Aún puedo recordar la sonrisa de mi madre cuando cantaba al son de la música observando la ventana, como si gustara de perderse en el mundo en su cabeza que, por supuesto, estaba empeorando. A mi padre que preocupado le veía y procuraba no dejarme a solas con ella.
Era confuso, pasábamos ciertas horas de la tarde acompañándola en su habitación y ella no notaba la presencia de mi progenitor que compartía ciertos rasgos conmigo, una cabellera celeste y una piel pálida acompañado de esos ojos turquesa característicos, pero sin una pizca de brillo en ellos. A quien sonreía era a mí y me afectaba, sus ojos profundos juraba podían ver hasta mi alma y quemarla.
¿A dónde se había ido mi madre? Aquella que jugaba junto conmigo y colocaba flores del jardín en mis rojizos oídos en primavera, se convirtió en un alma penando con su cabello castaño desgastado en la oscuridad de un cuarto.
A mi corta edad no comprendí del todo el cambio abrupto en mi vida, cuando un anochecer no la encontraba. Mi padre, con ojos llorosos tomo de mis hombros -Ya no está con nosotros, Tetsuya- musito en un murmuro quebrado y lleno de dolor. ¿Por qué? Me hubiera gustado preguntar pero a pesar de ser del todo un niño entendí que aquella figura fuerte que se estaba desmoronando en segundos no lo soportaría. ¿Por qué? Me volví a preguntar cuando vecinos del lugar no me dejaban entrar en casa y veía luces parpadeantes por todas partes, personas moviéndose de un lado hacía otro y tan perspicaz como juraría ya no querer serlo, di con el motivo tras ver a esos mismos hombres moverse hacia afuera con una camilla moviendo lo que sería una bolsa negra que contenía dentro de ella a una persona, cual más si solo yo y mi padre vivíamos ahí. No era yo esa persona, a mí me sostenían del brazo como si fuera a salir corriendo a encontrarme con él. Y sin embargo ese impulso no nació dentro de mí. Cobarde.
¿Acaso para mí se avecinaba una vida miserable? No tenía hermanos ni familiares que se hicieran cargo de mí, por lo cual lo más conveniente fue echarme a un orfanato en donde como mi madre, perecí en una ventana sintiendo mi mente quebrarse, invisible y perseguido por esos recuerdos que, aunque no hubiera sentido la profundidad de ellos, me provocaba el helar de mi espalda como un frio invierno.
Gustaban de evitarme y los más valientes acosarme. Repetían constantemente que mi falta de conocimiento sobre ellos aumentando mi careciente presencia era motivo suficiente para tenerme como principal culpable de aquellas muertes. Las cosas como son y como aquella señora de malos rasgos y cabello agarrado en coleta negra e innecesariamente largo, me recordaba cada que tuviera la oportunidad.
Por mi culpa ellos murieron, yo fui el culpable, yo los mate.
Mi cordura sabía la verdad en esas palabras, y no eran ciertas, solo era un mártir de una vida que no merecía en absoluto. Ellos no conocieron el peso en el pecho de ambos varones de esa casa cuando las crisis de la mujer que me dio la vida crecían tan rápido como el alcoholismo de mi padre. Las cosas salieron de control y con mis manos de infante no pudo evitarlas sino ser el primer espectador de esa torre de mi vida que estaba cayendo y yo me encontraba en la cima de esa gran caída.
Mi pubertad y adolescencia al contrario de lo que creían todos no se llenó de pensamientos suicidas, ni de preguntas sin responder o mejor dicho no me cuestionaba para no tener que buscar. Una persona callada y sin expresión, se referían a mí cuando alguien mostraba interés en llevarme a sus casas, como si quisieran evitarles a esas personas el desagrado que quizás causaba. ¿Pero que no lo más conveniente era librarse de mí? O la jugosa cantidad de dinero que recibían por cuidarme tras ser el único lugar que quiso aceptarme porque las cosas cambian de valor cuando han presenciado la muerte.