, sus hojas verdes y sanas. Daban ganar de arrancarlas y formar hermosos floreros con ellas.

—¡Melyssa, ten cuidado! —advirtió Joss, que a diferencia de su prometida estaba algo asustado—. ¡Esto no es normal!

Ella no le hizo caso y con confianza empezó a arrancar las rosas más grandes para llevárselas a casa. Y como si la advertencia hubiese sido una predicción, se produjo un violento estremecimiento y en un breve instante la buena fortuna se transformó en el infierno. Melyssa gritó de manera escandalosa y cayó inconsciente luego de haberse pinchado el dedo con la espina de una rosa. 

—¡Melyssa! —Joss corrió a su lado para auxiliarla de inmediato —¡Melyssa! ¡Responde, Melyssa!

Las cosas se pusieron peor aún antes de que pudiese reaccionar. El resplandor rojo volvió a manifestarse tras lo cual una figura misteriosa comenzó a formarse. Joss la miró, y luego la estudió. Era una mujer alta de piel sumamente pálida. Un largo cabello color rosa le caía hasta abajo de la espalda. Tenía enormes ojos verdes, senos voluptuosos y cintura estrecha. Usaba un vestido rojo con hendidura profunda en forma de V en la pierna. Y mantenía la misma aura roja a su alrededor.

Joss no sabía a ciencia cierta si se trataba de una diosa o un hada. Tenía la seguridad de que aquello no era humano, y cuando la figura llegó cerca de él, comprobó que, efectivamente, no lo era. 

De repente, la misteriosa mujer comenzó a reír con sorna ante su patética visión. La reacción de Joss fue instantánea.

—¿Qué le hiciste a mi novia? ¡Contesta! —ordenó a gritos—. ¡Contesta!

—Yo no le hice nada, ella misma lo provocó —respondió la mujer, manteniendo la sonrisa en su rostro—. Quería las rosas más bonitas de mi rosal, y terminó pinchándose el dedo con las espinas venenosas.

—¡¿Qué?! —Joss abrió los ojos desmesuradamente de horror.

La misteriosa mujer cambió su actitud amable por una más fría y calculadora.

—No le bastó con adorarlas, prefirió arrancarlas. Eso demuestra lo ambiciosa que ella puede llegar a ser. —Soltó un bufido de burla al tiempo que se cruzaba de brazos—. O más bien, podía.

—¡E-eso… no puede ser! —Joss temblaba de los pies a la cabeza, víctima de un ataque de pánico. Al ver su propio aliento blanquecino surgir de su boca, tomó conciencia del frío que reinaba. Y quedó perplejo. Melyssa había sido ambiciosa desde siempre, pero había algo que fallaba en todo aquello y no creía que se tratase simplemente del veneno de las espinas—. ¡Fue una trampa! ¡Devuélvemela!

La misteriosa mujer rió gozosa por un breve instante.

—Creo que ya nos vamos entendiendo —soltó con naturalidad—. En efecto, tu novia no está muerta, sólo está dormida. Sin embargo, si dejamos pasar el tiempo, morirá.

—¿Qué debo hacer para recuperarla? —preguntó él con la misma voz ronca, y se puso de pie, despacio.

—Si un final feliz deseas, no será así. —El demonio en forma de mujer no podía disimular la emoción que sentía. Disfrutaba del sufrimiento ajeno y todas las reacciones que provocaba en sus víctimas—. No hay escapatoria, uno de los dos tendrá que morir por haber puesto sus asquerosas manos en mi rosal. Tú elijes: Despierta a tu amada con un beso y cambias tu vida por la de ella o prefieres conservar tu vida y dejarla a su suerte. La decisión ahora está en tus manos.

Joss se quedó momentáneamente sin habla. El frío penetró más allá de su piel, le penetró en el pecho, en el corazón. Sacrificarse por su prometida era algo que sencillamente no podía hacer. La amaba, pero no lo suficiente para dar su vida por ella.

La misteriosa mujer entrecerró sus ojos y apretó los puños a sabiendas de la próxima respuesta de ese sujeto. Para ella, todos los humanos eran iguales. Infieles y traicioneros.

—Patéticos humanos —masculló con desprecio—. Confunden la lujuria con la pasión, y el interés por el amor. Como castigo por tu traición, pagaras el mismo precio que aquella a la que decías amar.

Alzó su mano y unas gruesas enredaderas con espinas se irguieron bajo sus órdenes, mismas que lanzó directamente hacia él para que lo estrujaran fuertemente hasta hacerle heridas profundas en la piel. El dolor fue instantáneo así como la expansión del veneno por todo su cuerpo.

 —¡Mal-dita! —exclamó Joss con voz jadeante, pereciendo lentamente. La última imagen que tuvo fue una sonrisa diabólica de parte de esa mujer, y en ese momento sintió que se le arrancaba la espalda con un dolor jamás experimentado. La punta de una de las enredaderas había traspasado su corazón.

 

 

****************

 

El mayordomo y la espina de la rosa.

 

 

 

Mansión Phantomhive, dos semanas después.

 

Ciel dejó la pluma y los documentos sobre la mesa y se permitió un momento para descansar después de un arduo trabajo. Los asuntos de las compañías Phantom parecían ser imposibles de manejar por un niño de tan solo trece años, pero él le había callado la boca a todos aquellos que dijeron que no era capaz de hacerlo.

Ciel Phantomhive no era lo que aparentaba por fuera. Sus delicadas y atractivas facciones, su cuerpo frágil, sus hermosos ojos cual brillantes zafiros; todo aquello contrastaba enormemente con el oscuro y cruel rencor que guarda dentro de su corazón.

Hacía tres años que le habían arrebatado su niñez, su alegría y sus sueños. Destruyeron todo a su paso y de su amado hogar, sólo quedaron escombros. Pero cuando estaba a punto de ser sacrificado en el ritual de una secta misteriosa, se encontró con Él, con un demonio que cambiaría el rumbo de su vida para siempre. Aquel al que había nombrado Sebastian Michaelis.

Tras de estirar los brazos, relajándose, Ciel se levantó de su silla y se permitió ver a través de los ventanales de su oficina hacia el jardín. A la luz dorada de la mañana, la vista era inigualable. Sin tener muy claro por qué, siempre supo que volvería allí, a su mansión.

Su corazón se estrujaba dolorosamente ante los recuerdos. Nunca imaginó que el proceso de su venganza sería tan lento, y mejor así, desde luego. Si hubiera intuido lo mucho que tardaría en vengarse de aquellos desgraciados, tal vez no se habría atrevido a despertar del estado de apatía en el que cayó después de que su vida se rompiera en mil pedazos. Los primeros días, por las noches, echaba tanto de menos a su madre y a su padre que tenía que morder la almohada para que sus sirvientes no lo escucharan llorar. Pero pronto se dio cuenta que ya no tenía fuerzas para llorar más y tampoco servía de nada. Lo único que quería era que aquellos que le destruyeron la vida pagaran de una u otra manera. No se rendiría nunca. Seguiría adelante sin importar qué ni a quienes se llevara en el proceso.

Pero, para cumplir con su deseo, necesitaba a Sebastian. Era su única oportunidad de hacer realidad el sueño que por años llevaba alimentando: honrar su ascendencia Phantomhive y hacer que los culpables de sus desgracias experimentaran el mismo nivel de humillación y sufrimiento que él tuvo.

Con el tiempo se había vuelto un ser nada reciproco a las muestras de afecto de sus semejantes. Con el deseo de venganza el dolor del corazón era infinitamente peor. Vivía con él día y noche, y era tal la añoranza que sentía que resultaba imposible saber dónde empezaba y dónde acababa. Y todo lo empeoraba el hecho de que se le sumaran una rabia y un sentimiento de culpabilidad de los cuales no era capaz de librarse. Haber conocido a Sebastian fue la oportunidad de tener a quien entregarle la última porción de confianza que le quedaba. Entre más tiempo pasaban juntos, más era la confianza que depositaban el uno al otro. Con Sebastian se sentía poderoso y al mismo tiempo seguro. Ese demonio era frío y soberbio. Poseedor de la clase de personalidad con la que podía tratar sin crisparse los nervios. Tenía con él una dependencia fastidiosa pero al mismo tiempo necesaria. Podía decirse con certeza que Sebastian era el ser mas importante en su vida, pero era algo que nunca le diría.

~Sebastian~. Estaba molesto consigo mismo por no poder aclarar de su cabeza las ideas que surgían con solo pronunciar su nombre. A veces sus sentimientos por él lo llenaban de dudas e inseguridad. Pero era algo absurdo, él no sabía que era amar.

Ciel seguía parado frente al ventanal, pensativo, cuando tocaron la puerta tras lo cual entró precisamente de quien estaba pensando con una carta en sus manos. Conocía ese sello. La familia Phantomhive siempre estaría al servicio de la reina.

—Joven amo. —Sebastian siempre hacía uso de sus buenos modales, y se le acercó con discreción a él, extendiendo su brazo para entregarle la carta—. Acaba de llegar.

Ciel recibió la carta, tomó el abrecartas que estaba sobre su escritorio, abrió el sobre y prosiguió a leerla. Sebastian mantuvo la distancia en todo el tiempo que le tomó a su joven amo conocer el contenido de la misma.

Ciel torció el gesto mientras leía con interés. Algo preocupaba a la reina y por ello había acudido a él. Al parecer una serie de desapariciones se habían dado lugar en el centro de la ciudad de Londres y los inútiles de los Scotland Yard no habían dado con ninguna pista concreta. No podía esperar más de ellos.

—Desapariciones misteriosas de parejas de jóvenes en menos de dos semanas. Los cuerpos aún no han sido encontrados. —Ciel no quiso entrar en detalles por lo que le resumió la situación a su mayordomo—. Debemos ir a la ciudad e investigar la situación y encontrar al presunto culpable.

Por su encuentro con Grell, ese Shinigami escandaloso y afeminado, Ciel no descartó la posibilidad de que se tratara de algo infernal y no humano.

—¿Quién sabe?, tal vez uno de los tuyos esté involucrado —añadió elevando las cejas en un gesto sarcástico.

Sebastian no se molestó en contradecirle y en cambio llevó la mano izquierda a su pecho e hizo una leve inclinación.

—Sí, mi lord.

Sin saber porque, Ciel sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. A menudo era receptor de la lealtad que le profesaba su mayordomo y aún así le estremecía saber que podía contar con él sin importar qué hasta que el contrato fuese solventado. Ese demonio había sido muy claro: para obtener lo que quería, tendrían que trabajar de la mano.

Tras sostenerle un momento la mirada decidió que era mejor no replicarle nada y siguió de largo su camino. Sabía que era cierto. Allí estaría.

A pesar de todo, Sebastian siempre estaría a su lado.

 

 

*****************************************

 

 

Oficinas de los Scotland Yard, Londres.

 

Sentado frente a su escritorio, Fred Abberline bostezaba escandalosamente al mismo tiempo que estiraba los brazos. El cansancio de los últimos días de trabajo le estaba cobrando factura. Tenía la sensación de que habían pasado meses, aunque, en realidad, no serían más de dos semanas, como máximo. Habían ocurrido tantas cosas y, pese a todo, no se llegaba a ninguna parte. Y en sus intentos por encontrar una luz, había leído los informes tantas veces que se los había aprendido de memoria.

Un total de seis personas habían desaparecido, entre ellas, la nieta de una condesa. Hasta ahora no había ninguna petición de rescate pero la opción de secuestro continuaba vigente. Aparte, todas las desapariciones habían ocurrido en la noche y había sido en compañía de sus respectivas parejas. Con esto, la opción de una fuga amorosa también se colaba entre las opciones. Aunque, en realidad, no creía que los muchachos fuesen tan inconscientes como para dejar a sus padres en tan precaria situación, sin rastro alguno de ellos, escapando sólo con lo que llevaban puesto.

Abberline suspiró con cansancio. Ver a los familiares de los desaparecidos presentarse en su oficina, más delgados y más consumidos cada día que pasaba, lo tenía absolutamente agobiado.

Luego se frotó los ojos y siguió hojeando los papeles de los informes. Tenía que haber una relación, se dijo. Algo que le diera una pista de donde podían encontrar a los jóvenes o, en el peor de los casos, el lugar donde podían recuperar los cuerpos. Continuó enfocado en su trabajo hasta que escuchó cerca el sonido un bufido. 

—¡Tks! Con esa actitud, los Scotland Yard nunca llegaran a ninguna parte en sus investigaciones. Sus actitudes de verdad son las de unos perdedores, Abberline… —La voz Ciel era mesurada y poco amable.

—¡Ciel kun! —exclamó el joven inspector de la policía con emoción sin importarle en lo más mínimo su actitud arrogante. Le agradaba el Conde Phantomhive. Lo veía como un ser frágil que necesitaba ser abrazado por la calidez del amor. Un niño que dentro de sí tenía los mismos deseos de paz que él albergaba en su corazón.

Sebastian, en cambio, quiso acuchillarlo con la mirada. Fred Abberline significaba una amenaza para sus planes. Por su manera de ser, tan ingenuo e infantil, Abberline podía llegar a afectar a su alma bendita y deliciosa, ablandando su duro corazón. Pero lo que más le desagradaba, era que demostraba abiertamente que le agradaba su joven amo y a éste no parecía molestarle en lo más mínimo. Y le fastidiaba aún más no poder proclamar en voz alta que Ciel Pantomhive era sólo suyo.

Que otro sujeto demostrara interés por su joven amo con tal descaro lo ponía de muy mal humor. Sin embargo, Sebastian tenía la sensación de que esa misma amistad que decía profesarle, algún día sería su propia perdición.

—¿Qué lo trae por aquí? —preguntó amablemente Abberline a Ciel que lo miraba como siempre: neutral.

—Los casos recientes de desapariciones —respondió—. La reina me ha pedido que me encargue del caso personalmente. Necesito los informes y los datos de las presuntas víctimas.

Abberline miró de reojo los papeles sobre su escritorio, aunque fue un gesto disimulado. Sebastian estaba seguro de que el hombre sabía todo lo que era posible saber sobre el caso que oprimía el corazón de Su Majestad, la reina.

—Ciel kun, toma asiento por favor. —Abberline señaló una pequeña silla con la mano después de suspirar, derrotado—. Antes de dártelos, quisiera tener unas palabras contigo.

Ciel tomó asiento frente a Abberline, y Sebastian avanzó  un par de pasos antes de pararse derecho junto a su joven amo.

—No tengo suficiente tiempo para charlar con usted, así que apresúrese. —enfatizó Ciel, con la impaciencia filtrándose en su tono de voz. Esto casi provocó que Sebastian sonriera vagamente.

—Lo sé, lo sé. También sé que diga lo que diga no saldrás de aquí con las manos vacías ¿Verdad? —musitó Abberline en un tono entre el afecto y el reproche.

Ciel arrugó el ceño y se recostó en el respaldo de la silla cerrando los ojos, como si no estuviera en condiciones de responder obviedades como esas. Abberline respiró profundo y comenzó a describir los eventos que transcurrieron en fechas recientes, dándoles a Ciel y a Sebastian un resumen de los hechos. Al terminar, parpadeó una vez y entrecruzó los brazos, esperando alguna réplica.

Ciel se frotó la barbilla en una actitud analítica.

—Como los cuerpos aún no han sido encontrados no podemos hablar de un homicidio, pero tampoco se descarta esa posibilidad. También podría ser un caso de trata de personas. Hoy en día la gente es privada de libertad y obligada a ir a países extranjeros para ejecutar cualquier tipo de trabajos denigrantes  —murmuró, Abberline asintió a sus palabras—. «O son usadas en rituales infernales» —pensó Ciel con rabia contenida. Se levantó de su silla y golpeó con brusquedad la mesa del escritorio—. Inspector Abberline, deme esos informes, ahora. No me haga repetirlo.

—¡Pero esos reportes son propiedad de los Scotland Yard! —repuso Abberline, con un sudor frío recorriéndole la cara—. ¡Y además son las únicas copias!

—Y ahora por fin estarán en buenas manos. —declaró Ciel con suficiencia.

—Eres sólo un pequeño, Ciel kun.

Ciel entrecerró los ojos. Odiaba ser evaluado como un niño pequeño. La gente lo hacía en muchas ocasiones y ahora sabía distinguir cuando los comentarios y preguntas estaban destinados a evaluar su carácter. Un carácter desarrollado y regido por la más cruel de las experiencias.

Fred Abberline era bueno, pero lo estaba cansando.

—No me subestime —musitó—. ¡Sebastian, busca esos documentos! —ordenó, implacable.

—¡Espere! ¡Aquí están! —Abberline tragó con dificultad y le entregó los reportes a Sebastian. Estaba dispuesto a ayudarlos—. ¿Acaso no le dije que se los daría de todas formas? Es sólo que me preocupo por ti.

—Pues no debería —especificó Ciel con un quejido. Luego entreabrió su ojo izquierdo para mirarlo de nuevo—. Nadie debería preocuparse por nadie más que por sí mismo.

—De todas maneras, Señor Mayordomo —Abberline miró a Sebastian—, cuide mucho del Conde Phantomhive. Tengo la sensación de que es una persona muy atrevida.

—Como mayordomo de los Phantomhive, esa es mi principal prioridad.

Fue la primera vez que Abberline vio a Ciel sonreír, aunque fue un gesto fugaz.

Sin embargo, él sonrió también. Tenían un trato.

Luego de que Ciel y Sebastian se retiraron, Abberline tomó una pluma y comenzó a reescribir los informes para que nadie se diera cuenta que habían caído en manos del famoso “Perro guardián de la reina”. Aquello fue un error de cálculo pues Arthur Randall apareció frente a su escritorio y no parecía de buen humor.

—Me encontré con ese chiquillo en la salida, ¿Acaso ese perro andaba poniendo sus traviesas patas en nuestros asuntos? —preguntó con gesto inquisitivo.

Abberline tragó en seco. Sabía que su jefe tenía cierto desagrado hacia Ciel Phantomhive ya que consideraba que el joven noble les quitaba el trabajo, reputación y el prestigio a su organización. ¿Cómo le diría que precisamente él había contribuido de buena gana a ayudarle en ello?

—Pu-pues, verá…

Arthur Randall alzó una de sus pobladas cejas.

—Te veo un poco pálido —observó, escrutando a conciencia a su joven colega.

Sin decir nada, Abberline se encogió de hombros y esbozó una sonrisa que lo confesó todo.

—Ese chiquillo volvió a inmiscuirse en nuestros asuntos ¿no es cierto?—constató Lord Randall secamente. Luego lanzó un gruñido y salió de la oficina de quien sería, en teoría, su sucesor. Aunque era demasiado blando para su gusto.

Le sacaba de quicio que ese niño jugara al detective con los asuntos de su organización. Y lo peor era que siempre les ganaba. Lord Randall atravesó las oficinas como un lobo rabioso y, de haberles sido posible, los demás miembros los Scotland Yard se habrían puesto a cubierto bajo sus escritorios. Pero la gente adulta no hacía esas cosas, de modo que tuvieron que soportar un día entero de maldiciones, de reprimendas y humillaciones de toda índole.

 

 

 

******************************

 

 

 

Para llegar a la profundidad de los hechos, primero debían investigar todo lo que fuera posible encontrar sobre las víctimas, de modo que a Ciel y a Sebastian no les tomó mucho tiempo tomar la decisión de hacer una investigación de campo.

Los primeros informes eran sobre Madison Clear y Jefferson Wallis, quienes eran a su vez los primeros que se habían reportado desaparecidos.

El hogar de la señorita Clear se encontraba en las afueras de los suburbios de Londres, en una comunidad tranquila, por lo que no les tomó mucho tiempo llegar ahí. La casa tenía una fachada modesta, toda de mármol y cubierta de flores. Después de tocar la puerta y esperar unos minutos, una mujer de edad les abrió y los miró con gesto sombrío.

—No quiero ver a nadie. Por favor, si son vendedores ambulantes, retírense inmediatamente —les dijo. Ciel pensó rápido antes de que les cerrara la puerta en las narices.

—No, no somos vendedores —se apresuró en aclarar—. Venimos por el caso de la desaparición de Madison Clear.

La mujer cesó en sus intentos por cerrar la puerta. Entonces la asaltó el recuerdo de su hija desaparecida. Respiró hondo, recordándose a sí misma que debía mantener la esperanza ante todo.

—Pero ya he dado mi declaración a los policías cuando fui a reportar la desaparición de mi hija. ¿No entiendo que hacen de nuevo por aquí? —Un atisbo de ilusión se instaló en su corazón—.  ¿Acaso ya la encontraron? —preguntó con una anhelante sonrisa.

Ciel respondió con un gesto negativo.

—Tampoco somos parte de la policía —aclaró—, de hecho somos algo como detectives privados ¿Podemos hablar con usted? Tal vez nos ayude a encontrar más rápido el paradero de su hija.

La mujer echó un último vistazo a los presuntos detectives y entonces se percató que se trataba solamente de un niño y un hombre con fachada elegante y amigable. Frunció el ceño, confundida.

—¿Seguros que son detectives privados? —preguntó con recelo—. Tú eres sólo un pequeño niño —añadió, mirando a Ciel con ternura.

Sebastian sonrió. Una sonrisa arrogante, burlona.

—Le aseguro que somos buenos en nuestro trabajo —respondió—. Aunque parezca un niño frágil y delicado, mi joven amo, el conde Phantomhive, cuenta con la confianza de Su Majestad, la reina. ¿No es así, joven amo?

De nuevo aquella sonrisa de superioridad en los labios de Sebastian, pero en esta ocasión aún más manifestada. Ciel apretó los nudillos de sus dedos hasta hacerlos palidecer y su rostro se puso rojo por la acumulación de sangre en sus mejillas, Sebastian se estaba burlando de él.

—Siendo así… —la mujer se hizo a un lado para darles campo, y así Ciel y Sebastian pudieron entrar.

La casa estaba muy ordenada. Tras haber recorrido el recibidor, llegaron a la sala. La decoración tenía un toque femenino aunque sobrio y estaba tan ordenada como el resto de la casa.

Ella se mordió los labios. No podía hacer otra cosa, aceptar cualquier clase de ayuda para encontrar a su hija que era a su vez la única familia que le quedaba. Su esposo había fallecido de un ataque al corazón hacía varios años, cuando Madison era sólo una niña. Se adelantó para ofrecerle la mano al joven Phantomhive, la cual él estrechó tras un segundo de vacilación. Ya no había vuelta atrás.

—Mi nombre es Courtney Clear, pueden tomar asiento. —Todavía con el corazón desconsolado, ella también se sentó en uno de los sillones y escondió las manos en su regazo mientras tomaba aire. Ciel estaba sentado en el sofá frente a ella y Sebastian de pie. —Usted dirá. ¿Qué desea saber?

Ciel sonrió para sus adentros. Le agradaba saber que la Señora Clear estaba dispuesta a decirles todo cuanto querían saber.

—La última vez que vio a su hija. Por ejemplo, tengo entendido que desapareció junto con Jefferson Wallis, que a su vez estaba involucrado sentimentalmente con ella.

Courtney Clear tomó una profunda bocanada de aire para después comenzar a relatar.

—Mi hija era una muchacha hecha y derecha de diecinueve años, trabajaba como vendedora en una tienda de ropa a tiempo completo. El muchacho de quien me habla es, en efecto, su novio, Jefferson Wallis. Un joven de veintiún años que trabajaba como cochero en la ciudad. El día de su desaparición, mi hija me había dicho que saldría tarde del trabajo, pero que Jefferson se encargaría de traerla a casa, ya sabe, por los peligros que una jovencita tiene en las calles a altas horas de la noche, sobre todo al cruzar el parque. —Suspiró y se encogió de hombros—. Los ladrones y los degenerados son una gran amenaza cuando se cruza un lugar tan desolado como el Hyde Park en altas horas de la noche —añadió de manera ocasional—. Cuando dieron las doce de la noche, desperté asustada, con un mal presentimiento en el pecho, mi hija no había vuelto aún.

Ciel y Sebastian se miraron sin decir palabra y luego volvieron a centrarse en la mujer, su semblante parecía triste y cansado. La señora Clear continuó relatando su versión, consciente de que las mentes de los detectives habían comenzado a trabajar en las posibles respuestas para su incertidumbre.

 

 

**********************

 

 

—¡Pasen por favor, cualquier ayuda para encontrar a mi hijo es bienvenida! —decía Anne Meller, dejando a Ciel y a Sebastian pasar a su casa. La mujer era la madre de Joss Meller, uno de los recién desaparecidos.

La mirada de Ciel se posó un instante sobre Sebastian, quien lo miró a su vez sin esbozar ninguna expresión, no había ningún peligro. Luego miró a la mujer y asintió.

—Qué lugar más agradable —comentó Sebastian pensando que no podía hacer ningún mal mostrándose educado.

Ciel arqueó una ceja pero no le reprochó nada. Sabía que aquello era la presentación de Sebastian para entrar en confianza con la señora Meller, tenía todo bajo control.

—Sí, gracias —respondió ella al comentario.

Ciel miró a la mujer que tenía frente a sí, examinándola. Su aspecto era modesto y calmado. La pequeña sala de la casa estaba decorada con cortinas con lazos color vino. Un excelente ejemplo de lo que podía lograrse con poco dinero y buen gusto. No era muy grande pero sí acogedora. Tras unos minutos para bajar los ánimos, decidió no fijarse mucho en esos detalles e ir directo al grano.

—Durante la investigación hemos sabido que Joss Meller mantenía una relación con Melyssa Carter. Supongo que sabe quién es, ¿verdad?

—Y es precisamente de quien quiero hablar —repuso Anne en seguida, con un tono de voz imparcial que sonaba tan helado como aquella casa—. Esa muchachita nunca me pareció buena para mi hijo. Era codiciosa y altanera. Mi hijo ahorraba cuanto ganaba para comprarle bonitos vestidos, perfumes, todo lo que a ella le apetecía.

El desprecio filtrado en la descripción de la novia de su hijo era evidente, Ciel cruzó la pierna y juntó las palmas de las manos, golpeando la punta de sus dedos, inquieto.

—No se me ocurre por qué le habría interesado a mi hijo relacionarse con ella. Por desgracia, tenían planes de casarse a finales de este año. Mi hijo había trabajado mucho en una fábrica de telas para comprarle un anillo carísimo a esa mujer. Nunca regateaba en costos para complacerla. El último día que vi a mi hijo, en la mañana, me dijo que iba a llevarla a cenar a un restaurante lujoso. Cuando salían a pasear, siempre seguían el mismo recorrido devuelta a casa, imaginé que se tardarían más de lo normal al quedarse viendo las estrellas en el Hyde Park por lo que no me alarmé cuando mi hijo no apareció ya pasadas de la una de la madrugada.

Las miradas de Sebastian y Ciel se cruzaron. Había algo en común entre los relatos de la señora Clear y la señora Meller: El Parque. Si una tercera versión volvía a mencionar el Hyde Park, no dudarían que el origen del caso se encontraba en ese lugar.

—Una última pregunta —dijo Ciel antes de incorporarse de su asiento—, ¿Tenía su hijo algún tipo de rivalidad con alguien? —preguntó sólo por las dudas.

Anne inclinó la cabeza hacia un lado, con la duda aun pintada con claridad en el rostro.

—No, nadie, que yo sepa. —Denegó despacio con la cabeza y antes de que pudiera ser capaz de disimular, la tristeza empañó la expresión en su rostro—. En todo caso, por favor, cualquier información sobre su paradero, también el de esa muchacha, háganmelo saber lo más pronto posible.

Ciel empezaba a comprender que su primera impresión de la señora Meller no pudo haber sido más errónea. Su dolor era inmenso. Sólo que no estaba expuesto al público y lo disimulaba con dureza. Tal vez gracias a su propia experiencia, supo que aquella mujer sufría a su manera la presunta perdida de sus seres queridos.

 

 

 

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El último familiar con la que debían hablar era con Melody Howards, una Condesa instalada en los Estados Unidos y que había llegado de visita a su país de origen para solventar los asuntos de su fábrica de tazas y platos de porcelana. Su nieta, Samantha Howards, había desaparecido junto con su prometido, Simon Bell, un norteamericano de buena fortuna y bien parecido, desde hacía una semana. La reina estaba sumamente preocupada por el caso.

Ciel y Sebastian pasaron con fingida indiferencia ante la imponente fachada del hotel donde se hospedaba. Había un par de porteros bajo la marquesina con ribetes dorados que se extendía hasta el bordillo de la acera. No iba a ser fácil tener unos minutos a solas con ella. Nada fácil.

Finalmente, se dirigieron con paso resuelto hacia la marquesina de color verde musgo. Uno de los dos porteros uniformados los miró con expresión imperturbable.

—Venimos a ver a la Condesa Howards. —anunció Ciel.

—Su nombre, si es tan amable. —preguntó el portero con tono neutro.

—Soy el Conde Ciel Phantomhive —Ciel alzó el mentón con orgullo—, y él es mi mayordomo, Sebastian Michaelis.

—Lo siento —respondió el portero sin inmutarse—, pero Lady Howards no recibe a nadie. Tenemos órdenes estrictas de no dejar pasar a ninguna persona a su habitación.

Ciel levantó las cejas, ofendido. ¿Quién se creía este tipo para decirle algo así?

—Me ha enviado Su Majestad, ¿Acaso no sabe quién es el perro guardián de la reina?

Para colmo, el portero lo miró con indiferencia. Ciel frunció el ceño y apretó los puños, sintiendo el enojo recorrer las fibras sensibles de sus venas.

—¿Le importaría corroborar las palabras de mi joven amo? —intervino Sebastian por primera vez—. Estoy seguro que a la Condesa Howards le interesará conversar con él.

El portero dudó por un momento, pero finalmente abrió la puerta y los acompañó al interior del elegante vestíbulo.

—Este señorito desea ver a la Condesa Howards. —informó el portero al recepcionista.

El recepcionista los miró de pies a cabeza, constatando tal vez de que no se trataran de vagabundos pidiendo limosna. Ciel aguardó, disimulando su irritación ante tal reconocimiento y confiado en su buen porte y elegancia innata.

—Sí, dígame.

Ciel lanzó un resoplido de fastidio.

—Necesito saber en qué habitación se hospeda la Condesa Melody Howards, por un asunto importante.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó el recepcionista, alzando una ceja.

—A un amigo de la familia. Con eso bastará —respondió Ciel, cansado de tantas formalidades.

El recepcionista descolgó uno de los teléfonos que tenía a un lado de la mesa y marcó el número 27 que era la habitación donde la condesa se hospedaba, luego descolgó el auricular y se lo acercó a la oreja para informarle a la Condesa de la visita.

—La señora desea hablar con usted por teléfono —indicó el recepcionista, poniéndole a Ciel el auricular en la oreja.

—¿Sí? ¿Quién desea hablar conmigo? —dijo una voz al otro lado de la línea.

—Condesa Howards, permítame que suba a hablar con usted sobre su nieta, Lady Samantha Howards.

Se produjo un silencio.

—¿Quién es usted? —preguntó la voz.

—Ciel Phantomhive, trabajo bajo las ordenes de la reina, ella es quien me ha enviado. Necesito cierta información para aclarar los hechos entorno a la desaparición de su nieta.

Siguió otro silencio, esta vez más largo.

—¿Phantomhive? ¡Ciel Phantomhive, por supuesto! —Por lo que estaba escuchando, la Condesa lo conocía, pues ahora hablaba amistosamente—. Suba por favor.

¡Por fin!

Vaya que había sido difícil llegar hasta ella.

Ciel avanzó hacia las escaleras que llevaban al segundo piso no sin antes mirar con aires de superioridad al portero y al recepcionista. Sebastian le siguió el paso conteniéndose una risa que nunca llegó a escapársele de los labios. Tras cruzar un par de pasillos, se encontraron directamente en un amplio recibidor de color rosa con ramos de flores por todas partes. Recorrieron el angosto camino, y llegaron a una amplia puerta doble de roble. Sin necesidad de tocar, la puerta les fue abierta por un mayordomo.

—Conde Ciel phantomhive, bienvenido. Lamento mucho los inconvenientes que tuvo que pasar.

La Condesa Howards los recibió con los brazos abiertos. Era una mujer de edad avanzada, pero bonita y elegante, de cabello cano y ojos azules. Llevaba un sencillo vestido oscuro que se igualaba a su semblante preocupado, de manera que Ciel pudo comprender el sentimiento de pérdida de aquella mujer. Ella les dio unas señales a sus sirvientes que de inmediato prepararon la mesa para el té. Sin hablar, la Condesa Howards le indicó que tomase asiento. Ciel eligió un sillón de orejas situado frente a ella. En la mesita de centro que los separaba había un juego de té ya listo para servir, y Ciel recorrió con la mirada el surtido de aperitivos dulces para acompañar.

Tras un par de minutos en los que nadie dijo nada, un par de señoritas con delantales bordados de listones les sirvieron dos tazas de té humeante.

—Su Majestad, la Reina Victoria, me envió una carta diciéndome que usted se encargaría del caso —explicó la Condesa antes de que Ciel le preguntara—. Es increíble cómo has crecido Ciel, sé que no me recuerdas porque eras sólo un pequeño de tres años, pero yo te conocí a ti y a tus padres antes de mudarme a los Estado Unidos.

Al escuchar de sus padres, a Ciel se le aceleró el corazón y tuvo que hacer un esfuerzo para prestar atención a lo que decía la Condesa. El rostro de Sebastian, en cambio, se iluminó. Ciel no necesitaba verlo para saber la manera en que sus ojos brillaban en ese momento.

Para Sebastian era increíble cómo su joven amo podía llegar a albergar tanto rencor en su corazón y ser capaz de mantener al mismo tiempo su alma completamente inocente, genuina y pura. Sin duda era exquisita. De pronto se le desató el hambre que sentía por él y tuvo que respirar profundo para calmarse. Ciel no le llamó la atención, se quedó mirando al frente. Había dejado las manos sobre la mesa y lo único que se oía era el tintinear de la vajilla mientras esperaba.

Mientras tanto, la condesa Howard clavó la vista en la mesa y empezó a toquetearse la cadena que llevaba en el cuello. Era de oro, con un colgante muy bonito en forma de ángel. Levantó la mirada y la expresión de su cara la delató antes de que reuniera fuerzas para hablar, se sentía destrozada en mil pedazos.

—Ya hemos hablado con la familia, con los amigos con los que mantenía contacto, mis sirvientes han ido de puerta en puerta preguntando por todo Londres, hemos puesto carteles y hemos pedido la colaboración de la prensa local. Ya no sé que mas hacer para saber que fue de mi nieta y de su prometido —musitó y tiró tan fuerte de la cadena que se partió en dos. Había sido un obsequio de cumpleaños de parte de su adorada nieta.

—Y por eso estoy aquí. De alguna u otra manera resolveremos el caso. —Ciel seguía siendo frío y objetivo, pero a Sebastian le pareció oír un tonillo de benevolencia en su voz. En cualquier caso, desapareció enseguida y volvió a ser el señorito impecable de siempre—. Necesito que me brinde cualquier información que considere importante.

La Condesa removió su té con una diminuta cuchara. Reinaba un silencio absoluto mientras ella se esforzaba por recordar y tanto Ciel como Sebastian la miraban expectantes.

—No ha pasado más de un mes desde que hemos regresado de los Estados Unidos. Nuestros negocios de mueven entre ambos países por lo que estamos constantemente viajando. De hecho, las flores que adornan estas tazas fueron diseñadas por Samantha.

Ciel se quedó con la taza en el aire, a medio camino de la boca. Por primera vez no se le antojaba tomar té. Sin dar un sólo sorbo, volvió a colocar la taza en su sitio.

—Era la primera vez que Simon conocería Londres de modo que mi nieta planeó un día de actividades para recorrer juntos la ciudad. Tenían boletos para una obra de teatro en el Lyceum, la obra era “La bella durmiente” a las 07:30 pm. Samantha tenía mucha ilusión de mostrarle el parque en el que de niña solía jugar, el Hyde Park. Así que había planeado llevarlo a una caminata bajo la luz de la luna después de la obra. Según conocidos, fue la última vez que se les vio.

—Entonces, ellos desaparecieron cuando se internaron en el parque. —Ciel se levantó y empezó a caminar de un lado a otro mientras hablaba. Tenía en la cabeza la solución definitiva para llegar a los culpables: Todas las víctimas habían desaparecido en el Hyde Park.

La Condesa Howards hizo un gesto de asentimiento.

—En efecto. Un conocido se despidió de ellos cuando entraron al Hyde Park, después ya no se volvió a saber de ellos.

Sebastian aparentaba mantenerse al margen, detrás de su joven amo, de pie cerca de la pared de la habitación, pero había llegado a la misma conclusión. La señora continuó respondiendo a las preguntas de Ciel cuya mirada iba de ella a su mayordomo.

 

 

 

*******************************

 

 

Tras despedirse de la condesa Howards, Ciel tomó un carruaje de regreso a la propiedad que tenía en el centro de la ciudad de Londres, donde se hospedaba temporalmente. Una mansión modesta a comparación de su autentico hogar, pero sin perder la clase y la elegancia. Sebastian iba sentado frente a él con la misma actitud seria y recatada que ocultaba perfectamente lo vil y sarcástico que ese demonio era en realidad.

—No me cabe la menor duda de que el culpable ataca únicamente en el Hyde Park —comentó Ciel, recostado en la ventana del carruaje con la vista fija en el panorama de las calles de la cuidad—. Pero eso es algo que los Scotland Yard ya debieron haber investigado.

—También debe tomar en cuenta que el asesino o el secuestrador se rige por un único patrón de víctimas —mencionó Sebastian mirando a Ciel, que asintió muy serio. Luego sonrió con ironía—. Parejas enamoradas —rio en sus adentros. Para los humanos el amor era el sentimiento más hermoso que se puede llegar a experimentar, lo que no sabían era que ese sentimiento era sólo una ilusión pasajera. Y lo más gracioso era que se dejaban engañar fácilmente por aquellos a quienes decían amar.

Sin decir nada, Ciel miró hacia el cielo a través de la ventanilla y recordando las penosas expresiones de las mujeres con las que había platicado ese día, tomó una decisión.

—Ya está por anochecer, y el Hyde Park queda relativamente cerca. Esta noche investigaremos y atraparemos al o los culpables.

—Sí, mi Lord —respondió Sebastian, serenamente—. Sin embargo, tengo una idea para que nuestros esfuerzos esta noche no sean en vano —añadió sonriendo de forma maliciosa.

Ciel arqueó una ceja y le dio la pauta de seguir.

—Reconstruir la escena del delito.

Ciel se irguió en el asiento y lo examinó de arriba abajo con la mirada con aspecto sombrío. Reconstruir la escena del delito significaba tener que vestirse de mujer y fingir tener una romántica cita con alguien, y ese alguien era su malévolo mayordomo. No. No lo haría. ¡Jamás!

—No voy a negar que tienes un buen punto —dijo tras un silencio—, pero juré que nunca más volvería a disfrazarme de mujer.

Sebastian se encogió de hombros en una clara muestra de inconformidad.

—Es una lástima, con lo lindo que se ve.

Las mejillas de Ciel enrojecieron.

—Maldito… —murmuró. Pero Sebastian tenía razón. Si quería acabar con esto de una buena vez, debía dejar atrás su orgullo y hacer todo lo que estuviera en sus manos para resolver el caso. Además, debían regresar a la mansión Phantomhive lo más pronto posible. No confiaba en ese trío de inútiles que eran sus sirvientes, y en el único que podía confiar era en Tanaka, que no ayudaba en mucho cuando cambiaba de forma. No tenía opción.

Ciel masculló una nueva maldición a lo bajo y tomó una bocanada de aire para darle a su mayordomo una orden que en su vida imaginó dejar salir de sus labios.

—Sebastian, es una orden: Consígueme un vestido elegante y recatado. Esta noche, tú y yo tendremos una cita romántica en el Hyde Park.

La emoción por la respuesta de su amo era tanta, que Sebastian apenas pudo contenerla. Asintió, aun sabiendo que él había notado lo emocionado que estaba. No sentía ningún remordimiento por haberlo expuesto de aquella manera y por haberlo dejado indefenso ante lo que pudiera suceder. Miró el reloj. Eran casi las cinco de la tarde. Tenía el tiempo suficiente para ir a la boutique y a la zapatería para comprarle también unos zapatos que hicieran juego con el lindo vestido que ya se imaginaba en su mente. Sin querer esperar más se puso de pie, dispuesto a salir por la ventana.

—¡Sebastian! —le llamó su joven amo. Él lo miró, Ciel continuaba tiernamente sonrojado—. Pero no voy a usar el maldito corsé. —advirtió airadamente.

Sebastian dejó escapar una risita sagaz antes de saltar por la ventana del carruaje.

No hubo respuesta.

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Continuará.

 

 

 

 

 

Notas finales:

Gracias por leer.

Una pizca del próximo capítulo:

“Con un cálido, muy sutil y cobarde beso, démosle color a esta noche que la luna iluminará”


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