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El precio de la venganza por Kheslya

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Notas del fanfic:

En principio actualizaré un capítulo cada viernes, sábado o domingo, excepto cuando esté en época de exámenes, que suspenderé toda actualización.

El precio de la venganza. Capítulo 1: El tiempo no borra el pasado.
 
 
 
 
Ambos cuerpos se retorcieron en el suelo de mármol liso. El menor, luchando con todas sus fuerzas por deshacer la llave con la que el mayor lo retenía, y este, haciendo esfuerzos titánicos para no ceder.
 
El pequeño y asustadizo chico había crecido, sin duda.
 
El mayor acabó por aflojar el agarre, hasta finalmente liberarlo por completo y levantarse para mirarlo desde arriba con una sonrisa extraña. Él, muy por el contrario, se quedó tirado en el suelo todo lo largo que era, con brazos y piernas extendidos y jadeando.
 
—Todavía te queda mucho por aprender. —habló el mayor sin borrar aquella sonrisa. —Recuerdo cuando eras solo un niño asustadizo que...
 
—Estoy harto de esperar. —le interrumpió. No quería tener que volver a escuchar su deprimente y oscuro pasado—. Me arruinó la vida, y yo se la arruinaré a él.
 
—Tuviste suerte, chico. Mucha suerte.
 
—¿Suerte? —preguntó incrédulo, arqueando las cejas en una mueca entre sorprendida y molesta mientras se incorporaba quedando sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y ambas manos entre estas— Si para ti eso fue tener suerte, Alphonse, no quisiera imaginar lo que entiendes por mala suerte.
 
—Él podría haberse dado cuenta que seguías vivo, y haberte rematado.
 
—Eso habría sido un gran favor.
 
—Podría haberte tomado como su puta personal. ¿Le parece ya al niño algo a tener en cuenta?
 
Se quedó blanco como el papel. Su mente se llenó de imágenes de ése despreciable hombre, recorriendo con sus asquerosas manos todo su cuerpo.
 
Las mismas manos que habían asesinado a su familia.
 
Su estómago se contrajo casi provocándole arcadas al instante. Eso era lo que le producía recordar aquella maldita noche y a aquel hombre.
 
—Todavía no estás listo —volvió a hablar Alphonse después de haberle dado algunos minutos para él mismo—. En tu condición actual, ni siquiera podrías mirarlo a la cara sin que se note lo mucho que lo desprecias. Por no hablar de que seguramente vomitarías en cuanto te pusiese un dedo encima.
 
—Puedo con esto. —aseguró. Y aunque ni su voz ni su rostro lo delataron, algo en su interior le gritaba, le rogaba, que pospusiera el momento todo lo posible.
 
—No he dicho que no puedas, sino que aún no estás listo. Me he arriesgado mucho estos años por ti, no hagas que lo lamente simplemente por no poder esperar un poco más.
 
Volvió a callar. El castaño tenía razón, ya se había arriesgado demasiado por él. Lo había salvado cuando su muerte estaba más que escrita y firmada, lo había llevado con él y se había encargado de todos y cada uno de sus gastos. E incluso lo había enseñado a pelear y manejarse con una soltura envidiable entre la peor calaña.
 
Ahora sabía sobrevivir gracias a él.
 
Ahora sabía matar gracias a él.
 
Y ambas cosas iban a ser necesarias.
 
Cerró los ojos con fuerza para así intentar relajar aquellas casi irrefrenables ganas de ir sin más, llamar a la puerta de ese hombre y pegarle un tiro entre ceja y ceja antes de dejarlo siquiera reaccionar o saber lo que ocurría. Pero no, no sería tan simple, ese hombre debía de sufrir como él mismo lo hizo. Quería verlo suplicándole patéticamente que lo matase.
 
Cuando volvió a abrir los ojos con una sonrisa casi maníaca pintada en su rostro —fruto de sus igualmente maníacos pensamientos—, la mano extendida de Alphonse se encontraba en su campo de visión.
 
—Helen ya habrá hecho la cena, si llega a enfriarse no habrá suficiente planeta para huir de ella. —le dijo. Ignoró su mano, levantándose solo. —Vale, vale.
 
                   ••••••••♣••••••••
 
Alphonse aceleró la marcha justo cuando estaba apunto de llegar a la puerta de la cocina y se adentró en esta para rodear las caderas de su esposa desde atrás y besar con amor su mejilla.
 
Él se quedó observando la escena en silencio, apoyando en la puerta, sin llegar a entrar.
 
Aquellas muestras de afecto entre el matrimonio siempre le resultaban incómodas. Era como si retorciesen su interior.
 
Helen apartó de un empujón cariñoso a su esposo y miró a Marcus con el ceño fruncido y los brazos en jarras.
 
Helen era preciosa, y seguramente en su juventud lo fue mucho más. Tenía el cabello negro, salpicado de algunas canas consecuencia de la edad, recogido en un elegante moño que dejaba a la vista sus inseparables pendientes de perlas y oro. Sabía que eran sus favoritos, pues tanto ella misma como Alphonse le habían contado que eran el primer regalo que el hombre le hizo al casarse. Lo ojos de la mujer eran castaños y, a pesar de sus cuarenta y cinco años, el brillo de la juventud seguía danzando en ellos.
 
El mismo brillo que él perdió hacía tiempo.
 
La mujer era más bien de estatura media, 1'69, quizá, lo que los dejaba a ambos a la misma altura.
 
—Tú, jovencito. —se puso tieso como un palo en cuento la oyó— ¿Manos?
 
—Lavadas. —las levantó como simulando inocencia.
 
—¿Matricula?
 
—Rellenada y lista para entregar.
 
La mujer sonrió.
 
—¿Hambre?
 
—Podría arruinar un bufé libre y todavía tendría hambre.
 
Helen ensanchó más su sonrisa y quitó aquella fingida fachada de madre de hierro. Dio dos grandes zancadas y lo abrazó.
 
—Más te vale dejar el plato limpio, señorito.
 
Tardó unos segundos, pero también acabó por rodear el cuerpo de la mujer con sus brazos, correspondiendo aquel maternal abrazo que en él no despertaba ningún sentimiento.
 
—Sí, mamá. —respondió separándose de ella, girando sobre sus talones rumbo al comedor.
 
—Y tú —oyó decir a la mujer todavía desde la cocina—, comerás ración doble si te atreves a dejar el ajo.
 
«Odia el ajo», pensó Marcus.
 
—Odio el ajo. —se quejó Alphonse.
 
                   ••••••••♦••••••••
 
—Entonces, ¿irás a mi misma universidad? —preguntó con una sonrisa pícara el chico de cabello y ojos cholate. Se encontraba tendido boca abajo, con los brazos cruzados sobre la almohada y la cabeza apoyada entre estos, con tan solo una fina sábana blanca cubriendo la parte baja de su cuerpo y dejando a la vista su musculosa espalda.
 
Marcus solo gruñó a modo de respuesta afirmativa, mientras salía de la cama sin tratar de esconder lo más mínimo su desnudez y buscaba sus ropas por el suelo de la habitación.
 
Marcus era bastante flaco y poco musculoso a comparación con él, pero se mantenía en suficiente buena forma.
 
—Joel, ¿mi ropa? 
 
—Hum... a saber. Cuando voy a follarte, lo último en el lo que pienso es dónde voy a poner la ropa que te estoy quitando. De hecho... —sonrió de medio lado observando el trasero de el otro chico mientras este daba vueltas por la habitación— simplemente deberías quedarte como estás.
 
—Eso quisieras tú —contestó a la vez que hallaba por fin su ropa y comenzaba a ponerse sus bóxer.
 
—Exacto.
 
Marcus siguió vistiéndose, ignorando las miradas pervertidas que su compañero —que ya estaba fuera de la cama aunque solo con unos ceñidos bóxer blancos tapando su desnudez— le dirigía constantemente.
 
Buscó su teléfono móvil en los bolsillos de su pantalón vaquero y, cuando lo localizó pudo ver una pequeña luz roja parpadeando cada pocos segundos. La típica luz que indicaba mensajes o llamadas perdidas.
 
Tres llamadas perdidas de Alphonse.
 
Miró la hora y entonces se dio cuenta que se había retrasado varias horas de la supuesta hora a la que avisó que llegaría.
 
«Mierda», pensó mientras volvía a guardar su móvil en uno de sus bolsillos traseros y terminaba de ponerse su camiseta azul.
 
Siempre que pasaba la noche, la tarde o el día —cualquier hora era buena— con Joel, tenía la costumbre de apagar el teléfono o mantenerlo en silencio.
 
El sexo con el chico era bueno, muy bueno, de hecho, y el chico sabía cuando su estado de ánimo necesitaba más cariño del normal o más brusquedad. Por lo general solía ser más común que su cuerpo y su mente buscasen brusquedad. Fuerza.
Porque eso lo hacía sentir vivo y, aunque a veces odiaba estarlo, convenía recordar porqué seguía adelante.
 
Y como si del mismísimo demonio se tratase y Marcus lo hubiera invocado con sus pensamientos, Joel se abrazó a él desde atrás, pegando su cuerpo musculoso y semidesnudo al suyo, dejándole sentir la erección del castaño haciendo presión contra su trasero mientras sus manos se colaban en el interior de la camiseta recién puesta de Marcus.
 
Marcus, no sin algo de dificultad, logró que ningún gemido se escapase de sus labios cuando las calientes manos del chico llegaron a sus pezones y los apretaron tortuosamente.
 
—Por tu propio bien, espero que eso sea tu móvil. —amenazó Marcus con voz neutra.
 
—Ahá, y tiene nivel alto de vibración. —respondió Joel mordisqueando la nuca de Marcus.
 
—Joel, no. Tengo que volver a casa. —intentó convencer al castaño que no parecía muy por la labor de dejarlo marchar. El chico había comenzado a empujar sus caderas contra las de Marcus con ritmo lento y constante, simulando penetraciones.
 
O lo paraba ya, o volverían a terminar ambos tirados sobre la cama, haciendo cualquier cosa, salvo dormir.
 
—Vamos, Marc, no irás a dejarme así... —preguntó con voz seductora mientras mordía la oreja de Marcus y este soltaba un gemido medio contenido.
 
Marcus suspiró; no parecía tener otra opción, y el sexo de nuevo con Joel estaba descartado, ya que el chico se tomaba su tiempo cuando lo hacían.
 
Había maneras más simples y rápidas de contentarlo.
 
Se dio la vuelta con rapidez, quedando frente a frente con el castaño que superaba su altura por más de 20 centímetros, y se hincó de rodillas frente a él, observando el miembro endurecido y mojado del mayor medio transparente tras esos apretados bóxer blancos.
 
—Nada de sexo ahora. —dijo Marcus, muy consciente de que, a cada palabra que salía de sus labios, Joel se excitaba más al sentir chocar su caliente aliento contra su miembro erecto. —¿Vale?
 
Joel tan solo atinó a asentir completamente dominado por la excitación que le provocaba imaginar al chico de cabello moreno y fríos ojos verdes haciéndole aquello.
 

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