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Vida De Perro por LePuchi

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Notas del capitulo:

¡Qué tal gente!


Espero que estén muy bien donde quiera que se encuentren. Aquí está Ilai de regreso y trae consigo un nuevo capítulo de la Vida de Perro.


Tardé en subirlo más de lo que me habría gustado, pero bueno al fin está aquí así que sin entretenerme hablando más cosas innecesarias espero lo disfruten.

Las maletas con todo lo que llevaría al proyecto en la playa estaban empacadas y listas, sólo esperando que llegase la hora de partir.

Yo, por otro lado, no podía decir lo mismo; estaba aovillada en el sofá mirando casi con temor el aparato telefónico en el extremo opuesto, sabía que estaba retrasando lo inevitable al no tomarlo, pero me daba pánico llamar a Yazmin para decirle lo que me aguardaba mañana.

— ¿Hola? —respondió luego de varios timbrazos.

— Hola —saludé con voz temblorosa.

— ¡Sara! —exclamó emocionada—. ¿Estás bien? Justo iba a llamarte.

— Sí, sí, todo está bien ¿qué tal te va por allá? ¿serás embajadora próximamente?

— No —rió—. Aún me falta mucho para aspirar a un puesto tan ambicioso, pero trabajo en ello. ¿Qué tal lo llevas en el laboratorio?

— ¡Oh! Excelente —resoplé intentando reunir todo el valor que tenía—. De hecho, hay algo al respecto que quiero decirte.

— ¿Descubriste una planta mágica que lo cura todo? —bromeó.

— Me ofrecieron participar en un proyecto, pero estoy indecisa.

— Ni siquiera deberías pensarlo, tendrías que aceptar sí o sí.

— Todos dicen lo mismo —mi voz sonó desganada.

— Se supone que eso es bueno ¿no?

— Lo es, sí —muy bueno de hecho.

— No suenas animada.

— Es que no va a gustarte nada lo que voy a decirte ahora.

— ¿El qué?

— Participar implica irme de la ciudad por un tiempo.

— ¿Cuánto tiempo?

— Un año.

— ¿A dónde tienes que ir?

— A Puerto Viejo.

— ¿¡La playa!?

Me reí de su tono escandalizado.

— ¿Qué es tan gracioso? No puedes hacer eso.

— Hasta hace unos momentos estabas diciéndome que lo aceptara.

— Ahora es diferente, no puedes ir a la playa.

— No voy a la playa, voy a trabajar.

— ¿Cuándo tendrías que irte?

— Me voy mañana —respondí.

— ¿Te vas? ¿O sé que ya lo has decidido? No esperaras que te diga que te vayas si me lo dices así nada más ¡falta un día! Debiste decírmelo antes.

— ¿Cómo tú me dijiste que ibas a plantarme hace dos semanas? ¿O cómo cuando tuve que enterarme gracias al correo que ibas a aceptar ese trabajo en el extranjero porque tú no tuviste la decencia de decírmelo?

— No me salgas con eso.

— ¿Por qué no?

— ¡No es lo mismo, tú vas a irte a la playa a buscar yerbas estúpidas mientras yo me paso las horas trabajando!

— ¿¡Disculpa!? —solté ofendida—. Esto también es trabajo.

— ¡¡Claro que no lo es!!

— ¡Sólo porque no estaré todo el día encerrada en una oficina no quiere decir que no me parta el lomo tanto como tú! —ya habíamos comenzado a gritarnos.

— ¡Uno no trabaja en la maldita playa!

— ¡Aunque fuese la Antártida me dirías que no! —cálmate Sara, me dije, cerré los ojos—, No quería decirte nada para evitarnos esto Yazmin —suspiré con frustración—. Me estoy ahogando sola y tu ni siquiera te has disculpado por dejarme plantada hace diez días, por largarte a ese empleo sin decirme nada, sabiendo que si me lo hubieses comentado no habría dicho que no porque lo entiendo. Tú trabajo es importante para ti, pero tú no haces lo mismo por mí; siempre menosprecias mi labor sólo porque no es de tu agrado, rechacé un empleo muy importante porque tú me convenciste de ello. Pero ahora de nuevo tengo una oportunidad ¿no puedes estar feliz por mí?

— Haz lo que quieras Sara —me dijo, ya no gritaba, su voz era seria, glacial, estaba jodidamente molesta.

Después de decir aquello la línea se cortó.

— Bueno —me restregué los ojos—. Tampoco ha ido tan mal —le susurré al enorme vacío del apartamento.

 

— ¡¡Salud!! —gritaron al unísono todas las personas reunidas en la mesa.

— Gracias —dije yo levantando el vaso de jugo que tenía enfrente.

Estaba sentada en uno de los restaurantes del aeropuerto junto al séquito que se había puesto de acuerdo en estos dos días para venir a despedirme, me parecía exagerado tanta celebración, pero me gustaba que estuviesen todos allí.

— ¿Y de qué va este proyecto, Saris? —preguntó mi abuela llamándome con ese mote característico suyo.

— A decir verdad no lo sé bien, Darío, mi jefe, no me dijo mucho al respecto.

— Seguro irás a investigar alguna enfermedad tropical —esta vez habló una mujer de cabello negro largo hasta los omoplatos, con unas gafas de montura metálica color morado, era mi madre.

— Sí, eso creo.

— Cuando regreses iremos a que te pongan unas buenas vacunas —dijo mirándome sonriendo de una forma espeluznante.

— No creo que haga falta, ma.

— Nunca se sabe.

— Suertuda, no puedo creer que vallas irte a Puerto Viejo a trabajar ¿tienes idea lo bonito que es allí? —me dijo Victoria sentada junto a mí.

— He escuchado que es bonito, pero creo que son exageraciones.

— De cualquier modo, te sacaste la lotería, mostro —dijo mi tía dándome un zape en la cabeza, aunque en realidad parecía mi hermana más que mi tía, era cinco años mayor que yo, media hermana de mi madre y un poco loca.

— ¡Auch! —protesté devolviéndole el golpe.

— Ustedes siguen igual a pesar del tiempo ¿verdad? —mi amigo Javier sonrió.

— Preocúpense el día en que el mostro y yo dejemos de pelear —respondió mi tía.

Después de terminar de comer, de que todo el mundo me deseara feliz viaje y me abrazara como si no fuese a volver jamás me halle mirando la fila de personas frente a mí igualmente a la espera de abordar la mole de metal que se vislumbraba al otro lado de los ventanales de la sala de espera.

Eché un último vistazo a la comitiva: los mellizos mágicos, Javi, mi madre y media familia más, les saludé una vez más agradeciendo que se mantuviesen callados, actuando como personas decentes, aunque fuesen todo lo contrario. Luego sujeté con fuerza el tirante de mi inseparable mochila, suspiré, estaba simplemente un poco nerviosa por subir y es que después de la pequeña discusión con Yazmin mi decisión de tomar ese trabajo de investigación estaba clara.

También influyeron los golpes y amenazas de mis amigos varones, además de mi familia cuando Vic les contó que estaba dudando si aceptar o no, pero sólo influyeron un poco claro.

— Permítame su boleto, por favor —me pidió una de las aeromozas. Se lo tendí y entonces los integrantes de mi familia empezaron a silbar y aplaudir como locos—. Son muy animados —rió la mujer chequeando que todo estuviese correcto y tras recordarme el número de asiento que tenía asignado me deseó feliz viaje.

Hacía algún tiempo desde que me había subido a un avión, pero era casi como lo recordaba, nada del otro mundo. Sin preámbulos y con ganas de dormir hasta que terminara el vuelo me derrumbé en mi asiento, claro que al estar mi lugar al lado de la ventana me fue imposible dormirme mirando, a través de su permanentemente cerrado cristal redondo, los retazos de nubes blancas.

 

Al apearme del trasto volador, luego de escasas horas de trayecto, el aroma del agua de mar me golpeó los sentidos, el calor era muy intenso y me daba la impresión de que tarde o temprano acabaría derritiéndome. No lo sabía, pero el termómetro superaba los 35°C con facilidad y se aproximaba con excesiva rapidez a los cuarenta, puede que no fuese demasiado pero no estaba acostumbrada a tanto calor.

Salí a la calle y llamé al laboratorio para saber que debía hacer a continuación, me dijeron que me dirigiera a un lugar llamado Bahía Plak así que pregunté a los lugareños como llegar hasta allí. Por alguna razón que no acababa de entender el aeropuerto estaba realmente lejos del pueblo principal y por tanto del lugar al que me dirigía.

— ¡Ah! Necesitas una de esas para que te acerquen hasta allí —me dijo un hombre señalando unas camionetas llenas de herrumbre.

Monté en una cuya caja estaba protegida del sol por un toldo de lámina color azul, encontrándome con un único sujeto aparte de mí que me ayudó a subir mi maleta para que el conductor arrancase.

El sujetó se presentó entonces tendiéndome una de sus enormes manos.

— Mi nombre es Oscar señorita —dijo—, soy pescador.

— Mucho gusto, mi nombre es Sara.

— No es común ver citadinos aquí eh —se rió.

Le expliqué que iba a ser parte de un proyecto.

— Eso está bien, sí, muy bien —asintió satisfecho.

Oscar resultó ser un hombre hablador por lo que, al cabo de un tiempo, me había enterado de muchas cosas acerca de todos los aspectos de su vida; primero se tiró un buen rato hablando de su trabajo, que si el atún aquí o que si los camarones allá y que su sueño era pescar un enorme pez vela. Me habló de su familia también: estaba casado desde hace veinticinco años con el primer y único amor de su vida, una buena mujer, pero algo propensa a enojarse cada vez que él salía a beber con sus amigos. Tenía dos hijos, una chica que era su orgullo, debido a que estaba a punto de entrar en la universidad y un muchacho, la oveja negra que lo volvería abuelo prematuramente.

Además, dijo que tras haber vivido toda su vida en aquella costa estaba más que harto del calor, por ello en cuanto juntase suficiente dinero en su fondo de ahorros para el retiro se largaría lo más lejos posible de ese sitio bello pero sofocante.

— ¡Jesús! —exclamó Oscar cuando la camioneta dio un enorme salto haciendo que durante unos segundos nuestros cuerpos dejasen de tocar el metal del vehículo y luego cayéramos de golpe.

— ¿¡Qué rayos!? —me incorporé ayudando al hombre.

— ¡¡Lo siento!! —el conductor apareció corriendo—. ¿Están bien? —asentimos.

— ¿Qué pasó?

— El neumático voló ¡paf! —dijo moviendo sus dedos por el aire como simulando una explosión.

— Hay que cambiarlo —dijo Oscar.

— No llevo uno de repuesto.

— ¿Y qué haremos ahora? —pregunté— ¿La playa a la que tengo que ir queda muy lejos?

— Unos cinco kilómetros —respondió Oscar.

— Seis —corrigió el otro hombre.

Eran demasiados como para caminarlos a pleno rayo del sol.

— Tienen demasiada prisa —preguntó el conductor.

— Yo no —respondió Oscar.

— Supongo que yo tampoco —me encogí de hombros.

— En ese caso esperemos a que el sol disminuya. Aguarden aquí —dijo.

— Hace demasiado calor —se quejó el pescador.

El dueño de la camioneta regresó a la cabina y poco después volvió a la caja con nosotros.

— Podemos matar el tiempo con esto —levantó ambas manos mostrando lo que sostenía: una caja de cervezas en una mano y unas fichas de dominó en la otra.

— ¿Cuál es tu nombre? —le pregunté al conductor, me estaba molestando llamarle simplemente el conductor.

— Héctor Vega —luego de una hora y media el sol seguía siendo muy intenso, pero al menos teníamos un techo sobre nuestras cabezas, cerveza fría para beber y algo con lo que entretenernos. Vega resultó ser un hombre increíblemente bueno en el dominó, ni Oscar ni yo pudimos ganarle más de dos partidas seguidas.

Corría ya el segundo pack de cerveza cuando escuchamos el ruido de un motor aproximándose, nos levantamos para ver; era un tractor, que se acercaba hasta nosotros con pesada lentitud, cuando llegó al lado de la camioneta el anciano que conducía nos saludó.

— ¿Los ha botado eh? —dijo señalando el neumático reventado.

— Sí viejo, hizo paf —le dijo Héctor.

Nos ofreció llevarnos hasta el pueblo a cambio de las tres cervezas que sobraban, aceptamos y el resto del trayecto lo recorrimos montados en el auto del agricultor. Me despedí de los tres hombres cuando Zacarías –el dueño del tractor– se detuvo y señaló un sendero al costado de la carretera diciendo que los carros no podían ir más allá de eso.

Tocaba caminar…

Así lo hice; atravesé una densa y exuberante vegetación compuesta principalmente por verdosas hojas grandes y carnosas antes de que una amplísima playa de arenas blancas con el mar turquesa y el cielo celeste al fondo aparecieran ante mis ojitos, parecía una de esas imágenes engañosas que ponen en los anuncios de las agencias de viajes, de no ser porque lo veía por mí misma habría dudado que fuese real.

Aquel panorama despertó cierta nostalgia en mi corazón, al llenarlo con recuerdos de mi adolescencia, agradecí mentalmente a Victoria por obligarme a salir del sofá.

— ¡Hey! —mi absorta contemplación del paisaje se vio interrumpida por un sujeto portador de un bronceado impresionante que se dirigía hacia mí. Si hubiese sido un poco más heterosexual me habría dado algo en ese momento, era todo un Adonis—. Tú debes ser el nuevo miembro del equipo ¿verdad? —me miró y sin esperar una respuesta se apuntó el pecho con el pulgar, presentándose—. Soy Mauricio, Mauricio Varjos, pero puedes llamarme Matt, todos me llaman así —estreché la mano que me ofrecía.

— Sara Moreno —le dije.

— Un gusto —Matt me agradó al instante, tenía una sonrisa franca y despreocupada—. ¿Ya habías estado en un lugar como este? —preguntó señalando a su alrededor.

— Sí, justo estaba recordándolo, estuve en una playa parecida cuando tenía como trece años.

— ¡Oh! Eso es inusual, ¿fue divertido?

— Sí, yo diría que algo de divertido tiene —asentí—. Mis padres y yo habíamos ido de vacaciones y para evitar la concurrencia de las zonas turísticas nos adentramos en una bahía medio explorada —Matt me escuchaba con atención—. Atravesamos un trozo de selva parecido a este y todo fue genial hasta el atardecer, a mis viejos no les agradó la idea de regresar cruzando la selva porque había unos animales de esos que dan repelús, no recuerdo bien que eran, así que anduvimos por un sendero que a primeras parecía paralelo al camino de entrada, no lo era —puse cara de espanto—. Teníamos algunos conocimientos básicos de supervivencia gracias a cinco años siendo scouts y la naturaleza salvaje no nos asustaba demasiado, lo malo era que no cargábamos gran cosa, sólo media lata de atún, algunas toallas y lo que traíamos puesto. Que tampoco era demasiado abrigador. Ni carpa, ni sacos de dormir, ni linterna, ni navaja o algo con lo que encender fuego. Recorrimos como tres kilómetros antes de aceptar que aquel camino no nos estaba llevando a ningún lado; para añadirle más dramatismo mi padre es diabético insulinodependiente y no llevábamos la medicina así que el panorama no pintaba favorable.

Recordaba esa historia perfectamente, ahora me reía, pero entonces no había tenido ni pizca de gracia.

— Después tuvimos la grandiosa idea de volvernos a adentrar en la selvilla que corría junto al camino. Estaba muy oscuro y la única cosa que se distinguía a medias eran unos inmensos ríos negros que discurrían cada tanto en el suelo arenoso, eran tan anchos que literalmente tuvimos que saltar sobre ellos… hasta entonces nunca había visto tantas hormigas juntas, fue espeluznante.

— ¿Cómo salieron de allí?

— Muy fácil, a la que anduvimos un par de pasos pensando que hacer para pasar la noche allí y eligiendo un árbol que pareciera cómodo para dormir, un lugareño pasó corriendo por la senda en la selva. Le preguntaron cómo salir de allí. «Todo derecho», dijo. Cuando salimos nos percatamos que estábamos en el extremo opuesto de la bahía, habíamos caminado casi toda la montaña que la bordeaba, que eran mucho más de tres kilómetros. Luego de ello nos fuimos al hotel cenamos y dormimos como troncos por toda la caminata.

— ¿Eso sucedió en verdad? —preguntó escéptico.

— Palabra de scout —me llevé tres dedos a la sien. Se echó a reír en sonoras carcajadas.

— Nunca había escuchado que una familia se adentrase en la selva por cuenta propia.

— Mi familia siempre ha sido rara, no solíamos hacer cosas muy convencionales y cada vez que salíamos de viaje terminábamos perdiéndonos.

— Entonces estas en el lugar correcto —sonrió—. Ven conmigo, te presentaré al resto del equipo —se giró sobre sus talones y comenzó a andar.

Matt, que andaba a grandes zancadas, vestía unas holgadas bermudas color caqui que dejaban al descubierto sus velludas piernas, calzaba unas desgastadas sandalias –de esas que se consiguen en cualquier tienda– y de cintura para arriba no llevaba nada. Varjos no debía tener más de treinta, tal vez tenía mi edad, aunque la abundante barba sobre su rostro y el castaño cabello largo y desordenado lo hacían complicado de determinar.

— Bienvenida al cubil —dijo Matt deteniéndose frente a una construcción hecha por entero de madera. El sencillo edificio estaba construido a poco más de un metro sobre el suelo y a sólo unos pocos pasos del agua.

— ¿Se hospedan aquí? —pregunté, asombrada. Vamos que no me esperaba un hotel de cinco diamantes para quedarme, pero aquella vivienda algo rústica tampoco me la esperaba.

— Sí —respondió encogiéndose de hombros—, resulta más sencillo que trasladarnos todos los días desde el hotel más cercano y así evitamos ataques nocturnos. Tiene todo lo necesario para una estancia agradable: cocina, comedor, baño, muebles, tostadora, cafetera —dijo, levantando un dedo por cada cosa que enumeraba y por su tono me parecía estar hablando con un hotelero que buscaba a toda costa me alojara en sus instalaciones—. Y las camas son mullidas —entonces su rostro se transformó a una mueca de sorpresa—, pero si lo prefieres puedes quedarte en el hotel para evitar los recuerdos.

— ¿Recuerdos?

— De tu experiencia en la selva.

— ¡Ah! —me reí—. Claro que no, prefiero tener la oportunidad de volver a extraviarme y ver ríos de hormigas, esto es mejor que cualquier hotelucho de súper lujo —lo era, es decir ¿cada cuánto se te presentaba la oportunidad de vivir un año entero a orillas del mar? No sé, quizás fuera más común de lo que pensaba, pero, por lo pronto, yo no desperdiciaría mi oportunidad, ya no.

— Estupendo. Vamos dentro.

El cubil, como Matt le había llamado, era una mezcla de atados de bambú, hojas de palmera secas y otras maderas de las que no me interesó averiguar su árbol de procedencia, eso tanto me daba. Subimos la escalerilla para llegar al frente de la casa en donde se abría una terraza ocupada casi enteramente por una gran hamaca blanca que se mecía al compás de la brisa y, dejando la terraza atrás, cruzamos una cortina roja que hacía las veces de puerta principal para entrar en el bungalow.

La simplicidad del exterior se mantenía dentro también y en lo que parecía ser la estancia principal había un par de sillones ocupados por una pareja jugando cartas que levantaron la mirada cuando entramos.

— ¿Ella es la nueva? —preguntó un hombre de oscuro cabello embutido en una camisa blanca a juego con sus pantalones, iba descalzo y llevaba un brillante pendiente plateado en la oreja.

— Ella es —afirmó Matt—. Su nombre es Sara. Él es Bernardo Barajas —continuó el barbudo Varjos—. Le llamamos Doble B o BB El Hombre Del Tiempo, porque es climatólogo.

— Un gusto —el aludido emitió un gruñido como respuesta; era sin duda hosco en comparación con el castaño.

— Siempre tan amoroso —se burló la chica sentada frente a Doble B.

— Sara, ella es…

— Gwen —interrumpió la mujer poniéndose frente a mí en un salto—. Biólogo marino, Gwen Chambers —estrechó mi mano efusivamente.

— Encantada —le sonreí, era levemente más bajita que yo. Tenía un espectacular cabello rubio, casi blanco, resplandeciente y el iris de sus ojos estaba tintado de un increíble azul grisáceo; llevaba una falda larga de alguna tela vaporosa y una blusa floja de mangas largas. Era una mujer encantadora.

— ¿A qué te dedicas? —me cuestionó.

—Soy botánico y entomólogo —le respondí notando que aún estrechaba su mano, lo había hecho mucho tiempo como para considerarlo accidental, la solté suavemente y pregunté a Mauricio que hacía él.

— Oceanografía.

Cuando terminamos las rigurosas presentaciones Gwen se ofreció para mostrarme mi habitación, convenientemente junto a la suya y separada del resto del mundo por una serie de hilos atados a la parte superior del marco de entrada con una ristra de cuentas de colores que formaban distintas figuritas hasta casi el suelo del lugar. Después de ponerme ropa más playera entre mis tres compañeros me explicaron el sencillo estilo de vida que llevaban consistente en tomar algunas notas del clima por la mañana, medir los niveles de pH del agua, así como del suelo, bucear por las tardes para observar el estado de salud de los corales, algas y peces, por último, recolectaban algunos especímenes terrestres para su estudio posterior. Entre todo aquello no consumían más de medio día así que el resto del tiempo jugaban cartas o dominó, dormían una siesta, se tumbaban en la arena a broncearse o nadaban en las cristalinas aguas.

No sé mis compañeros, pero yo, a todo aquello y pese a lo que le dijese a Yazmin no terminaba de considerarlo trabajo, se asemejaba más a unas vacaciones que a un trabajo y sólo se me hacía posible verlo como tal por la nada despreciable cantidad de dinero ingresada en mi cuenta bancaria que el laboratorio farmacéutico para el que trabajaba me había pagado por ir a semejante paraíso.

Los cuatro teníamos una razón para estar allí desde luego, yo estaba metida en eso gracias a la queja de un comprador anónimo que había protestado que el laboratorio no respetaba las políticas de conservación del medio ambiente, que sus productos no eran amigables con la naturaleza, que no reciclaban los envases y demás cháchara pro–ecologista, así que la idea con que los directivos decidieron solucionarlo fue tomar un puñado de sus empleados directo de la nómina e inscribirlos en un programa de estudio y protección ecológica para que nuestros nombres y, aún más importante, el de la empresa apareciera en el membrete de campañas en pro del planeta.

Unos cuantos terminaron en tareas para la conservación de las ballenas o del oso panda, otros en programas contra la tala indiscriminada, contra la conversión de suelos en terrenos aptos para la agricultura o la ganadería, oponiéndose al uso de aerosoles por daños al ozono o promoviendo los términos –que cada día eran más populares– de cambio climático y efecto invernadero. Yo, por otro lado, luchaba contra el yugo opresor de una importante cadena hotelera que pretendía construir un fastuoso centro vacacional, que Mauricio Matt Varjos y un puñado más intentaban frenar, en el trozo de playa donde se erigía el cubil.

Y a propósito del cubil, en el sólo había dos sencillas reglas que estaban escritas en un papel en marcado que colgaba en el salón principal. La primera: el desayuno y la comida debían ser preparados por un par de nosotros, tras un sorteo se acordó que Gwen y yo prepararíamos el desayuno y el par de geógrafos la comida. La segunda era que en las tareas de limpieza y reabastecimiento debíamos participar todos equitativamente. Existía una tercera no establecida que dictaba que aquel que perdiese el juego de cartas invitaba la cena de todos en uno de los bares del centro del pueblo.

Esa noche mis tres colegas pagaron la cena en honor de mi llegada, la fiesta se alargó aun luego de volver del pueblo pues nos la pasamos cantando entorno a la hoguera mientras bebíamos vodka con zumo de arándano hasta el amanecer.

Notas finales:

Yo no sé cómo lo vean pero maldita sea la suerte de esta mujer, yo quiero un trabajo así ¿ustedes no?


En fin, espero les haya gustado, gracias por leer y gracias especiales a los que dejan reviews. Amenazo volver con otro capítulo playero que espero no tarde demasiado, así que hasta entonces pequeñas almas lectoras.


¡Ah! Por cierto, si alguien se lo preguntó, la historia que Sara le cuenta a Matt es 100 x 100 real. Así que ya saben amiguitos no se metan en playas a medio explorar y si no pueden evitarlo regresen por el mismo camino que entraron.


Consejos que llegan hasta ustedes gracias a la experta exploradora Ilai LePuchi Tsamura ;)


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