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La Ciudad de los Muertos II : Vestigios de esperanza por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

Bien.... es una suerte de milagro que esté actualizando tan pronto, quizás es porque llevaba bien avanzado este capítulo antes de subir el anterior. No sé. 

Se acabó la calma. Desde el próximo capítulo vuelven las tragedias. Ayer -por fín, despúes de mucho tiempo intentando encontrar sala y un fin de semana sin trabajos para la universidad- fui a ver Infinity War. Mi corazón está roto y dolido. Y no lo duden, los chicos lo van a pagar. 

Pero aquí habrá limonada, espero que la disfruten. 

Saludos ! 

                     
Capítulo 49

 

  —Comienza desde el principio —pedí en un jadeo cuando sus manos me estrujaron las caderas y me atrajeron más hacia él, todavía más, como si quisiera fundir su cuerpo con el mío en ese abrazo. Terence...no, Cross me miró, con los ojos cargados de lujuria y en sus labios se dibujó una pequeña sonrisa tímida. Acercó su rostro y sentí su aliento contra mi cuello.

   —Mi nombre es Cross Dagger —susurró contra mi oído, con voz ronca y sugerente que me erizó la piel de la nuca—. Lo eligió un tipo desagradable que trabajaba para E.L.L.O.S cuando me encontró… —Su lengua, caliente y húmeda, rozó el relieve de mi oreja y yo sentí un estremecimiento entre mis piernas—. Tengo diecinueve años —dijo. Me sorprendió. ¿Diecinueve? Ambos teníamos la misma edad, pero él parecía mayor. Rió, una risa grave que causó más sensaciones de las que debería e hizo que mi cuerpo entero vibrara—. ¿Quieres saber mi fecha de nacimiento también? La recuerdo.

Ahogué un gemido dentro de mi boca.

   —Dije que quería saberlo todo —contesté y me separé algunos centímetros de él para meter mis manos bajo su camiseta y quitársela. Me detuve para observar, de manera completamente diferente, todas las cicatrices que tenía en su pecho. Ahora las comprendía y les encontraba un sentido. Ya no eran un secreto para mí. 

Ante su silencio, me acerqué nuevamente y abalancé mis labios contra esas marcas, para lamerlas. Se estremeció.

   —Veintitrés de noviembre —soltó en un jadeo y puso sus manos sobre mis hombros, pero yo me resistí a dejarle. Seguí por su pecho y bajé mi lengua por su abdomen, ahí, donde sabía estaba su punto débil—. Reed… —gimió.

   —Soy mayor que tú —oprimí mis labios contra su piel humedecida por mi propia saliva y estiré mis manos por su pecho para que él se recostara. Un dolor casi insoportable tiró de mi entrepierna cuando él se relajó. Sostuve las trabillas de sus pantalones con cierto deseo entre mis labios y cierta extraña excitación en todo mi cuerpo que jamás había sentido; quizás porque hoy era diferente, quizás porque esto no era más que un detonante de la maraña de emociones que había sufrido durante los últimos días y horas. Tal vez era porque ahora le tenía por completo. Al que conocí y al que estaba por conocer.

   —¿En qué mes naciste? —se quejó.

   —Marzo —desabroché sus pantalones y mi boca temblorosa luchó contra sus manos y su ropa para continuar bajando por su zona púbica, hasta encontrarme con una erección empapada que despertó las pasiones más obscenas y aberrantes en mí. La observé palpitar, como si tuviese vida propia, durante unos segundos antes de decidirme, apretar los ojos y metérmela a la boca. Cross se estremeció y sus manos sujetaron mi cabello. Se rió otra vez, una risa nerviosa que no tardó en transformarse en gemidos cuando comencé a lamerla.

   —No… —balbuceó—. No puedo hilar ideas si tú estás… —intentó juntar sus piernas y eso sólo me excitó todavía más. Sentí cómo me humedecía yo también; mi cuerpo lo reclamaba a él y a su tacto electrizante, reclamaba a esos dedos que parecían herirme y a esa boca que me trasportaba a otro mundo. Quería besarlo ahora mismo y por todo lo que me quedaba de existencia.

   —Cuéntame tu historia, háblame de tu vida. De tus metas, de los castigos y del bastardo de Dagger —gemí entrecortadamente antes de volver a meterlo a mi boca e intentar alcanzar mi fondo. Sentí el comienzo de una arcada cuando él llegó a la base de mi garganta y me asfixió por algunos segundos. Las uñas de Cross rasparon mis mejillas cuando él las apretó más de la cuenta y se estremeció, víctima de un placer descontrolado que sólo yo podía causarle. Estaba seguro de eso. Y esa idea me volvía loco.

No lo soportó más y me obligó a dejarlo. Me sujetó bruscamente por los hombros y me separó de él. Se reincorporó y ambos nos miramos a los ojos. Jadeábamos y yo sentía mi pecho subir y bajar en dolorosas respiraciones colmadas de apetito y deseo. Nunca lo había deseado tanto como hoy, nunca había ansiado tanto ser suyo como hoy.

Me mordí los labios ante esa idea sucia, pero que había estado presente en el sector prohibido y deshonesto de mi mente desde nuestro primer encuentro. No quería esto como la primera vez, no.

   —¿En qué piensas, viejo? —me preguntó entre risas, mientras metía sus manos bajo mi camiseta y la pasaba por mis hombros para quitarla. Miró mi pecho desnudo un momento antes de acercar su boca nuevamente a mí.

   —En las formas en las que me harás el amor —dije, antes de que sus labios tocaran los míos. Se detuvo, justo antes de rozarme.

   —R-Reed… —Parecía que le dolía hablar. Me abrazó con fuerza y entonces me besó. Me atrapó entre él y sus manos, que bajaron hasta mi cintura y un poco más, a punto de tocar mi trasero. Cargó su peso contra mí para recostarme y me apresó con sus piernas a mis costados. Su lengua jugueteó con la mía y me recorrió por completo, sólo como él sabía hacerlo.

No había camas en esa celda abandonada por Dios y aun así me pareció perfecta. Las paredes y el suelo estaban húmedos y sucios y, para mí, no había mejor lugar para hacer esto; encerrados en esta prisión en medio de una torre destruida y que hace años había caído a pedazos. Estos barrotes eran nuestros y estas ruinas también.

Nosotros levantaríamos todo otra vez.

   —Ingresé a E.L.L.O.S cuando tenía nueve años… —dijo, mientras sus dedos ansiosos desabrochaban torpemente mis pantalones y luchaban por arrancarlos de mis muslos—. Mi prueba de entrada fue un asesinato —me estremecí, mezcla del placer que me causó sentir el roce de sus piernas desnudas contra las mías y de la declaración que acababa de hacer. Cuando le pedí que me contara toda la verdad, sentí que estaría preparado para enfrentarlo. Pero quizás iba a ser un poco más difícil de lo que imaginé.

Por un momento, me paralicé. Había recordado una conversación entre nosotros, hace tiempo atrás. Él me narró un sueño; me contó que se vio así mismo a los nueve años escapando de unos matones que le obligaron a pelear. Me contó que mató a uno de ellos. ¿Hablaba de eso? ¿El hombre de E.L.L.O.S le había obligado a hacerlo? Ese sueño que él me narró.., ¿había sido verdad?

Recuerdo que cuando me habló de eso, yo me reí y creí que él no sería capaz de matar una mosca. Ahora me sentía un idiota por no haber creído en sus palabras.

   —¿Reed? —Su voz me trajo nuevamente a la realidad. Desperté de mis pensamientos, algo aturdido, y sentí las molestas lágrimas picar al interior de mis ojos. Era inevitable.

   —¿Te obligaron a asesinar a alguien cuando tenías nueve años? —estuve a punto de sollozar, pero logré encontrar estabilidad en mi voz antes de hablar. Él asintió con la cabeza lentamente. ¿Qué hacía yo a esa edad? Seguramente estaba en la escuela, atormentado con problemas tan triviales como una tarea sin realizar o un juguete que deseaba y que mis padres no podían comprar para mí—. Eso no es justo… —dije. No, no lo era. ¿Qué tan dañado estaba? Un niño de nueve años no debería ser un asesino, ni en esta, ni en ninguna de las realidades imaginables. Un niño debería jugar con un balón o estar arriba de los árboles. No debería ser castigado con torturas insufribles, ni tener que marcarse así mismo cada vez que se deshacía de alguien por quien valía la pena hacerse daño. Eso no era vida—. No es justo… —repetí, al borde de las lágrimas y lo atraje hacia mí para abrazarlo.

   —Está bien, Reed —dijo sobre mi oído, y entonces noté que nuestros cuerpos estaban completamente enredados; pierna con pierna, brazos con brazos y dedos con dedos entrelazados como si fuéramos uno solo. Fui consciente también de la deliciosa fricción que hubo entre nuestros miembros—. Estoy bien ahora —exhaló su respiración contra mi cuello y eso me reconectó con lo que yo mismo había iniciado—. Estás aquí. No podría estar mejor. Te amo.

Abrí mis piernas para atrapar sus caderas y tomar algo de control. Tomé su rostro y le miré a los ojos. Sonreí, en un intento por apaciguar la inminente y repentina oleada de nervios que se alojó en el centro de mi estómago cuando me vi decidido a continuar.

   —Hazlo ahora —pedí. Él sonrió.

   —Separa los labios, Reed —ordenó y yo obedecí. Metió dos dedos en mi boca y los movió lentamente dentro. Me estremecí—. Lámelos. Llénalos de saliva —Me esforcé en hacerlo y la oscura fantasía del recuerdo de lo que le había hecho hace algunos minutos atrás me hizo salivar más rápido y ponerme a tope en el acto. Tan sólo eran sus dedos, pero yo imaginé que era todo su cuerpo el que probaba.

Los quitó y dejó un vacío en su lugar. Sujetó mi cabeza con una mano e intentó sonreír.

   —Respira profundo —dijo, pero mi cerebro no alcanzó a procesar la información antes de sufrir el estímulo; un agudo dolor que subió por mi espina cuando él ingresó esos mismos dos dedos dentro de mí para prepararme. Intenté no gritar y no temblar—. Tranquilo… —se acercó lo que más pudo y acarició mi rostro con sus mejillas y sus labios—. No quiero que te hieras —comenzó a moverlos despacio en el interior, los sentía aguijonear contra mis paredes y eso me hizo sentir mal; una mezcla entre dolor, vergüenza y culpa, por alguna razón. Pero ese incómodo sentimiento y el dolor no duraron demasiado.

Dos minutos después, el placer que me provocaban esos dedos había reemplazado cualquier otra sensación en mi cuerpo y anulado cualquier pensamiento moralista en mi cabeza. Gemí en voz alta y me aferré a su espalda. Él entendió el mensaje.

Se hincó sobre las puntas de sus pies, y posicionó la mitad de mi cuerpo sobre él, sostuvo mis piernas abiertas y las levantó un poco para acomodarse entre ellas. Logré observar su enorme erección a punto de penetrarme. Quise hacer una pregunta estúpida y demasiado obvia, pero me contuve. Temía que eso no pudiera entrar ahí.

Respiré, estiré mis brazos por sobre mi cabeza para relajarme y cerré los ojos. Le sentí entrar lentamente y mordí mis labios para ahogar un grito. Me quemaba por cada centímetro que avanzaba,  pero debía controlarlo. Quise controlarlo cuando le escuché gemir roncamente por el placer. Se mantuvo ahí algunos segundos y lo agradecí. Pude calmarme durante esos momentos.

A pesar del dolor, lo deseaba. Nunca lo había deseado tanto. Me doblé sobre mí mismo para sentarme sobre él y abrazarlo. Le besé en los labios y sentí la segunda punzada; profunda, electrizante, dolorosa y exquisita. Apreté mis piernas contra las suyas y gemí dentro de su boca. Me moví para aumentar el ritmo. Era delicioso, me hacía vibrar, sacudía mis órganos y tripas, estremecía cada célula de mi cuerpo y hervía mi sangre a borbotones. Todo eso causaba Terence. Todo eso causaba Cross.

   —T-Terence… —Busqué su cuello con desesperación, para morderlo con aún más frenetismo—. Terence… —gemí. Él me abrazó fuerte y estiró su cabeza hacia atrás, para darme acceso a toda la zona que buscaba lamer y morder. Si no lo hacía, iba a volverme loco. Aumentó el ritmo y la ferocidad de sus punzadas. Solté un gruñido, de puro placer.

   —Me alegra que puedas llamarme de esa forma todavía —dijo, con la respiración entrecortada. Su voz se oía quebrada por la agitación y sus perfectos y anchos hombros estaban salpicados en sudor. Le observé por un momento y admiré la imagen del hombre del que me había enamorado: el furioso cabello rojizo le caía por la espalda y se pegaba a los bordes de su rostro. Los hermosos ojos, con todos esos colores en su interior que bailaban y cambiaban para mí, se veían aún más vibrantes de lo normal. Moví una mano a su pecho y, en medio de nuestro vaivén, acaricié sus cicatrices. Él era perfecto, en todos los sentidos.

   —Terence, Cross, da igual… —gemí, casi en un grito, y me vi obligado a estrecharme otra vez contra él cuando un nuevo cambio en el ritmo que llevábamos me hizo arder y estremecerme en un sinfín de escalofríos que subieron y bajaron por mi columna y transportaron electricidad por todo mi cuerpo—. Siempre serás…siempre serás tú para mí —hundí mis dedos en su espalda y mi cabeza en su hombro e inspiré el olor de su cabello, ése que se asemejaba al césped mojado, como si respirara la vida. Entonces gemí sin control y me perdí en el calor de su sexo que golpeaba en mi interior como si quisiese atravesarme. Desee que lo hiciera y, cómo si leyera mis pensamientos, él presionó más fuerte y alcanzó mi miembro con una de sus manos para comenzar a masturbarme—. D-Da igual… —repetí, incapaz de hilar una frase más larga y coherente. Quería decirle que no sólo lo amaba a él, que justo ahora me estaba enamorando de esa otra parte que él tanto detestaba. Quería decirle que podía amar a Cross, el cazador, el asesino y el hombre que llevaba el apellido de mis desgracias.

Pero no pude pronunciar ninguna de esas palabras.

Sólo me concentré en él, en el ritmo que llevaban nuestros cuerpos, en sus jadeos y en nuestras respiraciones que se unieron cada vez que nos besamos. Su boca era húmeda y cálida, como un refugio al que, sin importar lo que pasara, siempre podría volver. Sólo pude concentrarme en su tacto y en nuestros cuerpos ardientes que se envolvían el uno al otro, como si fuéramos uno.

Lo éramos ahora.

 ( * * *)

 

Desperté sobresaltado, con una molesta dureza entre mis piernas y un frío que helaba las puntas de mis dedos. Estaba recostado de lado sobre el suelo húmedo de una celda, jadeando ante un sueño, o más bien, el recuerdo de lo que había ocurrido antes de dormirme. Estaba desorientado. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuántas horas? ¿Ya había anochecido? Terence gimió sobre mi nuca y sus manos entrelazadas en mi pecho me atrajeron aún más hacia él, como una invitación a prolongar la siesta. Quise hacerlo y cerré los ojos otra vez, pero el frío se coló en mis piernas, que seguían desnudas, y me obligó a despertar totalmente.

   —Terence… —le llamé, sin voltearme y disfruté un poco más de esa posición tan íntima que ambos compartíamos—. Despierta, dormilón —Sus manos eran lo único que mantenían el calor en mi pecho y entonces noté que ambos temblábamos por el frío. Debía ser tarde.  Volteé hacia él. Nada de lo ocurrido durante las últimas horas parecía afectar su rostro mientras dormía; ni los recuerdos de su vida pasada, ni las lágrimas y gritos, ni lo que habíamos hecho antes de quedarnos así. Sonreí, porque se veía muy dulce de esa forma—. Hey, Cross…—le llamé por su verdadero nombre, porque quizás debía acostumbrarme a hacerlo. No sabía muy bien como referirme a él ahora. Una especie de gruñido salió de su boca cerrada antes de apretar un poco los ojos y abrirlos lentamente. Sonrió cuando me encontró frente a él. 

   —Buenos días —susurró. Sonreí.

   —Creo que es buenas noches. 

   —¿Tan tarde? —preguntó y se levantó rápido. Le seguí, o lo intenté, porque cuando quise sentarme, un dolor punzante se disparó desde mi trasero hasta la mitad de mi espalda. Me quejé, era un dolor profundo e intenso, que atravesó piel y músculos—. ¿E-Estás bien? —me tendió una mano para ayudar a levantarme. La tomé y me reí, porque sabía perfectamente a qué se debía ese dolor y, contra toda lógica, me gustaba; tal vez porque sabía lo que significaba, tal vez porque lo que había pasado entre nosotros simbolizaba una cosa: ya no habría más verdades ocultas ni oscuras. Esa mañana, Terence me había mostrado sus matices, su otro yo. Y yo lo había aceptado—. ¿Por qué te ríes? —inquirió y sonrió con apenas una mueca, una pequeña elevación de las comisuras de sus labios que me pareció perfecta.

   —No es nada —le quité importancia y me puse de pie con su ayuda. Creí que, aunque intentara explicárselo, él tampoco lo entendería del todo y, además, era un pensamiento que quería guardar sólo para mí—. Oye, ¿¡qué haces!? —me exalté cuando él tiró de mí y me tomó en sus brazos.

   —Déjame llevarte así —dijo y rió abiertamente en una carcajada sonora.

   —¿Estás loco? Bájame.

   —Podemos inventar algo. Diremos que tu tobillo empeoró o que te caíste y te fracturaste algún hueso… —bromeó cuando nuestros rostros quedaron apenas separados. Me sostenía como una princesa; la posición menos varonil y más ridícula en la que podría sostenerme. Cerró la boca y, por un momento, sólo nos miramos. Ése chico de cabello fuego tenía los ojos más hermosos que jamás había visto y, como muchas otras veces, los vi mutar frente a mí. El azul y el verde parecieron fusionarse y formaron un atractivo gris que me atrapó por algunos segundos, en los que no pude hacer más que admirarlos—. No me malinterpretes… —balbuceó con voz neutra y sin despegar su mirada de la mía—. Pero creo que no podrás caminar sin parecer un vaquero con los pantalones cagados.

Una carcajada estuvo a punto de escapar por mi garganta, pero no la dejé salir. Él hablaba en serio, así que sólo sonreí. Entendí a qué se refería, y tal vez tenía razón. 

   —Está bien, pero no me cargues como a una niña. 

   —Hecho. Cámbiate —me soltó y empujó levemente mi cuerpo para guiar mis movimientos. Torpemente, me abracé a su cuello para sujetarme y me trasladé desde su pecho a su espalda, donde me establecí y enredé mis piernas en su cintura para anclarme.

   —¿No deberíamos vestirnos? —pregunté. Él rió y me bajó.  

   —Cierto —recogió su ropa del suelo y se vistió rápidamente, luego me ayudó a mí a hacerlo. Tardamos más de cinco minutos, tres solamente para ponerme los pantalones, pero lo logramos—. Ahora sí —se inclinó y me dio la espalda—. Suba, su majestad.

Solté una carcajada que se mezcló con el tintineo de mis dientes que temblaban por el frío y me subí a su espalda.   

   —Arre —bromeé. Él rechinó como un caballo.

Terence se puso en movimiento. Logró sortear ágilmente los escombros y nos balanceó por escalones a medio derrumbar. Me aferré, con todas las fuerzas que mis acalambrados miembros permitían, a su cuello y cintura, sin un real miedo a caer y más bien por el simple capricho de abrazarle. Quería vivir los últimos momentos de relativa paz que nos quedaban. Sabía que, cuando volviéramos con los demás, la guerra contra Cobra estaría justo delante de nosotros. Lo sabía, lo sentía en los huesos; el cuerpo no era más que un gran sensor que podía prever el peligro. Incluso yo, tembloroso, adolorido y somnoliento, podía vislumbrar lo que estaba a punto de venir.

   —Gracias, Reed —dijo, cuando salimos de la torre y nos encontramos nuevamente ante el hermoso jardín, que contrastaba con la entrada a medio derrumbar por la que había entrado esa mañana. Como imaginé, la noche se había instalado sobre nosotros y la completa oscuridad me encegueció durante algunos segundos antes de que intentara acostumbrar mis ojos a ella—. Gracias por…

   —No sé quién eres aún… —le interrumpí y adiviné las palabras que estaba a punto de decirme—. Pero quiero intentarlo —me aferré aún más a su cuello, en parte para contrarrestar un poco el frío que calaba hasta mis huesos—. Quiero intentar este romance con ese tal Cross Dagger —bromeé. Una suave sacudida de sus hombros delató una pequeña risita silenciosa.

   —No hagas que me ponga celoso —dijo y entonces hubo un silencio entre nosotros, en el que le oí suspirar y cambiar de dirección. La oscuridad apenas permitía distinguir algunas sombras cuando las copas de los árboles se abrían paso para que la luz de la luna entrara. Nuestro viaje de regreso sería puro instinto ahora—. Recuerdo otras cosas… —comentó, cuando el suelo que pisábamos se hizo más regular y liso. Íbamos por buen camino—. No es todo. Todavía siento que hay muchos espacios en blanco, pero recuerdo algunos momentos con Uriel y otros cuántos después de que nos separaran, algunos bastantes recientes. O bueno, recientes antes de que el mundo se fuera al infierno. No recuerdo demasiado aún de mi vida post apocalíptica

   —Y quizás tardes un tiempo más en recuperar esos años —dije, para tranquilizarlo—. ¿Qué clase de recuerdos has tenido? —pregunté, con toda mi atención puesta en sus palabras. Era la primera vez que Terence podía hablarme con seguridad de su pasado, no iba a perderme esto.

   —Antes del desastre, vivía sólo en un departamento —dijo y en su voz logré distinguir un tono de suficiencia, como si buscara alardear de ello. Saqué cuentas rápidamente y sí me sentí algo sorprendido. Él vivía solo a los catorce años. ¿Por qué?

   —¿Por qué? —pregunté. No pude guardármelo—. ¿Por Cimeries? —agregué enseguida. Él se estremeció y pude sentir cómo sus hombros se tensaban.

   —No lo soportaba —contestó, seco y cortante. Supe que debía desviar el tema de conversación si quería más información.

   —Espera… —fingí sorpresa—. ¿Eso significa que te emborrachaste cuando apenas eras un púber? —me reí.

   —¿De qué hablas? —Él también rió. Sabía de qué hablaba.

   —Cuando íbamos en los coches de los hombres de Cobra —aclaré—Uriel dijo que una vez te vio borracho en una reunión, que te subiste sobre una mesa y empezaste a ba…

   —Está bien, está bien. Para —rogó él y, sin verle la cara, adiviné que estaría avergonzado—. Sí, eso fue cuando apenas había cumplido los catorce años. Lo peor es que tan sólo había bebido dos latas de cerveza… —hizo una pausa, como si reflexionara sobre algo y agregó—: supongo que hice muchas cosas que un adolescente normal no debería hacer —Sus palabras parecieron quedarse en el aire y, por unos momentos, revolotearon dentro de mi cabeza también. Pensé en lo que había dicho y lo cierto que era. Cross había estado lejos de ser un adolescente común. Posiblemente a mucha de la gente que mató la había asesinado antes de tener catorce años. Probablemente torturó y manipuló personas cuando tenía doce, tal vez once… quién sabe.  Cross era la perfecta definición de niño soldado y de arma letal. Le habían arrebatado su infancia y en su lugar le entregaron un arma y mil métodos y formas para hacer daño.

Deseé desesperadamente devolverle algo de todo lo que le habían quitado.

Lo abracé y me aferré con todas mis fuerzas a él. Lo hice para contener mi propia emoción.

   —Pero ahora estás haciendo lo correcto —dije.

Él posó sus manos sobre las mías.

   —Eso espero —contestó.

Luego de unos diez o quince minutos, el rastro de brasas, que aún se extinguían en el suelo, y algunas luces encendidas a lo lejos nos indicaron que estábamos a punto de llegar. El edificio principal se alzó delante de nosotros y me trajo cierta sensación de incertidumbre o miedo. La pequeña burbuja que había significado nuestra vuelta había terminado y ahora nos veíamos enfrentados a la realidad de lo que significaba una guerra; a los guardias en la entrada y los hombres con insomnio que deambulan armados de acá para allá. En esa misma entrada dejé la seguridad de la espalda de Terence, bajé al piso, fingí estar mal del tobillo y negué la ayuda cuando uno de los chicos de La Resistencia me la ofreció. En silencio, y sólo ayudado por Terence, me dirigí a la enfermería. Yo no sabía qué hora era, pero sabía que era tarde. Aun así en los pasillos había vida; gente que corría para prepararse y había pequeños grupos apiñados en las puertas que hablaban en voz baja mientras sostenían tazas de café. También podían oírse llantos y lamentos en todas partes. Me concentré especialmente en un diálogo, cuando pasamos cerca de uno de los dormitorios:

   —No tienes que ir, Dominique.

   —Tengo que hacerlo.

   —¿Por qué? —Una voz femenina sollozó por tercera vez y Terence y yo cruzamos una mirada mientras bajábamos nuestro paso, casi sin darnos cuenta. El más puro instinto cotilla—. Hay mejores soldados para pelear, hombres que no tienen una esposa y una hija.

   —Lo sé, cariño. Tranquila. Prometo que no me pasará nada.

   —¡Hablamos del escuadrón Cobra, Dominique! ¿¡Cómo quieres que esté tranquila!?

   —¡Tengo que hacerlo, Angie! —Gritos comenzaron a escucharse al interior del dormitorio; no necesariamente violentos, más bien de esos que guardan la desesperación ante lo inevitable—. ¡Tengo que ir! ¡Es Steve quién está afuera!

   —¡Estábamos bien mientras creímos que estaba muerto!

   —¿¡Qué dices, mujer!? ¡Ese hombre le salvó la vida a nuestra hija!

   —¡Lo sé, pero…!

   —¡Pero nada! ¡Le debemos su vida! Iré a esa guerra aunque no estés de acuerdo —La puerta se abrió justo cuando nosotros pasábamos por delante. Un hombre alto y de mediana edad salió de la habitación. Tenía los ojos verdosos brillosos y enojados, el sudor le bañaba la frente y respiraba agitadamente. Nos miró con cara de pocos amigos durante uno o dos segundos, como si nos hubiese descubierto, pero enseguida su mirada cambió.

   —¿Buscan la enfermería, chicos? —preguntó.

   —Sí —dije, para desviar su atención. No quería quedar como un metiche chismoso—. Me he torcido el tobillo… —expliqué.

   —Vaya, qué suerte la tuya —se burló él. En su voz se oían las emociones cruzadas de la discusión que acababa de tener dentro de esa habitación—. Van por buen camino, sigan por este pasillo y luego doblen a la derecha.

   —Muchas gracias —contestamos Terence y yo al unísono y nos alejamos de ese hombre desconocido para mí, pero que sin embargo me dejó con una extraña sensación anudada a mi estómago. Pensé en lo que oí y que eso debía ser una situación que se repetía una y otra vez. Hombres y mujeres que debían dejar a sus seres queridos para ir a pelear una guerra contra otros hombres y mujeres que seguramente dejaban las mismas cosas atrás. Era tan triste como cómico. A pesar de la amenaza de los muertos, y a pesar de que nuestra raza parecía estar al borde de la extinción, la humanidad todavía se destruía a sí misma.

Me solté de Terence cuando llegamos a la enfermería y dejamos la farsa atrás. Estaba adolorido y, por algún motivo, me sentí responsable de ese dolor. Era una especie de consecuencia que debía soportar por lo que habíamos hecho. El pelirrojo soltó una broma cuando me vio caminar otra vez y ambos entramos, entre risas, a la habitación. Alcancé a oler el humo y ver una pequeña lucecita naranja encendida en medio de la oscuridad antes de encender la luz.

   —Oh… —Terence fue el primero en decir algo—. Lo siento. No creímos que estarían aquí.

   —¿Venían a follar o algo parecido? Porque no voy a moverme de aquí —Scorpion y Cuervo estaban dentro, ambos con los ojos bien abiertos a pesar de la hora y unas intensas ojeras de insomnes bajo ellos. Scorpion estaba sentado sobre una de las camas con un cigarrillo en la boca y Cuervo se apoyaba contra una ventana pequeña, que no permitía ver el exterior gracias a las rejas que la resguardaban, pero que supuse ayudaba un poco a ventilar el humo. Pude adivinar que, antes de nuestra irrupción, se habían mantenido exactamente así; sin dirigirse palabra si quiera. Cuervo volteó cuando nos vio entrar.

   —¿Qué te pasó? —me preguntó enseguida.

   —Mi tobillo —mentí, y me dirigí entre cojeos hacia una de las camas para recostarme—. No es nada.

   —Uhm. Tobillo. Cómo no —se burló Scorpion en un profundo gruñido mientras exhalaba el humo y formaba argollas en el aire con él. Me agradaba un poco más cuando no hablaba. Cada vez que abría la boca era como si lo hiciera para escupir veneno—. Esa cojera de cadera es claramente por culpa del puto tobillo —tosió un poco y se río en una risa blanca y sin real emoción—. Eh, pelirrojo. Morgan guarda algunos antiinflamatorios sobre esa cajita de ahí —apuntó hacia una caja metálica que estaba sobre una de las camas vacías. Miré con mayor atención la habitación. Ahora estaba ordenada, pero había allí grandes rastros del desastre que él había causado antes; cosas que no estaban en su lugar original, algunos trozos de vidrios todavía en el piso y el amueblado trizado o arañado. Terence no pareció percatarse de ello—. Dale un par. Va a necesitarlos para el dolor de culo.

   —¿Q-Qué…? —intentó decir Terence.

  —¿No deberían dormir un poco, chicos? —Cuervo intervino antes de que esa pregunta se transformase en una discusión—. Vinieron para eso, ¿no? Ya, Scorpion. Cierra la puta boca y déjalos dormir —caminó hasta la caja que había mencionado Scorpion y me la acercó—. De todas formas deberías tomarte un par.

   —Vale, vale —Scorpion se acomodó, estiró sus piernas por la cama y cruzó los brazos tras su cabeza para darse apoyo—. Sólo si te acurrucas aquí conmigo —ironizó.

   —Jódete —contestó Cuervo. Pero sonrió. Cogí un par de pastillas de la cajita que me entregó y me las llevé a la boca para tragármelas. Si Scorpion había acertado o no en su diagnóstico no importaba, el caso era que uno o dos antiinflamatorios me venían perfectos ahora mismo—. Aún está dopado por el tranquilizante de Morgan —me explicó en un susurro, como si necesitara excusar el comportamiento del otro líder cazador.

   —Es por eso que no ha intentado matarte todavía —me reí. Él asintió con la cabeza y me estremecí porque entendí que había acertado.

   —En un par de horas partiremos —continuó él—. Deberían aprovechar de dormir ahora. Apagaré la luz.

Sentí la presión del cuerpo de Terence cuando se subió a la cama.

   —Yo si me acurrucaré contigo —bromeó en voz baja. No sé si Cuervo le escuchó—. Hace frío —dijo más alto.

   —Sí. Hace frío, pajarraco. Ven aquí.

   —Duérmete ya, Scorpion.

Las luces se apagaron, pocos segundos después el destello del cigarrillo de Scorpion también lo hizo. Oí a Cuervo caminar y pasearse por toda la habitación, justo como lo haría un guardián que vigila en la oscuridad por algunos minutos antes de decidirse por una de las camas. Suspiró y le oí recostarse.

Desde que llegué aquí, jamás me habría imaginado compartir habitación con un par de hombres como ellos. Especialmente con Scorpion, que para mí no era más que un ser despreciable que merecía una y cada una de las penas del infierno. Pero estaba cansado, estaba adolorido y mi cuerpo necesitaba esta cama. Sentí los brazos de Terence rodearme y supe que no importaba dónde y con quiénes me encontrara, porque me sentía seguro si él estaba ahí.

Lo suficientemente seguro como para dormirme a los pocos minutos.

 

 ( * * *)

Las horas de descanso de las que Cuervo habló pasaron más rápido de lo que habría querido. Me desperté por el ruido a mi alrededor y me pareció que sólo segundos habían pasado desde que me dormí, pero ya estaba un poco más claro y el edificio entero parecía estar puesto en movimiento. Seguía cansado mentalmente, pero al menos los antiinflamatorios habían hecho efecto.

Cuando abrí los ojos, Cuervo y Scorpion ya no estaban.

   —Eh, pelirrojo —intenté despertar a Terence, que dormía profundamente a mi lado. Tuve que zamarrearlo un poco para que lo hiciera—. Despierta. Es tarde.

El despertó, pero no abrió los ojos inmediatamente. Inspiró profundo, mantuvo la respiración y luego la soltó toda en un suspiro. Entonces me miró a los ojos directamente y supe que algo había cambiado.

   —Ya llegó la hora, ¿no? —preguntó.

   —Eh, chicos —La puerta se abrió. Aiden apareció bajo el umbral, con el cabello amarrado en una coleta que dejaba libre todo su rostro, incluida la cicatriz que siempre intentaba cubrir, y armado hasta los dientes; traía una escopeta atada a su espalda y un par de revólveres que eran sostenidos por una pistolera atada a su cinturón—. ¿Están listos? Salimos en veinte minutos.

Asentí con la cabeza.

   —Creo que sí —dije y respondí a lo que Terence había preguntado—. Ha llegado la hora.

Quince minutos más tarde nos encontrábamos a los pies de unas escaleras, vestidos para la ocasión (me habían obligado a llevar botas militares y un chaleco antibalas porque, según Teo, “podría llegar a convertirme en un objetivo del enemigo”) y absolutamente mentalizados para la guerra que estábamos a punto de pelear. Habíamos escuchado durante diez minutos las instrucciones de Morgan sobre lo que debíamos y no debíamos hacer, sobre cuidarnos las espaldas y mantener las relaciones. Nos habló de camaradería y sobre los castigos que caerían sobre el que se atreviera a traicionarnos. Estaba claro que seguía sin confiar en los cazadores, porque ese mensaje fue directamente para ellos. Faltaba aún para las seis de la mañana y afuera el cielo todavía estaba oscuro. La Resistencia planeaba un ataque sorpresa.

   —Chico —La voz de un hombre de La Resistencia me trajo de nuevo a la realidad. Era el que repartía las armas; llevaba un saco lleno de ellas y lo abrió delante de mí—. ¿Eres bueno con alguna?

   —¿Dónde está mi rifle francotirador? —pregunté. No podía perderlo. Había sobrevivido al escape de La Hermandad y lo había traído conmigo todo este tiempo, hasta que los de La Resistencia nos encontraron. Estaba seguro de que ellos lo tenían, en algún lugar.

   —¿TÚ rifle francotirador? —repitió él, en tono de burla, mientras dirigía una mirada a Teo quien, a su vez, intercambiaba una mirada con Yü.

Ethan, quien estaba a unos pocos metros de mí, carraspeó la garganta:

   —El rifle de Sam —explicó—. Nos lo llevamos cuando, ya saben, cuando escapamos de aquí hace cinco años. El chico está entrenado y dispara muy bien, en serio. Creo que es el más apto para llevar uno.

Yü salió de la fila y se dirigió hacia una habitación cercana. No tardó en volver. Traía mi arma en los brazos.

   —Toma —La empujó contra mi pecho para que la tomara, sin mirarme—. Que sepas que tienes unos zapatos muy grandes que llenar —Parecía molesto.

No era la primera vez que oía eso. Y comenzaba a tomármelo en serio.

   —Lo sé —contesté.  

El tipo de las armas pasó de mí y se dirigió a la siguiente persona:

  —¿Te manejas con alguna?

  —No te lo tomes personal —El hombre que estaba a mi izquierda me habló. Era Dominique, el que habíamos visto salir de una discusión con su esposa esa misma madrugada—. Perdimos a un chico hace mucho tiempo, nuestro francotirador estrella. Apenas era un crío cuando pasó. Él y Yü eran muy amigos. Que no te extrañe su actitud.

   —¿Qué le pasó? —me atreví a preguntar.

   —Cobra fue más rápido que él —respondió—. Ten cuidado. —me estremecí, porque fue una advertencia directa. El chaleco antibalas no iba a servirme si otro francotirador me marcaba.

El temido Cobra del que todos hablaban no sólo había secuestrado al antiguo líder de esta comunidad, también había matado a uno de sus mejores hombres.

   —¿Cómo luce? —pregunté.

   —¿Quién?

   —Cobra, ¿cómo luce?

   —Pelirrojo y de cabello largo. La última vez que lo vi iba encapuchado.

   —Bien —dije—. Me encargaré de darle un tiro en la cabeza —juré. Lo hice en serio. Él asintió y susurró un “gracias” que quedó en el aire y al que yo no respondí, porque entonces comenzamos a movernos hacia la azotea.

Había muchas deudas que saldar de las que yo no estaba enterado, deudas que no eran mías, pero que sí involucraban a gente que quería, a gente que compartía conmigo día a día y a la que yo admiraba. Así que en ese momento tuve que decidir. Y decidí que ayudaría a cobrarlas. Cada una de ellas.

 

 





  

Notas finales:

¿Críticas? ¿Comentarios? ¿Correcciones? Pueden dejarlo todo en un lindo -o no tan lindo- review. 

Es muy probable que el próximo capítulo lo narre Cristina. Y ya saben qué significa eso. 

Abrazos


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