Es difícil explicarlo; decirlo con las palabras correctas y dignas de lo que mis ojos vieron.
Me encontraba sentado en una incómoda silla dentro de aquel lujoso lugar. El atardecer se avecinaba y mis orbes eran testigos fieles de ello. No quería mirar la cama, derrumbarme nuevamente, sentir la punzada en el pecho…
No quería.
Me levanté y abrí las cortinas finas y casi transparentes, apreciando cómo el sol se ocultaba y daba paso a una oscuridad abrumadora. Poco a poco las lámparas de aceite se encendían en el jardín, en la lejanía, y comenzaban a centellear cual luciérnagas. A él le gustaban las luciérnagas, pensé, sonriendo nostálgico al recordar cuando le llevé a aquel bosque repleto de ellas, que comenzaron a realizar un espectáculo hermoso, dando como resultado una bella y radiante sonrisa. La hermosa sonrisa que protegí por mucho tiempo.
Resoplé completamente frustrado de querer salir de aquella habitación que olía a rosas, pues mandé a que cortaran las flores del rosal que Él cuidó con tanto amor. Bellos arreglos de rosas amarillas había ahí, en cada rincón y florero que pudo encontrarse en la casa. Mis ojos se posaron en una sola, que abrió completamente y, a pocas horas de haberse cortado, empezó a marchitarse. La poca luz que el horizonte emitía, me permitió admirar la flor del color que Él amaba.
Mi mente me pedía huir de ahí, de respirar el aire nocturno y despejarme, pero mi cuerpo parecía no reaccionar. Llevaba ahí cerca de dieciséis horas, en las cuales ni había comido decentemente. Mi corazón aún no comprendía lo que estaba ocurriendo; lo que había ocurrido frente a mí.
Él simplemente se marchitó.
Esa mañana había despertado con él abrazado a mí torso, con su bello rostro posado en mi pecho y sus cabellos negros haciéndome cosquillas en mis fosas nasales; sin embargo, el calor de su cuerpo no estaba. Le toqué, le llamé, le zarandeé y nunca se abrieron sus ojos. Posé mi oreja en su pecho, y su latir ya no se oía, ya no aceleraba mi corazón. No supe el momento en que grité su nombre, en que comencé a llorar y mis hermanos y servidumbre entraron para separarme de Él. Mi mente quedó en blanco y sólo tenía el pensamiento de:
Prometiste marchitarte conmigo.
Lo prometiste, amor mío.
Muchos me hablaron, trataron de hacerme comprender que jamás volvería a ver tus ojos brillosos y llenos de vida, de escuchar tu risa y reírme contigo, de sentir tu piel cálida, de saborear tus labios y robarme tu aliento, de acariciar tus mejillas cuando sonrías, de escuchar tu latir cuando nos demostrábamos que éramos el uno para el otro, de apreciar tus manos delicadas, finas y que me calmaron tantas veces. Quisieron convencerme que tu promesa jamás de cumpliría y que yo me marchitaría solo.
Lo único que atiné a decir fue que cortaran cada flor de tu rosal preciado y llenarte de ese bello aroma que siempre tenías. No había esencia que se asemejara al aroma tuyo; un aroma a rosas frescas.
Después de mucho tiempo me digné a mirarte, a verte postrado en la cama ajeno al dolor que yo tenía de siquiera posar mis ojos en ti.
Mi bella rosa marchita.
Sabiendo que nunca la leerías, que jamás te levantarías y abrirías el sobre, te escribí; te dejé mi corazón en un papel y mis pensamientos plasmados en tinta. Dejé que mi mano escribiera, que se desahogara por mí. A cada tanto me detenía para contener el llanto, verte y seguir escribiendo. Mi firma quedó ahí, al final del papel, marcando un final triste. Tomé un sobre y metí el papel, lo cerré con el sello de la familia y dejé la carta entre tus manos. Te besé la frente, los ojos, tu fina nariz y tus labios ya morados y secos. Acaricié tus cabellos y dije el último “te amo”, para marcharme y dejar que te marchitaras por completo, sin que yo pudiera detener ese hecho.
Adiós mi hermosa rosa.
Adiós Baekhyun.