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Dancing Over Water Lilies por CrawlingFiction

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Dancing Over Water Lilies

 

Capítulo 2: Hermoso mentiroso

 

 

 

Un grito se atoró a su garganta, manteniéndose agazapado debajo de la mesa con los ojos bien abiertos de impresión. Otro rugido hizo estremecer el interior del cobertizo y terminar de tirar al suelo los cuencos sobrevivientes con estrépito. ¿Cómo podía ser posible?, ¿era un sueño? Frotó sus ojos con los puños, pero ahí se mantenía esa estampa aterradora por lo real que se había tornado. Dos dragones combatían encarnizadamente a zarpazos. Eran esbeltas criaturas de dos metros y medio con cola de serpiente, poderosas patas traseras de tigre, cuernos de ciervo, nariz de perro, alargados bigotes de pez koi, melena de león y garras de águila, que se perdían rápidamente de su visión por la violencia con la cual se atacaban. Uno de ellos, recubierto de escamas rojizas y flecos de fuego, intentaba por todos los medios arrojarse hasta el rincón donde estaba escondido, pero el otro, de azul plata y melena semejante a las corrientes del océano, le bloqueaba el paso dejándose rastros de pellejos en sus garras. Un acertado porrazo alcanzó al dragón azul, desplomándose al suelo con un sollozo lastimero cuyo eco le erizó los vellos en punta. Vio fugazmente a sus ojos entrecerrados; su aura, su alma, estaba reflejada en ellos como espejuelos de manantial.

 

El dragón de llamas doradas cayó en picada hacia él abriendo las fauces. Sin pensarlo alcanzó la lámpara a sus pies y se lo lanzó al hocico explotando en una llamarada inflamable. El dragón azul de un coletazo se impulsó al aire, llevándoselo hasta el techo y chocando ambos removiendo los cimientos del cobertizo. En un enredo de colas y rasguños salieron despedidos por la puerta destrozando la entrada y volando cielo arriba. El inquietante silencio oscuro y el pesado olor a grasa quemada sólo quedaron. Luchando para poner los pies en movimiento corrió hacia el bosque siguiéndoles la pista. Mirando a lo alto de las copas escuchó un quejido y el estruendo estrepitoso de ramas quebrándose por algo pesado estrellarse en un claro. Las urracas y los cuervos por igual revolotearon espantados en círculos volviéndose la guía. La buena y la mala suerte rondando en aleteos. Con puñal en mano arrancó hasta el claro bordeado por un arroyo tachonado de nenúfares rosas, encontrándose con un cuerpo humano y maltrecho.

 

—¡TaekWoon! —exclamó asustado rodeando sus hombros. No obstante, se puso de pie con torpeza, conteniendo la sangre que escurría de su abdomen con el brazo— ¿Adónde se fue?, ¡no te muevas, estás herido!

 

—Está muy lejos de aquí. Estoy bien —murmuró zafándose de su agarre.

 

—¡No estás bien, tenemos que ir con la curandera! —jaló de su brazo dispuesto a llevarle así fuera a cuestas.

 

—¡Déjame! —gritó soltándole de un empujón, haciéndole caer al suelo arenoso— ¡No puedo ir!, ¿no viste eso? ¡No puedo! —lloró exasperado. HongBin se quedó en silencio mirándole a los ojos. Esquivo caminó y se sentó a las orillas del estanque. Dudoso le siguió, sentándose a su lado. Con la frente sobre sus rodillas le escuchó sollozar— Lo siento, yo… Es sólo que, ¡maldita sea! —masculló deshaciendo su escudo de piernas y brazos y tomando un guijarro lo lanzó al agua— No entiendes.

 

El silencio que les sumió era ligeramente alterado por el graznido de las aves arriba.

 

—Quiero hacerlo —miró hacia los nenúfares, empujados lejos por las ondas que expandían sobre la transparencia— Quiero entender..., ¿qué?, ¿qué fue eso?

 

—Si voy a tu jodida choza el maldito ese que viste se encargará de hacerles brochetas —explicó sin rodeos. HongBin asintió quedo, sintiendo un nudo al estómago por apenas imaginarlo— No puedo ir. Mientras me mantenga alejado en este bosque no les pasará nada —prometió al darse cuenta de su cuerpo tenso.

 

—¿Él fue quién te atacó anoche? —preguntó siendo otra vez el silencio la respuesta— ¿Qué pasó? Y…, ¿quién eres, TaekWoon? —alcanzó su mano despellejada siendo rechazado nuevamente. Del dorso sobresalía un delgado hueso en fractura atravesando la piel. Las magulladuras a su rostro y su abdomen desgarrado eran una estampa dolorosa. Por su respirar agitado sabía que lo podía sentir. Podía sentir dolor, pero no podía morir.

 

—No soy como tú, niño —bufó dándole la espalda.

 

—No me das miedo —replicó recibiendo ahora sus ojos dudosos. De repente, como otro destello de cometa, parecieron brillar con viveza. Parecían brillar de esperanza— Me protegiste, alguien malo no haría eso —afirmó vehemente.

 

TaekWoon regresó su atención al nenúfar que encalló en la orilla terrosa, tomándolo entre sus dedos;

 

¿Quién soy?

 

Trescientos veintiséis años, de los cuales, el primer siglo ni lo vislumbró siquiera.

 

¿Ahora?

 

Ahora cuánto hubiera deseado poder morir.

 

Ver aldeas ser arrasadas, ver niños nacer, ancianos morir, flores marchitar y robles perdurar. Sólo el tiempo marchaba inexorable, mientas él seguía con ese mismo rostro de veintitantos años que ya le enfermaba ver al reflejo de los pozos.

 

Jamás volvería, y dolía más que cualquier otra cosa.

 

Morir y volver a existir, abriendo los ojos y dando su primera bocanada ahogada de aire en otro envase, en otro micro universo que no le era propio. Siendo una rosa, siendo un pájaro libre, siendo un bebé entre los brazos amorosos de su madre. Cualquier cosa era mejor que resurgir en esto, en un espíritu errante por la eternidad.

 

Un imogi* rastrero, alimentándose de ratas y ocultándose en los agujeros de los árboles pútridos deseando dejar de respirar.

 

Una promesa ofrecida por un tigre, cuyos ojos ámbar centellaban sabiduría y humanidad, le confiaron un futuro menos mísero. Sólo debía cumplir tres retos de coraje;

 

—Si cumplo los tres retos, ¿cuál deseo me concederás?

 

—¿Qué es lo que anhelas de corazón?

 

—Morir

 

—Trato hecho

 

Sin un atisbo de miedo, se decidió a recorrer mares, montañas y lagunas. Conociéndose entre espíritus y reflejos incómodos a los charcos. Vagabundo centenario aguardaba al llamado de su primer obstáculo.

 

En una noche sin luna el grito de un niño le despertó de su sopor sin sueño real. Se estaba ahogando en la laguna. Siendo impulsado por una fuerza que desconocía de su aura lánguida se arrojó al agua sin saber nadar, rescatando al chico en una captura de sus fauces.

 

“Ir a la ayuda de los demás sin temer; un corazón puro, carente de egoísmo. Al acudir a auxilio las patas crecerán, señal de tu voluntad”

 

El pequeño abrió los ojos de golpe vomitando agua a orillas de la profundidad que lo quiso engullir. El pequeño dragón rastrero parpadeaba asombrado consumiendo su angelical imagen a recuerdos. El chico que no parecía asomar más de doce años le miró. No le temía. Sus destellos cafés susurraban gratitud. Era un monstruo, una serpiente nauseabunda que aspiraba ser menos horrenda, que aspiraba ser como ese niño que le miraba fijamente, con mayor valor que la que él podría tener jamás. Curioso estiró la mano hacia adelante, palpando su cornamenta de ciervo.

 

No tenía miedo.

 

Una lanza atravesó su cola. Los gritos de los aldeanos aterrorizados asomaron de los matorrales, atacándole como la escoria que era. Escurridizo huyó bosque adentro ocultándose entre los árboles. Podía escuchar esas maldiciones, los sollozos de pánico y repudio, y por debajo de esos ecos deprimentes, la vocecita del niño defendiéndole como su héroe.

 

Rompió en llanto. Pudo llorar después de tanto. Con lágrimas que pudo deshacer entre sus zarpas engarrotadas y temblorosas.

 

Habían crecido.

 

“Al mar adentro caerás, en búsqueda de la joya perdida. La más hermosa, la que sea digna de ataviar un emperador. Si el oro sabio llega a ti, el oxígeno no será impedimento”

 

Al abismo acuático se arrojó ondeando su cuerpo hasta la presión y la carencia quererle aplastar. Las sombras de las bestias marinas que le espiaban no le detendrían. Entre corales muertos vio centellar un ónix bordeado de oro blanco, más la joya que parecía capturar el universo dentro sus paredes cristal no le cautivó. Había algo más hermoso que eso, al fondo del mar.

 

Gruñendo asfixiado sobre la playa del inmenso y solitario mar del Este apretó la modesta argolla con una minúscula gema en su centro. Una alianza de amor.

 

Faltaba uno, para así poder morir.

 

“Sólo un salto de fe al yeouiju* que caiga del cielo te concederá la voluntad de la creación”

 

Un destello de oro puro arrojado al vacío, con el viento azotar su melena lapislázuli, con los ojos entrecerrados y las torpes patas estiradas con sus tres garras anhelando alcanzar el orbe. Iba a estrellar al suelo, no lo iba a lograr, ¿este sería su destino?, ¿sentir morir, pero seguir respirando hasta que la agonía se desvaneciera y sus heridas curaran?, ¿o era un engaño? No alcanzaría el orbe, y al no lograrlo moriría. Sonrió cerrando los ojos. Incluso como un cobarde aceptaría benevolente ese hermoso destino. Cerrar los ojos para la eternidad; cerrarlos y sumirse en lo negro y desconocido. Cayendo vertiginosamente al suelo rocoso capturó el pequeño orbe entre sus garras y un destello blanco cubrió su cuerpo. Chocó contra el barranco, con el estruendo de sus huesos rotos inundar de ruido y sangre sus sentidos.

 

Jadeando y malherido se revolcó pesadamente hasta mirar el cielo estrellado. Cubierto en sangre negra y espesa, como volver a nacer. Resoplando agónico y débil, como volver a morir. Estiró tembloroso su pata quebrada en pedazos, de ahora cuatro garras de águila real, hacia arriba. El yeouiju centellaba como cúmulo de gemas bajo el mar, luciendo precioso pese a la sangre que lo salpicaba. Reparó como le permitía la sangre derramada en sus escamas, las cuales reflejaban la luz de la luna como pequeñas hojas de plata prístina, en su figura esbelta de serpiente y en su melena de fiera coronada con cornamenta de ciervo joven. Entrecerró los ojos, perlados de dolor. Apretó las fauces hasta casi quebrar sus dientes, conteniendo los espasmos de sufrimiento.

 

Era un dragón.

 

Su deseo sería concedido, volvería a ser mortal. Podía hacer y deshacer el universo a su antojo y derrocharía ese deseo en no existir. Ese era su salto de fe. Con el orbe entre sus garras podría hacerlo.

 

Pero el astuto tigre de bengala blanco le tenía otro concepto de mortalidad; un destino plausible. Una razón para coexistir con la desdichada eternidad.

 

Desde siglos atrás, cuando las primeras civilizaciones se asentaban en la península, las deidades se ofrecieron serviciales a asegurarles el florecer de las semillas; y de un futuro próspero controlando las lluvias, los vientos, los cauces de mares y ríos y la fecundidad de la tierra rica. Los humanos a cambio ofrendaban adornados templos a las riberas, junto a su adoración y fe desbocada en súplicas para la protección de los pueblos y sus cultivos.

 

Vagando por los bosques de su santuario veía a lo lejos niños espiar y cuchichear asombrados detrás de los arbustos. Más de uno atrevió a acercársele, más de uno tiró entre risitas de sus largos bigotes blancos. Y muchos más atrevieron a subirse a su lomo para sobrevolar las copas de los árboles, enseñándoles sabiamente el mundo que pudo conocer a pies de altura. El dragón protector de las aguas que coexistía tranquilamente con la naturaleza y la Humanidad como el dios que era, y a su vez, como el ser vivo que anhelaba volver a ser.

 

Pero el tiempo pasó sin perdón, volviendo conucos grandes sembradíos, los rumores en mitología y los niños que jugaron con él en tristes tumbas ya sin flores. Pero, seguía existiendo, sentado bajo la luna y frente a su laguna predilecta, observando los nenúfares flotar.

 

Tal como vio pueblos erigirse, les vio caer, y tal como tuvo hogares tuvo destierros. Era soportable, hasta cierto punto.

 

—¿A qué has venido, taciturno dragón? —el murmullo inteligente del tigre blanco retozando en su cueva advirtió su llegada.

 

—A pedir un último deseo —en una elaborada genuflexión se hacía súbdito de su líder, su guía espiritual en ese camino sin alma.

 

—Soy todo oídos.

 

—Déjeme volver a ser humano, por lo menos, en aspecto —pidió mirando fijamente a sus ojos ámbar que parecían sonreírle. El enorme felino se puso de pie y agazapó listo para saltar en ataque. Impulsado por la fuerza aplastante de sus patas se enfrentó al dragón azul plata en un destello hermoso como la orquesta luminosa de miles de luciérnagas. Ante sus ojos se erigió la sutil figura de un joven. Su piel tostada, igual de extravagante como lo era su pelaje albino, estaba ataviada de ropajes de seda y lino con bordados de lavanda y metal precioso. Debilitado de impresión se reverenció, derramando lágrimas de anhelo.

 

—Algo… ¿algo como esto? ¿Esto quieres? —le preguntó la voz estirando su pequeña mano humana a acariciar su melena índigo.

 

—Siempre lo he querido, mi señor.

 

Tras la invasión de centenares de soldados ondeando banderas imperiales, su último hogar se vio vuelto cenizas y cadáveres desperdigados por todas partes. Manchando las flores y su arroyo querido de sangre inocente. Su humilde templo de rosas sirias de mil tonalidades magenta fue quemado, y no quedó más que un lamento sobrenatural, lastimero, encogido en la oscuridad tras el incendio ser humo negro. ¿Tanto poder que no sirvió para salvar a sus viejos, hombres, mujeres y niños?, ¿qué clase de protección podía conferir si cuándo más le suplicaron su llegada, simplemente, no pudo? Arrojó su orbe al fondo del río rechazando esa gracia maldita.

 

Los pocos que eran como él no corrieron mejor suerte, y otros cuantos se hartaron de ser sirvientes de seres inferiores, revelándose en criaturas peligrosas, sedientas y destructivas. ¿Podría volver alguna vez a ese día dónde los niños tiraban de su cola y bigotes?, ¿volvería a escuchar las risitas de las pequeñas mientras tejían coronas de flores para colgar a sus cuernos?, ¿cerraría de nuevo los ojos confiado de la paz de un pueblo que a un bosque de distancia celebraba asar cerdo bajo el fogón y las estrellas?

 

Un altar con sus grabados platas y ramos de rosas no se erigió más.

 

El miedo a lo desconocido le pasó factura nuevamente, como aquella lanza que perforó su cola igual o más profundo que ese par de ojitos cafés que le miraron sin temor. El terror de los pueblos restituidos de los escombros ante cualquier cosa, y sus anteriores dragones déspotas desapareciendo niños y destrozando míseros brotes de soya, decían lo obvio.

 

Una gran leyenda, que parecía un poco más certera que una fábula, hablaba del Rey Munmu, quién en su lecho de muerte deseó convertirse en el dragón del Mar del Este para proteger a Corea. ¿Cómo los cuentos que escuchaba de los campesinos al obrar la tierra podían desear algo como eso? Un benevolente gobernante queriendo la inmortalidad que él arrastraba como plomo. Una inmortalidad que le abría las puertas a un universo infinito, pero tremendamente solitario.

 

Su hogar, o algo parecido a lo vivido como humano, no regresaría.

 

Muchas veces quiso morir, y muchísimas más lo intentó. No podía seguir oculto en bosques que abandonaba apenas las antorchas merodeaban su escondite, reavivando como brasas sus primeros dolores. Sólo podía retornar a su fachada antropomórfica cada cierto tiempo, como medio de supervivencia, para evitar exterminios de humanos, siempre autodestructivos ante el miedo y la ignorancia. Camuflado de forastero sin rumbo paseaba por los bosques y llanos, donde sólo los cuervos y las urracas advertían su presencia. A sabiendas de que más temprano que tarde debería resignarse a sacar las zarpas y arrojarse al vacío del cielo, sin fortuna que atrapar.

 

Sólo quedaba huir de ellos y de sí mismo.

 

 

 

—Lo siento —murmuró mirando con la cabeza gacha el cuenco de arroz entre sus piernas cruzadas. HongBin arrojaba granos y cubría de humareda mentolada la entrada agrietada del cobertizo, perfumándola de esencias dulces.

 

—Ahora si estarás seguro. Esta barrera contra los malos espíritus te protegerá —dijo apagando los candiles de inciensos y sacudiendo sus manos empolvadas.

 

—Yo soy un espíritu, HongBin —le recordó el pelinegro que vestía únicamente los pantalones raídos de su hanbok blanco. Su torso desnudo estaba cruzado en vendajes, tal cual sus hombros y una mano. Su aspecto distaba mucho al de una deidad. La única riqueza metálica que decoraba su presencia eran un par de pendientes de piedras preciosas en una de sus orejas. Sus ojos rasgados y felinos, su piel lechosa y su porte consumido no delataba a primer parpadeo su origen sobrenatural.

 

—No, eres un dios, y los dioses son buenos —TaekWoon sonrió suavemente, enternecido por la ingenuidad de sus afirmaciones.

 

—Tengo más años que tú, y nunca supe esa diferencia —objetó detallando su ceño fruncirse ante el comentario— De todos modos, hace mucho que dejaron de creer en mí.

 

—¿Cuántos tienes? —preguntó ocupado en recoger los trozos de cerámica y barro con su pala de trabajo, apilándolas a un rincón.

 

—Trescientos veintiséis, creo. No lo sé, perdí la cuenta en el veintitrés —comentó llevándose los palillos cargados de arroz a la boca. Ya ni recordaba el regusto suave del arroz y el pescado al paladar. Sabía bien de ratas, anfibios, pequeños ciervos, bayas y frutos. No de comida tibia al estómago y dedicada para él.

 

—Mi abuela aún cree en ti, todas las noches pide porque deje de llover —añadió dejándose caer a su lado en la pila de heno, totalmente agotado.

 

—Lo sé, lo sentí anoche —susurró tímido. HongBin se incorporó de golpe, mirándole impresionado. ¿Cómo no lo recordó antes? ¡Él podría controlar la lluvia y regresar los ríos a sus cauces!, ¡la maldición acabaría después de tres generaciones!

 

—¿Y por qué no detienes la lluvia? —preguntó ansioso con una sonrisa ilusa. TaekWoon esquivó sus ojos, regresándolos al trozo de pescado salado que comía.

 

—Lo tengo prohibido.

 

—¡¿Por qué?! —exclamó desesperado— ¿Acaso tienes un jefe o qué? —masticando en silencio se tomó su tiempo en responder, inquietándole mucho más. Pese a ser cada año recuerdos más nebulosos, le costaba aceptar la estampa a sus ojos del tigre tumbado en un charco de sangre azul. Volviendo a sentirse desamparado, ya no tenía guía ni rumbo.

 

—A mi guía le fue arrebatado su mando por WonSik, y él sólo ha tomado nuestros poderes para cumplir su ambición egoísta y enferma —resumió sacudiendo la cabeza, obligándose a olvidar la sonrisa humana en todos los sentidos del joven moreno que tras una caricia a su pelaje le ofreció la mano. Enseñándole a contener sus demonios y a domar su carcasa humana;

 

 

 

—Estarás bien, sólo debes concentrarte —prometió tirando con delicadeza de su cornamenta, guiándole por el aislado claro. Las urracas revoloteaban en bandadas, inusualmente vivarachas, en esa mañana soleada apenas filtrada entre las ramas de los milenarios árboles. Plantado en medio del haz blanquecino del sol, pudo creer por un segundo sentir el calor a flor de su piel escamosa. No ser sólo sangre fría— Vamos, cierra los ojos —el dragón obedeció encogiendo su imponente figura, haciéndose ovillo sobre el césped suave cuyo tacto le era difícil de percibir bajo sus zarpas. Cerró los ojos con fuerza, deseando, confiando y creyendo. Imágenes borrosas se entremezclaron con voces, gritos, risas, suspiros de amor y jadeos de miedo. Veía rostros que ya no podía reconocer, vio flores, cuencos de barro con comida caliente, lanzas ensangrentadas, la inocencia infantil de unos labios sonrientes. Jadeó, estremecido por la viveza del espejismo en su cabeza— No te distraigas, déjalo llegar, déjalo —escuchó apenas con sus orejas agazapadas. Ya no escuchaba el trinar de las aves ni la voz del tigre. Escuchaba las risas nítidas de hombres y mujeres, palabras de amor, promesas fraguadas y gritos que hicieron llevarse las patas delanteras a cubrirse asustado.

 

¿Se estaba reencontrando con su humanidad?

 

El tacto se activó, sintiendo el calor de unas manos callosas y fantasmagóricas arroparle, la madera áspera de un arma a su palma, lo sedoso de unos cabellos y el cáñamo de sus ropajes deshacerse entre sus dedos como arena. Había amado, había deseado, había sufrido, pero también había sonreído. En su lengua púrpura percibió la sal de la carne, el amargor del licor, la calidez de otra rozarle y el óxido de su misma sangre, que fue el regusto final. De repente, todas las sensaciones florecidas estallaron en imágenes horrendas, en gritos y en sangre a las papilas y yemas. Reencontrarse con su final, con el puñal a su costado, con el llanto de su amante desconsolado y con los gritos desgarradores de su madre sería eternamente atemorizante. Gritó erizando el lomo y estirándose para asomar las zarpas y atacar los fantasmas que le enloquecerían, pero no sintió nada. Las filosas garras no salieron. Sus manos humanas rasguñaron la tierra sangrando las uñas. Volvió a gritar abriendo de golpe los ojos. La respiración chocando fuertemente a sus oídos taponados, el sudor de su cuerpo lampiño, el frío que le hizo estremecer. Alzó la cabeza, encontrándose con la sonrisa suave del joven que le extendía una túnica. Miró a todas partes errático y llevó las manos sucias a su rostro, palpando la suave piel que recubría sus ojos, mejillas y labios.

 

—Bienvenido, TaekWoon —le recibió arropando su desnudez indefensa. Incrédulo buscó necesitado de sus ojos.

 

—¿TaekWoon? —balbuceó.

 

—Así era tu nombre, antes de morir —el vestigio de sus memorias le hicieron tiritar. Gateó torpemente hasta un charco translucido sobre un hundimiento de grava, observando su rostro distorsionado por el agua sucia.

 

Era un humano, otra vez.

 

—T-Tengo un nombre… —susurró cubriendo sus hombros descubiertos por la prenda desanudada.

 

—Y un alma humana, que, jamás se marchó del todo —indicó poniéndose de pie. La mirada confusa del pelinegro semidesnudo le obligó a aclarar— Sino habrías tardado siglos en lograr regresar, no es fácil hacerlo. Como un hilo plata, tu esencia sigue conectada. No te has perdido del camino —TaekWoon regresó los ojos negros a su reflejo en el agua, quedando en silencio.

 

—¿Cómo te llamabas tú? —preguntó estirando el dedo a acariciar su reflejo, perturbándose en pequeñas ondas.

 

—Cha HakYeon —sintió la calidez de un brazo rodear sus hombros, viendo el rostro del tigre a su lado. Ambos siendo humanos, ambos reviviendo momentáneamente de la muerte— Era el bailarín real del trigésimo gobernante del reino de Silla. Él deseó ser un dragón para proteger a su pueblo —murmuró— ¿entiendes ahora el por qué te necesito aquí?

 

—Quiero regresar… —pidió en un hilo de voz.

 

—No puedes morir. Tienes un destino que cumplir —tomó su rostro, mirándole directamente a los ojos. TaekWoon relamió sus labios y le esquivó.

 

—Te equivocas, ya estoy muerto —recordó estirando las palmas salpicadas de lodo seco, admirando lo delicadas, blancas y grandes que eran— Este es mi cadáver.

 

 

 

—¿Y entonces? —la voz impaciente de HongBin le sacó de sus recuerdos. Sin HakYeon, ¿cuál siguiente paso debería tomar? TaekWoon parpadeó —¿Qué va a pasar?

 

—No lo sé —dijo mirando al blanco arroz— Lo único certero es que, la armonía entre el mundo espiritual y el de los humanos está alterada. Su perspectiva narcisista sólo está destruyéndonos, como bambúes talados —regresó la atención a sus palmas, igual de blancas y suaves como el primer reencuentro— Es un sinsentido existir, existir sin un propósito. Acrecienta las ganas de matar y de morir… —HongBin le miró sin que se diese cuenta, examinando su aspecto maltrecho y aura vulnerable. Debía protegerlo.

 

—Mientras estés acá nada malo te pasará, cree en mi palabra —prometió tirando la pala al rincón repicando el metal al suelo duro y poniéndose en pie, sacudiendo sus ropajes y anudando su sombrero de ala ancha a la barbilla.

 

—Creo en la palabra de quién me quiso asesinar anoche —musitó trazando una pequeña sonrisa irónica. HongBin se paralizó.

 

—¿Qué? No sé qué dices…

 

—Puedo leer los pensamientos oscuros de las personas, así he podido escapar de ellas —subió la mirada, ensanchando su sonrisa, con un deje de burla. Debía oponerse al miedo, tantos años tuvieron que haberle obsequiado la entereza para resistir— Los seres inferiores son tan simples.

 

—¡Tú eres inmortal y mira cómo estás! ¡Inferior eres tú! —acusó nervioso y con el ceño fruncido haciéndole carcajear.

 

—Quisieras lucir así después de que te rompiese el culo una emboscada de dragones, estrellarte contra un árbol y que al día siguiente regresara otro a joderte —recapituló fingiendo seriedad— Soy inmortal, no indestructible —le sonrió divertido por su atrevimiento— Ser inferior, es, extrañamente no serlo. La ignorancia es un regalo, HongBin —el chico entornó los ojos mosqueado. Abrió la puerta que tronaba horrible, tanto tardó en repararla, pero, era evidente que su padre se daría cuenta. Era hombre muerto.

 

—Te estoy cuidando sólo para que me retribuyas deteniendo la lluvia —defendió orgulloso listo para salir, más la risita suave de TaekWoon detuvo sus pasos.

 

—También leo las mentiras —escuchó de su boca— Pueden pasar los siglos, pero las almas no cambian, HongBin —dijo apenas, dándole la espalda en su lecho cubierto de mantas.

 

Cerró la puerta al salir, sacándose el sombrero y emitiendo un suspiro pesado.

 

Era un pésimo mentiroso.

Notas finales:

Notas de autor:


Imogi: proto-dragón pequeño y carente de patas. Es parecido a un basilisco, pero con la melena de león y cornamenta de ciervo típica de los dragones asiáticos . Según la mitología, los imogis son criaturas rastreras que padecen por no ser dragones, y que, para obtener esa conversión deben hacer tres pruebas de coraje.


Yeouiju : mejor conocido como chintamani, que es una joya mítica con capacidad de conceder deseos a quien la porte. La versión coreana, el yeouiju, es un orbe de oro que concede la omnipotencia y deseos de voluntad al imogi que la atrape al caer del cielo. En esta historia, modificaré un poco la composición del orbe, pero lo demás se mantendrá apegado.  (http://ta2.at.ua/_ph/8/908149997.jpg)


DISCLAIMER: 


Al redactar esta historia tuve que hacer muchísima investigación, pero la descripción pura de los dragones, la trama entera, y el significado posterior del orbe de oro SON MÍAS. Debí después buscar referencias pictóricas, porque soy consciente de que tantos detalles son difíciles de digerir, por lo que ahondé la investigación y me guíe en las imágenes que compartí arriba, que son lo más apegado y correcto (porque es mitología) a lo que había escrito antes. Las diferencias físicas y conceptuales están muy claras.


REFERENCIAS:


Fanart sobre Dragons & Dungeons:  siendo Ravi la contraparte de fuego de TaekWoon, el dragón de agua. (No pude dar con el autor [aunque parece ser de Rusia], aunque está su firma, lo lamento muchísimo por eso. No quiero adueñarme de nada. Está claro qué es mío y que no.  Cr. a quién corresponda) (http://img01.deviantart.net/bcf6/i/2012/308/6/f/lung_dragons_by_lacie_alice-d5jxqp0.jpg)


Haku del Viaje de Chihiro: para describir el aspecto plata/blanco  y carácter dócil de TaekWoon, únicamente (y que le rompan la madre a cada capítulo también). Había diseñado a TaekWoon con un porte muchísimo más delicado al típico dragón chino, por lo que después di con Haku, que se amolda bastante a esa esencia apacible que quería plasmar. No está de más recordar que no estoy plagiando el Viaje de Chihiro, ojalá fuera tan genial para eso, esta historia mía es bien culera xd. (http://img.tuwandata.com/v2/thumb/all/Yzk4YiwxMDAwLDEwMCw0LDMsMSwtMSwxLA==/u/www.tuwan.com/uploads/allimg/1503/12/721_150312120205_1.jpg)


Mitología china y coreana:  en dónde los dragones se componen de nueve partes de animales (de los cuales utilicé sólo siete, para suavizar la imagen que quería de TaekWoon). Tienen varias funciones en la historia, una de ellas ser gobernantes de las aguas. Representan al número nueve (9x9: 81 escalas en sus lomos) y la esencia negra del yang.


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