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Non, je ne regrette rien por Kitana

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Notas del fanfic:

Es un one shoot, espero que les agrade

Notas del capitulo:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

— 1 —

 

Kanon bostezó, luego se frotó con energía los ojos, buscando ahuyentar ese sopor que lo estaba invadiendo desde hacía un par de horas. La sensación de que su cuerpo flotaba no terminaba de disiparse. Repentinamente se sentía como si fuera un espectador, como si estuviera encerrado en su propio cuerpo. Había perdido ya la conciencia del transcurso del tiempo. No sabía si ya había llegado el amanecer o sí aún era de noche. Al interior de aquella capilla ardiente, le parecía como si el alma estuviera a punto de escurrírsele del cuerpo, como si de pronto nada a su alrededor fuera real, sino una elaborada pesadilla de la que era incapaz de despertar.

 

Los rezos de la gente a su alrededor tenían en Kanon el mismo efecto que la interferencia en un radio viejo, no le permitían hilar un solo pensamiento coherente. El aroma de la cera quemada, mezclado con el de las flores que habían dispuesto alrededor del ataúd donde yacía su hermano comenzó a marearlo. Sentado al borde de la silla, miró alrededor. Todo el mundo a su alrededor parecía no prestarle atención, cada uno estaba en lo suyo, algunos rezaban, otros compartían anécdotas acerca de la vida y muerte de su hermano, en tanto que otros simplemente dormitaban.

 

Sin mirar a nadie en específico, los miró a todos. Entonces sumergió la mano en el bolsillo de su pantalón y apretó con furia aquel papel que tantas cosas había traído a su mente. La carta póstuma de Saga. Casi la conocía de memoria. Casi sentía que él mismo podía haber escrito esa carta. Casi sentía el dolor que había conducido a su hermano a tomar semejante decisión. En el fondo lo entendía, aunque no por ello dejaba de recriminarle. Lo había dejado solo. Saga había faltado a su palabra.

 

Alguien había hecho venir a un sacerdote, ortodoxo, como debía ser en una familia griega de rancio abolengo como a la que ellos pertenecían. El anciano religioso se abrió camino entre los asistentes y comenzó a recitar algunos salmos a los pies del ataúd. En ese instante, para Kanon la atmósfera del lugar en que se encontraba se volvió asfixiante. Sin decir nada a nadie, abandonó la capilla ardiente y salió a la calle. Necesitaba respirar aire limpio, fresco, necesitaba aterrizar en su realidad para no enloquecer.

 

Una vez en la calle, se derrumbó contra el tronco de un árbol. Le sorprendió darse cuenta de que tenía los ojos y las mejillas llenas de lágrimas. No había llorado en no se acordaba cuanto tiempo. No había llorado ni siquiera cuando encontró el cadáver de Saga la mañana de ese día que le estaba resultando interminable. Como una revelación, en su mente surgió el pensamiento de que no había llorado hasta entonces porque aún no comprendía que Saga se había ido para siempre. En ese preciso instante fue consciente a plenitud de cuan duro iba a ser seguir adelante sin él. Saga lo había sido todo para él desde un comienzo. Durante los treinta y tres años que tenía de vida, Kanon había vivido en una especie de microcosmos que flotaba alrededor de Saga. No se había apartado jamás de su hermano ni de sus deseos, ni por un instante. Pero el propio Saga, había decretado la más cruel de las separaciones, la más difícil de todas las ausencias, la definitiva.

 

No había llorado de esa manera por nadie. En realidad, no había llorado por nada ni por nadie. Ni siquiera cuando sus padres murieron. Siempre había creído que todo lo que tenía era a Saga, su mundo había sido él y había existido en función de él. Sus padres, desde la infancia, los habían hecho a un lado a ambos y ellos se volcaron el uno en el otro para seguir adelante y hallar el afecto que sus padres les habían negado. Convencido, como estaba, de que pasaría el resto de su existencia al lado de Saga, los otros siempre habían sido poco menos que una referencia, algo incidental. Nunca había pensado en la vida sin Saga, jamás había imaginado un futuro en el que no estuviera presente su hermano. Estaba atónito, la realidad le escupía a la cara lo ingenuo que había sido.

 

Lo irónico era que el único que había logrado separarlo de Saga había sido el propio Saga que se había dejado llevar por sus demonios internos. Kanon se reprochó el no haber hecho más, el no haberlo cuidado mejor.

 

Durante los últimos cuatro años, Kanon había hecho cuanto estaba en sus manos para esconder la verdad sobre la enfermedad de Saga y su retiro del mundo. Había mentido, engañado, sobornado, todo lo que fuera necesario para mantener la imagen que su hermano se había ocupado de crear, intacta. No podía hacer menos que eso para esconder su suicidio. Había tenido que desembolsar una buena suma sobornar a la policía y a los médicos, pero lo había logrado. Oficialmente, Saga había fallecido a causa de un infarto fulminante y no por un coctel de drogas que sólo a alguien como él pudo habérsele ocurrido. Propofol y antidepresivos, la mezcla que lo había inducido, primero al sueño y después a la muerte. Saga siempre tuvo mucha imaginación, demasiada, quizá.

 

Para Kanon todo lo que había tenido que hacer por el bienestar de Saga era insignificante, tan sólo lo necesario. Definitivamente, haría todo aquello de nuevo, una, mil veces, si fuera necesario. Todo lo que importaba era Saga, Saga y su legado. No se sentía culpable por nada de lo que había hecho para proteger a Saga, sólo de no haber impedido que causara su propia muerte. Se debatía entre el dolor de la pérdida de su más grande referente y el alivio que le producía saber que Saga ya no estaba a merced de sus demonios internos. Metió una vez más la mano en el bolsillo y extrajo de él aquella carta. Un profundo dolor y un abatimiento del que en toda su vida no se había creído capaz invadían cada rincón de su persona.

 

La fina y elegante caligrafía de Saga apareció frente a sus ojos y las lágrimas escocieron una vez más en ellos. No le quedó más remedio que dar lectura a los últimos pensamientos que su hermano había plasmado en papel:

 

Mi querido Kanon:

 

Esta vez no voy a recuperarme. El destino siempre nos alcanza y es imposible huir de él. Me vuelvo loco de nuevo y no puedo, y tal vez no quiero, intentar recobrar la cordura. Me siento incapaz de pasar y hacerte pasar por otra de esas espantosas temporadas que los dos tan bien conocemos. Las voces cada día son más y más insistentes. No puedo ignorarlas más y no puedo concentrarme en nada, así que estoy haciendo lo que me parece mejor para ambos, para ti. Me has dado la mayor felicidad posible para alguien como yo. No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que tú y yo hemos sido hasta que esta terrible enfermedad pareció. No puedo más. Mis fuerzas se han terminado. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías hacer lo que te viniera en gana sin reparar en mí o en las consecuencias funestas que tus actos podrían tener en mi persona o en mi cordura. Estoy seguro de que lo harás, porque es así como debe ser, debes continuar sin mí. Como verás, no soy capaz siquiera de escribir esto adecuadamente. Ya no puedo leer, mucho menos escribir como solía hacerlo.  ¿Te acuerdas cuando después de hacer el amor leías los borradores de mis novelas y los corregías aquí y allá donde encontrabas inconsistencias? Te amaba entonces, te amo ahora, y lo que intento decirte es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno, has tolerado cada uno de mis desplantes, cada uno de mis episodios de locura, de depresión y aun de furia. Quiero decirte que te amo, que siempre ha sido así y que si verdaderamente existe algo más allá de lo humano, te seguiré amando en ese plano en cuya existencia nunca he creído pero al que me aferro como la última oportunidad para seguir a tu lado. No tengo salvación, querido mío, todo el mundo lo ha sabido siempre excepto nosotros dos. No debes sentirte responsable, si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. Al día de hoy, no me queda nada, excepto la certeza de tu bondad y de ese amor sincero que siempre me profesaste. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. La pasión por la vida se me ha acabado hace ya mucho tiempo, y tú no mereces vivir al lado de un cascarón vacío. Lo siento. Verdaderamente lo siento, pero me es imposible continuar. Te amo tanto y verdaderamente espero que un día logres perdonarme por faltar a mi palabra y abandonarte en este mundo que jamás logramos comprender ni que nos comprendiera.

 

Nunca dos personas podrían haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros dos juntos. ¿Algún día lograrás perdonarme? Ruego al cielo que así sea.

 

Te amo.

 

Tuyo hasta el último aliento, Saga.”

 

Kanon arrugó con violencia aquel trozo de papel. Se sentía impotente, se sentía sólo, se sentía verdaderamente muerto en vida. Sólo en ese momento se atrevió a pensar abiertamente que Saga no tenía derecho alguno a dejarlo solo.

 

Un sollozo se abrió paso en su garganta y Kanon fue incapaz de contenerlo.

 

Estaba destruido.

 

Estaba acabado.

 

Lo sabía.

 

Lo sentía.

 

Pero no se atrevía a seguir los pasos de Saga, al menos no en ese momento. Lo había amado con la misma naturalidad con que se aman los peces y las corrientes marinas. Jamás había hallado algo incorrecto o pecaminoso en su amor. Pero justo ahora, en medio de la destrucción de su vida, se preguntó si acaso la muerte de Saga tenía algo que ver con ese amor ilícito que los había unido desde muy jóvenes.

 

Lo había amado desde siempre, sin frenos, sin límites, con locura. Pero ahora no estaba. Sencillamente había decidido rendirse y él no podía hacer más que asumir que estaba sólo y seguir adelante porque eso justamente era lo que Saga quería que hiciera.

 

El amanecer había llegado y Kanon sentía que podría asfixiarse aún en mitad de la calle. Un primo lejano salió en su busca. Las exequias de su hermano seguían su curso. Tal como debía ser. Llegó la mañana, y con ella, el momento de sepultar a Saga. El plazo había terminado. Era hora de despedirse en definitiva de Saga. No estaba seguro de poseer la entereza necesaria para seguir adelante. Se dejó llevar mansamente por su primo de vuelta a la sala, llena de toda esa gente a la que no conseguía identificar plenamente en medio de la confusión y el dolor que experimentaba. En medio de ese mar de ropas negras, le pareció estar rodeado de cuervos, como si fuera Tippi Hendren[1] y todos ellos estuvieran a punto de atacarlo.

 

No conseguía recobrar la serenidad a pesar de sus esfuerzos. Estaba al borde de la catarsis y no había poder humano o divino que pudiera evitarlo.

 

Kanon se sintió horrorizado. De pronto le vino a la cabeza un pensamiento casi surrealista. ¿Cómo se sentiría Saga una vez que su cuerpo quedara sepultado? ¿Se horrorizaría al igual que él o tal vez disfrutaría de la serenidad del sepulcro donde depositarían su cuerpo? Porque si Saga había tomado la terrible decisión de quitarse la vida, sencillamente se debía a que no soportaba más al mundo.

 

Se mantuvo de pie, al lado del féretro mientras el sacerdote llevaba a cabo el rito tradicional para esos casos. Se rezaron las oraciones apropiadas, se leyeron los salmos y, finalmente, el sacerdote, siguiendo la tradición de la iglesia ortodoxa, habló como se suponía debía hacerlo Saga para despedirse. En ese momento, Kanon se desmoronó. Ni siquiera reconoció los rostros de la gente que se aproximó a auxiliarlo.

 

— Vengan a mí los que me han querido, no lloren por mí sino rogad por mis pecados… —escuchó decir al sacerdote. ¿Verdaderamente era eso lo que Saga deseaba? ¿Saga esperaba que él pidiera a Dios el perdón para sus pecados? Kanon no tenía respuesta para ello. No tenía, en realidad, respuesta para nada de lo que transitaba en su mente en esos instantes.

 

En el cementerio las cosas no fueron más sencillas. La gente se agolpó alrededor del féretro y Kanon se sintió al borde de otro ataque de ansiedad. Por suerte alguien tuvo el buen tino de ponerlo a salvo de aquel maremágnum. Presenció el sepelio como si estuviera mirando una representación teatral. Todo le parecía tan falso, aún el rostro de Saga antes de que cerraran definitivamente el féretro. La piel de su hermano, tostada en las playas del Egeo, parecía cerosa, irreal, como si lo que estuviera sumergido en ese mar de sedas y representaciones religiosas no fuera Saga, sino una suerte de muñeco extraño y macabro.

 

El regreso a casa fue francamente azaroso. El auto se averió y tuvieron que trasladarlo a otro en el que viajaba una tía muy anciana que insistió en confundirlo con su hermano muerto. A punto estuvo de echarse a llorar ahí mismo.

 

La vida era tan injusta…

 

Incapaz de seguir adelante sin Saga, se abandonó a todo y a todos, sin fijarse demasiado en lo que ocurría a su alrededor.

 

Los días siguientes fueron terribles, a penas salió de la cama y por momentos le pareció que era más sencillo fenecer que seguir adelante. Pospuso indefinidamente la lectura del testamento de Saga. En realidad, poco o nada le interesaba el destino de las posesiones de su hermano. Saga estaba muerto y lo demás lo tenía sin cuidado.

 

Para cuando vino a darse cuenta, había transcurrido un mes desde la muerte de su hermano. El dolor era tan intenso como el primer día y se sentía tan muerto como en el momento en que descubrió el cadáver de su hermano.

 

La vida era tan injusta…

 

Aquella mañana de abril se asomó a la ventana y la primavera parisina le escupió a la cara que la vida seguía, que tarde o temprano se vería obligado a salir de su cama, de su casa y enfrentar la realidad, estaba solo. Saga había muerto y no era capaz de aceptarlo, mucho menos de afrontarlo. No tenía idea de cómo era que debía continuar sin él. ¿Cómo proceder si has perdido a tu otra mitad? ¿Cómo esperaban que siguiera adelante si se había quedado sin motivo alguno para hacerlo?

 

Una semana después, finalmente se atrevió a salir a la calle. Aunque sólo fue para acudir al cementerio en el que Saga se encontraba sepultado. Se levantó temprano, se duchó y luego se afeitó cuidadosamente frente al enorme espejo que presidía su baño. Mientras se afeitaba, notó en su rostro las huellas de las largas noches de insomnio que había pasado desde que Saga lo dejara atrás.

 

Hizo acopio de fuerzas y de camino al cementerio, compró un ramo de rosas blancas que depositaría sobre el sepulcro de su hermano. Era patético, sin embargo, le alegraba poder encontrarse con lo que le quedaba de Saga, con lo poco que quedaba en el mundo de ese ser al que jamás podría quitarse de la piel ni del corazón.

 

Al fin había hallado un propósito para abandonar su hogar.

 

Día tras día repitió la rutina, temprano se duchaba y bebía un café, revisaba sus pendientes y resolvía sólo aquellos más urgentes, enseguida abandonaba su casa y se dirigía al cementerio. Aquella se convirtió en su rutina a  partir de entonces.

 

Hasta una mañana en que ocurrió algo inesperado.

 

— 2 —

Faltaban sólo diez minutos para la media noche. Sentado en la solitaria sala de abordar del Aeropuerto de Heathrow, Radamanthys Wyvern sólo podía rumiar su disgusto y reprocharse por no haber logrado llegar antes. De haberlo hecho, en esos instantes estaría emprendiendo el vuelo rumbo a París y no tendría que esperar dos horas.

 

La Ciudad Luz le traía un millar de recuerdos, agridulces, sensuales, que en ese instante preciso pretendía apartar, sin éxito, de su mente. Lo curioso era que no había pensado en nada de eso que invadía su mente antes de esa noche, pese a que no era la primera vez que se trasladaba a París luego de aquellos días cuyos recuerdos seguían persiguiéndolo.

 

La idea de lo que tendría que hacer una vez llegar a París, amargó a Radamanthys. Los motivos que lo llevaban a París distaban mucho de lo que había en sus recuerdos, no eran nada lúdicos, mucho menos sensuales. El padre de su esposa había muerto.

 

A Hades nunca le había agradado Radamanthys. Por supuesto que el sentimiento era mutuo. Su suegro jamás lo había considerado digno de su hija, y Radamanthys a veces pensaba que la propia Pandora no lo consideraba digno de ella. A la menor provocación salía a relucir su humilde origen y la profesión de su padre. En privado, Hades nunca había dejado de llamarlo el hijo del marinero. A Radamanthys jamás le hizo gracia que su suegro hiciera escarnio de la profesión de su padre. A pesar de ello, el rubio inglés respetaba a su suegro, como abogado y como hombre.

 

A veces, cada vez con mayor frecuencia, Radamanthys se preguntaba si había valido la pena empeñarse en desposar a Pandora, y si valía la pena seguir casado con ella después de todos esos años de intentar, sin éxito, estar a su altura.

 

No tenía idea de nada. Lo cierto era que su matrimonio con una de los herederos de Hades Heinstein era el menor de sus problemas. Finalmente había terminado por aceptar que jamás había amado a su mujer, que, en realidad, sólo había aceptado el reto cuando la escuchó decir que para ella, él no era más que un juguete que desecharía en cuanto se aburriera. En esos momentos, no tenía idea de cómo plantearle el divorcio sin que ella quisiera asesinarlo o cuando menos arruinarle la vida. Porque, en el fondo, Pandora lo amaba y seguía tan enamorada de él como el primer día.

 

Radamanthys se sentía incómodo con el papel que su esposa le había asignado en el guion que ella misma se había escrito para interpretar su vida. No le sentaba el papel de esposo bueno y complaciente. Su personalidad, abrupta y agresiva, había estado reprimida durante años sólo para complacer a una esposa a la que había creído amar. Pero en ese momento de su vida, el inglés ya no se sentía tan feliz con ello. El único lugar donde podía realmente ser él mismo, era la corte, y le estaba vedada desde que su suegro escapó a París con la última de sus amantes. Pandora lo había obligado a tomar el lugar de su padre a cargo del despacho y no veía mucha acción por esos días, su vida transcurría entre atender a los pomposos clientes de Hades y convencerlos de que era buena idea contratar los servicios de la firma aún sin la presencia del mítico abogado. La rutina se había roto con una llamada intempestiva a la media noche.

 

Hades siempre había dicho que París era la ciudad del amor. Pero para Radamanthys ahora era la ciudad de los problemas.

 

Sentado a solas en aquella sala de abordar, Radamanthys se dijo que tal parecía que la vida se empeñaba en escupirle a la cara. Cuando finalmente se decidía a comenzar a tomar las riendas de su vida, cuando estaba a punto de plantearle a Pandora el divorcio, Hades tenía la ocurrencia de morirse. Pandora estaba deshecha y él había tenido que tomar una maleta con a penas lo necesario para ocuparse del traslado del cadáver de su suegro de París a Londres. Aún seguía sin comprender como era que el hermano de su esposa había conseguido delegar en él semejante tarea. Aiacos siempre se las arreglaba para dejarle a él las peores tareas.

 

Como quiera que fuera, estaba a punto de abordar un avión rumbo a París, sin que sus recuerdos lo dejaran en paz. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus memorias, ¿qué caso tenía resistirse a ellas? A nadie haría daño recordando esos días que para él eran como el oro molido. Esos días no iban a volver jamás, no hacía daño a nadie trayéndolos a su mente. Apretó los párpados, evocando las sensaciones de aquel tiempo casi idílico junto a los dos seres más fascinantes que había tenido ocasión de conocer. ¡Era tan ingenuo entonces!

 

Recién había cumplido los veinte años la primera vez que estuvo en París. Jamás se imaginó que terminaría en la Ciudad Luz de la mano de una de las criaturas más fascinantes de la creación: Kanon Elitys. Lo había conocido en la universidad, al igual que a Saga, su hermano gemelo. El enorme inglés no pudo dejar de evocar los recuerdos de su juventud, cuando no era más que un ingenuo muchacho, no más que un aprendiz de la vida. Había conocido primero a Saga, y definitivamente había quedado impactado con la fuerte personalidad del joven griego. Cuando conoció a Kanon, la impresión no fue menor, aunque quizá más profunda.

 

Lo cierto era que los contrastes entre ellos eran poderosos. Radamanthys había llegado a Oxford gracias a una beca, mientras que los hermanos Elitys eran hijos de un prominente diplomático griego y habían llegado a la universidad gracias a los contactos de su padre. Quizá en un principio sintió algo de recelo hacía ellos, un par de muchachos mimados por la vida que jamás se habían preocupado por nada ni por nadie más que por ellos mismos de pronto intentaban ser amables con él.

 

No obstante, el estilo de vida, refinado y un tanto decadente de aquellos jóvenes a penas un año mayores que él, sedujo de inmediato a Radamanthys, cuya vida había transcurrido hasta el año anterior en las costas del lejano Mar del Norte, sintiéndose siempre un inadaptado. Los gemelos eran una especie de almas gemelas para él. Lo mismo podía hablar con ellos de política que de folclore inglés o historia antigua, lo mismo bebían cerveza que un exquisito vino francés. Eran la clase de personas que se adaptaban a cualquier ambiente y circunstancia. Los dos hermanos pronto sintieron a Radamanthys como uno de los suyos.  En cuestión de semanas, el inglés se integró a la rutina diaria de los gemelos.  Saga estudiaba Derecho, al igual que él, en tanto que Kanon pretendía especializarse en Historia grecolatina. Poco tardo también en darse cuenta de que el único vínculo real que ligaba a los dos camaleónicos personajes a él era la pertenencia al Corpus Christi College y su afición por el cine. Tanto Saga como Kanon eran verdaderos eruditos en la materia, y lo cierto era que Radamanthys, no se quedaba atrás. En su pequeño pueblo costero toda la diversión disponible había sido la desvencijada sala de cine en la que solía refugiarse siempre que sus ocupaciones lo permitieran.

 

Al poco tiempo eran inseparables. Radamanthys se hizo del privilegio de la amistad de ambos hermanos, cosa que no muchos en el campus podían presumir. Ambos eran realmente quisquillosos a la hora de trabar amistad con alguien. Saga solía decirle que relacionarse con ellos era como recorrer el infierno de Dante. Había que tener ciertas credenciales para descender a los círculos más profundos, mismas que la simpatía que había despertado en Kanon le había ganado a él.

 

Pasaban las tardes libres en una sala privada de la imponente mansión de estilo victoriano de los Elitys, viendo películas que discutían después. Solían charlar durante horas acerca de temas diversos, política, mitos antiguos, en los que Saga era un experto, y a veces, hasta moda. En medio de ese ambiente tan estimulante para su intelecto, Radamanthys floreció para beneplácito de los gemelos, que lo habían tomado bajo su cuidado como un proyecto personal. No supo cómo exactamente fue que terminó por enamorarse de Kanon. No podía precisar un momento exacto para ello. Solo sabía que una mañana se había levantado de la cama plenamente convencido de estar enamorado de él y que ese enamoramiento había vencido a todos sus temores y a él mismo. En el presente, tenía que admitir que de algún modo seguía enamorado de él. Aún ahora, siendo ya un adulto, no comprendía porqué se había enamorado de Kanon y no de Saga, puesto que con Saga guardaba un mayor grado de intimidad y amistad.

 

Radamanthys reconocía que Kanon siempre le había resultado fascinante, con sus disparatadas teorías sobre la moral cristiana, sus radicales ideas políticas y su extraño sentido de la moda. Kanon era todo un personaje, tan opuesto a su hermano Saga y al propio Radamanthys, como podían serlo las dos caras de una moneda. Sin embargo, era evidente que los hermanos más que contraponerse, se complementaban de una manera difícil de describir, eran como las dos partes de un todo, como dos piezas que encajaban a la perfección. Los hermanos llevaban al paroxismo el arquetipo de los hermanos gemelos opuestos entre sí, pero complementarios. De cualquier forma, Radamanthys había sido testigo del profundo afecto que se profesaban.

 

Pronto el inglés se dio cuenta de que la relación con esos seres exquisitos y fascinantes no iba a durar. Pese a la amistad, la distancia intelectual comenzó por imponerse. Radamanthys era un feroz izquierdista, en tanto que Saga, después de todo, solía defender al sistema, pues siempre había trabajado en su favor. Kanon, aunque más afín intelectualmente a Radamanthys que a Saga, en realidad no se interesaba demasiado por nada, estando siempre tan ocupado como estaba en atender los caprichos de su hermano mayor. Quizá instintivamente Radamanthys atisbó la verdadera naturaleza de la relación entre los hermanos, pero conscientemente jamás profundizó al respecto. Siempre se sintió como un intruso entre ellos dos a pesar de que los gemelos lo habían introducido a su estrambótico mundo como a nadie más.

 

Finalmente, se separaron cuando ambos gemelos concluyeron sus estudios en Oxford. Lo último que supo de ellos fue que se embarcarían en un velero para recorrer juntos el mundo. Saga le había extendido la invitación también, pero Radamanthys se negó, ya había llegado muy lejos como para abandonarlo todo por una ilusión que difícilmente se concretaría. La realidad terminó por imponerse a la fantasía. Le restaba un año de universidad, y si abandonaba en ese momento, tendría que despedirse de la beca de la que gozaba y no podría retomar los estudios al volver del viaje pue no contaría con los recursos para ello. Ni Kanon ni Saga estaban a su alcance, ni intelectual ni emocionalmente. Inconscientemente había detectado aquella especie de barrera que ambos fincaron a su alrededor y que a pesar de los sentimientos entre los tres, no le habían permitido franquear del todo. Radamanthys asumió que nunca dejaría de ser un intruso en ese mundo hecho exclusivamente para dos.

 

Tres años más tarde se enteró de que Saga había ganado un premio por su primera novela. Al parecer la había escrito durante aquel viaje en velero que se prolongó por casi dos años. Él jamás había mencionado siquiera que escribía o que le interesaba escribir. Eso le extrañó, aunque no tanto como enterarse de que Kanon se dedicaba a ilustrar libros infantiles con gran éxito y había dejado de lado sus estudios de Historia Antigua.

 

Añorándolos a ambos, se atrevió a comprar uno de los títulos ilustrados por Kanon. Las ilustraciones eran sencillamente maravillosas, llenas de vida y de una suerte de misticismo que no podía pasarse por alto. La personalidad de Kanon se veía claramente reflejada en aquellos primorosos trazos que definitivamente sólo el espíritu libre de un niño podría entender. Al fin Kanon había encontrado un medio de expresar aquello que bullía bajo la superficie de su inquietante persona.

 

Con el paso de los años, la vida los había llevado por caminos completamente distintos. Radamanthys al fin había alcanzado su objetivo. Su familia entera estaba orgullosa de él. Radamanthys se mantendría muy lejos del muelle. Se había graduado con honores como abogado en Oxford, había sido el mejor de toda la generación, hasta le habían ofrecido un puesto como ayudante de profesor, puesto que declinó pues tenía otros planes. Tras haber aprendido lo suficiente en la corte, era un dedicado litigante. No había rival para él en los tribunales. Poco después se estableció en Londres, donde, gracias a la recomendación de un profesor, Radamanthys se afilió al prestigioso despacho del Dr. Hades Heinstein, que años más tarde se convertiría en su suegro.

 

En Radamanthys siempre había estado presente la sospecha del incesto entre los gemelos, sin embargo, se resistía a materializarla o siquiera a hacer de ella un pensamiento coherente. En lo profundo de su ser, el inglés comprendía que Saga no era alguien con quién él pudiera competir por la atención y el afecto de Kanon.

 

Por eso guardaba como un tesoro aquél único beso que había robado de los labios finos del menor de los hermanos durante su estancia en París. Casi podía sentir el leve toque de los labios de Kanon contra los suyos, aquella noche a la sombra de la Torre Eiffel. Lo recordaba como si hubiera sido ayer, habían ido al Crazy Horse, y los gemelos se habían desternillado de risa al mirar sus sonrojos ante el espectáculo de aquella noche.

 

Ni siquiera supo por qué lo hizo, sencillamente besó a Kanon mientras Saga tomaba una fotografía del Sena. Fue a penas un roce, pero era algo que jamás se borraría de su memoria, al igual que la sonrisa que Kanon le dirigió después de aquel beso.

 

Pensando en ello fue que se quedó dormido con una sonrisa en los labios.

 

— 3 —

 

—Señor, estamos a punto de aterrizar —la voz de la azafata sacó a Radamanthys de sus recuerdos y del sutil sueño en que se había sumergido. Con el ceño fruncido, se ajustó el cinturón de seguridad y se acomodó lo mejor que pudo el saco. Miró el reloj. En Londres también era de madrugada. De cualquier forma, a penas recuperar su equipaje llamaría a casa, tal como Pandora se lo había pedido.

 

Media hora más tarde, luchaba por hallar la agencia donde había rentado un auto vía telefónica. Tras lograr que le entregaran el auto, llamó a su esposa como habían acordado.

Pandora está tomando una siesta —fue todo lo que la esposa de su cuñado, Violatte, le dijo al responder la llamada. Él contestó con un gruñido y colgó. Después de todo, no tenía nada que decir, al menos no a ella. Se dirigió al hospital donde se suponía encontraría lo que quedaba de su suegro. Se miró en el retrovisor del auto y pensó que era una suerte que todo lo que tenía que hacer no fuera más que un trámite. Estaba hecho un desastre y se veía realmente fatal. La barba parecía haberle crecido en un dos por tres y estaba despeinado, su saco estaba arrugado por todas partes y lucía verdaderamente desaliñado. No le dio importancia, después de todo, lo único que tenía que hacer era firmar algunos documentos, confirmar con la agencia funeraria y la aerolínea, y volver a casa junto con su suegro a tiempo para el pomposo funeral que Pandora con certeza estaría preparando en esos momentos.

 

Tras estacionarse lo más lejos que fue posible de la entrada, se presentó en la recepción. Al preguntar por su suegro, lo enviaron a la oficina administrativa. La mandíbula se le fue al piso al enterarse de labios del encargado que el cuñado de su suegro se había hecho cargo de todo y que a esas horas seguramente estarían velándolo en alguna funeraria de la ciudad. ¡Ni siquiera sabía que Hades se había casado de nuevo! La cosa comenzaba a ponerse fea. Decir que se puso nervioso era un completo eufemismo. No se había imaginado algo semejante, es decir, Hades no era la clase de persona que contrae matrimonio en secreto y no lo menciona siquiera a sus hijos. Definitivamente tenía que saber más y sólo entonces, dar aviso a la familia.

 

No quería ni imaginar la reacción que iban a tener Pandora y Aiacos, su mujer iba a desmayarse y su cuñado a gritar como loco. Pensándolo bien, seguramente sería Aiacos quien iba a desmayarse y Pandora a gritar como loca.

 

Tuvo que coquetearle a una enfermera y fingir que estaba devastado por la muerte de su suegro para que ésta accediera a proporcionarle el nombre de la agencia funeraria. Una vez que supo que a Hades lo habían llevado a Pompes Funebres l'Autre Rive, todo fue más fácil. Previendo que aquello se tomaría su tiempo, Radamanthys decidió tomar una habitación en un hotel en el que ya había estado antes por cuestiones de trabajo. El propio Hades se lo había recomendado para un viaje de negocios, antes de escaparse a París con su joven amante un año atrás.

 

Lo primero que hizo tras instalarse en su habitación fue servirse una generosa dosis de whisky, necesitaba reponerse de la impresión y ordenar sus ideas. Luego se dio una ducha y se afeitó. El servicio del hotel se había encargado de planchar el traje de repuesto que había traído consigo. Se sintió infinitamente mejor tras la ducha. Antes de vestirse se comunicó a la funeraria. Le dieron la dirección en la que se hallaba la sala donde estaban llevando a cabo las exequias de su suegro. Aunque se temía lo peor, no estaba seguro de poder encajarlo del todo bien. Esperaba ser capaz de mantener la calma durante el tiempo necesario para poner en orden aquel asunto que comenzaba a volverse embarazoso.

 

Estaba ajustándose las mancuernillas de oro blanco, obsequio de Pandora en su quinto aniversario de bodas, cuando su celular comenzó a sonar. Justamente era Pandora.

— ¿A qué hora llega el vuelo? —fue lo que ella le dijo a penas escucharlo hablar. Ni siquiera hola, ni siquiera un ¿cómo estás? de compromiso. Nada, para el enorme rubio fue evidente que todo lo que a ella le importaba era su padre.

—Ha surgido una complicación —dijo el rubio inglés con voz ronca.

— ¿Qué clase de complicación? —Radamanthys procedió a relatarle sucintamente lo que estaba sucediendo. El pronóstico de que sería Pandora quién comenzaría a gritar como loca no falló. La escuchó maldecir en todas las lenguas que conocía y acto seguido anunciarle que iría a París en el primer vuelo disponible —. Esa mocosa insufrible va a escucharme —gruñó, en ese instante Radamanthys tuvo claro como el día que la mala fama de que su esposa gozaba no era gratuita.

 

Intentó convencerla de no ir a París, de que él podía encargarse de todo, pero Pandora no entendía razones. Hades era, por lo visto, el auténtico amor de su vida. Eso le quedó muy claro a Radamanthys al enfrentar la reacción de su mujer. También le quedó claro el motivo por el qué Hades se guardó en secreto el asunto de su matrimonio y porqué su suegro solía decirle que tras varios años de matrimonio Pandora había terminado por amaestrarlo. La artillería pesada estaba de camino y a él no le quedaba más que intentar arreglar aquello de manera amigable, si es que eso era posible. Su especialidad  no era el control de daños, pero tendría que esforzarse. Tenía poco tiempo. Su esposa era de armas tomar. En ese preciso momento seguramente estaría vociferando en el aeropuerto, exigiendo que le dieran un asiento en el siguiente vuelo a París. De Londres a París no había una gran distancia, calculaba que Pandora movería cielo, mar y tierra para estar en suelo francés a la brevedad posible. Las cosas no pintaban bien.

 

No quiso demorar más las cosas. Subió a su auto y se dirigió a la funeraria. Estacionó el auto afuera y se apersonó en el lugar. Saori estaba en un rincón, verdaderamente desecha. Al inglés le pareció que su pena era auténtica. El hermano mayor de la muchacha lo miró con malos ojos en cuanto notó su presencia en la funeraria.

—Hola, Ikky —se limitó a decir, se abstuvo de ofrecerle la mano, no quería un escándalo, ni un puñetazo en mitad del rostro. Aún recordaba la última vez que se encontraron. Ninguno de los dos había sido precisamente amable.

— ¿Se puede saber qué haces aquí?

—Ikky, por favor. Todo lo que quiero es hablar un momento con tu hermana.

— ¿Para qué? No creo que Saori tenga ánimo para hablar con alguien ahora mismo, especialmente si se trata de tí.

—Es necesario discutir ciertos temas, tú lo sabes —dijo Radamanthys en voz baja.

—No creo que lo sea. En realidad, como puedes ver, Shun y yo ya nos hemos hecho cargo de todo. Ya les llamaremos para el asunto del testamento, calculo que eso será en un par de semanas aproximadamente —dijo Ikky.

—Ya veo —susurró el inglés intentando construir un argumento lo suficientemente sólido como para convencer a Ikky de quitarse de su camino sin tener que recurrir a otros medios. Tras prácticamente monologar durante alrededor de quince minutos, finalmente logró convencerlo de que era mejor tratar con él que tratar con Pandora o Aiacos. Ikky no tuvo más remedio que aceptar que lo que Radamanthys proponía era lo más razonable. Tanto Pandora como Aiacos intentarían intimidar  y presionar a su hermana para lograr sus propósitos. Con Radamanthys, al menos podrían negociar. La situación no estaba tan a su favor como querían hacer parecer. Hades había dejado un montón de cabos sueltos y la legitimidad del matrimonio entre él y Saorí se sostenía con alfileres gracias a la edad de ella.

 

Pronto Radamanthys se percató de que Hades no había dejado la casa tan en orden como se hubiera podido pensar. Para Ikky, la presencia de Radamanthys fue un claro indicio de que las cosas estaban a punto de ponerse realmente difíciles para su hermana. A pesar de la resistencia inicial de Ikky, las cosas fluyeron. Radamanthys era un hombre pragmático y no tardó en negociar un acuerdo con los hermanos Kido. Tal como su suegro siempre había querido, sería  incinerado, la mitad de sus cenizas se quedaría en París con Saori, y el resto sería llevado a Londres para ser depositado en el sepulcro familiar de los Heinstein, tras la pomposa ceremonia de rigor.

 

Lo difícil vendría después, pensó Radamanthys, había un montón de líos en el horizonte gracias a la manía de Hades por cambiar su testamento a la menor provocación. Encontrar el último requeriría de todas sus dotes detectivescas y de invertir bastante tiempo y dinero. Pero al menos el funeral de su suegro se llevaría a cabo de manera sobria y discreta, sin escándalos, como debía ser para alguien de su posición y prestigio social y profesional.

 

Sí el enorme inglés daba algo por sentado en ese momento, era la incontenible furia de su mujer. A Pandora no le gustaba ni un poco el que su madrastra fuera casi quince años menor que ella. Tampoco iba a gustarle que su padre hubiera cambiado de último minuto su testamento y decidiera que su nueva esposa recibiera más de la mitad de la herencia y que sus tres hijos tuvieran que repartirse el resto.

 

Radamanthys decidió que no iba a intervenir cuando se desatara la anunciada lucha entre los herederos de Hades. Todo lo que le correspondía hacer era informar de la situación y esperar instrucciones de Pandora, ni más ni menos. Con ese pensamiento, salió a la calle y se metió sin más al auto. Iría al hotel para llamar desde ahí a su mujer. No quería ponerse en medio de lo que iba a suceder, lo consideraba verdaderamente riesgoso. Tanto Pandora como Violatte estarían ahí en poco tiempo, Aiacos, lejos de servir de algo o intentar contener a su hermana, sólo echaría más leña al fuego de la furia de su querida hermana mayor. Calculaba que el asunto indudablemente terminaría resolviéndose en la corte. No podía ser de otra forma. La confrontación entre Ikky y Pandora pintaba para ser un verdadero choque de trenes. Ninguno de los dos estaría dispuesto a ceder ni un ápice. Ambos eran tan tercos como una mula y estaban convencidos de tener la razón. Nada podía hacer, excepto apartarse un poco e idear la estrategia apropiada para cuando llegara el momento de ir al tribunal. Pandora no pondría aquello en manos de alguien como Aiacos, tan incompetente en su concepto. Una vez más, su esposa acudiría a él para hacer el trabajo sucio, algo a lo que Radamanthys había terminado por resignarse.

 

Pensaba en ello mientras conducía de vuelta al hotel. Se detuvo en una luz roja sin dejar de pensar en la mejor manera de abordar lo que estaba gestándose en esos momentos. Alzó la vista por un momento y entonces vio lo que en un comienzo creyó sólo podía ser una ilusión.

 

Era Kanon. De pie, a tan sólo unos metros de él esperando el momento apropiado para cruzar la calle.

 

Kanon, por su parte, no notó al hombre que lo miraba con intensidad desde el cómodo interior de un auto de modelo reciente. Ese hombre lo observaba a detalle. Lo estaba mirando para convencerse de que era real, acariciando con los ojos aquella figura tan bien conocida y a la vez tan distante gracias a la acción del tiempo y los recuerdos amargos.

 

Radamanthys no pensó sus actos, mucho menos en las consecuencias que éstos tendrían. Orilló el auto y echó a correr detrás de él. Lo vio entrar al cementerio, decidió seguirlo a corta distancia. Entonces lo miró desmoronarse y se sintió obligado a acudir a su lado, a sostenerlo en sus brazos como había hecho antaño. Mucha agua había corrido bajo el puente desde la última vez que estuvieran frente a frente. De nueva cuenta, como si fuera un adolescente, no pensó demasiado sus actos. Sencillamente hizo lo que sentía debía hacerse. El sol del mediodía se dejaba sentir pero en el corazón de Radamanthys se instaló un frío más atroz que el del invierno más crudo al notar los ojos vacíos de Kanon.

 

No supo si lo había reconocido, pues sus ojos se quedaron clavados en el mármol donde estaba escrito el nombre de Saga. Cuando Kanon notó su presencia, estaba a tan solo unos centímetros de él.

—Radamanthys —dijo en un susurro, los verdes ojos del griego lo recorrieron de arriba abajo, reconociéndolo, encontrándose con que seguía siendo imponente y salvaje, como cuando eran estudiantes. En otras circunstancias quizá Kanon habría dicho algo ingenioso, algo digno de recordarse para celebrar el reencuentro, sin embargo, en ese preciso instante, sólo tenía lágrimas y silencio.

 

Radamanthys lo abrazó con fuerza, sin darle tiempo a pensar o hacer algo para detenerlo. Kanon se dejó llevar, justo como había hecho años atrás en esa misma ciudad, aunque en distintas circunstancias. París nuevamente era el escenario de su historia juntos. Kanon se abandonó a Radamanthys sin pensar. No le quedaba nada más que perder. En realidad, Kanon creía que ya no le quedaba nada de nada.

 

El inglés, por su parte, no tenía idea clara de qué era lo que estaba ocurriendo y se negó a verbalizar lo primero que se le vino a la mente.

—Me alegra verte —le susurró al oído. Kanon no le respondió, sin embargo, permitió que el enorme rubio sujetara su brazo y le sirviera de apoyo. Le pareció curioso que el destino que se había ocupado de separarlos, se ocupara de reunirlos ahora, tantos años después, en esas circunstancias. No había sido el destino quién los uniera sino la muerte. La muerte de Hades y Saga para ser precisos.

 

Radamanthys había quedado atónito cuando supo de la muerte de Saga. No podía creer que Saga estaba muerto. El brillante Saga, ese al que siempre había visto como una especie de dios omnipresente donde quiera que él estuviera. La muerte de Saga había tomado por sorpresa a Radamanthys, al igual que al resto del mundo. El griego recién había cumplido los treinta y tres, estaba en la cúspide del éxito literario, dentro y fuera de su país. Radamanthys había seguido su carrera a través de los diarios, y la sospecha de que se hubiera tratado de un suicidio ni por un instante cruzó por su mente. Tras relatarle brevemente lo ocurrido con Saga, Kanon se mantenía en silencio y el inglés no sabía cómo conducirse. No tenía la menor idea de qué hacer o qué decir mientras Kanon retiraba las flores secas del sepulcro de su hermano y las hacía a un lado para sustituirlas por las primorosas rosas blancas que traía consigo. En ese instante, Kanon le pareció tan perdido como él mismo.

 

Con el paso de los minutos, Radamanthys se percató de que Kanon estaba al límite de su resistencia. Permaneció a su lado en silencio, sin pensar sin decir nada. Había silenciado hasta su mente para ser capaz de escuchar aun la mínima manifestación de Kanon.

 

El silencio se mantuvo hasta que abandonaron el cementerio, inconscientemente, Kanon se había prendido al brazo de Radamanthys. Era la primera vez en mucho tiempo que se permitía abandonarse de esa manera ante alguien que no fuera Saga. Radamanthys se ofreció a llevar a Kanon hasta la vieja casona en que había vivido junto con Saga durante los últimos cuatro años.

 

Una vez ahí, Kanon se sintió atrapado. Sin que él pudiera evitarlo, Radamanthys había traído de vuelta todos los recuerdos que guardaba sobre Saga y los momentos vividos a su lado se agolparon en su memoria. En ese instante Kanon comprendió cómo debía sentirse Saga cada vez que su mente se volvía caótica. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos e imágenes que en tropel lo asaltaron, eran agobiantes. La casa misma parecía respirar a Saga, susurrarle su nombre, sus secretos más íntimos. Era asfixiante.

—Sácame de aquí —dijo, Radamanthys no pudo negarse al notar esa súplica silenciosa en el mar verde de los ojos de Kanon.

 

El griego se quedó dormido mientras Radamanthys conducía hacía su hotel. El inglés tuvo la impresión de que hacía mucho tiempo que Kanon no dormía.

 

Minutos más tarde, habían llegado al hotel. Radamanthys detuvo el auto frente a la entrada principal y despertó a Kanon. Los verdes ojos del griego tardaron un poco en reconocer dónde y con quién estaba. Por un instante había creído que todo lo que sucedía no era más que una pesadilla, que despertaría en los brazos de Saga y todo estaría bien, todo sería como debía ser.

—Radamanthys —murmuró mientras el inglés se ocupaba de arreglarle lo mejor que podía la ropa. Bajaron del auto y entraron al lobby del hotel. Había demasiada luz en ese lugar. Kanon no se sintió tranquilo hasta que él y Radamanthys abordaron el elevador rumbo a la habitación del rubio.

 

Kanon no tenía idea de lo que estaba haciendo, pero la cercanía de Radamanthys era reconfortante. Cuando volvió a abrazarlo una vez que estuvieron a solas, el hombre de negros cabellos se desmoronó. No podía más. Habían sido los dos meses más largos de su vida, los dos meses más atroces de toda su existencia. No se reconoció a sí mismo al mirarse en los ojos de Radamanthys, no se reconoció en ese lánguido ser que se desmadejaba en los brazos fuertes del rubio.

 

Tampoco se reconoció a sí mismo cuando aceptó los voraces besos del inglés ni sus caricias, suaves y delicadas. No se opuso a que él le hiciera el amor, aunque no pudo evitar pensar en Saga, en la manera en que él se hacía espacio entre sus piernas y lo llevaba a la gloria cada vez que hacían el amor. Radamanthys, por su parte, no daba crédito a lo que le estaba sucediendo. Su mayor deseo se volvía realidad, pero no dejaba de pensar que algo estaba mal con todo eso. No dejaba de sentirse como un intruso.

 

No obstante ello, no renunció a llevar a cabo del deseo más grande de sus años universitarios. Desnudó a Kanon y lo acarició como siempre había imaginado que lo haría, sintiéndose a cada instante renovado, colmado en sus deseos y hechizado por aquel hombre que había marcado su vida a fuego. Su piel parecía arder al contacto con el cuerpo desnudo de Kanon. El más joven de los gemelos se entregó a él sin reticencia alguna. Lo dejó entrar en su cuerpo y, de alguna manera, en su alma.

 

Radamanthys sólo fue consciente de la profunda soledad de Kanon tras la calma posterior al orgasmo. Kanon se echó a llorar en sus brazos, gimiendo como un niño pequeño al que Radamanthys se vio obligado a consolar.

 

Kanon no podía más. Se sentía a las puertas de la muerte y los breves instantes en los brazos del inglés le habían devuelto algo de cordura. La iluminación le llegó junto con el orgasmo. No podría vivir sin Saga. No sería capaz de hacerlo sólo. No contaba con el apoyo de nadie. No contaba ni siquiera consigo mismo. Pensaba en ello mientras Radamanthys le acariciaba el rostro y le susurraba cosas al oído sobre cuanto lo había echado de menos y lo mucho que había llegado a amarlo a pesar de la distancia.

 

Radamanthys no fue capaz de dejarlo solo. Como tampoco fue capaz de engañarse a sí mismo. No quería volver a Londres. No quería volver junto a Pandora. Todo lo que quería era permanecer con él. Quedarse junto a Kanon aún sí era sólo como un sustituto de Saga, como un salvavidas que lo ataba a la cordura y a la vida misma. No le importó. Todo lo que quería reposaría entre sus brazos cada noche a partir de entonces. Lo único que realmente había amado a lo largo de treinta y dos años de vida estaba a su lado en esa cama de hotel.

 

Ya nada le importaba. Kanon estaba ahí, junto a él, para él. Lo demás, podía irse al demonio.

 

No volvió a contestar el teléfono cuando Pandora lo llamó esa noche, ni al día siguiente, ni en las semanas subsecuentes. Renunció a todo, a su vida, a su posición, a su profesión, a sí mismo. Sólo por Kanon. Sólo por la ilusión de lograr que un día lo amara. Kanon, por su parte, se refugió en él como la única respuesta a cómo sobrevivir, a seguir existiendo sin Saga. Tal vez lo amaba, aunque no tanto como a su hermano muerto. Tal vez, un día, si lograba superar el dolor, le daría todo lo que él necesitaba, le devolvería gota a gota todo su amor. Mientras tanto, se aferraba a él, a la nueva rutina en su vida para seguir viviendo.

 

Abandonaron la vieja casa, pero no París. Kanon no era capaz de alejarse de Saga todavía. Vendieron todo y se decidieron a llevar una vida sencilla. Cada semana visitaban la tumba de Saga, almorzaban y veían películas viejas, como cuando eran más jóvenes. A veces charlaban sobre las anécdotas de los años de universidad, sobre Saga y sus letras.

 

El fantasma de Saga siempre estaría ahí, revoloteando entre ellos, sirviéndoles de conexión. Radamanthys pronto comprendió que Kanon jamás le pertenecería en exclusiva, pero podía compartirlo con él, con su viejo amigo, con el auténtico amor de la vida de su amado Kanon.

 

Una noche, tras hacer el amor, Kanon se abrazó a él y dijo algo que hizo sonreír a Radamanthys.

—A veces tengo miedo, mucho miedo de que te arrepientas de todo esto y decidas que quieres volver a Londres, a tu mujer, a tus cosas… —dijo mientras Radamanthys enredaba los dedos en sus largos cabellos negros.

—Kanon, no digas eso.

—Es una posibilidad… un día de estos podrías despertarte añorando todo lo que dejaste atrás.

—No, yo no podría arrepentirme. En realidad, Kanon, no, yo no me arrepiento de nada de lo que ha pasado entre nosotros, jamás me arrepentiré de estar a tu lado. Te amo, Kanon—dijo el inglés albergando en silencio una pequeña esperanza de que Kanon finalmente hubiera logrado amarlo un poco.



[1] Tippi Hendren es la protagonista femenina de la película “Los pájaros” de Alfred Hitchcock >__<, hay una escena donde la ataca una gaviota, pero antes está sentada en una banca y hay un montón de pájaros observándola, a mí me parece realmente intimidante >__<.

Notas finales:

Espero que les guste, la proxima semana, un nuevo fic


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