Nieve, oro y carmín
[Adriana Sebastiana]
Prólogo
La Luna en el claro brillaba con intensidad. Las diminutas estrellas parecían opacarse ante el espectáculo del satélite terrestre y se refugiaban en la lejanía del Cosmos. El silencio taladraba cada uno de sus sentidos, era abominable y cruel. Las aves nocturnas parecían haber desaparecido, todos los animales se habían ocultado en sus cuevas o en sus refugios en las altas copas de los árboles. Las cigarras permanecían quietas en las duras cortezas de las hayas.
Un ave de negro plumaje surcó el cielo capturando la luz lunar por instantes. Un mal augurio. El follaje se movió y la frágil criatura corrió en medio de las tinieblas. Las patas le dolían, había caminado por varios días sin encontrar alimento para ella y su única cría. Ahora solo le quedaba una, dos murieron. Un oso joven que merodeaba por su escondite las había descubierto. Un par de zorreznos de ese tamaño no significaban mayor esfuerzo.
Era primavera, la época más prolífica del año, pero no se puede hacer nada con las patas heridas.
Su hijo tenía hambre, ella también.
Corrió con prisa, ignorando la sangre que brotaba de su pata derecha a medida que lo hacía. Los delgados hilos rojos se pegaban a su pelaje. Ignoró el dolor de la herida abierta y giró pulcramente en dirección del pequeño arroyo que, sabía, estaba a pocos metros.
Un rugido sobrecogedor la alertó del peligro al otro lado de ese arroyo que sería su salvación, había otro más. Pensó rápido y zigzagueó entre los tiernos abedules que se habían infiltrado en el hayedo. La habían acorralado, y aún estaba cerca de su escondite. Era cuestión de tiempo para que dieran también con su cría. Ladró para llamar la atención de esos lobos hambrientos y no tardó en hacerse visible antes de emprender veloz carrera de vuelta al claro, rodeando el lugar donde dormía su pequeño hijo. Chilló, consciente de que no volvería a verle, rogándole a la impasible Luna que tuviera piedad con él, porque no le había enseñado nada todavía, porque era muy débil, porque no sabía nada del bosque que le rodeaba. Chilló de nuevo, y subió a una roca lisa que la naturaleza había dejado en ese lugar por casualidad. Se dio la vuelta y les ladró con rabia mientras sus ojos se nublaban en lágrimas. Gruñó con fiereza, esquivando en menor medida, las amenazas de esos tres lobos. Uno gris-azulado de gran tamaño se había sumado a la cacería y miraba a la débil zorra con deleite.
—Maldita, ¿crees que puedes entrar a nuestro territorio cuando se te antoje? —le espetó, con los ojos inyectados en sangre, mientras olisqueaba su agonía.
—¿Tu territorio? ¿Quién te crees que eres? Te he visto pasear por las orillas del Gran Río en Luna Nueva. —escupió y volvió a tomar su posición defensiva. —Además, no tomé ninguna presa.
—Hasta para eso eres una inútil. —se acercó, dejando a la valiente zorra sin escapatoria. —Mírate, estás herida. Un esfuerzo en vano, considerando que perdiste a tus crías. Seguramente eran tan débiles como su madre.
El pelaje rojizo de la ahora presa, se movió como una veloz ráfaga hasta la posición de su atacante, le mordió la oreja con rabia, llevada por sus sentimientos. El lobo se quejó de dolor y la arrojó con fuerza sobre la roca. Las costillas se le rompieron por el impacto, pero aun así se levantó y le gruñó con fuerza. Lo haría hasta su último respiro.
El lobo movió la pata y los otros dos atacaron a la zorra con fiereza, sujetando con sus mandíbulas el frágil cuello de esta. Un par de hilos de sangre brotaron de entre sus caninos, pero ya no podía decir nada. Su tráquea estaba deshecha. Los lobos la soltaron, ella aún respiraba, pero no podía moverse. Con ese ataque le habían roto las vértebras del cuello. Ahora solo era un cascarón chorreante. Un cadáver que respiraba lentamente, muy lentamente.
El enorme lobo de pelaje azulino y ojos amarillos se acercó al cuerpo que tiritaba de frío en medio de espasmos agonizantes. Lo olisqueó y con una mueca perforó nuevamente su cuello arrancándole un pedazo. Los delgados hilos de sangre eran ahora una fuente roja. Dejó de moverse, con los ojos fijos en el vacío, fijos en esa Luna indolente que se limitaba a observar el espectáculo desde las alturas.
Los otros dos lobos se acercaron y desmembraron el cadáver caliente de la zorra. No eran más que bestias sin corazón, pero así era la vida del bosque. Comes o eres comido, aunque siendo un lobo de ese tamaño, era difícil que pasara lo segundo. Se limpiaron los rastros de sangre y siguieron al Alfa a las profundidades del bosque, no sin antes aullar triunfantes a la Luna amarilla. Era una noche de Luna Llena. La noche donde las fieras se revelan y el bosque enmudece.
La sangre de la zorra goteaba desde la Gran Roca sobre los arbustos del otro lado. Un par de violetas y enebros se tiñeron de rojo. Mañana sería otro día de una inolvidable primavera, y vestirían de gala, aunque no se movieran del suelo.
Mientras tanto, en el tibio nido del zorro, el pequeño de apenas unas tres semanas de vida se acurrucaba aterrado entre las hojas secas que le proporcionaban cobijo. La luz exterior no se filtraba, estaba a oscuras y ya extrañaba a su madre. Se movió inquieto, sin querer abrir los ojos hasta el otro día. Los aullidos a solo cien metros de distancia alteraban sus sueños. Eran un mal presagio.