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Demasiado lindo como para resistirse. por CieloCaido

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Notas del fanfic:

Bueno, vuelvo a subir esta historia porque… perdí mi cuenta anterior!! Así que resubiré y reeditaré algunas historias, incluyendo Uke Acosador. Por ahora, editó esta historia y la subo. A quien la haya leído, pues, disfrútala nuevamente, y a quien no, bueno, disfrútala!

Notas del capitulo:

Los personajes de esta historias pertenecen a otro historia, sin embargo, este escrito es completamente independiente.

Demasiado lindo como para resistirse.

 

Tenía curiosidad por aquella casa que se veía enorme, aunque suponía que solamente él la veía enorme dado a que aún era un niño. Uno de nueve años. La gente normal diría que la casa tenía un tamaño adecuado, con dos pisos. Vio las escaleras que conducían al piso de arriba; sus ojitos grandes y verdes miraron cada escalón y empezó a subirlos, dando saltitos como el niño que era.

No se suponía que debía de andar de curioso. Después de todo, esa no era su casa, sino que era la casa de la vecina; una señora amable y gentil que hablaba muy rápido. A su madre le caía bien, sobretodo porque era la primera persona que era amable con ellos en el vecindario, al fin y al cabo acababan de mudarse y no conocían a nadie.  Justamente hoy su mamá había hecho un rico pastel y venía a compartirlo con la vecina, y mientras ellas conversaban en la sala, él se dedicaba a explorar la casa.

Caminó por el pasillo, mirando con curiosidad cada puerta que se le presentaba. Debían de ser cuartos de la gente que vivía allí. Se preguntó si habría niños de su edad con quien jugar, pero los cuartos parecían silenciosos y la verdad era que los niños no eran silenciosos. Abrió la primera puerta por pura chiripa, asomó su cabecita llena de hilos rojizos, dentro de aquel cuarto. 

No había nadie.

Aun dubitativo, entró sin ser invitado, mirando cada objeto de aquel cuarto tan ordenado. Sus ojos verdes se posaron en la cama y sin pensarlo dos veces se subió a ella. Rió con la sutileza de la tela y con la pomposidad de la cama; era suave y esponjosa. Su instinto travieso pudo más que el respeto ajeno, así que se quitó las zapatillas y empezó a brincar, saltando cada vez más fuerte, desordenando la cama.

Sin esperarse nada, alguien entró a la habitación donde él estaba. Al parecer se trataba del dueño; un chico joven, de bonitos ojos miel y era mucho más alto de lo que era él. Se detuvo y lo miró con ojos interrogantes.

 –Tú debes ser el hijo de la señora que habla con mi madre, ¿Cierto?–  el niño subió y bajó su cabeza, asintiendo. El muchacho continuó mirándolo, a él y a su cama desordenada–. ¿Porque estas brincando en mi cama? 

–Me gusta saltar– respondió sin cohibirse, fijándose en que aquel joven miraba entretenido sus ojos.  Eso solía pasarle a mucha gente que conocía, según ellos, él tenía ojos bonitos, ojos verdes– ¿Te gustan mis ojos? 

–Desde luego que sí. Es agradable ver a personas con ojos de colores.  

–¿Agradable?

–Bastante agradable, son bonitos, ¿No te gustan?

–No, – la verdad era que sus ojos eran la cosa que menos le gustaban, eran demasiado verdes. Demasiado intensos. Él creía que sus ojos eran feos– no me gusta el verde. Me gusta más el amarillo; como los tuyos – sí, ese chico tenía ojos claros como el caramelo, ojos que si eran bonitos porque le recordaban el sol. Él parecía sorprendido, luego le sonrío un poco.

–Pues a mí me gustan más los tuyos.

–¿Por qué?

–Porque son verdes. A mí me gusta el color verde. Y los tuyos son la cosa más verde que he visto en mi vida, casi como un pedazo de primavera. ¿Te gusta la primavera? Es una época bonita, muy colorida y alegre, la gente se enamora y parece feliz.

Pensó en silencio aquella descripción, le gustaba: primavera, sus ojos se parecían a la primavera.

–¿Y los tuyos a que se parecen?

–¿Los míos?– meditó un rato–. Pues yo creo que se parecen más al otoño, las hojas caídas, llevadas por el viento. Hojas amarillas que se marchitan, creo que a eso se parecen.

El niño frunció el ceño e infló sus mejillas. Esa descripción no le gustaba.

–¿Qué pasa? ¿No te gusta el otoño?

–¡¡No!! ¡El otoño es feo!– recalcó molesto, en un tono que claramente reflejaba la malcriadez–. ¡A mí me gusta más el sol, y tus ojos son como el sol de la mañana!– el joven antes que enojarse, sólo rió bajito. Se acercó a él y le revolvió la melena rojiza.

–Me gusta más esa descripción. ¿Cómo te llamas, niño?

–Adrián, ¿Tu cómo te llamas?

–Leandro.

Y grabó en su alma aquel nombre que, muy pronto, atesoraría en su corazón. Porque los nombres son importantes. Y las cosas importantes se guardan con recelo. Se tatúan en la mente y suelen convertirse en ecos. Ecos agradables que se repiten en el silencio de la noche, en los sueños candentes y susurran un futuro.

Pero eso Adrián todavía no lo sabía. Él todavía era un niño. Sus ojos tenían esa inocencia propia de la infancia. Y por ello mismo, aquel joven le cayó bien, parecía alguien agradable y amable. Le sonrío con todos sus dientes y le invito a jugar. Extendió su manito de dedos regordetes y graciosos. Uñas pulcras que solían ensuciarse con tierra mojada. Era similar a esa obra de arte de Miguel Ángel, la creación de Adán. El niño extendía su mano, y Leandro la miraba, indeciso, él era un adolecente y los adolescentes no juegan con niños. 

Al final se decidió, tomando su pequeña mano, completando lo que aquella obra no pudo, y tanto como ella, a partir de ese día, nacería algo nuevo. No un Adán, sino algo mucho más profundo y honesto que la creación de vida.

Jugaron a las escondidas, y mientras Leandro lo buscaba por toda la casa, Adrián se escondía en la cocina. Y así estuvieron jugando toda la tarde hasta que su mamá dijo que era hora de regresar a casa. Adrián entristeció, se estaba divirtiendo. Sin querer soltar la mano del joven, se negaba ir a casa.

–Tranquilo, nos veremos mañana– dijo Leandro con su sonrisa amable y sus ojos claros como el sol. Una sonrisa que parecía aplacarlo todo.

El niño asintió y fue a casa con la promesa de regresar mañana, y aunque Leandro había tomado “ese mañana” como algo sólo por cordialidad, el niño se lo había tomado muy en serio. Así que al día siguiente, después de llegar del colegio, el pequeño pelirrojo dejó sus cosas y le dijo a su mamá “¡Voy a ir a jugar!” y sin más se fue corriendo a la casa de la vecina.

Sin embargo, Leandro no estaba. Él estaba en el liceo y aún no había llegado. Su juguete nuevo y favorito tardaría en llegar a casa. Por eso decidió esperarlo en la puerta de su hogar, sentado sobre el suelo y moviendo sus piecitos de un lado a otro.

El cielo dio tonos violáceos y rojizos al momento en que Leandro llegó. Sonrió alegre y preguntó:

–¿Que me has traído? – cuestionó inocente. Tan inocente como esas girasoles que sonríen al sol.  Leandro abrió mucho sus ojos, sin esperarse aquella visita, sin esperarse aquella pregunta. Obviamente no había traído nada para él. Aunque si había comprado algo para sí mismo; una barra de chocolate para cuando estuviese de goloso a mitad de la noche. Decidió entregarse al niño antes de decepcionarlo–. Ahora, vamos a jugar – dijo tomándole de la mano.

–No puedo, lo siento. Tengo mucha tarea– entonces el niño le miró con esos ojos grandes, llenos de tristeza. Y el verde tan lindo que le gustaba pareció opacarse. Esa sería la primera vez que vería esa expresión en su cara y no le gustaba–. Pero podemos jugar por un rato, seguro que la tarea la hago más tarde.  –y esa sería la primera vez que sería incapaz de decirle “no” a esos ojitos verdes.

Desde luego, esa no sería la primera vez que el chiquillo empleaba esa táctica para hacerlo dudar. “Menuda psicología utiliza conmigo” pensaría de vez en cuando el castaño, viéndose incapaz de negarle algo. Como aquella tarde en que llevo una chica a casa. No una chica en plan de novia. Ella era su amiga de la infancia. Una gran amiga que metía las narices donde no la llamaban. Leandro recordaría esa fecha como el día en que empezaron los problemas.

Aquel día, el niño de ojos verdes como la primavera, llegó como siempre a la casa de la vecina, con una sonrisa despampanante y fue a la sala donde estaba Leandro, aun cuando este  se encontraba haciendo un trabajo. No le agradó en lo más mínimo que Leandro estuviese al lado de una chica, incluso si iban a hacer un trabajo de la escuela. Seguía siendo molesto. Se ubicó en la silla más cercana, mirando con molestia a la chica; ella de vez en cuando abrazaba a Leandro, le besaba la mejilla, se reían. Frunció el ceño. No le gustaba compartir su juguete favorito y cuando ella se acercó para pellizcarle una mejilla (como lo hacía la gente molesta) él le apartó la mano de un solo manotazo,   luego le sacó la lengua para molestarla, pero ella solo rió dulcemente.

–¿Y de quien es este bebe, Leandro?

–¡No soy un bebe! – aclaró, amenazándola con los ojos.

–Es mi pequeño vecino – respondió el castaño, ignorando el berrinche del chiquillo–, se llama Adrián –lo miró atentamente–. Adrián, ella es Susana, mi mejor amiga.

–¡Ella no me gusta! –la apuntó acusadoramente con su dedito de la justicia– ¡No me gusta ni que te abrace ni que te toque!

–¿Eh? ¿Y porque no?

–¡Porque no! ¡Leandro es mío, yo lo encontré primero! –dijo, colocándose frente al castaño y extendiendo sus brazos para evitar que ella se acercara más.

–Es lindo – Susana rió suavemente–, aunque algo posesivo. No sabía que ya tenías novio, Lea. – dijo juguetonamente con su voz de agua clara. El pequeño pelirrojo vio que Leandro fulminaba con la mirada a su amiga, no entendió porque.

–¿Novio?– inquirió curioso.

–Veras, un novio es cuand… – no terminó de hablar porque Leandro le tapaba la boca, seguía mirándola molesto.

–Adrián, nunca escuches lo que ella diga. Esta loca y dice puras tonterías– argumentó soltándola. Susana seguía sonriendo, aunque era una sonrisa rara, extraña.

–Ah, tengo hambre. Traedme algo de comer esclavo.  

–Ja ja, muy graciosa. Si tienes hambre ve a servirte tú misma. – y el castaño continuó haciendo la maqueta sin siquiera hacer gala de buen caballero que escolta a una princesa. Susana torció los labios. Su amigo nunca tenía un buen sentido del humor. Y nunca le obedecía en nada. Miró al crio posesivo y se le ocurrió una gran idea.

–Que cruel y yo que pensé que era tu mejor amiga – comentó con un suspiro dramático–. Pero yo no soy la única que tiene hambre, el niño también tiene hambre, ¿Verdad que sí?– el pequeño pelirrojo lo pensó un momento y sí, tenía hambre. Así que asintió un par de veces– ¡Ves que tu pequeño novio si tiene hambre, debes consentirlo! – Leandro dejó de hacer lo que hacía y lo miró curioso.

–¿Tienes hambre?– La cabeza del pequeño subió y bajó, subió y bajó– De acuerdo. Iré a buscar algo de comer.

Se marchó, dejándolo con aquella chica tan rara. Ella sonrió aún más, apoyando su rostro en ambas manos, como si acunara su cara. Como si supiese el secreto que guarda el mundo.

–Ya sabía yo que si se lo pedías tú, iría a buscarlo– le revolvió la melena rojiza con diversión. Adrián volvió a apartarle la mano de un manotazo, frunciendo los labios.

–¿Que es un novio?

–Oh, eso. –lo meditó por unos segundos, quizás buscando las palabras claves−. Es una persona que se la pasa todo el tiempo con otra –Adrián lo entendió, si así era entonces Leandro si era su novio porque siempre andaban juntos. Él lo llevaba al parque, le compraba helados y lo dejaba jugar con otros niños–. Se quieren, y también se besan mucho – el niño abrió muy grande sus ojos, ¿Besar? La única que lo besaba era su mamá y lo hacía en las mañanas cuando se iba a la escuela y en la noche cuando se iba a dormir– ¡Así que cuando seas grande tienes que exigirle que te bese!– golpeó el piso con su mano para hacer más énfasis en aquella frase– Y después harán las cosas que los adultos hacen.

–¿Los adultos?

–Sí, ya sabes. Eso de hacer el amor.

¿Hacer el amor? ¿Cómo podría hacerse el amor si el amor ya estaba hecho? No tenía sentido. Justo cuando pensaba preguntar sobre eso de hacer el amor, entró Leandro, cargando una bandeja con sándwich y jugo de durazno. Comió en silencio, degustando con alegría la merienda, cuando terminó y su estómago estuvo lleno,  preguntó lo que venía rodando en su pequeña cabeza.

–¿Leandro me va a besar?– A Susana se le atoró un pedazo de pan en la garganta ante semejante pregunta.

–¿Cómo dices?– Leandro estaba sorprendido.

–Es que somos novios y los novios se quieren y se besan, pero Leandro nunca me ha besado– el castaño lo entendió todo. Fulminó con la mirada a su mejor amiga, quien tragó el pan que tenía atorado, bebió apresuradamente del jugo y salió de aquel cuarto sin decir adiós, con la angustia de quien sabe que pronto encontrara la muerte en manos de su amigo.  Al pequeño Adrián le recordó a los conejos de zoo, esos que corrían cuando alguien se acercaba mucho a ellos.

Quedaron solos en la sala y Leandro sintió la obligación de explicárselo al niño.

–Sí, es verdad que los novios se besan y se quieren, pero nosotros no somos novios – el pelirrojo no lo entendía–. Para que dos personas sean novios tienen que gustarse.

–Pero Leandro me gusta y yo le gusto a Leandro.

–Lo sé, pero no de ese modo. Yo te gusto porque te llevo al parque, te traigo dulces. Y tú me gustas porque eres agradable, te veo como mi hermano pequeño. Los novios tienen otro tipo de gusto.

–No entiendo – frunció el ceño, aquello era muy confuso–. Yo le gusto a Leandro porque soy como el verde de la primavera.

–Sí, eso también es verdad.

–Si tú me gustas y yo te gusto, ¿No se puede besar? Mi mami me besa en las noches porque yo le gusto.

–Pero tu mami no es tu novia, ella te besa en las mejillas, en la frente. Los novios se besan en la boca –abrió muy grande sus ojos, ¿Un beso... en la boca? De repente sentía la cabeza caliente, un ligero mareo, como si pensar en un beso en los labios con Leandro fuese algo... de otro mundo. Él había pensado más bien en esos besos como los que le daba su madre, los que le daba en la frente y en las mejillas.  

–Un beso... en la boca…– se sentía azorado y la sangre estaba acumulada en sus mejillas.

–Tranquilo, yo no te besaré y menos en la boca– le sonrío para tranquilizarlo y le revolvió el cabello.

–¿Me besaras cuando sea grande?

Una encrucijada.

–No lo creo.

–¡Pero yo quiero que me beses en la boca cuando sea grande! – él le miro con sus ojitos verdes, esos que siempre le hacían ceder.

–Solo cuando seas grande. – dijo al fin, viéndose en la imposibilidad de negarle algo. El niño sonrió ante la posibilidad de algún día ser novios, entonces se acordó de otra cosa.

–¿Leandro también hará el amor conmigo cuando sea grande?– Leandro respiró hondo, sentía un deseo irrefrenable de ir a estrangular a su mejor amiga.

 

 

Los siguientes días el pequeño Adrián no hacía otra cosa que pensar en un beso. Las mejillas se le ponían coloradas y se pasaba horas y horas sentado sobre el mueble, imaginando aquel beso. Se agarraba su cabello con sus manitas y rodaba por el mueble. En las tardes cuando iba a verlo se emocionaba, ellos eran novios, desde luego que sí, no podía concebirlo de otro modo.

–¿Ya soy grande? ¿Hoy si me puedes besar? – era la pregunta que le hacia todos los días. El pobre Leandro se sentía acorralado y delicadamente le decía que aún era muy pequeño, pero el niño insista– ¿Pero cuando voy a ser grande?

–Dentro de unos años.

–¿Y cuándo será eso?

Se vio forzado a decirlo, y le dijo que cuando cumpliera trece años. Él suponía que a esa edad ya estaría más sensato y se le quitaría esa idea de la cabeza, eso de que dos hombres no pueden besarse porque era raro. Contrario de lo que pensaba, el chico no hizo más que grabar esa fecha y ese momento, anhelando que llegara ese día.

Me va a besar en la boca cuando sea grande” pensaba en la más absoluta felicidad “Cuando cumpla trece años me besara en la boca”

Y así pasaron los días, las semanas, los meses y los años… y el pequeño pelirrojo que ya no era tan pequeño seguía pensando en ese beso. Soñaba con eso en las noches, lo soñaba incluso cuando el profesor de matemáticas explicaba sobre pitagóricas. Pensaba en Leandro y su sonrisa franca,  escribía su nombre en la parte de atrás de los cuadernos. Pensaba también en lo extraño y agradable que era sentir un cosquilleo en la base de su estómago, en especial cuando lo veía en las tardes, cuando paseaban por el parque, cuando le compraba un helado, pero sobre todo cuando Leandro le revolvía el cabello, entonces se sentía avergonzado y apoyaba su cabeza en su brazo, lleno de vergüenza.

La suave y blanca mano del joven se apoyaba entre sus cabellos rojizos tranquilizándolo y entonces él se sentía mucho más azorado y rojo, deseando un beso. Pero  no se atrevía a pedírselo, aún era pequeño, aun no tenía trece años y aun así, el amor ya le rondaba en la cabeza.

Y el día que llegó su cumpleaños número trece se arregló bonito, se puso esa fragancia de durazno que tanto le gustaba y se fue corriendo a la casa de Leandro. Tuvo que esperarlo hasta tarde porque ahora Leandro iba a la universidad, actualmente tenía veinte años y ahora pensaba que ya no le gustaba así como le gustaba mirar el sol o ir al parque. No. Ahora le gustaba de un modo distinto, le gustaba del modo que a un novio le gusta otro novio.

Él llego tarde, casi a las ocho de la noche, sin embargo, seguía esperándolo.

–Lo siento, hoy no puedo acompañarte al parque. Es muy tarde y sería peligroso– el chico de trece años negó con la cabeza.

–Mi beso– dijo, abajando la mirada–. Hoy me darás mi beso.

Entonces Leandro lo recordó; el chico cumplía trece años hoy. Había pensado que se olvidaría de ese tema, pero cuando a Adrián se le metía una cosa en la cabeza no había poder humano hacerlo cambiar de parecer. Él lo había prometido y no era de los que se retractaba de sus promesas, por eso llevó al pelirrojo al patio trasero de la casa, allí no los vería nadie.

–Cierra los ojos –pidió algo nervioso por lo que iba a hacer.

El chico cerro los ojos, ansioso de experimentar su primer beso y entonces lo sintió; los labios del otro sobre los suyos, acariciándolos de una manera tan sutil y delicada... Los colores se le subieron a la cabeza, se sintió mareado y cuando terminó aquel beso suspiró sobre sus labios, anhelantes de más.

Leandro no había cerrado sus ojos así que había visto todas las expresiones del chico y le enterneció ver lo adorable que podía ser. Después de todo, ese beso era el primer beso de amor del niño.  Recordaba que cuando era más pequeño, Adrián le había comentado a su madre que ellos dos eran novios y que cuando fuese grande, él le daría un beso en la boca. A su madre casi le había dado un paro cardiaco y lo había acusado de asaltador de cunas. Leandro tuvo que explicarle que no era así, que le había dicho eso para que se quedara tranquilo, así que si su madre lo viera justo ahora, sacaría una correa y le daría una buena zurra por depravado.

–¿Ahora si somos novios? – preguntó acalorado por su primer beso.  El castaño miró aquellas pupilas timadoras, verdes destellantes.

¡Qué difícil era decirle no!

–Me parece que si – respondió sin pensar mucho, más bien miraba esos ojitos verdes que se parecían a la primavera. Le gustaban tanto. Le gustaba cuando brillaban con aquella intensidad. Era hipnótico.

–Entonces, ¿Me besaras mañana y pasado mañana, y pasado, pasado mañana?

–Sí.

Adrián sonrió y apoyó su cabeza sobre su pecho, pensando en todas las cosas que lo novios hacen.

–¿Y también haremos el amor?– ahora el que se sentía azorado era Leandro, tragó saliva nervioso.

–Cuando seas más grande.

¿Cuándo fuese más grande? ¡Pero si ya era grande! Tenía trece años y ya sabía lo que era el sexo. En el liceo solían darle muchas clases de eso, además había buscado información en internet.

–¿Cuando?

–Cuando tengas dieciséis.

¡¿Tres años más?! Era mucho tiempo, tendría que esperar mucho. No lo comprendía ¿Por qué no podían hacerlo ahora? Bueno, al menos lo había besado, se conformaba con eso pero quería más, mucho más. Levantó su cabeza, mirándole con ese brillo suplicante en sus pupilas.

–Quiero más.

Y Leandro no se negó. Pudo haberlo hecho, no obstante no lo hizo porque muy dentro de él deseaba besar aquellos labios otra vez.

Adrián no sabía besar bien, no tenía suficiente experiencia. Carajo, que aún era un niño. Por eso Leandro se sentía culpable cuando, cada tarde, el chico le estaba esperando, exigiendo que lo besara nuevamente. Y se sentía un asaltador de cunas cuando gentilmente le tomaba del rostro y depositaba un casto beso sobre sus tiernos e inexpertos labios. Él creía que nadie lo veía, deseaba mantener eso como un secreto (no quería matar a la madre del chico ni a su propia madre de un infarto), pero ambas madres hacia mucho que sabían de aquello.

–¡Depravado, asaltador de cunas!– gritó en una ocasión la madre del pelirrojo desde el interior de su casa. Leandro supuso que ese insulto iba dirigido a él.

Dios mío, mi hijo va a terminar preso. – se lamentaba su madre en la cocina, suspirando tristemente por el futuro que le deparaba al menor de sus hijos. 

Leandro también lo pensaba; en que saldría en los periódicos, en que saldría en los noticieros, en la televisión como esos degenerados que violaban niños. Aunque claro, él no había violado a Adrián, aun no, ¡Y tampoco pensaba hacerlo! (en serio) así que no podía ir preso tan solo por besarlo, ¿Cierto?  Además, él lo besaba castamente, Leandro sabía contenerse. Él no le metía la lengua en su boca, ¡Claro que no! Bueno, no hasta que el chico se lo pidió.

–Quiero que me metas la lengua en la boca – Francamente Leandro se sorprendía de la sinceridad con que hablaba ese muchacho–. Ya no quiero esos besos que hasta los hermanos se dan – le había dicho seriamente, mirándolo con esos ojazos verdes. Pronto iba a cumplir quince–. ¡Quiero un beso de verdad!

Y Leandro había cumplido aquella petición mucho más ansioso de complacer su propio deseo que el del pelirrojo.

Adrián volaba en la más absoluta felicidad. Los días siguientes andaba con una sonrisa radiante. Su madre y su hermano gemelo se le quedaban viendo con curiosidad en el desayuno cuando él andaba volando en las nubes, reviviendo en su cabecita esos besos que compartían. Y cuando terminaba de desayunar se iba corriendo a la casa del vecino para recibir su beso de “buenos días” ni siquiera esperaba a su hermano gemelo.

–No se puede hacer nada, está enamorado– decía su mamá con resignación.

En casa de Leandro se habían acostumbrado a la presencia de Adrián, quien estaba en la casa, religiosamente, antes de las siete  de la mañana. Se había encariñado con la familia y hasta se consideraba parte de ella. Luego de saludar a todos, Leandro y él se iban, el castaño lo acompañaba hasta la secundaria y luego continuaba su recorrido a la universidad, pero a veces se encontraba en el camino compañeras que estudiaban con su novio y entonces Adrián se sentía morir de celos.

–Ni se te ocurra engañarme con esa mujer – espetaba furioso cuando estaban a solas, a punto de morderse los labios y caer en un incurable llanto–. Odio imaginarte con ella.

Entonces Leandro cubría sus labios de tiernos besos. Acariciaba sus mejillas y le susurraba palabras bonitas en su oído. Le hacía mimos hasta que la rabia del jovencito se difuminaba. Leandro reconocía que Adrián era celoso en extremo.

–Solo tengo ojos para ti – le decía de todo corazón. Desde luego que él no deseaba lastimar al pelirrojo, si eso era o no amor Leandro lo ignoraba. Él solo no quería que el verde tan bonito de sus ojos se opacara por culpa de alguna infidelidad. Quería que siguiera destellando con aquel brillo, con ese fuego que lo caracterizaba.  

El chico le rodeaba con sus bracitos, hundiendo el rostro en su pecho, complacido de aquellos mimos que inundaban su pecho de amor. 

–Eres mío Leandro. Solo mío, no te entregare a nadie más.

No, no lo entregaría a nadie. Era suyo, le pertenecía por derecho. Lo amaba con todas sus fuerzas, aunque aún no se lo había dicho, aunque aún no habían consumado ese amor. Sin embargo, eso pronto iba a cambiar. Leandro sería suyo y él sería de Leandro. En cuerpo y alma. Ese día se acercaba y llegó mucho más pronto de lo que imaginó.

16 años cumplió y su novio le dio un regalo.

–¿Qué es eso? –frunció el ceño, aquello que le daba era un caro reloj de muñeca. 

–Es un reloj.

–Eso ya lo sé, idiota. Lo quiero decir es porque esto. Yo no quiero esto. Tú sabes lo que yo quiero. Lo he esperado por años – Leandro evadió la mirada, casi como si evitara su pregunta. Mala señal, significaba que dudaba acerca de lo que su cumpleaños significaba.

Respiró  hondo para calmarse. No había que entrar en rabia. Leandro era un hombre de palabra y tenía que cumplir lo que le había prometido. O sino él mismo se encargaría de que cumpliera.

Así que esa noche se alistó. Se bañó primero, aseándose en todo su esplendor hasta que quedó limpio como el agua diáfana. Se puso ropa cómoda. Se colocó una fragancia que olía a bambú y unas zapatillas verde olivo. Antes de ir a la casa de Leandro, se inspeccionó en el espejo y lo que vio le gustó, lo hizo sentirse seguro de sí mismo.

 

Eran las once de la noche, su madre y su hermano dormían así que para no hacer ruido salió por la ventana, corrió hasta la casa de al lado. Vio un árbol y trepó por el hasta que llegó a la habitación que deseaba. El cuarto estaba a oscura, sus ojos duraron unos segundos para acostumbrarse a aquella oscuridad. Luego caminó lentamente, tratando de no hacer ruido. Se quitó las zapatillas y se escabulló entre las sabanas hasta que encontró un huequito donde acomodarse.

–¿Por qué haces esto? ­­­­­­­– Leandro no estaba dormido y le miraba tranquilamente. El pelirrojo estaba acostado justo a su lado, podía sentir su calor corporal.

–Porque quiero acostarme contigo – el castaño suspiró cansinamente–. ¡Es verdad!

−No grites, despertaras a todos.

–Pero yo quiero estar contigo – se apoyó sobre su codo y se acercó a su cara, seduciéndolo. No pensaba darse por vencido–. Quiero que me hagas el amor – susurraba y lentamente, despacio y en silencio, le besó en los labios. Un beso dulce y tierno.

Su novio respondió a aquel dulce beso, no le había rechazado así que se tomó la libertad  de montarse encima de él, con las piernas separadas, sentándose a horcadas sobre su cuerpo.

–Adrián…– replicó.

–Yo quiero estar contigo.

–Adrián.

–Hazme tuyo, Leandro. 

–No estaría bien. 

–¿No? – los ojos verdes, que brillaban en medio de la oscuridad como los de un gato, se humedecieron, llenos de lágrimas–. ¿Por qué no? ¿No te gusto? – el castaño se quedó en silencio, cosa que hizo que la paciencia de Adrián se agotara–. ¡Claro que te gusto! He visto como me miras. Tú quieres hacerlo tanto como yo, ¡Pero eres un cobarde que no se atreve a nada! – gritó herido, quería seguir diciendo injurias y maldecirlo por no tomar aquello que deseaba, sin embargo, se vio silenciado.

Leandro lo tomó de los hombros bruscamente y lo acorraló contra la cama. Ahora él estaba arriba suyo, presionándolo con su cuerpo. Se fijó en que él lo miraba con aquellos ojos claros como la miel. Lo miraba seriamente, como si estuviera enojado.

Adrián se sintió desarmado. Ahora era como un pajarito temblando en los brazos de aquel hombre.  No se atrevió a desviar la mirada, de modo que la mantuvo fija en los ojos de él.  Y de pronto Leandro lo besó.

Y aquel beso no se parecía a ninguno de los que se habían dado antes. Este era devorador,  salvaje y apasionado. Marcaba como una forja de fuego sus labios. Ya ni siquiera se acordaba de como respirar pero no importaba. Lo que importaba era seguir besándose. Se estremecía al sentir esos brazos masculinos rodear su cuerpo.

–Tú me importas, Adrián – dijo el castaño sobre sus labios. El pelirrojo apenas escuchaba, aún estaba aturdido por aquel fogoso beso y respiraba agitado, buscando oxígeno para sus pulmones–. Me importas demasiado y quiero hacer bien las cosas contigo.

Acarició su mejilla. Adrián cerró los ojos cual gato mimoso.

–Te quiero – dijo el castaño en un suspiro–. Te quiero demasiado.

El pelirrojo sonrió, le acarició la nuca y lo atrajo sobre sí para sentirlo más cerca. Necesitaba sentirlo junto a él.   

–Cuando tengas dieciocho – dijo, abrazándole–. Cuando llegues a esa edad haré todo lo que tú quieras. Te lo prometo.

Lo apretujo entre sus brazos. El pelirrojo podía sentir su calor corporal, quemándole la piel. Leandro besaba sus cabellos, su frente y finalmente le dio un beso en la mejilla que lo hizo sonreír. Esos minutos que permanecieron juntos sin hablar estuvieron llenos de esencia de bambú.

–Pero tienes que darme un beso todos los días, como el beso que me diste horita.

 

Y los días siguientes el jovencito estaba religiosamente en su casa, esperando ser besado de esa manera salvaje que le había gustado. Leandro pensaba que esa era la condición para que esperara hasta la mayoría de edad pero lo que el castaño no sabía era que Adrián no iba a esperar hasta esa fecha. No señor, no esperaría hasta los dieciocho. Claro que no. Lo haría cumplir, solo tenía que aprender a ser más coqueto, a seducirlo más y entonces Leandro cedería.

Después de todo,  cuando a Adrián se le metía una cosa en la cabeza no había poder humano de hacerlo cambiar de parecer. Además, él era demasiado lindo y Leandro no se resistiría por mucho tiempo. 



















Notas finales:

Muchas gracias por leer.


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