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Navidad con los Crispino — Yuri on Ice!!! por Jashin-Angel

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Notas del fanfic:

¡Ey! ¡Me mudé a amor-yaoi! 

Estoy en todas partes —wattpad y fanfiction—, soy peor que un virus; lo sé. 

Para los que lleguen nuevos y se pregunten: ¿Por qué 4 capítulos de golpe? Pues, bien~ Escribo en otras páginas, ya que YoI no tiene categoría independiente aquí. Pero, meh, publicando aquí conseguiré llegar a más gente, ¿no?

Sin más que decir, espero que os guste :D

Emil tenía grandes expectativas sobre lo que debería ser un íntimo paseo en coche con Mickey. El vehículo olería a panne cotta, tal y como olía su dueño, y mientras disfrutaban de la envolvente melodía de Serenade for Two entablarían una ligera conversación en la que no hablarían de nada en especial, pero para ellos sería todo cuanto sus corazones quisiesen decirse. El frío invernal de Roma decoraría las ventanillas con una fina carpa de escarcha, pero en el interior la calefacción les envolvería de un calor reconfortante que instigaría a Emil a apoyar la mano en la pierna de Mickey mientras éste conducía.


—Bonita ciudad —opinaría entonces el checo, y podría contemplar por escasos segundos cómo los ojos de Mickey brillaban aún más que las luces navideñas que ornamentaban las calles—. Aunque, ya sabes, tú lo eres aún más.


Un rubor surgiría en ambos rostros y se buscarían mutuamente, apremiantes por fundirse en el beso más dulce que se pudiese dar en el apático siglo XXI.


Por desgracia una ciudad que definitivamente no era Roma, una temperatura invernal que imposibilitaba cualquier indicio de nevada, una canción arrítmica de una emisora nacional y el carácter defensivo-agresivo de Mickey se tragaron cruelmente sus expectativas. A pesar de ello le seguía pareciendo una travesía maravillosa por el simple hecho de estar junto a él.


El coche estaba sumido en un silencio sepulcral —de vez en cuando Emil soltaba alguna que otra frase insustancial que todos ignoraban, salvo por Sala, quien le respondía de vez en cuando—, que se rompió cuando, al pasar por un bache, el equipaje del maletero rebotó y dejó escapar un sonido animal.


—Emil —la voz de Mickey denotaba una paciencia que se había colmado hacía ya muchos años de forma permanente—, ¿me puedes explicar qué ha sido eso?


—La magia de la Navidad —respondió una voz más grave que la de Emil desde la parte trasera del vehículo.


Era la primera vez que el hermano de Emil abría la boca y, a decir verdad, a Mickey le resultó algo inquietante. Podía describir a esa "cosa" como una exageración de todo lo contario de su hermano: un adolescente tan callado y sobrio que, de no ser porque poseía una mirada digna de un psicópata, se fundiría con el entorno hasta desaparecer. La primera vez que sus ojos se encontraron sintió una oleada de desprecio tan intensa que se llegó a convertir en un escalofrío.


Definitivamente ese no era el tierno hermano mayor que Emi había descrito en innumerables ocasiones y mucho menos la ardilla hiperactiva que Mickey había esperado encontrarse. Si por un improbable capricho del destino la magia de la navidad resultaba ser un ser vivo —o su cadáver— encerrado en la maleta de Janik, Michele prefería no saberlo.


Y, como prefería no saber absolutamente nada más que su cuñado perturbado tuviera que decir, acotó la conversación con un sonoro "ahm", dejando así que Emil siguiera rellenando los huecos que dejaba el silencio de vez en cuando. Era impresionante cómo ese parloteo continuo podía llegar a ser ciertamente agradable.


Emil aprovechó los últimos minutos de viaje para repasar mentalmente todas las pautas que debía seguir en el transcurso de la cena, con todas sus advertencias y prohibiciones.


«Uno; sólo somos amigos.


»Dos; no preguntar por la señora Crispino.


»Tres; sentarse junto a Mickey y Janik.


»Cuatro; ser educado con el señor Crispino.


»Cinco; no comer como un cerdo.


»Seis; ser educado y cordial.»


Para cuando terminó su lista el coche ya había llegado a su destino y los dos ocupantes de los asientos de atrás estaban frente a la puerta principal. No necesitó preguntar por qué Mickey no había salido todavía del coche, y es que su semblante le respondió como un libro abierto. Reconocía esa expresión, esa angustia propia de cualquier patinador antes de hacerle frente a la segunda mitad de una competición arrastrando todo el peso de los fallos irreversibles de la primera.


En la interminable escalera que descendía directa al abismo de la desesperanza había sorteado el peldaño de la vergüenza para aterrizar con el pie derecho en el peldaño del pesimismo y con el izquierdo en el del arrepentimiento.


—¿Qué ocurre? —le preguntó y, ante la sorda respuesta del italiano se acercó hasta poder frotar la punta de su nariz contra la mejilla ajena—. No puede ir tan mal como piensas.


—Repíteme eso cuando me deshereden por maricón.


Sus palabras habían abandonado ese matiz agresivo para denotar algo más que el miedo. Era dolor, el mismo dolor que siente quien está cayendo a un lóbrego abismo y sabe que el suelo está ahí, a pocos metros de él, ansioso por devorarle.


—¿Eres maricón?


—Sí —murmuraron sus miedos, sus inseguridades.


—¿Eres maricón?


—¿No? —su voz, aún quebradiza, mostró una inflexión de seguridad.


—No. Sólo eres gay —le plantó un suave beso en la mejilla—, el más guapo de Italia.


Pretendía fomentar la vergüenza para que ésta se tragase cualquier pequeño atisbo de dolor, y creyó haberlo conseguido al ver un esbozo de sonrisa en su cara.


Cuando levantó la vista, en dirección a su hermano y a Sala, la chica estaba abrazando fervorosamente a quien debía ser su padre, empujándole hacia el interior de la casa mientras Janik hacía lo posible para favorecer ese empuje. Cuando vio al señor cayendo hacia atrás, llevándose todo el peso de su hija encima de su enjuto cuerpo, dio por hecho que debían salir ya del coche antes de que su hermano se uniese a ese sándwich humano.


Los dedos de Mickey tamborileaban ansiosos sobre el volante. Emil había oído que, antes de perder la calma o sosegarse se solía contar hasta tres.


Uno... Dos... Tres...


El ruido cesó casi al mismo momento en el que unos cálidos labios apresaban los suyos en un beso torpe, desastrosamente torpe, pero lleno de un agradecimiento que no se podría haber expresado con un simple "gracias". Era uno de esos besos que se rompían sin haber podido ser saboreados, de los que incitaban a querer más y dejaban una agradable sensación, una calidez reconfortante para el resto del día.


Ambos sonrieron complacidos y salieron del coche. Iban a superar esa estúpida cena juntos.


Cuando Emil entró, a paso ligero y una amplia sonrisa dibujada en su rostro, el padre de los mellizos ya se había levantado del suelo y trataba de entablar algún tipo de conversación con Janik, quien se negaba atentamente.


—Drž hubu! —repetía una y otra vez Janik, gesticulando de forma exagerada con los brazos, como si quisiese hacer comprender algo estúpidamente simple.


Emil reconoció instantáneamente aquella estrategia, siendo la misma que usaba siempre que obligaba al menor, de alguna forma u otra, a socializar con alguien que él consideraba desagradable o fuera de su estrecha burbuja social. Fingía no saber hablar más que en su lengua natal, el checo, y se mantenía al margen de toda conversación a pesar de entenderla a la perfección.


En esos instantes, lo que el padre de Mickey y el resto de su familia debían estar interpretando como un caluroso "hola" no era más que un desdeñoso "cállate".


—Lo siento —terció entre ambos—, sólo sabe hablar checo.


Janik asintió, satisfecho, y retrocedió hasta esconderse detrás de él.


—Se llama Janik, disculpe que sea algo tímido. Soy Emil —se inclinó hacia el hombre para darle un beso en cada mejilla. Temía recibir un rechazo inmediato, seguido de una mueca de incredulidad, pero esa vez google no le mintió al asegurarle que los italianos solían saludarse de esa forma y su saludo no quedó sin respuesta—, encantado de conocerle, señor Crispino.


—Llámame Francesco —sugirió solícitamente y, tras sonreírle al menor de los Nekola, añadió: —Me gustaría seguir charlando, pero el fuego no espera a nadie y, a no ser que os gusten las cenizas aliñadas, tengo que volver a la cocina.


Francesco podía definirse como el típico cincuentón que uno podría encontrarse en cualquier bar de barrio, reunido con sus colegas de toda la vida charlando sobre lo bien que les iba a sus hijos en la vida y lo rápido que pasa el tiempo entre cerveza y cerveza. Para testigo de sus suposiciones estaba esa barriga cervecera, tan características de la edad, apretada bajo su jersey de lana azul.


Cuando se dio la vuelta y desapareció por el estrecho recibidor la mirada de Emil buscó desesperadamente la de Mickey, encontrándola detrás del estilizado cuerpo de su hermana. Ni siquiera el indiferente Seung Lee podría haber sido capaz de obviar a Sala de la manera en la que él lo hizo.


«¡Bien!», una mirada fue suficiente para felicitarse entre ellos.


Emil avanzó por el pasillo, encabezando la marcha. Su hermano le tenía agarrado por la camiseta y, refugiado inocentemente detrás de él, daba la falsa imagen de un chico vergonzoso apabullado por una gran multitud. Su baja estatura, su alborotado cabello pelirrojo y las pecas que adornaban con gracia su pálido rostro no hacían más que ayudar a mantener esa mentira.


El salón era tan austero como el resto de la casa. En contraste con sus amplias salas la falta de ornamenta, a excepción del típico Belén y un árbol artificial olvidado en una esquina, le daban a la casa un carácter un tanto apático.


—Benvenuto! Michele, Sala! —una mujer menuda se lanzó a los brazos de la menor de los Crispino, fundiéndose en uno de esos abrazos eternos que se suelen dar en los aeropuertos.


De los brazos de Sala pasó a los de Mickey y, de los de Mickey, a los suyos. Hizo ademán de abrazar también a Janik, pero se quedó a mitad de camino y redirigió su atención a Emil.


—¡Nekola! Un verdadero honor conocerte en persona. ¿Te han dicho alguna vez que eres más alto de lo que pareces en la tele?


—De hecho...


—Oh, ¡mis modales! —le interrumpió, alarmada. Se colocó uno de sus largos mechones dorados detrás de la oreja y se atusó el moño—. Me llamo Gina, soy la prima de Sala y Michele.


—Él es...


—Janik, tu hermano. Sólo habla checo, un idioma precioso, por cierto. Hezký den! —Gina se giró, presuponiendo la expresión de sorpresa de sus receptores, y les guiñó un ojo—. Sé un poco de checo. Lo básico para la comodidad de nuestros invitados.


Emil se limitó a mostrar una sonrisa complacida, acariciando la cabellera pelirroja de su hermano como si de un perro se tratara. Estaba nervioso, quizás aún más apabullado que él por lo que casi se podría considerar un monólogo. Tanto él como sus padres habían tenido un miedo implacable a la reclusión social de Janik y los problemas que iba acumulando con el paso de los años, tratando inútilmente de mostrarle un mundo que él pudiese amar. Sin embargo, en ocasiones como esa, prefería ocultar a su hermano menor tras de él y defenderle de peligros inexistentes y caras afables.


La voz aguda de Gina, rozando el extremo de lo chillón, resurgió en un nuevo diálogo cargado de nostalgia con Sala.


Emil aprovechó ese momento para echarle un nuevo vistazo a la casa de los Crispino. Seguía pareciéndole un tanto frívolo e incluso siendo una cena navideña los invitados brillaban por su ausencia.


Una niña le observaba atentamente desde su asiento. Firme como un soldado y ataviada con un vistoso vestido de colorines daba cierto aire a una princesa. No una princesa como las de Disney, más bien una de las que organizaría una entrañable fiesta de té junto a una ejecución pública: "¿Tomará té, mi señora?".


A su lado, igual de firme y recto, unos ojos azules le analizaban parsimoniosos. A diferencia del resto de los Crispino, incluida la imitación de princesa victoriana, su piel era pálida como la nieve y su mirada aún más clara que la de Emil.


Se adelantó a saludar al resto de la familia, llevándose a su hermano —quien se había empeñado en agarrarse a su jersey y no cedía en su afán de hacerlo— prácticamente arrastrando hasta ahí.


—Tú debes ser...


—Usted.


—Usted —se corrigió—, ¿el marido de Gina?


—El mismo.


Frío como el hielo, aquel hombre trajeado le mantuvo una mirada carente de cualquier emoción incluso cuando se estrecharon las manos, de la misma forma que su hija, quien ni siquiera le devolvió el saludo más que por una burlesca mueca infantil. Sorprendentemente los mellizos tuvieron el mismo recibimiento que él, e incluso Mickey parecía decepcionado.


—¡Ágata! ¡¿Qué modales son esos?! —la madre, escandalizada, recorrió el pasillo a grandes zancadas. Los tacones impedían que sus movimientos fuesen medianamente fluidos, pero le daban un aire aún más severo.


La niña no modificó su expresión más que para repetir el gesto con aún más ahínco. Se escabulló por debajo de la mesa, la cruzó gateando y desapareció por la puerta de la cocina. Cuando volvió estaba detrás de su abuelo, agarrándose a su pierna con una sonrisilla triunfal. Emil había escapado airoso de incontables castigos de esa misma forma: refugiándose de la ira maternal en los indulgentes brazos de su tan amado padre.


Pero esos casos eran totalmente distintos, ya que él jamás tuvo a un primo que le arrancase a tirones de su protector. Por desgracia para ella, Ágata sí lo tenía, y Mickey no se dejaba ablandar por pucheros estúpidos —salvo por los de Emil, y en ocasiones muy puntuales—. Le agarró de la oreja hasta asegurar que se tornaba de un color rojizo antes de soltarla y de esa misma forma le obligó a pararse frente a Emil.


—Mocosa descarada —le dio un tirón, provocado un gemidito por parte de la pequeña—, pide perdón si no quieres que te arranque la oreja.


El resto de los invitados parecían acostumbrados a escenas similares y, ajenos a toda discusión, optaron por empezar a servir los entrantes. Ágata lloriqueaba y gimoteaba con cada tirón de oreja, pero mantenía esa postura que denotaba demasiada altanería para una niña tan pequeña.


Tratándose de Mickey podría considerarse un trato normal, suave incluso, pero para él no dejaba de ser cruel.


Movido por un instinto paternal y un sentimiento de culpa se arrodilló ante ella y le limpió las lágrimas con suaves caricias. Mientras lo hacía, Ágata no hizo más que retorcerse y lanzar dentelladas en fallidos intentos por morderle.


—Mi coronel, pido permiso para liberar a la princesa —imitando un tono militar, liberó a la niña del estricto castigo de su tío—.


Ella, con desdeñosa vergüenza, le dedicó una última mirada despectiva a Emil antes de volver a refugiarse debajo de la mesa. Por otro lado, Mickey le dedicaba una mirada aún peor, aunque duró poco, y una sutil sonrisa se hizo dueña del hermoso rostro del italiano.


—Te has pasado —le renegó Emil, y fue respondido por un bufido que, en teoría, era similar a un reniego.


—Debería hacer lo mismo contigo, créeme.


Emil le creía; es más, se preguntaba cómo es que jamás se había llevado un tirón de orejas de parte de Mickey. Emitió un suspiro, casi de resignación, y se giró para comprobar que nadie les estuviese prestando la suficiente atención como para sospechar que estaban tonteando.


Sólo Sala les observaba con cierta sorna, sentada junto a la pequeña princesa quien, disimuladamente, les miraba de reojo mientras trasteaba el mando de la televisión con sus manitas de porcelana.


«¿Qué podría salir mal?», se preguntó Emil, confiado de que sus encantos y su suerte estuviesen a su favor en aquella cena.


Sin embargo, a su lado, un cohibido Mickey seguía preguntándose qué NO podría salir mal.


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