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Pero siempre tendremos París por Marbius

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2.- La Ville Lumière.

 

Gustav empacó sin entusiasmo. Agarró ropa de aquí y allá, un par de calzoncillos, calcetines, tres pares de zapatos y una chaqueta ligera por si acaso refrescaba. Con su maleta abierta frente a él y casi vacía, lista como rana para una disección en clase de biología, fue que Georg lo encontró con la vista perdida y la espalda encorvada.

—¿Necesitas ayuda?

—Puede ser…

—Vamos a ver… —Rebuscó Georg en sus cajones hasta sacar unos pantalones oscuros y una camisa de manga larga que le fuera a juego—. Suponiendo que hiciste reservaciones en algún sitio agradable para comer y que te negarán la entrada si vas demasiado casual, esto es lo indicado.

Del baño trajo desodorante, cepillo de dientes, su rasuradora eléctrica, peine y loción, que acomodó en las bolsas laterales sin que Gustav se moviera un ápice de donde estaba.

—¿Crees necesitar algo más?

—Cargador del teléfono. Lo guardo en el buró.

—Deja. Yo me encargo.

Dotado de una paciencia que sobrepasaba a la media, Georg se ocupó de la tediosa labor de tener a Gustav a punto para partir, llamar el taxi y cerrar el departamento al salir.

—¿No te estás arrepintiendo, verdad? —Confirmó Georg con Gustav cuando éste apoyó la cabeza contra el cristal de la ventanilla y se abstrajo en sí mismo por la mayor parte del trayecto.

—Nah. Bianca… ella decía que debía ser más espontáneo para no morir prematuramente, así que… tarde pero seguro. Uhm, y tenía tantos planes para los dos durante este fin de semana, que tienes razón, es casi un desperdicio tirar así las reservaciones del spa y las degustaciones de vino que ya pagué.

—¡¿Degustación de vinos?! ¡¿Y un spa que deduzco de lujo?! —Silbó Georg admirado por la generosidad del baterista—. No sé de lo primero porque son los Kaulitz quienes más conocen de vino; yo soy más un hombre de cervezas sin mayores exigencias a que me la sirvan en un tarro grande, pero mi piel necesita tratamiento intensivo, lo juro, así que eso del spa nos va a caer de mil maravillas. Y hablo por los dos, que falta te hace una sesión rejuvenecedora para curarte de este mal de amores.

Bromeando acerca del masaje que pedirían y las mascarillas de las que habían escuchado hablar por cortesía de Bill, el verdadero adicto a esos centros de belleza, el resto del viaje en taxi se les fue en un parpadeo. Llegaron a la terminal con tiempo extra para comer un bocadillo una vez que entregaran su equipaje, y así lo hicieron  con tiempo récord para disfrutar de treinta minutos libres de compromiso antes de tener que empezar a abordar.

Con sándwiches y ensalada para ambos, más té helado, Georg comentó que Gustav tenía mejor color que horas atrás cuando lo había ido a sacar de la cama, y con todo el tacto que fue capaz de reunir, preguntó por los destalles escabrosos de su rompimiento con Bianca. Empezando por la causa…

—Honestamente, no lo sé… Todo iba bien. Pasó la noche conmigo en mi departamento y dormimos abrazados como siempre. Me levanté a preparar café para los dos, y cuando volví Bianca estaba rara. Le pregunté qué pasaba y dijo que nada, pero ya sabes.

—Seh, un nada que lo es todo —comentó Georg, que ya tenía experiencia de eso a cuestas por relaciones pasadas—. ¿Y después?

—Salimos juntos a comprar unos libros que ella necesitaba para sus clases extras de verano, pero su humor fue empeorando conforme pasaba la mañana. Peleamos por dónde ir a comer, y ninguno de los dos ganó así que comimos Currywurst en la calle, casi dándonos la espalda en la banca en que nos acomodamos. Me ofrecí a acompañarla a su departamento y arreglar lo que fuera que estuviera mal, pero ahí fue cuando soltó la bomba: Que estaba confundida y necesitaba pensar unas cosas que la tenían inquieta. Cuando llegué a casa me mandó un mensaje al teléfono y ahí supe que estaba acabado… “Debemos darnos un tiempo para ver si esto entre los dos va a funcionar o no” —repitió el baterista palabra por palabra sin equivocarse en nada, porque después de docenas de lecturas, la oración se le había quedado grabada con fuego en el cerebro.

—Ouch… —Musitó Georg.

—La llamé por supuesto, pero eso sólo empeoró todo. Y es que-…

—Pasajeros del vuelo 4266 a las 7:11 con destino a Paris, favor de abordar por la puerta de embarque número 8. Repito: Pasajeros del vuelo…

—Esos somos nosotros —dijo Georg, apurando los últimos sorbos de su té helado y limpiándose las manos con la servilleta.

Gustav también terminó con su sándwich de jamón y queso, vaciaron los restos en un bote de basura cercano, y colgándose su equipaje de mano al hombro, se dirigieron al puerto de embarque asignado que se les indicó por altavoces.

En el momento de hacer las reservaciones, Gustav no había estado del todo convencido ante la idea de partir tan tarde, porque con la diferencia horaria entre países y más el tiempo del vuelo, terminarían llegando al aeropuerto Charles de Gaulle a eso de las dos de la mañana, que sumado al viaje hasta Paris y el tiempo que se demorarían en llegar al hotel y registrarse, no auguraba estar en la cama antes de las cuatro de la madrugada. Pero igual, mientras confirmaba su estancia, había tenido en mente a Bianca, ellos dos viviendo una aventura divertida en la que dormían poco y contemplaban el amanecer desde la suite que había rentado y que tenía vista privilegiada de la torre Eiffel, por lo que esos inconvenientes se convertían en detalles que había romantizado en vano hasta el hastío.

En cambio ahora… todo ese retraso le ponía de malas, porque además tenían que estar en pie a las diez en punto a más tardar si es que querían desayunar antes de empezar con las actividades del día.

Gustav sacó cuentas: Era miércoles y el jueves daría inicio con ellos en una ciudad en la que habían estado infinidad de veces sin conocerla más allá de lo estrictamente necesario. No sería hasta el viernes en la tarde que partirían con rumbo a la campiña y a la posada pintoresca para la que había hecho reservaciones por dos noches, una en el castillo y otra más en una vivienda privada que estaba a unos kilómetros de distancia. El domingo volverían a París, y su vuelo de regreso estaba programado para el lunes a media mañana, así que Gustav se resignó a que hasta entonces tendría que esforzarse por no hundirse en la melancolía.

—Wow, ¿primera clase? —Exclamó Georg cuando la azafata les dio preferencia por sus boletos y los guió hasta sus asientos antes que al resto de los pasajeros—. Me hace sentir de veinticuatro quilates.

Guardando su equipaje en los compartimentos superiores, no tardaron en pasar a sentarse en las mullidas butacas y a abrocharse los cinturones de seguridad.

—¿Los señores desean algo para beber mientras esperamos a despegar? —Preguntó solícita otra azafata diferente y sonriente como si amara su trabajo más que al aire que respiraba. Artificial a morir, pero también reconfortante.

—No, todo bien por el momento —denegó Gustav.

—Si mal no recuerdo, podemos pedir champagne —dijo Georg, pero el baterista lo ignoró—. ¿Qué? ¿Te vas a poner así cada vez que pienses en Bianca? Porque francamente…

—No estoy pen-…

—Ahórratelo, ¿sí? Se te mojan los ojos cada vez que su nombre cruza tu mente, es un reflejo. Y está bien —levantó las manos en acto de rendición—. Es normal. Después de dos años juntos cualquiera se lo tomaría igual de mal que tú con un rompimiento tan abrupto.

—Nos estamos dando un tiempo —masculló Gustav, que con cada repetición sentía que se erosionaba hasta volverlo inválido. Un par de veces más y no quedarían ni las cenizas de su esperanza porque eso fuera cierto.

—Ok, tú mandas —dijo Georg, abriendo una de las revistas de vuelo que tenían acomodadas en un resquicio del asiento delantero al suyo y se dedicó a leer un reportaje de la pesca de salmón en Dinamarca por los siguientes diez minutos hasta que Gustav ya no pudo más.

—Está bien —resopló—, estoy negándome a la realidad, ¿no es así?

—Un poco —respondió Georg, cambiando de página y sin dignarse a dedicarle una mirada—, pero estás en tu derecho. Tampoco intentaré forzarte a algo que no quieras, excepto este viaje, por supuesto, que en primer lugar fue tu idea, y que habría sido una total chifladura no aprovechar lo que ya tenías disponible.

—Pudiste haber invitado a alguien más en lugar de arrastrarme a esto. No me habría importado cederte mi lugar. ¿Cómo se llama esa última chica con la que sales? Se me escapa el nombre, mmm… ¿Meredith?

—Salía —clarificó Georg, cerrando de golpe la revista—, y se llamaba Maurice.

—Oh, perdón.

—No hay de qué. Fue mutuo, y no llegamos ni a la marca de los dos meses, así que sería apresurado si de la nada cambio nuestra visita para coger de los viernes por un vuelo a Paris con todo pagado. Habría sido un compromiso más serio de los que éramos nosotros dos como unidad.

—Pues vaya…

«Así que Maurice…», pensó Gustav, quien en materia de parejas para Georg, siempre iba atrasado como por tres personas. Y no era que el bajista fuera de esos que usaba y desechaba novios y novias con la facilidad de quien utiliza un pañuelo y lo tira a la basura una vez que terminó de encontrarle utilidad, porque a Gustav le constaba que su amigo se entregaba del todo a que sus relaciones funcionaran, pero a veces el amor no era tan fácil (más bien lo opuesto), y para prueba estaba que en los últimos tres años Georg hubiera cambiado de estatus amoroso como quien lo hace de calcetines.

En los altavoces de pronto el capitán anunció que estaban por despegar, y las azafatas se apresuraron a llevar a cabo las indicaciones de seguridad en las que pedían amablemente colocarse de manera correcta los cinturones de seguridad y no ponerse en pie hasta que se les indicara en las luces encima de sus asientos. Gustav se distrajo de la interminable lista de peticiones que incluían no fumar dentro de la cabina, obedecer a las aeromozas, y evitar las visitas a los sanitarios entre dos personas, prueba irrefutable que más de alguna pareja había intentado tener sexo ahí.

—Qué sucio —se inclinó Georg sobre Gustav—, aunque no soy quién para recriminar. Una vez me escabullí con una chica en el autobús de la gira y conseguí una mamada en la litera de Tom.

—¡¿En la de Tom?!

—Ajá —asintió Georg con una sonrisa traviesa—. Aunque no fue tan genial como quisiera presumir que fue… De los nervios apenas si logré correrme, y por desgracia mi cita lo escupió todo en la almohada de Tom, así que tuve que tomar una decisión rápida y la tiré por la ventana rezando por no volver a verla.

—¡Recuerdo eso! —Exclamó Gustav como si apenas hubiera ocurrido ayer—. Después Saki la devolvió al autobús y Tom acusó a Bill de atacarlo porque más temprano habían peleado por… Ach, demonios, no estoy seguro de qué, pero sí que estaban furioso y que esa almohada desencadenó la tercera guerra mundial entre ellos.

—Más bien como la vigésima tercera —dijo Georg—, así que por eso ni me sentí culpable. Ese par peleaba como matrimonio viejo que no se divorció cuando debían por el miedo al qué dirán.

Entre conversar de los viejos tiempos y traer a colación historias graciosas estelarizadas por los Kaulitz, el despegue se les fue sin grandes contratiempos, igual que las siguientes tres horas que aderezaron con dos latas de refresco y una bolsa de cacahuates compartida, cortesía de la aerolínea.

A las once en punto Georg comenzó a dar muestras de cansancio, y Gustav casi se vio tentado en pedirle que se desvelara con él, pero lo consideró injusto porque Georg había estado en pie desde temprano, y por lo que sabía, había ido a correr cinco kilómetros antes de sacarlo de su pozo de autocompasión, así que se cuidó bien de demostrar que soportar las siguientes horas de vuelo sin su compañía le iban a resultar aburridas en extremo, y que antes prefería que le platicara de su más reciente visita al podólogo que la soledad.

—¿No has traído un libro? Antes siempre salías con uno a donde quiera —comentó Georg entre bostezos y acomodándose la manta que la azafata le había proporcionado para cubrirse las piernas.

—Lo olvidé. Es más, creo que también olvidé mis gafas de sol, así que estoy jodido. Será una suerte si no dejé nada más en casa.

—¿Y si ves una película? —Sugirió el bajista, pero Gustav denegó.

—No tengo la concentración necesaria para ver una película, y no le prestaría atención. Pero no te preocupes por mí. Tú duerme, y mientras tanto yo… uhm, aprovecharé para, erm…

—¿Mirar el paisaje? —Se burló Georg, señalando las lejanas luces que de vez en cuando aparecían en su campo de visión y que con probabilidad eran pequeños poblados. Salvo por ellas, el panorama que se vislumbraba a través de la ventanilla era nulo—. Olvídalo. Te acompañaré.

—Georg…

—No se diga más. Haremos una ronda de preguntas y respuesta que más te vale que valga la pena porque estoy sacrificando mis preciadas horas de sueño por ti, así que elige quién empieza primero y hazlo bien.

Fiel a su labor de amigo en las buenas y en las malas, Georg se mantuvo despierto tanto como le fue posible, y con Gustav se enfrascó en un juego que acabó con los dos confesando sucios secretos de los que hasta la fecha ninguno tenía noción del otro. En el caso de Georg, una visita a un sauna en el que había mantenido un trío con dos hombres mayores que él por al menos veinte años, hombres de negocios y de seguro casados y con hijos si es que se podía fiar de sus anillos de matrimonio en el dedo anular; y tratándose de Gustav, montárselo con Bianca estacionados a las afueras de su departamento.

—Joder, Gus —le codeó Georg—, no conocía esa faceta exhibicionista de ti.

—No mía, de Bianca. A mí apenas se me podía parar por los nervios —confesó Gustav entre susurros por la risa, y porque el resto de los pasajeros dormían, y los que no, ya los habían mandado callar un par de veces por escandalosos y obscenos.

A tiempo para impedir que llegaran a lo más oscuro de su repertorio, el capitán de su vuelo anunció que la hora local eran las 2:20 de la mañana, y que estaban a minutos de empezar con el descenso, así que les pedía se abrocharan los cinturones, enderezaran los asientos y retiraran de sus mesitas todo alimento o bebida.

—Y pensar que hace catorce horas estaba en cama y lamentándome por mi existencia… —Murmuró Gustav, y Georg le chasqueó la lengua—. ¿Qué?

—Ese era el viejo Gustav. Ahora eres el nuevo Gustav, y tu versión mejorada va a disfrutar del mejor fin de semana de su vida en París.

—Técnicamente es jueves, no fin de semana.

—Minucias sin importancia —desdeñó Georg el recordatorio de Gustav con un quiebre de su muñeca—. Olvida a Bianca, porque este viaje promete ser épico. De eso me encargo yo, así que ponte en mis manos y disfruta.

—Eso dijiste la última vez que estuvimos a punto de acabar en la comisaria por disturbios al orden público. Y si mal no recuerdo, pagamos buenas tres cifras en euros para que retiraran los cargos en nuestra contra.

—Tsk, Gus, que me cortas el rollo, carajo —rezongó Georg, y luego soltó un chillido de colegiala asustada cuando el avión se inclinó al frente y el ángulo se hizo pronunciado.

Gustav se ahorró las burlas, porque Georg en verdad temía volar, pero por orgullo masculino lo matizaba bajo la excusa de que tenía delicados los oídos y que las variaciones de presión le alteraban. Fuera una u otra razón, Gustav lo dejó en paz mientras duró el descenso, y una vez en la pista, fueron los primeros en recoger su equipaje y montarse en el autobús que pasó por ellos para llevarlos a la terminal.

El resto fue formalismo. Recoger su equipaje de la banda correspondiente, pasar por aduana, declarar que no traían consigo nada ilegal y que venían por motivos de vacaciones. Sellos aquí y allá en sus pasaportes, y por último salir en búsqueda de un taxi que estuviera libre para llevarlos a su hotel. Con tal suerte que apenas Georg alzó el brazo, un flamante taxi blanco se estacionó frente a los dos.

—¿París? —Preguntó Gustav en su mejor tono gangoso para no delatarse como un paleto que jamás hubiera puesto un pie fuera de Alemania.

—París, oui —confirmó su taxista, bajando y abriendo el maletero. Ayudó a Gustav y a Georg con sus maletas, y de paso les abrió las portezuelas para que abordaran en ese orden.

Los veinticinco kilómetros que recorrieron por la autopista a buena velocidad se les fueron en nada, pero como comprobó Gustav al cabo de cinco minutos de silencio a excepción de la radio en una estación de oldies, Georg no estaba para esfuerzos extras, y había caído rendido con la cabeza laxa sobre su hombro y roncaba ligeramente.

Con mucho esfuerzo de su parte, Gustav se explicó tanto como su francés de escuela se lo permitió con respecto a su destino, pero hizo falta mostrarle al taxista la dirección para que éste asintiera y los dejara frente al hotel en el que tenían reservado.

Gustav pagó la cuenta con un billete de cien euros y se negó a recibir el cambio, por lo que el taxista muy agradecido les llevó las maletas hasta el lobby y se despidió con un colorido mensaje en francés que Georg tradujo a medias como ‘buena estancia, pero con más sustancia’ o algo así, según le explicó a Gustav.

—Buenas noches, o mañanas, no sé —saludó Gustav a la chica encargada de recepción, y ella no dudó en hablarle en alemán con impecable acento neutro.

—Bienvenidos al Splendid. ¿En qué puedo ayudarles?

—Tengo una reservación aquí. A nombre de Gustav Schäfer y compañía.

—Por supuesto que sí —corroboró la chica en su base de datos—. ¿Me permiten sus identificaciones?

Gustav se encargó de las cuestiones prácticas, mientras que Georg se limitó a apoyar el brazo en el mostrador, y en la palma de la mano su mentón. Por el estado en que apenas se mantenía de pie y cabeceaba cada dos por tres, Gustav dedujo que estaba a escasos cinco minutos de desplomarse de agotamiento y no volver a despertar en al menos unas horas más.

—Nuestro botones lo escoltara a su piso —se despidió la recepcionista—. Esperamos que su estancia en el Splendid sea de su agrado. Qué descansen.

—Gracias —recogió Gustav del mostrador las dos tarjetas magnéticas y sus documentos, y arrastrando a Georg consigo, siguió el botones que ya cargaba con sus maletas en un pequeño carrito en dirección a las compuertas del ascensor. Mientras que el chico se fue por un elevador de carga, Gustav y Georg se montaron en el que era exclusivo de los huéspedes, y el viaje hasta el séptimo piso donde se encontraba su suite transcurrió sin nada digno de contar, excepto que Georg iba murmurando lo mucho que deseaba lanzarse de cara a la cama y no despertar en buenas ocho horas mínimo.

La suite resultó ser lo que Gustav había esperado compartir con Bianca, y una pequeña herida en su corazón volvió a sangrar cuando el rostro de su exnovia volvió de lo más recóndito de su memoria para atormentarlo. Con gran entereza se repuso lo antes posible, y en cuestión de minutos ya había despachado al botones con una propina, y él y Georg se alistaban para descansar.

—La cama es grande, así que… —Gustav carraspeó—. ¿Qué sentido tiene que te vayas al sofá? A menos que quieras sufrir de dolor de espalda.

—Si no hay problema por tu parte, yo encantado —masculló Georg, desnudándose hasta quedar en calzoncillos y perderse en dirección al baño con su cepillo ya dentro de la boca.

Volvió al cabo de unos minutos, con aliento fresco y los pantalones de su pijama colgando por lo bajo del vientre marcado que el ejercicio constante le había dejado como premio por su constancia y dedicación. Gustav le imitó, y antes de la marca de los diez minutos ya estaban los dos bajo las mantas y contemplando las siluetas del cuarto, iluminadas por la perenne colección de bombillas de la capital francesa. Una clara muestra de por qué la llamaban La Ville Lumière, o La ciudad de la luz en términos que ellos entendieran.

—¿Esa es la torre Eiffel? —Preguntó Georg, más dormido que despierto, pero a pesar de todo atento de su alrededor.

—Sí —suspiró Gustav—. Planeaba que fuera romántico, pero… ya ves.

—Es romántico, no te preocupes —murmuró Georg, volteándose hasta quedar de costado hacia él y cerrando los ojos—. Duerme bien, Gus.

—Igual, Georg —respondió éste, pero sus palabras cayeron en saco roto porque el bajista ya estaba en los brazos de Morfeo y se había entregado a ellos como lo hacía siempre: De golpe y sin medir consecuencias.

Resignado a que ya era tarde para arrepentirse, Gustav se tapó la cabeza con la almohada, y en minutos, el sueño también se apoderó de él.

 

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