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Beauty of the Beast por TrastornoBicolor

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Notas del capitulo:

Esta pequeña historia que aquí os presento es otra "adaptación" de uno de mis cuentos favoritos. Como siempre, Ciel y Sebastian tendrán el honor de interpretar a los personajes principales. Por cierto, la historia transcurre en una época actual.

 

Advertencias: *redoble de tambores* ¡Ninguna!

Disclaimer: Los personaje de esta historia no me pertenecen a mí, sino a Yana Toboso. 

 

Capítulo 1

Donde las dan, las toman

 

Érase una vez en una abarrotada ciudad de Inglaterra conocida como Londres, un chico de ojos tristes y apagados. Ciel era su nombre y Phantomhive su apellido; un apellido lleno de elegancia y obligaciones, y entre esas obligaciones destacaba una en especial: su matrimonio concertado con Elizabeth Midford, una damita hermosa, dulce y para nada su tipo.

 

Ciel exhaló un suspiro cargado de resignación. Como cada mes, su prometida vendría a hacerle una visita. Durante un fin de semana entero, el muchacho se vería obligado a fingir delante de sus familiares que estaba encantado con la decisión que sus padres le habían impuesto desde su nacimiento.

 

Por supuesto, Elizabeth no tenía la culpa de su desgracia. Al igual que él, ella era una víctima. Solo que era mucho más sencillo  y mitigante hacer sufrir a la pobre chica con su fría condescendencia por anclarle a un futuro que él nunca deseó. Además, ¿a qué clase de padres retrógrados e ignorantes se les ocurría celebrar un matrimonio concertado a estas alturas? Ah, sí… a los suyos.

 

Desde muy pequeño, Ciel había sido un niño tranquilo y pacífico, uno de esos milagros capaces de contentarse con un buen cuento y quizás una caja de pinturas. Nunca llorando por tonterías, siempre obediente y dispuesto a acatar cualquier petición de sus padres. Así era como debía comportarse un Phantomhive; con respeto y madurez.

 

Ahora Ciel acababa de cumplir los dieciséis años, lo que significaba que solo le quedan dos años más de libertad. En cuanto cumpliera la mayoría de edad, su boda con Elizabeth sería inminente, meticulosamente calculada para unir las fortunas de ambas familias.

 

Podríamos echarle la culpa a la edad y a las hormonas, pero lo cierto era que la rebeldía de Ciel había ido en aumento con el paso de los años. Incluso sus padres habían comenzado a preocuparse, temerosos  de que la conducta  de su pequeño se convirtiese en un problema para sus jactanciosos planes. Puesto que sus padres eran los dueños de la compañía de juguetes más famosa del mundo, Funtom Corporation, esta era una oportunidad de oro que no podían dejar escapar.

 

“La felicidad de uno mismo es secundaria”, le explicaba su padre. “Los sacrificios siempre están presentes en familias como las nuestras”, le repetía incansablemente. Por otra parte, su madre intentaba un enfoque diferente: “Elizabeth es una niña muy dulce, seguro que será una esposa preciosa y atenta”, y entonces Ciel no podía resistir el impulso de contestar a su progenitora con toda la crueldad e ironía que solo un adolescente en plena pubertad podía concebir. Fuese con quién fuese la discusión, el resultado final no variaba, porque de una forma u otra Ciel siempre acaba castigado.

 

Hoy la tensión se palpaba en el aire. Esa mañana su padre le había advertido de las consecuencias que acarrearían el ser desagradable con Elizabeth. Por lo tanto y a regañadientes, Ciel había accedido a portarse bien con la joven.

 

—¿Estás listo, cariño? —le preguntó la voz de su madre, Rachel, amortiguada por la puerta de su habitación.

 

—Sí —mintió Ciel. Durante la media hora que había permanecido de morros sentado sobre su cama recién hecha, lo único que el chico había conseguido era ponerse un calcetín.

 

—Estupendo, Elizabeth llegará en veinte minutos, y tu padre te quiere abajo en la entrada listo para recibirla en quince.

 

Ciel gruñó algo ininteligible que su madre debió de interpretar como un “sí”, porque al minuto siguiente los pasos de la mujer resonaban alejándose por el pasillo. Sin más dilación, Ciel se bajó de la cama y procedió a vestirse con uno de sus mejores trajes.

 

Quince minutos más tarde, Ciel era sometido a un minucioso escrutinio bajo la atenta mirada de su padre, Vincent, que buscaban alguna imperfección dispuesta a arruinar la imagen de su fututo heredero, pero al no encontrar ninguna, el hombre pareció relajarse.

 

—Ciel, aunque no me creas, estás haciendo lo correcto —le dijo, posando una mano sobre el hombro de su hijo.

 

Ciel no tuvo tiempo de responder, porque justo en ese momento el timbre retumbó por todo el recibidor y las puertas de la mansión de abrieron para revelar a Elizabeth acompañada de Paula, su fiel criada.

 

Elizabeth iba vestida con un elegante vestido rosa que realzaba su figura esbelta. A diferencia de cuando era más pequeña, ahora la joven optaba por llevar su larga cabellera suelta, cayendo por su espalda como si de una cascada dorada se tratase.

 

—¡Ciel! —exclamó ella con verdadero entusiasmo, corriendo hacía el aludido para darle un fuerte abrazo—. ¡Ha pasado tanto tiempo…! Pero no te preocupes, sigues tan adorable como siempre —le aseguró la chica, como si “adorable” fuese el adjetivo que todo hombre deseaba escuchar.

 

—Sí, yo… también me alegro de verte —musitó Ciel, correspondiendo al abrazo con mucha menos emoción.

 

—No hacen una pareja preciosa… —fantaseó Rachel, apoyando la cabeza sobre el hombro de su marido con una expresión soñadora en el rostro.

 

—Más que preciosa, yo diría que perfecta —coincidió Vincent, envolviendo un brazo alrededor de la cintura de su mujer— Elizabeth, ¿por qué no nos cuentas qué tal te ha ido el viaje mientras cenamos? Después de todo, ya es un poco tarde y seguro que estás hambrienta.

 

—Oh, sí —admitió Elizabeth—. Cenar suena ideal ahora mismo.

 

Dicho eso, los cuatro se dirigieron al gran comedor. Mientras tanto, los sirvientes de la mansión y Paula se encargaron de llevar el equipaje de Elizabeth a su habitación, lejos de la de Ciel por petición de este.

 

Por suerte para Ciel, la mesa del comedor era tan enorme que el espacio que le separaba de Elizabeth era abismal. De momento la chica se encontraba distraída discutiendo ciertas formalidades con sus padres; o sea, manteniendo una conversación soporífera en opinión de Ciel.

 

—¿Y cómo está Frances? —Escuchó Ciel que preguntaba su madre.

 

—Está muy bien. De hecho el otro día me acompañó a mirar algunos vestidos de novia. Sé que es un poco pronto todavía, pero quiero que cuando llegue el momento todo sea perfecto —confesó Elizabeth, sonrojándose sin poder evitarlo.

 

Para cualquier otra persona, aquellas palabras habrían resultado enternecedoras, pero no para Ciel, que se sintió como si un cepo para osos acabase de pillarle una pierna.

 

Sin contar la incómoda conversación que prosiguió a la confesión de Elizabeth, la cena pasó tolerablemente rápido. No obstante, antes de que Ciel pudiese excusarse y retirarse a la seguridad de su habitación, Elizabeth le detuvo.

 

—Aún es temprano, ¿por qué no me acompañas a dar un paseo para que podamos hablar?

 

Ciel quería negarse con educación, pero Elizabeth era bastante persuasiva.

 

—Tan solo serán unos minutos, es que durante la cena has estado muy callado y hace mucho que no charlamos.

 

Sintiendo la presión de sus dos padres contemplando todos y cada unos de sus movimientos, Ciel forzó una sonrisa y asintió.

 

—Tienes razón, salgamos al jardín si quieres. Las rosas blancas que tanto te gustan ya han florecido.

 

Cogidos de la mano, prometido y prometida salieron de la mansión. A estas alturas del día la luna casi era visible en el firmamento, así que era cuestión de tiempo que la noche llegase para sustituir el atardecer. Los jardines de la mansión eran inmensos, y si andabas despistado corrías el riesgo de perderte. Cuando Ciel y Elizabeth eran pequeños, se habían dedicado a explorar juntos cada recoveco del inmenso patio.

 

—¿Sabes qué, Ciel? Estar aquí contigo en la mansión me hace muy feliz —dijo Elizabeth de pronto, rompiendo el silencio en el que ambos se habían sumergido.

 

—A mí también me hace feliz que estés aquí —respondió Ciel como un autómata. Sin embargo, sus palabras, aunque reconfortantes a simple vista, llevaban incrustadas la misma frialdad de siempre. Elizabeth lo notó.

 

—Y dime, tengo curiosidad. Sé que ya lo hemos discutido en otras ocasiones, pero… ¿qué opinas tú de nuestra boda? —presionó la chica, intentando entablar una conversación por todos los medios.

 

Ciel se tensó de manera imperceptible. La pregunta le había pillado por sorpresa.

 

—Supongo que debe parecerme bien, es lo que nuestros padres quieren. ¿Qué más queda por decir?

 

—¡Pues mucho! —insistió Elizabeth, sonriendo—. Sé que ante los ojos de los demás, nuestra unión puede parecer una injusticia, pero yo quiero transformar esa injustica en algo hermoso y hacer de nuestra boda un momento inolvidable, yo quiero… quiero hacerte feliz, Ciel.

 

Ciel agachó la cabeza y apretó los puños.

 

—Será una ceremonia preciosa, en la playa o quizás aquí en la mansión. Acudirán cientos de invitados y nuestros trajes estarán hechos a medida, todo estará recubierto por flores, las mesas serán circulares, aunque por el momento no me convence ningún centro… Oh, ¿y qué color crees que será el más adecuado para las servilletas, crema o hueso? Bah, eso da igual ahora, todavía nos queda mucho tiempo para meditarlo a fondo. Lo importante es que después estaremos juntos para siempre y nuestro amor…

 

—¿Amor? —escupió Ciel, como si el mero hecho de pronunciar aquella palabra le quemase la lengua—. No digas estupideces, Elizabeth. El amor no existe —masculló él, ya sin poder contenerse.

 

—¡¿Ciel, como puedes decir algo tan horrible?! —exclamó Elizabeth horrorizada—. En primer lugar, el amor es tan real como tú y yo, y en segundo lugar, sabes que prefiero que me llamen Lizzy.

 

—Mira, Lizzy, vamos a dejar las cosas claras —comenzó a decir Ciel, sintiendo como una inexplicable cólera bullía en su interior—. Puedo entender que necesites creer en patrañas como que el amor existe o que todo el mundo tiene algo bueno en su interior, pero te equivocas, porque el amor no es más que un conjunto de reacciones químicas que solo sirven para enajenar nuestro cerebro. Y aunque el amor existiese, que lo dudo, nuestro matrimonio no estaría basado en él. ¿Sabes por qué?

 

—Ciel, me estás asustando... Vamos a olvidar esta conversación, por favor —suplicó Elizabeth—. Te prometo que si tanto te molesta, no volveré a sacar el tema.

 

—Oh, pero eso sería muy descortés por mí parte, aunque si tantas ganas tienes zanjar el tema, seré conciso: nuestro matrimonio nunca estará basado en el amor, porque el amor es cosa de dos y te puedo asegurar que yo a ti no te quiero.

 

Elizabeth se llevó las manos a la boca y sus ojos de inundaron de lágrimas.

 

—Eso es mentira, Ciel… n-no lo estás diciendo en serio —protestó ella, tratando de mantener la compostura.

 

—Pero sabes que sí. Puede que mis padres me obliguen a casarme y a ser amable contigo, pero jamás podrán obligarme a quererte.

 

Para su sorpresa, Elizabeth no gritó, no le insultó y tampoco empezó a llorar a moco tendido. Simplemente asintió despacio, se dio la vuelta y con piernas temblorosas echó a correr de vuelta a la mansión.

 

Ciel pensaba que después de despotricar y soltar todo lo que llevaba reprimido dentro, se sentiría mejor, pero no era así en absoluto. Una sensación pesada y dolorosa se instaló en su pecho, y el joven la reconoció como culpabilidad. Había sido cruel con Elizabeth sin motivo y ahora pagaría las consecuencias.

 

En realidad, Ciel no había mentido, pues nunca sería capaz de querer a Elizabeth, al menos no como la chica le quería a él. Pero Elizabeth no tenía la culpa de eso. Ella solo estaba intentando sobrellevar la situación a su manera, siendo positiva. Ciel en cambio era una persona egoísta, y aunque seguía manteniendo su postura y su forma de pensar, era cierto que quizás había sido demasiado duro con Elizabeth. Mañana por la mañana se disculparía con ella, preferiblemente antes de que sus padres se enterasen de su regañina.

 

Con eso en mente, Ciel decidió irse a la cama. De repente se sentía muy cansado, y un sueño reparador le haría mucho bien y le despejaría la mente.

 

OoOoO

 

Eran las tres en punto de la madrugada cuando algo chocó contra la estantería de su habitación y tiró un libro. Ciel se despertó sobresaltado e inmediatamente buscó a tientas el interruptor de su lamparita de noche, consiguiendo encenderla al cuarto intento.

 

—¡¿Quién anda ahí?! —gritó él, asustado.

 

—Shh, baja ese tono, que nos van a oír. —le susurró una voz aguda y cantarina al oído.

 

Ciel pegó un respingo como si tuviese un muelle pegado al trasero y rápidamente se arrastró fuera de la cama, cayendo de bruces contra suelo.

 

—Agh, mierda… —masculló, frotándose la frente dolorida— Seas quién seas, si has entrado aquí para robar, no te preocupes por mí. Gracias a ti ahora tengo una conmoción cerebral y no podré hacer nada para detenerte.

 

—No seas exagerado, el golpe ni siquiera ha sido para tanto. —Ahora que Ciel se fijaba, la voz tenía toda la pinta de pertenecer a una niña pequeña.

 

Sintiendo la curiosidad —y también el miedo— crecer dentro de él, Ciel se levantó del suelo lentamente para poder contemplar al intruso que había interrumpido su sueño.

 

En efecto, había una niña pequeña sobre su cama. El único problema era que dicha niña estaba literalmente sobre su cama, pues su cuerpo flotaba a un metro del colchón sin nada más que aire para sostener su peso.

 

—Hola, Ciel Phantomhive —saludó ella, y la pequeña avanzó por le aire hasta detenerse justo en frente de Ciel—. Mi nombre es Sieglinde Sullivan y soy un hada madrina.

 

Si Ciel tuviese algún tipo de líquido en la boca, con toda seguridad lo habría escupido.

 

—¡¿Hada madrina?! ¡¿Cómo que hada madrina?! —preguntó exaltado, pero segundos después sus mejillas se tiñeron de rojo—. Creía que solo las chicas tenían hadas madrinas…

 

Sieglinde dejó escapar una risita burlona y sus ojos verdes brillaron con malicia.

 

—Para alguien que no cree en el amor, te has creído bastante rápido que soy un hada madrina. Aunque en una cosa tienes razón, y es que solo las chicas puras de corazón tienen hadas. ¿Qué podemos deducir de ahí?

 

—Que obviamente tú no eres mi hada —refunfuñó Ciel, frunciendo el ceño.

 

—Exacto, pero no me malinterpretes, aunque en mi opinión eres más femenino que todas las mujeres de esta casa juntas, tu corazón es más oscuro que un agujero negro. Por eso no puedo ser tu hada madrina.

 

—¿O sea que te has colado en mi casa solo para cuestionar mi género y para recordarme lo mala persona que soy? —inquirió Ciel, incrédulo—. Espera,  ¿estás segura de que no eres producto de mi imaginación? Después de todo, tienes un sentido del humor lo suficientemente retorcido como para serlo…

 

—No, por supuesto que no. Si hubiese salido de esa cabecita tuya, te aseguro que no tendría un aspecto tan adorable… En realidad he venido aquí para darte una lección. Verás, Ciel, yo soy el hada madrina de Elizabeth.

 

Ciel se cruzó de brazos y rodó los ojos con aire despectivo.

 

—En ese caso, creo que te has equivocado de habitación. Tanta magia y ni siquiera eres capaz de orientarte en una mansión de cinco mil metros cuadrados…

 

—¿Te han dicho alguna vez que eres un poco impertinente? —siseó Sieglinde con hastío, chasqueando los dedos.

 

Los ojos de Ciel se abrieron presa del pánico cuando su boca desapareció de su rostro. Su primer impulso fue ponerse a gritar horrorizado, pero claro, uno no podía gritar si no tenía boca...

 

—Ahh, sí… mucho mejor ahora —suspiró aliviada el hada madrina—. ¿Por dónde iba? Oh, ya me acuerdo. Esta tarde has sido muy malo con Elizabeth, y aunque mi ahijada todavía no está al corriente mi existencia, he decidido prestarle mi ayuda para hacerte recapacitar.

 

Al ver que Ciel no paraba de hacerle gestos con las manos y de lanzarle miradas asesinas, Sieglinde puso los ojos en blanco y volvió a chasquear los dedos.

 

—¿Y qué culpa tengo yo de que ella sea tan estúpida como para creer ciegamente en el amor? —contraatacó Ciel una vez que su boca se encontró de vuelta en su cara.

 

—Te recuerdo que estás hablando con su hada madrina, así que no la llames estúpida. ¿Y qué sabrás tú del amor? —cuestionó Sieglinde, dirigiéndole a Ciel una mirada retadora.

 

Ciel carraspeó, inhaló una profunda bocanada de aire y:

 

—El amor no existe, no es más que un conjunto de reacciones químicas que solo sirven para…

 

—Para enajenar nuestro cerebro —le cortó Sieglinde—, ya me sé la historia… El caso es que te equivocas. El amor es una fuerza muy poderosa e impredecible, capaz de originar guerras y también de pararlas.

 

Ciel chirrió los dientes, frustrado. Era como si todo el universo se hubiese puesto de acuerdo para sacarle de quicio.

 

—¿De verdad crees que a mí me importa todo eso? —preguntó al borde de la desesperación.

 

Sieglinde, contra todo pronóstico, se encogió de hombros y le restó importancia al asunto.

 

—Supongo que no… Aunque tampoco podía esperar mucho más de un mocoso como tú. Te aseguro que con esa actitud, incluso si el amor verdadero existiese, serías incapaz de encontrarlo.

 

—Oh, ¿y eso por qué? —cuestionó Ciel ofendido.

 

—Porqué no eres más que un niñato egoísta y malcriado, incapaz de sentir empatía por los sentimientos de los demás.

 

—¡Eso no es cierto! —exclamó Ciel. Sin embargo, su voz no sonaba tan convencida como sus palabras.

 

—Pero sabes que sí —replicó Sieglinde con burla—. Sin tu cara bonita, serías incapaz de encontrar a una persona que te quiera por cómo eres y no por lo que tienes.

 

—¿Quieres apostar? —masculló Ciel, entornando los parpados amenazadoramente.

 

—Sabes que sí —aceptó Sieglinde—, pero como ya he mencionado antes, primero tendremos que hacer algo con ese aspecto tuyo tan angelical. Quizás deberíamos intercambiar tu belleza exterior por la interior, de esa forma todos podrían ver el monstruito que eres en realidad…

 

—¿C-cómo dices? —balbuceó Ciel—. Espera un segundo, ¡yo no he accedido a cambiar mi aspecto físico!

 

—Demasiado tarde —canturreó Sieglinde, alzando el dedo índice y apuntándolo contra Ciel como si se tratase de una pistola—. No voy a ponerte las cosas tan fáciles. Si consigues que alguien te de un beso de amor verdadero, recuperarás tu aspecto de siempre y me tragaré mis palabras.

 

Ciel quiso gritar, correr o esconderse, pero no tuvo tiempo. El hechizo de Sieglinde le alcanzó de pleno en el pecho. Sin embargo, algo salió mal y una explosión sacudió la habitación de arriba a abajo. Cuando el humo de colorines se disipó, Sieglinde tosió y se apartó de la pared donde su cuerpo se había estrellado por la inercia de la explosión.

 

—Maldición —masculló mientras se frotaba la cabeza—, ¿qué he hecho mal esta vez?

 

Entonces sus ojos se abrieron de par en par al recordar que ella no era la única víctima del desastre.

 

—¡Ciel! —exclamó Sieglinde, y frenética, el hada madrina comenzó a buscar al adolescente por toda la habitación, revolviendo entre pilas de escombros, ropa y libros.  

 

 No obstante, Ciel no aparecía por ninguna parte y el tiempo era limitado, En cuanto los padres del chico se acercasen para inspeccionar el extraño estruendo proveniente de la habitación de su hijo, Sieglinde tendría que desvanecerse.

 

El hada madrina estaba a punto de perder la esperanza cuando un movimiento proveniente de debajo de una camiseta, ahora harapienta, llamó su atención. Temerosa, Sieglinde levantó la prenda de ropa y un grito ahogado escapó de sus labios.

 

Sin saber muy bien qué hacer, Sieglinde dejó caer la camiseta, forzó una sonrisa y tragó saliva nerviosamente.

 

—Ups, parece que me he equivocado un poquito de hechizo… —Fue todo lo que  se atrevió a decir.

Notas finales:

¿Qué le habrá pasado a Ciel? ¿Se habrá convertido en un mocoso carbonizado? ¿Y cómo encajará Sebastian en todo esto? ¿Me arrepentiré de haber empezado otro fic cuando no he terminado el que tengo entre manos? Son muchos interrogantes, y si os gusta la idea de esta nueva historia, pronto los resolveremos todos.

 

Sé que prometí que actualizaría Serendipia, pero es que he estado malita durante estos días, y si a eso le añadimos estudios, familia y demás, no he tenido mucho tiempo. Además, no sé porqué pero mi cerebro se empeñó en escribir esto... Aunque prometo que intentaré actualizar por todos los medios antes de que empiecen las clases. De momento podéis considerar este fic como un regalo de Reyes adelantado y el próximo capítulo de Serendipia un regalo atrasado.

 

Así que por favor, dejarme reviews con vuestras opiniones y a cambio yo escribiré hasta que se me borren las huellas dactilares.


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