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Las cadenas que nos condenan por LadyBondage

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Notas del fanfic:

En este fic cambié algunas cositas, Elizabeth será hermana de Ciel, y algunos detalles de los personajes pero no demasiado, ¿vale?

Este fic lo escribo a petición de un hermoso comentario que me llegó pidiendome que escribiera para este fandom, espero que lo disfruten, durará 10 capitulos.

Un beso a todas y todos.

 

A leer.

Pretender

[1]

 

El alba resplandece por cada rincón en el majestuoso barrio de Kensington. Él abre los parpados lentamente, acoplando sus delicadas retinas a los rayos solares.

 

Ella suelta un largo bostezo, por un momento había olvidado que estaba a su lado. Él simplemente se incorpora, la sabana resbala por un torso blanquecino, desnudo y fornido, ella lo admira desde su posición recostada en la cama, esboza una sonrisa coqueta que va dirigida para él. Su mirada verde está cargada de intenciones pecaminosas.

 

— ¿Quieres que le diga a Lila que no prepare el desayuno? —ronronea la fémina con ese aire seductor que Sebastian conoce a la perfección.

 

Emplea ese tono cariñoso cuando quiere conseguir algo de él, sobretodo si a sexo se refiere.

 

Él la mira por encima del hombro, Elizabeth ensancha su sonrisa gatuna mostrando una hilera de finos dientes blancos.

 

—Olvídalo, aquella noche estaba muy ebrio.

 

La sonrisa se apaga así como el fervor que estaba naciendo en el interior de ella, otro intento para conquistar a su marido echado a la borda. Sebastian sale de la cama, ella ni siquiera le mira, gira su rostro de muñeca en otra dirección, saboreando la derrota, el ser echada a un lado porque no levanta nada en su esposo.

 

Sebastian se siente un poquito culpable, pero sólo un poco porque Elizabeth es su esposa y se supone que debe de quererla, pero no puede y nunca lo hará.

 

Sin embargo, cuando Sebastian entra a la ducha, una sonrisa se dibuja en sus labios, quizá nunca querrá a Elizabeth pero si fuese Ciel quien despertase a su lado, todo sería diferente.

 

 

 

[2]

 

Ciel Phantomhive tiene un severo dolor de cabeza que no puede calmar con nada. Se lleva las manos a las sienes para masajearlas.

Es un día de otoño cuando se entera que su padre ha enfermedad y no puede hacerse cargo de los negocios familiares, está en el viejo despacho de Vincent, esperando pacientemente a que la secretaria traiga consigo unas aspirinas y un poco de agua, quiere que el dolor disminuya para atender a los siguientes clientes en lo que resta del día.

 

Afuera el sol sale desde el horizonte, Ciel mantiene su mirada sobre el gran ventanal donde la luz del mediodía se cuela por la oficina.

 

Está en Inglaterra finalmente, en el lugar donde no quería estar, con personas a las que le apetecería no volver a ver. Su destierro le duró cinco largos años, se había marchado y juró no volver jamás, pero la vida le hizo una mala jugarreta.

 

—Aquí tiene, señorito. —Dice Meilin, la más torpe de las secretarias, una joven mujer de unos veintiséis años, de cabellera pelirroja y grandes ojos chocolate que cubren unas horribles gafas.

 

Ella tropieza con la alfombra derramando el vaso con agua y las pastillas por el piso, Ciel ya no le dice nada, la conoce perfectamente bien. Ni siquiera puede hacer actividades tan simples porque su miopía se lo impide.

—Lo-Lo lamento señorito. —Meilin se disculpa repetidas veces mientras recoge lo que ha tirado, mejillas sonrojadas y mirada vidriosa que Ciel no puede ver.

—Está bien, déjalo así. —Ciel se incorpora lentamente encaminándose hasta donde Meilin, se acuclilla a la altura de la secretaria causando que el sonrojo se intensifique.

—No, por favor, deje que yo lo haga.

—Si lo permito volverás a derramar las pocas gotas de agua que aún quedan en el vaso, mejor comunícame con mi madre en la línea cinco.

 

Ella asiente fervientemente, se pone de pie con su habitual torpeza. Lo último que Ciel escucha es el ruido de sus tacones cuando tocan la madera del piso.

 

Echa un suspiro al aire. Mira la gran mancha de agua en la alfombra persa de color camel. Sonríe condescendiente, a pesar de que no se le conoce por su paciencia, Ciel sabe que Meilin no lo hace con intenciones de hacerlo enojar. Se encoge de hombros.

 

—Aquí vamos…

 

El teléfono repiquetea, Ciel espera hasta el segundo llamado para atender la línea.

 

—Ciel, cariño mío. Al final no fue mentira lo que tu padre me dijo, has vuelto. —Ciel aleja la oreja del auricular, el grito de su madre casi lo deja sordo.

—Hace como unas dos horas madre, no pensé que haría tanto frio aquí.

—Oh mi cielo, es habitual en Inglaterra en estas épocas del año.

—Sí, supongo.

—Tu hermana se pondrá muy feliz cuando le dé la buena nueva.

— ¡No, madre! No es necesario, Lizzy debe tener muchas cosas encima, no la molestes, además no me quedaré mucho tiempo en Londres, no quiero que se emocione.

— ¡Pero si hasta organicé una fiesta de bienvenida! No puedes ser tan mal hijo cariño, y tu hermana te ha echado de menos, de verdad quiero que convivan, además Sebastian y tú son buenos amigos, ¿no?

 

Los labios de Ciel son una fina línea recta; contiene el aliento. La mano que sostiene el teléfono aprieta el aparato, duele recordar y duele que todas esas imágenes lleguen a su cabeza, evocando momentos que vivió al lado del único hombre que ha amado. Aquel a quien entregó su virginidad, su sonrisa, sus lágrimas, su dignidad y por quién derribó su orgullo.

 

Sebastian Michaelis, el esposo de su hermana Elizabeth.

 

 

 

[3]

 

Elizabeth visita la franquicia de textiles de su esposo. La familia Michaelis trabaja con las mejores telas que vende alrededor del mundo, son asquerosamente ricos, y su único heredero está casado con ella. La vida no puede saberle mejor.

 

Casada con el hombre que ama, tiene una familia que la quiere, rodeada de lujos, amistades importantes, belleza inigualable. Todo en su vida es demasiado perfecto.

 

Si Sebastian la quisiera del mismo modo en el que ella lo quiere.

 

—Hola Elizabeth, pensé que estarías en casa, dijiste que tenías una comida con tu madre a las… —Sebastian revisa su reloj de muñeca. - Tres en punto.

La rubia sonríe abiertamente.

 

—Es que me ha dado una buena noticia y decidí venir a compartírtela.

 

Sebastian suspira derrotado, ningún empleado está a su alrededor para mosquearlo, pero si su esposa que irradia de felicidad. El Michaelis se enfoca en uno de los telares que no está trabajando bien, le gusta arreglarlos en sus ratos libres, es entretenido y le ayuda a conocer a su gente, aunque para Elizabeth eso sea una pérdida de tiempo.

 

— ¿Y cuál es? —pregunta por mera educación.

—Ciel ha regresado de Japón.

 

Sebastian gira su cabeza, sus ojos carmín encuentran unos refulgentes esmeralda que se avivan cuando habla.

 

Ciel ha vuelto, su pequeño niño, aquel que le robó el corazón, aquella hermosa criatura que le regaló su primera vez, sus primeros besos, el amor que nació un verano y murió en el más crudo invierno.

 

Hace cinco años Ciel se había ido a Japón cuando Sebastian contrajo matrimonio con Elizabeth, su hermana melliza.

 

— ¿Y dónde está?

—En la fábrica de papá, vino una temporada para levantar las ventas de juguetes y esas cosas pero si a mí me lo preguntas, yo creo que no debería de hacerlo y mejor dedicarse a otros rubros porque…

 

A Sebastian realmente no le importa lo que Elizabeth opine del negocio de su familia, sólo quiere, desea ver a Ciel de nuevo, y decirle todo lo que aquel día no pudo confesarle por miedo a aceptar sus sentimientos.

 

 

 

 


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