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Tetralogía (de la misma melancolía) por Marbius

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2.- Bill actúa.

 

Bill se enteró de los problemas de Tom por intervención de Georg y Gustav, semanas después de que éste aceptara que necesitaba ayuda, y por supuesto, no lo tomó bien.

—¡Soy tu gemelo! ¡Es a mí a quien acudes primero! ¡No Gustav, no Georg! Ni siquiera mamá o Gordon, ¡es conmigo, Tom, conmigo! —Gritó enfurecido, caminando de un lado a otro de la habitación que le pertenecía a Tom y en la que él se había introducido sin permiso y a la fuerza—. Me has hecho quedar como un idiota ante los demás. Ahora Gus y Georg creerán que soy un egoísta absorto en sí mismo por no haberme dado cuenta antes de que algo pasaba contigo, ¡y tú sabes que eso no es cierto, Tom! ¡Yo no soy ningún egoísta insufrible, y tu pequeña táctica para llamar la atención de todos no va a dar resultados!

—Mmm… Ok.

Por su parte, Tom siguió recostado sobre su lado derecho en la cama y laxo de fuerzas. Tenía así toda la tarde de su día libre, y salvo por cambiarse el pijama por ropa de calle, no había hecho nada para sí mismo. Seguía sin cepillarse los dientes, lavarse la cara o comer, y no daba muestras de interesarse por nada en esa lista. En lugar de ello, eludía la escasa luz que se colaba a través de las cortinas y se abstraía en la inútil labor de contar los tic—tacs del reloj de pared.

—Por supuesto que eres la persona más importante en mi vida —continuó Bill con su perorata—, y ni loco te descuidaría. Así que ahí lo tienes, me preocupo por ti más que nadie en el mundo, y no te atrevas a contradecirme porque te golpearé, Tom. Juro que lo haré. Porque no permitiré que me pongas en ridículo más de lo que ya lo has hecho, y eso tenlo por seguro.

Su gemelo parpadeó lentamente, y salvo por aquel pequeño movimiento, Tom permaneció en su sitio como una estatua salinizada por el tiempo.

Ante su falta de interés, Bill bufó. —Vale, ¿quieres hacerlo difícil para mí? Que así sea. Hablaré con David y pagaré de mi bolsillo el mejor psicólogo que el dinero pueda comprar. Espero estés satisfecho por lo que has conseguido con tu actitud pueril.

Bill esperó prudenciales treinta segundos antes de que su impaciencia arrasara como avalancha de nieve con lo mejor de él.

—¿Es que no me piensas agradecer al menos? —Bill se posicionó al costado de la cama, y cruzado de brazos retó a Tom a por lo menos tener la decencia y educación a dar las gracias por el enorme favor que le estaba haciendo—. Porque te informo que estás retrasando todo en nuestra agenda con este… espectáculo tuyo —escupió las últimas dos palabras con desprecio.

—Bill… —Musitó Tom, cansado en todos los aspectos que un ser humano pueda estar—. Bill…

—Argh, Tom —gruñó su gemelo—. Cuando te pones en ese plan eres insoportable.

Y sin darle oportunidad a defenderse (no que Tom estuviera en condiciones siquiera de alzar un dedo), Bill abandonó el cuarto con el firme propósito de concertar para Tom unas cuantas sesiones de terapia y voilá, todo volvería a estar como antes. En su imaginación, no había nada que un par de horas con un psicólogo, recostado en un mullido sillón con los pies en alto y una caja de pañuelos extra suaves no fueran a poner cada cosa en el sitio de antes, Tom y sus nervios de fideo incluidos en esa lista.

Con la firme creencia de que todos sus problemas se iban a solucionar en un diván y con uno de esos tests de manchas y formas abstractas, Bill se jactó ante sí mismo de saber manejar esa supuesta crisis sobre la que Gustav le había prevenido cuidarse como si se tratara del fin de su carrera.

—Pfff, depresión y un carajo… —Murmuró entre dientes, molesto con todos por igual por magnificar lo que en realidad era un grano de arena bajo el párpado: Molesto, digno de un mínimo de atención, pero nada que no se solucionara en un pestañeo, según su diagnóstico.

Tres llamadas después (una para David, otra para el psicólogo que le recomendó, y la última para Natalie porque él necesitaba un retoque en sus raíces, y la hipocondría de Tom no tenía por qué afectarle en su rutina de mantenimiento capilar), Bill se dio por bien servido y se elogió por su gran capacidad de analizar y darles remedio a todos esos asuntos que, en su opinión, no hacían más que crecer si se les prestaba atención.

Convencido de que eso sería lo último con respecto al tema, Bill no volvió a pensar en ello hasta que fue demasiado tarde.

 

Tom asistió a su primera y única sesión con el psicólogo un miércoles en la mañana, y después de cincuenta minutos dentro, salió a la sala de espera donde Bill aguardaba por él leyendo el último número de Vogue y con un gesto de hastío imposible de disimular. Afirmar que prefería estar en cualquier otro sitio que justo ahí, era quedarse cortos.

—¿Ya?

—Terminé —dijo Tom, pasando al escritorio de la recepcionista para pagar por su sesión.

—Muy bien, señor Kaulitz —le devolvió la secretaria el cambio y un recibo—. ¿Para qué día va a agendar su próxima cita?

Tom denegó con la cabeza. —No —recalcó, pero sin explicarse más.

Bill observó el intercambio sin interés, en parte porque ya no soportaba el beige de las paredes, un tono que a su criterio sólo quedaba bien en los asilos de ancianos y oficinas de gobierno. También porque ya iban tarde por cinco minutos a una sesión de fotos que él tenía programada desde semanas atrás, y odiaba llegar con retraso a cualquier lado.

—Apúrate, Tom, por Dios santo, o me saldrán raíces —haló Bill a su gemelo del brazo cuando éste se demoró más de lo normal en acomodar los billetes y monedas en su billetera—. Muchas gracias por todo, adiós —dijo Bill por encima de su hombro a la perpleja secretaria.

«Debe ser el cabello», razonó Bill la extrañeza de esa mujer gordezuela y ya madura, seguro poco habituada a su estilo pompadour y a lo bien que le quedaba.

—¿Y bien? —Preguntó apenas Tom se posicionó detrás del volante y puso en marcha su camioneta.

—Bien —fue la respuesta seca de Tom—. Hablamos.

—Sí, eso ya lo deduje, pero ¿de qué? No te habrás quejado de mí, ¿o sí, Tom? Porque en este instante llamo a David y le exijo que ponga una demanda en su nombre. ¿Te das cuenta lo riesgoso que es hablar de nuestra vida privada con un… loquero de esos? Ugh… Te advierto que al menor intento suyo por extorsionarnos, te culparé a ti y a tu bocota, y pagarás todo ese proceso legal de tu bolsillo.

Tom no reaccionó. En su lugar, salió del estacionamiento de la clínica con pasmosa tranquilidad y se incorporó al tráfico mientras Bill seguía despotricando en contra del psicólogo.

—… bah, ¿y pagar eso por una sesión? Una dosis de bótox cuesta lo mismo y los resultados son mejores y más duraderos. Pásame mi bolsa, está detrás de tu asiento —pidió en una luz roja, y Tom lo obedeció sin rechistar. Rebuscando en su interior hasta dar con la cajetilla y mechero, Bill sacó un cigarrillo para él y otro para Tom, ambos que él encendió y le extendió el suyo a su gemelo—. Ya en serio, ¿de qué hablaron durante toda la hora?

Tom encogió un hombro. —Cosas.

—¿Cosas como…? Y no me intentes engañar. Sabes que conmigo eso no funciona. —Usando la mano con la que no sostenía el cigarrillo, Bill hizo una fluorita en el aire para que Tom elaborara más, pero éste no se dio por aludido—. Oh, vamos, ¿qué pasó con eso de ser gemelos y contárnoslo todo?

—Es que… —Tom se humedeció los labios, y sus ojos lo traicionaron al desviarse hacia Bill y de nuevo otra vez a la calle sobre la que conducía.

—Así que lo confiesas por fin, ¿hablaron de mí, es eso? —Bill inhaló con fuerza de la boquilla de su cigarro, y el humo que exhaló segundo después llenó la cabina de una niebla azulada que perduró por lo sofocado del espacio—. Eres un estúpido, Tom. Esa es la primera regla: No hablar de nosotros ante desconocidos. ¿Tan difícil es de comprender?

Tom suspiró, y el cigarro que pendía de su mano perdió la punta de ceniza que él no había calado ni una vez en todo el trayecto.

—No todo fue de ti…

—¿Pero admites que hablaste de mí? ¿O fue de los dos? Mierda… Espero por tu bien que no le hayas dicho de eso o tendré que convencer a David de romperle las piernas para comprar su silencio.

—Lo estás sacando de proporción —masculló Tom—, y no, no hablé de eso. No sería capaz.

—Bien —resumió Bill su conversación, dedicándose el resto del trayecto en fumar y soltar el humo como chimenea por la ventanilla recién abierta.

Bill iba irritado, y su mal humor no hizo sino empeorar cuando Tom dio vuelta en la intersección que los llevaría al departamento-estudio.

—¡Tom! ¡¿Pero qué coño haces?!

—Uhmmm…

—La sesión de fotos, ¿lo olvidaste ya?

—Pero es que… —Tom redujo la velocidad y se pasó al carril de carga lenta—. Sólo son fotografías tuyas. Pensé que lo mejor era yo regresar y tú tomar un taxi que te deje en la locación.

—¡¿Un taxi?! ¡Pero es que estás demente o…! Por Dios, Tom. Una visita al loquero y ya actúas como discapacitado mental. No lo creo de ti. De verdad que no. Me cuesta creer que me estés haciendo esto a mí —enfatizó con dos golpes de su dedo índice sobre su clavícula.

Las manos de Tom se tensaron ante el volante. —Es que… la sesión no empieza sino hasta dentro de tres horas.

—¿Y qué con eso? Quiero ser el primero en llegar y elegir antes que el fotógrafo las prendas que más me gustan y que mejor me sienten. La última vez que llegué tarde me hicieron vestir un horripilante traje a rayas del que todavía no me recupero del todo. Así que no, haz el favor de dar media vuelta y llevarme antes de que pierda la paciencia contigo y me obligues a tomar medidas drásticas.

En otro día, bajo otro estado mental y emocional, en un presente alterno en el que Tom no trajera consigo la niebla de la melancolía permeándose en cada uno de sus poros, éste se habría enfrentado a Bill y puesto un hasta aquí rotundo que lo bajara de la nube negra en la que iba montado y sobre la que quería atacarlo a base rayos y centellas flamígeras.

No era la primera vez que Bill se tornaba tan hiriente e insensible con Tom, y como gemelos, el uno sabía del otro cuándo estaban cruzando la invisible línea de una simple pelea a una declarada batalla campal, pero Tom no estaba para defenderse, y con Bill tomando provecho de su debilidad, fue que en su lugar bajó el mentón y asintió, víctima de la traición que menos esperaba recibir.

—Ok —seguido de una vuelta en u en la próxima desviación.

—Ah, y pasa por cualquier McDonald’s que veas por el camino, que quiero una malteada y un muffin para pasar este mal trago que me has hecho sufrir.

—Sí, Bill.

Distraído en su teléfono y concertando citas para los días venideros, poco tomó Bill en cuenta esas dos palabras que pasarían a convertirse en la sumisión pasiva de Tom.

a todo, a Bill.

 

Fue justo después de finalizar el Humanoid Tour por Europa cuando la impasibilidad de Tom lo metió en problemas con Bill, o mejor dicho, cuando su reciente mala costumbre de aceptar las decisiones de los demás por encima de las suyas propias vino y le mordió el trasero.

—¡¿Que aceptaste qué?! —Le reclamó Bill a Tom frente al resto de sus compañeros de banda, los cuatro ocupando los asientos traseros de la camioneta que los iba a llevar al estudio después de una breve sesión de radio a la que habían asistido.

Gustav se giró a la ventanilla, y como pantalla de protección se colocó los audífonos de su reproductor lo más adentro del canal auditivo que pudo, aunque ni la música estruendosa de Metallica sería suficiente para opacar la pelea que estaba por estallar a su lado. Georg no tuvo la misma suerte, por lo que tuvo que pegar el mentón al pecho y encontrar entretenimiento en la mugre de debajo de las uñas y los callosidades de sus dedos. Cualquier cosa era mejor que quedar en medio de la hecatombe de dos que estaba por explotar como nitroglicerina entre los Kaulitz.

—Sólo serán un par de salidas… —Murmuró Tom, mordiéndose el labio inferior hasta que la piel circundante le cambio de color—. David-…

—¡No me importa el papel de David en esto! ¡Debiste decirle que no! ¡N-O como en ‘y una mierda, me niego en rotundo’, ¿entiendes?!

—Pero-…

—Cállate, Tom. No quiero escucharlo ahora mismo. Te has convertido en persona non grata para mí, así que ni una palabra o te corto la cara en tiritas finas —alzó el dedo índice como advertencia a que no iba a tolerar nada, ni una sola sílaba de más.

Hasta el conductor dio muestras de alivio por la escena que de la que acababan de presenciar sólo el inicio y que quizá se postergara hasta que arribaran a su destino, pero ninguno de los miembros dentro de la camioneta corrió con tal suerte.

—Mierda, ¿es que quién es esa tal Chantelle Paige? —Gruñó Bill—. David y sus ridículas farsas de publicidad, pero esta vez se ha superado… Y si en verdad espera que la lleves a cenar y la beses frente a los paparazzis está muy equivocado, Tom. Tienes que hacérselo saber, ¿me entiendes? Por nuestro bien debes plantar tus pies en el suelo y negarte.

Como su gemelo permaneció inmóvil, Bill le lanzó un golpe a la cabeza que le movió la bandana con la que se cubría parte de la frente y el nacimiento de sus cornrows.

Gustav se tragó un jadeo de sorpresa por la repentina muestra de violencia que ya había sobrepasado el límite de la tolerancia, pero no Georg, quien sabía cuándo era su turno de actuar como el hermano mayor de sus compañeros de banda.

—Bill… —Llamó la atención del menor de los gemelos—. Te estás pasando de la raya…

—¿Sí? ¿Y a ti qué? Esto es entre Tom y yo, así que haz el favor de no meterte donde no te incumbe. Si eres listo, guardarás tu distancia.

—Déjalo, Georg —musitó Tom, sin amagos de acomodarse la bandana o abandonar su postura de sumisión total en la que se había postrado por propia voluntad—. Uhm… Bill tiene razón.

—Por Dios, Tom… —Abandonó Gustav su fingida distracción, pero Bill fue más rápido para levantar la mano y amenazar con callarlo a la fuerza. Para su desgracia, Gustav no era de los que se amedrentaba fácil, y mucho menos por un vocalista escuálido y sin la preparación que él tenía en combate libre, así le sobrepasara por veinte centímetros de estatura que en uno contra uno no le servirían de nada. Si tenían que llegar a la violencia física, estaba dispuesto para hacerle ver lo que la batería había logrado con los músculos de sus brazos—. Ni te atrevas, Bill, o…

—¿O qué?

—Chicos, basta —se entrometió Georg, pero los ánimos dentro de la camioneta estaban tan caldeados que hasta el chofer daba muestras de querer orillarse donde fuera y salir corriendo en dirección opuesta a ellos.

—¡Argh! Todos ustedes son imposibles y actúan en mi contra. ¡Váyanse a la mierda! —Dijo el menor de los gemelos, y a duras penas, considerando el bamboleó del vehículo y sus largas piernas de gacela, se las arregló para saltar en el espacio entre los asientos e irse a sentar al lado del conductor, quien se mostró receloso por si acaso también era su turno de recibir una paliza verbal, pero Bill se mantuvo callado el resto del viaje, y lo mismo aplicó para Tom y restantes compañeros de banda.

Y aunque en sí la pelea no trascendió a más, Bill esperó tres días a que Tom se disculpara con él, y cuando no ocurrió tal y como él esperaba (Tom de rodillas implorando su perdón, y él dadivoso al concedérselo), magnánimamente se las arregló para hablarlo con él a solas y a su manera tergiversar la mudez y ojos lánguidos de Tom a su beneficio. De lo del asunto de Chantelle Paige no consiguió nada a su favor, y menos de una semana después se tuvo que tragar con rabia la nota de su ‘cita romántica’ a base de golpear a Tom con la revista enrollada en la que salían como artículo estrella en la portada.

—¡Cabrón! ¡Estúpido! ¡Infeliz! ¡Maldito seas, Tom! —Arremetió contra él, dándole de lleno con las doscientas treinta y siete hojas de la edición especial que había comprado, y que como garrote caían como plomo sobre la espalda del mayor de los gemelos.

Éste sin embargo recibió estoico su castigo, porque muy atrás quedaba su voluntad de protección, y lo único que permanecía dentro del cascajo seco que era su cuerpo no era más que indiferencia absoluta al destino que le aguardara.

De nuevo, Bill no lo comprendió hasta que se enfrentó a las últimas consecuencias.

 

Ese año pasaron su cumpleaños en un parque de diversiones rentado para la ocasión, pero detrás de las sonrisas deslumbrantes y el glamour de una vida privilegiada que todo lo podía adquirir por medio de dinero, la realidad era otra.

La apatía de Tom degeneró en periodos cada vez más largos de insomnio y ansiedad en los que el mayor de los gemelos se sentaba frente a la ventana que daba a la calle de su departamento-estudio, y con expresión horrorizada, sufría la agonía de la próxima vez que tuvieran que enfrentarse a las hordas de fans que montaban guardia de día y de noche a las afueras de la propiedad.

De nada sirvieron los intentos de Gustav y Georg por distraerlo con su guitarra, porque Tom le cogió tal manía que una madrugada en la que ya estaba por cumplir las treinta horas de pie, bajó a la cocina y le cortó las cuerdas con unas tijeras. Cuando se despertaron a la mañana siguiente, en un rincón encontraron sus compañeros de banda los restos de la que había sido su guitarra favorita, y a Tom envuelto en una frazada en el sillón de la sala, pero ido con el protector de pantalla del DVD que rebotaba de un lado a otro del monitor.

Sólo entonces admitió Bill que Tom necesitaba ayuda urgentemente, pero antes de tener tiempo para actuar y poner en marcha un plan de contingencia, las mismas fans que habían declarado las afueras de su propiedad como residencia temporal para sus tiendas de campaña, entraron a su casa y robaron cuanto les fue posible en el breve tiempo de cinco minutos.

Aterrado, Bill amenazó con hacerlas encerrar por sus atropellos e invasión, pero la policía no hizo nada, y en cambio se le hizo acreedor de una multa por disturbios a terceros, porque debido a su figura pública y renombre era que la calle se encontraba bloqueada y los vecinos se habían quejado por el ruido y la suciedad que las fans depositaban en la acera.

De nada sirvió que Bill señalara con el dedo a las culpables, tan descaradas como para presumir entre ellas qué joyería o artículo de vestir habían sustraído de los cajones, porque la policía desestimó su caso como quien se sacude briznas secas de hierba y las lanza al aire. La ley no estaba de su parte, y eso sólo sirvió para crear un sentimiento de desamparo similar al de quedarse huérfanos de golpe y porrazo.

Por una vez, Tom salió del trance en el que se había sumido, y habló por los dos cuando admitió que su sueño de infancia se había convertido en la pesadilla de su vida adulta.

—Ya no quiero más esto. Se acabó.

—¿Tomi? —Sentado en su regazo y abrazándolo como no lo había hecho en meses, Bill se limpió las lágrimas y tembló como un niño al darse cuenta que estaban en un punto de quiebre, y cualquier decisión que tomaran en ese momento, los marcaría por el resto de su vida.

—Sólo… no. Estoy al tope de mi resistencia y quiero descansar. Esto me sobrepasa. Se acabó, Bill —repitió, a pesar de que su gemelo lo estrujó con ganas y contra sus labios le imploró por no tirarlo todo a la borda—, se acabó. Es el fin.

—Pero… ¿qué va a pasar?

—No lo sé. Puedes hacer lo que te venga en gana; seré tu gemelo, amigo, amante, lo que quieras, menos tu compañero de banda.

—Tom, Tomi… —Plagó Bill de besos el rostro de Tom, pero éste no cedió.

—No puedo más, Bill. No puedo… Voy a morir si continuo. Esto me va a matar, sino que es que antes yo-…

Bill se tragó las lágrimas que le quemaban. —Shhh. No, no lo digas…

Y pendiendo sobre ellos quedó la tácita confesión de suicidio doble. Una por Tom, quien pendía de un delgado hilo de cordura, y otra por Bill, quien sin él corría el riesgo de seguir su camino.

Sólo entonces Bill hizo a un lado lo demás y colocó a Tom como su única prioridad. Una repentina epifanía lo invadió y de la nada un plan desesperado se formó en su cabeza.

—Hey, hey… Tomi —besó Bill cada centímetro de su rostro—. Todo estará bien.

—Eso no lo sabes.

—No, pero haré que lo esté.

—Bill…

—En serio, confía en mí como nunca antes te he pedido que lo hagas. Me resarciré por lo mal que te he tratado en estos meses —balbuceó Bill a pesar de la bola que se aposentó en su garganta y le cortó la respiración—. Es mi turno de cuidarte. Y lo juro, Tomi… Lo haré por ti. Porque te amo.

Aceptando el nuevo rol que pasaría a ocupar a partir de ese momento, Tom le cedió a Bill el dudoso honor de hermano mayor y suspiró cuando de sus hombros se alzó un poco de la carga que llevaba ahí desde mucho tiempo atrás y le había encallecido el alma. Todavía quedaba un largo camino por recorrer, pero con el nuevo y redescubierto apoyo de Bill, esperaba él que la línea de meta fuera tan brillante como en su imaginación.

Y con esa convicción plantada en su corazón, Tom rompió a llorar.

 

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Notas finales:

Y si en algún momento Bill les pareció detestable, de nada, esa era la intención.


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