En una tarde lluviosa de invierno, Dean y Cas se encontraban en el salón jugando a los vídeojuegos, porque el patio trasero, el barro y los charcos de agua que se formaban en el césped estaban prohibidos para ellos. Los niños eran vecinos, compañeros de escuela y los mejores amigos. Así que pasaban la mayor parte del tiempo juntos.
Es por eso que Castiel notó que Dean se comportaba extraño y un poco nervioso.
—Dean—llamó preocupado. Dean se sobresaltó y perdió su partida de Mario Kart—. ¿Estás bien?
—Si, Cas...
—¿Me dirías si te sucede algo?
—Yo... espera aquí—le pidió. Dean se levantó del sofá y subió las escaleras hacia su dormitorio. Cas no tuvo tiempo de reaccionar porque después de unos minutos, el niño bajó con apuro y se paró frente a él—. ¡Feliz semana de la Dulzura!
El niño de ojos azules observó que su amigo sostenía entre sus manos una pequeña caja envuelta con papel de colores y atada con un moño dorado. Inclinó su cabeza y parpadeó.
—No te entiendo, Dean.
Dean rió al ver como Cas juntaba sus cejas en completa confusión. No podía ser más despistado.
—¿No te acuerdas? te lo conté en la clase de la señorita B. Un dulce a cambio de un beso.
El rostro de Castiel se iluminó, recordando las palabras y el entusiasmo que Dean tenía en aquel momento.
Miró nuevamente la caja y su rostro se sonrojó.
—¿Tú compraste dulces para mí?
—Si. Los compré con mis ahorros—respondió orgulloso—. Fui a la tienda de Gabriel y elegí la mejor golosina del mundo para ti—claro que Dean no le diría a Castiel que su mamá había hecho la mayoría de las cosas, mientras que él y Sammy se dedicaban a probar los dulces que se presentaban en las diferentes estanterías.
Cas abrió su boca sorprendido y emitió un suave «Oh» ante la actitud adulta de su amigo.
Agarró el presente y por unos segundos lo resguardó contra su pecho. Era un hermoso gesto. Cas se acercó y en un movimiento torpe, sus labios cubrieron la mejilla pecosa del otro niño en un rápido beso.
—Gracias, Dean... ¡Feliz semana de la dulzura para ti también!
—De nada, Cas—contestó alegre. Ahora era su turno para ruborizarse y sonreír tímidamente.
Castiel compartió su regalo y los dos amigos comieron los caramelos antes de seguir jugando.