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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 2: Raramente feliz

Cuando me quedé solo, me sentí libre de ojear la habitación. No estaba nada mal, incluso resultaba más grande de lo que había esperado. Suspiré y me dejé caer en la cama. No podía recordar cuándo fue la última vez que me sentí lo suficientemente cómodo como para quedarme en un sitio por más de una noche. Esperaba poder quedarme allí por más tiempo del indicado, ya que había pagado por adelantado y no estaba defecando dinero para mudarme de nuevo. 

Respiré suavemente, llenando mis fosas nasales con aquel agradable aroma que desprendían las sabanas de la cama. Cerré los ojos y pensé en mis padres; en aquello dos personajes que una vez estuvieron orgullosos de mí. Me pregunté si todavía estarían buscándome o si todavía recordarían a un hijo que huyó ante la tempestad.

No era digno de ellos... 

"No tiene caso pensar en esas cosas" razoné ensimismado, abriendo los ojos y mirando aquel techo que nada tenía de familiar. Mi exilio era voluntario y no le echaba la culpa a nadie de mis decisiones. Al y al cabo, todo era culpa mía. Y siempre lo sería...

Me levanté de la cama, bostecé y comencé a desempacar mis cosas. Resultaba extraño para mi desempacar para vivir en un sitio. Yo no sabía cómo estar en un lugar. Ni siquiera sabía cómo estar conmigo mismo. Muchas veces se sentía como si no estuviera cómodo en mi propia piel así que procuraba mantenerme ocupado la mayor parte del día para evitar pensar. 

Una vez terminada la tarea, me di cuenta de que tenía que salir de esa madriguera para saludar a mi compañero de casa. Sabía que los elementos para un convivencia exitosa era llevarse bien con el dueño, pero a mí siempre me ha costado mucho socializar. Y para ese momento en que el mundo me importaba muy poco, socializar era la menor de mis prioridades. Pensé en echarme en la cama y dormir, pero luego la conciencia me hacia hincapié en mi falta de educación. 

Más por fastidio que por realmente querer hacerlo, salí de la habitación con la intención de hablar con el chico y comentar cómo estaba el clima y toda esa mierda del calentamiento global. Conversaciones tan aburridas como yo. 

Primero, me asomé por la rendija de la puerta, esperando no encontrarlo detrás de la madera. No sé, soy medio paranoico y tenía la sensación de que el muchacho podría estar detrás de la puerta, con la oreja pegada en la madera, tratando de averiguar qué hacia yo en mi nuevo cuarto. Pero detrás de la puerta no había nadie. 

Saqué la cabeza, mirando de derecha a izquierda para cerciorarme que no existía ningún moro en la costa. Y no. No había nadie. La sala se encontraba tan sola como mi vida en general. Aliviado, terminé de salir a cuerpo completo, oyendo unos alegres y distraídos silbidos que provenían desde fuera de la casa. Entonces lo recordé; él había dicho que estaba lavando, así que supuse que eso era lo que todavía hacia. 

Con la curiosidad de quien no quiere que lo pillen haciendo nada malo, me acerqué a la puerta que daba con el patio trasero y espié por el resquicio. Y allí lo vi, lavaba la ropa a mano, en una batea de cemento, bajo el techo de una choza que le servía para resguardarse del inclemente sol.  

"Así que es un prostituto" pensé sin motivo aparente, más bien sin poder creerme que esa fuese su profesión. 

Sinceramente, él no tenía cara de andar vendiéndose en las calles, pero para ser honesto nunca había estado cerca de un sexo-servidor, al menos no uno que fuese hombre. Contemplé su cuerpo menudo que parecía aparentar menos de lo que yo le calculaba, su cara de expresión divertida, sus ojos. 

Y me inquietó darme que, pese a que lavaba con entusiasmo, su mirada parecía estar en otro lugar, uno muy lejano. "¿Dónde estará?" pensé y casi al instante de haberlo pensando, como si sintiese mi mirada sobre su persona, miró en mi dirección. 

"Mierda"

Me escondí rápidamente entre la pared y la puerta, como si fuese un niño al que han pillado robando las galletas. Me sentí estúpido, y ya de por si lo era. Me reprendí mentalmente. Él no me había visto. Claro que no. Yo ya estaba escondido antes de que me dirigiera sus ojos. Evité chasquear la lengua porque realmente estaba siendo muy infantil. Una parte de mí me decía que debía hablarle, que eso no era malo. La otra parte se negaba a ceder. Así que allí me encontraba, debatiéndome en ir o no ir a saludarlo.

—¿Vas a estar escondido todo el día allí? — inquirió con tono divertido. 

Volvía  a mirarme risueño, como si fuera brujo y supiese que lo estaba estudiando. Sus ojos se clavaban como cuchillas en mi piel, viendo más de lo que se podía ver a simple vista y más de lo que yo quería que viera.

Fruncí el entrecejo; turbado y extrañado. 

Pues así, todo confuso e ignorante, salí de mi escondite y en su dirección, mirando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. El patio trasero era amplio y bastante desierto. Nada de arboles grandes, ni de jardines, solo algunos trastos viejos. Solo había un piso amplio, verde, liso, y más allá tierra seca y polvorienta. 

Luego me fijé en él, el chico que era prostituto, el muchacho que tenía nombre de demonio; había dejado de lavar por unos segundos y seguía observándome fijamente, sin importarle si aquel gesto resultaba grosero, sin pestañear siquiera. Sus ojos casi almendrados eran claros a la luz del sol y parecían dos  lagos; transparentes y profundos. Intensos. Fríos. Indiferentes... Eran unos ojos inteligentes. 

"Definitivamente no me gustan esos ojos" pensé algo perturbado por aquella mirada tan fija en mí. Y como si pudiera leerme la mente, quitó su vista y volvió a su quehacer de lavar aquellos zapatos viejos. 

Un poco más tranquilo, llegué hasta él, manteniendo un metro de distancia. 

Se prolongó un silencio, de esos que parecen eternos. No era un silencio incomodo, algo de lo cual me forzara a hablar. Era más bien un silencio sordo, como si te sumergieran dentro del agua. ¿Cómo podría explicarlo? ¿Saben de esos silencios que de repente llegan, sin  avisar antes ni decir nada después? De esos que parecen que el mundo se ha quedado sordo, sin una gota de ruido. Silencio. En mute. Casi como el blanco y el negro. De los que quedan al cortar una flor, de los que perduran después de un funeral, de los que insiste en quedarse después en el pensamiento. Te hace sentir como una pepita dentro de una inmensa sandia. 

El caso es que allí estaba él, el prostituto, y estaba yo, el fracasado, contemplando en silencio el acompasado movimiento de sus brazos que se esforzaban por sacarle la mugre a los zapatos. 

—¿Has encontrado algo que te guste? —me preguntó de la nada. 

—¿Cómo dices?—parpadeé confuso

—Eso; que si has encontrado algo que te interese.

—Sigo sin comprender.

—Es que como has estado mirándome todo el rato, pensé que buscabas algo interesante en mi —la naturalidad de su voz me indicó que no era la primera vez que alguien lo veía fijamente. Me mantuve en silencio sin saber qué decir.

Sentía sus ojos clavados en mí, esperando una respuesta convincente. Me removí en mi sitio, casi incomodo. Levanté un poco la vista, solo para ojear si se estaba riendo de mí o si estaba enojado, pero solo encontré un rostro despreocupado.

—Entonces... ¿Qué es lo que miras? —insistió. 

No fue una pregunta exigente, tampoco una llena de molestia, era más bien una pregunta curiosa. Tal como preguntarse por qué los pájaros vuelan y nosotros no. Fijé la vista en los zapatos que él lavaba preguntándome eso mismo: ¿Qué miraba? 

Incluso dos años más tarde, seguía sin encontrar una respuesta convincente...

—No tengo idea —confesé con sinceridad.

—¿No tienes idea? —Él rió un poco, bajito y espontaneo. Una risa alegre. Dientes bonitos y ojos brillantes. Supongo que mi respuesta tenía su gracia—. Es la respuesta más extraña que me han dicho —me regaló una sonrisa comprensiva y tranquila; tibia como agua al sol—. ¿Y de qué trabajas? Porque supongo que trabajas, ¿No? Si no, cómo me pagarías la renta.

—Trabajo en una escuela. Soy bedel. Conserje si lo prefieres. 

—¿Te gusta lo que haces? 

—Supongo...—él continuó haciéndome otras preguntas, para conocerme. Sin embargo, yo no quería que me conociera. No quería que nadie lo hiciese. Así que respondí con monosílabos. Respuestas automáticas. Concretas. Supongo que se dio cuenta de que yo no era muy abierto. 

—Eres muy serio, no pareces hablar mucho. 

—Yo soy así.

—Ah, entiendo... —dijo tranquilo, decidiendo darse por vencido al ver que no era muy hablador

— Voy a descansar un rato —me excusé, queriendo ya estar lejos de su presencia. 

Soy una criatura de hábitos solitarios. Soy así desde siempre. Introvertido. Callado. No me gustaba que la gente husmease en mi vida porque yo no husmeaba en la de nadie. 

Aquella noche no pude pegar el ojo. Siempre me pasaba lo mismo cada vez que llegaba a una nueva residencia. Habituarme era cosa de días, y hasta entonces sólo podría dormir escasas horas hasta que mi cuerpo aceptara el cambio. Por eso, no era raro que aun estuviese despierto en esos momentos. Como si fuese cosa del destino. 

Me encontraba solo en aquel lugar. Luzbel se había ido hacia mucho a su trabajo. Y pensé, dado a la naturaleza de su profesión, que llegaría más tarde, tipo seis de la mañana. Pero no. En realidad llegó a las tres de la madrugada. Y a partir de entonces, esa hora en específico marcaría una diferencia en mi vida. Se convertiría casi en un ritual de espera. En mi memoria siempre estaría presente ese tiempo como el momento de su llegada. Un detonante. Un aviso. Parecido al de las hojas marchitas que avisa que el otoño está por llegar. 

Justo así... 

Lo escuché ingresar a la casa. Sus pies arrastrándose por el piso en un gesto de flojera. O de cansancio. Quien podría saberlo... Dejó las llaves a un lado, en la mesa quizás. Fue un chasquido quieto. Muy silencioso. Y luego una puerta cerrándose, supuse que la del baño. A lo mejor, cada noche cuando regresaba, se daba una ducha para retirar el olor nauseabundo de sexo vendido. 

Yo me mantuve en la cama, esperando que saliese e ingresara a su propio cuarto. Que apagase todas las luces y se rindiese a los brazos de Morfeo. Entonces, quizás, podría dormir un rato. Me resultaba difícil dormir cuando sabía que había alguien deambulando en la casa. Una extraña manía que tenía. 

Y así pasaron fácilmente treinta minutos. Supuse que a lo mejor no oí nada de cuando salió y él ya estaría metido en su cama. De modo que no corría riesgo si iba al baño. La verdad, no quería encontrármelo. No quería hacerle ningún tipo de pregunta. Sólo quería ir al excusado y evacuar mi vejiga. Pedía a gritos ser vaciada.

Al levantarme, el piso frío me recibió. Aun así, no me puse chanclas, me gustaba el frío, en especial el de la mañana; Ese era un frío que dolía en la piel, me resultaba inexplicablemente reconfortante. Me dirigí al baño, tratando de hacer el menor ruido posible. Dentro todo estaba oscuro y encendí el interruptor. Ahogué una exclamación porque él estaba allí, el chico prostituto, el llamado Luzbel, sentado en las baldosas. 

Ni siquiera se movió al verme entrar, parecía muy concentrado en observar la herida en su muñeca. Porque si, estaba herido; esos moretones en sus brazos no estaban en la tarde. Ni ese hilito de sangre en sus labios era por mero adorno. Ni mucho menos la herida de su muñeca era maquillaje.

Respiré un poco, medio aliviado - medio asustado, y avancé hasta el inodoro. No dije nada. Aquello no era de mi incumbencia. Pasé por su lado, tratando de ignorar esa imagen tan lamentable del chico extraño. Empecé a orinar incomodo. Pensé que iba a pedirme algo así como ayuda. Pero no. Él no parecía dar señas de pedir ayuda. Quizás, era el tipo de persona que no pide auxilio o simplemente dejó de pedirlo. Por si no lo sabían, hay gente que se cansa de gritar y Luzbel parecía de esos. 

Terminé de orinar y me encaminéa la salida. Él seguía allí, sin moverse, sin quejarse, sin pedir ayuda, mirando su sangre que manchaba el suelo a sus pies desnudos. Yo sentía algo que tiraba de mí, algo así como deber de ciudadano. 

"No debo involucrarme" me decía, tratando de convencerme mientras regresaba al cuarto. "No debo de hacerlo" me repetía una y otra vez. "Deja de pensar en eso, Franco

Yo no quería preguntas, ni reproches. Prefería el silencio. Sin embargo, todo dentro de mí era puro ruido. Algo parecido a la estática me zumbaba en los oídos y me hacia apretar los dientes. Mi pulso delator de vida me exigía que diese la vuelta y regresara a socorrer a aquel muchacho. 

"No, no debo de ayudarlo. Preguntará «¿Por qué?» y no quiero

Y mientras pensaba una cosa, hacía otra, pues inconsciente e insensato, ya estaba cogiendo el maletín de primeros auxilios que siempre mantenía conmigo. Significaba una cruz para mí y aun así lo conservaba. Como esos males necesarios que debemos acarrear. 

Salí apresurado y llegué del mismo modo al baño, para socorrerlo tal como un día lo hice con los pacientes de mi pasado. Nada más agrio que recordar cosas que resultan desagradables. Me arrodillé junto a él y procedí a curarlo. Era una laceración casi profunda, necesitaba de algunos puntos. Tomé la aguja y comencé a morder su piel lastimada, desnuda... cerrando, cociendo. 

Luzbel no lloró, no tenía porqué hacerlo. Tampoco se quejó porque él era fuerte y no quería hacer ruido. Él no dijo nada, tan solo se dejó curar.

Y después del silencio, llegó la pregunta. 

—¿Dónde aprendiste a coser?

—Sé muchas cosas sobre medicina —admití nervioso, se me daba muy mal mentir, sobretodo a él que parecía ver a través de mí. 

— ¿En serio? ¿Por qué?

—Antes era doctor.

—Dijiste que eras bedel.

—Lo soy, pero antes no. Antes era doctor. Trabajaba en un gran hospital —las palabras salieron volando sin mi consentimiento, semejante a un muñeco al que dan cuerda y suelta las frases que se supone que debe decir. Puede que él fuese de esas personas que uno se encuentra así, de repente. De esas que le sacan las palabras sin uno darse cuenta.

—Vaya, de médico pasaste a obrero. Pensé que las cosas pasaban al revés —dijo mirándome a los ojos, dejando relucir una sonrisa divertida—. Realmente eres un fracasado.

Eso sí que dolió. 

Bien, yo sabía que lo era, pero una cosa es que lo supiera y otra muy distinta es que me lo restregaran en la cara, cabrón. 

 


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