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Yo, pecador por GinebraWilde

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Notas del fanfic:

Este fic lo publiqué en 2005 bajo el pseudónimo de Ariadna Azul. Lo vuelvo a publicar con escenas nuevas y todo revisado. 

YO, PECADOR

 

Por Ginebra Wilde

 

"Los pecados escriben la historia, el bien es silencioso."

Johann Wolfgang von Goethe

 

Capítulo I: Entre dos caminos. Un ángel y el pícaro bribón.



Era la primera vez que aquel fraile franciscano se encontraba en la ciudad de Aix-en- Provence.
Durante su trayecto, contemplaba desde su carruaje la singular confluencia de arquitecturas románica, gótica y barroca de la ciudad de las cien fuentes. Sus ojos azules lo escrutaban todo con curiosidad infantil.

Luego de una breve parada en la Catedral de Saint-Sauveur, se dirigió a la mansión de Jean-François-Camus Rouget de Cadenet, Presidente del Parlamento de Aix.

Cuando apenas hubo llegado a la mansión del juez, le dio un salto el corazón: Tantos años sin verse le hacían ponerse nervioso, como si de pronto aquel viejo y entrañable amigo se hubiese transformado en un terrible extraño. Observo la gran casa con sorpresa: Se había figurado que el ahora ilustre magistrado viviría en la opulencia; sin embargo, aquella casona apenas podía hacer gala de su digna austeridad.

Al penetrar por entre el enrejado pudo divisar en el balcón a un esbelto hombre de largos cabellos color azul verdoso. La figura desapareció y, al cabo de algunos minutos, se abrió el gran portón. Era el mismo hombre espigado que viera en el balcón; esta vez pudo observarle más de cerca: Poseía unos bellos -pero fríos- ojos azules; su azulada cabellera iba amarrada en la nuca en forma de coleta y vestía discreta pero elegantemente. Reconoció de inmediato ese rostro, pues esa belleza glacial había permanecido indeleble en su memoria.

— Camus... —fue lo único que alcanzo a articular el rubio fraile.

— Shaka... tantos años... —dijo Camus, casi murmurando, contemplando el rostro ahora adulto de su único amigo y confidente. La extrema beldad del fraile contrastaba con la miseria de su raído hábito franciscano, y su larguísima y dorada cabellera había crecido en demasía, dándole un aire ciertamente etéreo.


 “¡Ah! ¡Qué agradable ser llamado así por alguien tan especial”, pensó el fraile. Las dos sílabas de su exótico nombre tenían tanto sentido en aquellos labios.

Shaka había nacido en la India, allá por el año 1764. Sus padres, quienes profesaban el hinduismo tradicional, fueron convertidos al cristianismo por los evangelizadores jesuitas de las misiones extranjeras. Cuando los musulmanes -quienes profesaban la religión oficial de ese país- y los hinduistas iniciaron una persecución contra los indios cristianizados, sus progenitores, temiendo por la vida del pequeño, le encargaron su custodia a un religioso de la Compañía de Jesús, quien lo trajo a Francia, asegurándole una vida tranquila y la salvación de su alma mediante la verdadera fe.

Luego, éste fue bautizado con un nombre cristiano –Jean-Baptiste Garnier– y educado como un occidental. Sin embargo, en cierta ocasión, su protector y mentor le contó la triste historia de sus orígenes y el joven, sintiendo inmensa tristeza por el funesto destino de sus padres y coterráneos cristianos, se dijo a sí mismo que nunca olvidaría su verdadero nombre.

— Hacía tanto que nadie me llamaba así, Señor Presidente… —dijo Shaka, con un gesto plácido, olvidando su nerviosismo y se sintiéndose embarcado en un profundo goce, como quien vuelve a encontrar un tesoro que creía perdido para siempre.

El rostro de Camus, siempre de severo semblante, se iluminó con una sonrisa cuasi pueril.

—Padre Garnier… ­­­Disculpe, he olvidado por un segundo que ya no somos unos mozuelos… — dijo Camus, sonriendo.

— ¡Nada de eso! ¡Seguid llamándome así, por favor! Y permitidme esa misma libertad con vos… —conminó Shaka, risueño.

— Espero, amigo mío, que vuestra primera visita a la Provenza os deje sólo buenas impresiones. —dijo Camus —Pero vamos, entremos de una vez...  

Después de haber recobrado la confianza que se tuvieron siempre, penetraron en la vieja casona. Camus le recibió y atendió con toda prodigalidad; almorzaron juntos y charlaron de todo cuanto pudieron.

Salieron al jardín, riendo casi embriagados por la emoción; la poquísima servidumbre que atendía la casa no reconocía en ese joven risueño a su señoría, siempre tan circunspecto y reservado.

— ¡Qué extraño efecto ejerce en él ese monje! —dijeron, asombrados.

Ahí, en medio del embriagante aroma de las innumerables rosas blancas y rosadas, evocaron sus vivencias en el Lycée Louis-le-Grand, en París. Rieron recordando las travesuras de su edad más tierna. Cabe resaltar que Shaka pudo estudiar en aquella exclusiva institución educativa gracias a que su protector fue uno de los jesuitas que allí habían regentado. Camus, por su parte, fue enviado a aquel lugar debido a que su padre, el anterior Presidente del Parlamento de Aix, no escatimaba recursos económicos si se trataba de la formación académica de su vástago.

— Camus, os he echado muchísimo de menos durante todos estos años… —recordó Shaka, con los ojos un poco perdidos.

— Igualmente, caro amigo…

Ambos se miraron en silencio. Luego de unos segundos, Shaka agregó:

—Pero esta separación no ha sido en vano. Dios eligió este camino para mí y yo sólo soy un siervo que cumple sus designios…

­— ¡Definitivamente no ha sido en vano! Admiro mucho la labor que vos y vuestros hermanos de fe realizan en el hospicio del convento. Me conmueve en extremo saber que os dedicáis en cuerpo y alma a servir a esos pobres malhadados. Vosotros sois, en verdad, las manos de Dios. Vos sabéis de mis puntos de vista sobre la Iglesia, sin embargo…

— Sé que no habéis perdido la fe en nuestro Creador…

Camus asintió y sonrió levemente y, por un breve momento, cruzaron las azules y diáfanas miradas, ruborizándose en el acto. Shaka recordaba, vagamente, haber sentido antes esa misma sensación con él; era una sensación como proveniente de sus memorias profundamente enterradas.

Se dirigieron a la biblioteca, el lugar predilecto del juez; allí, Shaka pudo comprobar que el espíritu filohelénico de Camus seguía vivo: El magistrado poseía colecciones completas de literatura clásica; además, muchos de los títulos de los libros que pudo apreciar Shaka eran referentes a Historia del Arte, pues Herculano y Pompeya, que habían salido a la luz en 1738 y 1748, fueron descubrimientos que marcaron profundamente a Camus. ¡Esos sueños locos de su afiebrada adolescencia!: Viajar a tierras helénicas para descubrir aquellos epopéyicos lugares sepultados por el olvido y la indiferencia. Sin embargo, sus obligaciones en el Parlamento le forzaron a sentar cabeza y dejar de lado esas quimeras.

En ese instante, el rubio recordó con cierta amargura un comentario bromista hecho por la Condesa de Montpellier a Camus, hacía muchos años: “Estoy segura que os casareis con una griega... ¡Apuesto quince mil luises de oro!”

— Camus... ¿Puedo preguntaros algo?

— Sí, por supuesto. —manifestó Camus. Shaka le miró fijamente pero continuó en silencio, reticente a lanzar su pregunta.

Luego de algunos segundos, el juez, desconcertado por esa renuencia a preguntar, insistió:

— Preguntad sin reservas, por favor.

— ¿Os habéis prometido en matrimonio nuevamente?... — inquirió el fraile, volviéndose su rostro de grana en el instante; sin embargo, prosiguió con gesto adusto— Hace ya… cuatro años de la muerte de la Señora Presidenta… (El Todopoderoso la tenga en su infinita gloria)…

— No, aún no. — hizo una breve pausa y resopló— Aún guardo luto por la Señora Presidenta. No sé si algún día podré superar la tragedia que fue su prematura partida… Mis familiares me recuerdan, cada vez que les es posible, que no tengo herederos, e insisten en que debo contraer nupcias nuevamente… pero realmente no estoy interesado en un segundo matrimonio. —al decir esto, caminó hacia la ventana, como si la pregunta le hubiese quitado el aliento y quisiese respirar del fresco aire que entraba por ella. La angustia lo hizo presa al recordar que su familia planeaba concertarle un compromiso forzado con alguna joven de la nobleza provenzal.

— Entiendo… —repuso Shaka, con fingida preocupación; sin embargo, luego de unos segundos, su complacencia era ya inocultable y rostro se iluminó del todo — Es loable que hayáis seguido viviendo castidad por respeto a la Señora Presidenta… Siempre fuisteis un hombre virtuoso.

Camus permaneció pensativo y no le respondió. Acudieron a su mente recuerdos fugaces de su infeliz matrimonio. Un matrimonio concertado al que fue empujado por el protocolo y su familia: Apenas llegado a sus veinte, contrajo nupcias con una noble dama provenzal: Una jovenzuela más pálida que la luna, tan delgada y de tan enfermizo aspecto que lo único que le inspiró fue lástima y ternura. En ese entonces, y debido a su candidez, a Camus no se le hubiera ocurrido cuestionar el cumplimiento de sus deberes maritales, sin embargo, la noche de bodas le había resultado más que tortuosa: Ella, más fantasmal que nunca en su bata de seda blanca y tendida sobre la cama con la gracia de un tronco seco acabado de derribar, temblaba cual cervatillo herido, y él, no menos nervioso, se sentía un infame victimario. Fue tan breve como desagradable, y no se volvió a repetir durante todo el transcurso de su corto matrimonio. Camus excusó que sería más edificante vivir en celibato y que sólo se repetiría cuando ella estuviera lo suficientemente sana para proveerle prole. Sin embargo, al cabo de un mes de casados, la dama falleció de tisis. Él la estimaba mucho, no obstante su falta de atracción hacia ella, y se sintió extremadamente apenado por todo el sufrimiento que ella experimentó en sus días finales.

— Amigo mío, —dijo Shaka, rompiendo el silencio— Lamento mucho haberos traído tristes recuerdos con esta conversación… — luego de decir esto, se le acercó y mirándole fijamente a los ojos agregó: —Sólo quise saber si os habías dado la oportunidad de tener la compañía de una mujer que os quiera bien…

“Una mujer que os quiera bien…”, aquellas palabras resonaron en la cabeza de Camus. “Qué mal suena.”, pensó.

Por un momento, se quedaron callados. Shaka seguía viéndole fijamente y Camus le correspondió con otra mirada igual de intensa. Ambos se estremecieron por un sentimiento desconocido pero vagamente familiar.

— Camus... Quisiera pediros algo...

— Decidme.

— ¿Os desagradaría acompañarme a los arrabales? —inquirió Shaka.

— Por supuesto que no. —refirió Camus, un poco curioso.

*****



El carruaje les dejó en las afueras de los barrios marginales de Aix.

Mientras recorrían las cenagosas callejuelas empedradas de aquel rincón olvidado de Dios, algunos tallercillos del gremio de los artesanos empezaban a cerrar, y las tenduchas y fondas de mala muerte encendían sus antorchas. Mujeres vulgares, niños desnutridos, hombres maledicentes y hampones pasaban delante de ellos, mirándoles con desconfianza.

Los suburbios no eran algo nuevo para Shaka: Estaba acostumbrado a realizar obras pías y de divulgación de la palabra del Señor en los lugares más míseros y abandonados. Ya fuera en la Provenza o en cualquier otro lugar, encontraba lo mismo: Gente sin esperanza, con hambre de pan y de Dios. Por su parte, Camus tampoco había ignorado la pobreza e ignorancia del pueblo, y las injusticias de los estamentos privilegiados. No estaba de acuerdo con el régimen de su época. Camus estaba totalmente deslumbrado por el “Movimiento de las Luces”: Confiaba en la razón y el conocimiento humano como única solución de los problemas del mundo y como motor de progreso de la humanidad. Leía con avidez a los enciclopedistas y filósofos de la Ilustración, sobre todo a Montesquieu y a Voltaire, coincidiendo con el pensamiento de este último en lo referente a la libertad de cultos y la tolerancia religiosa. Había pasado del jansenismo de sus padres al deísmo, porque si bien la Iglesia y su corrupción le asqueaban, creía firmemente en Dios y su orden natural.

Luego de caminar un buen trecho, entraron por un callejón; allí, no pudieron evitar ser reducidos por dos facinerosos, quienes les cercaron mostrando filudos cuchillos. Les amenazaron de muerte, pero, tanto el juez como el fraile, entendían que conservando su habitual serenidad y no oponiendo resistencia al asalto bastaría para estar a salvo. Cuando se disponían a entregar todo el dinero que llevaban consigo, de las sombras provino una voz amenazante y muy segura de sí misma impeliendo a los bandidos a alejarse de ellos.

Los bandidos blasfemaron y, al reconocer al autor de las amenazas, huyeron resignados. El juez y el fraile vieron surgir de las sombras el rostro de su imprevisto salvador: Era un hermoso joven, poseedor de un cuerpo formidable; tenía la tez bronceada, una seductora mirada cerúlea, los cabellos azules levemente rizados y la fruta fresca de sus voluptuosos labios invitaba al pecado. El muchacho sonrió y se acerco a ellos.

— Caminar tan tarde por aquí es una invitación al degüello, Señores míos; más aún para personas de bien como Vuestras Mercedes. —dijo, con aire truhanesco.

Camus adivinó, por su indumentaria, que debía ser un habitante más de aquella barriada; sin embargo, ¿cómo había logrado persuadir a los bandidos de su vil cometido?

— Estamos muy agradecidos; Dios os bendiga, hijo mío. —dijo el fraile.

— Dígame la cantidad, buenhombre; le recompensaré por su valor. —agregó el magistrado.

— ¡Oh, no! ¡De ninguna manera deben agradecerme! Simplemente yo vi a Usarcedes antes que aquellos infelices, así que es a mí a quien corresponde despojarles. —dijo el sinvergüenza, con una inusitada hidalguía rufianesca

Camus y Shaka estaban asombrados.

— Deben entregarme cada moneda y objeto de valor que lleven encima, sino, tendré que recurrir a métodos más convincentes.

Al advertir que el muchacho no estaba bromeando, Camus entregó todo cuanto poseía de valor en ese momento: Diecisiete escudos. Una pequeña fortuna para el desdichado manilargo.

— ¡Bien! Aprecio mucho esta muestra de generosidad; ahora es preciso que se marchen, pues no son bienvenidos aquí.

El religioso y el juez se miraron muy confundidos.

— ¡¡Largaos!! ¡¿Qué estáis esperando?! —exclamó el bribón, perdiendo de una vez la paciencia y el trato distinguido.

Ambos hombres salieron sin prisa del callejón, doblando la esquina. El fascinante bandido se quedó mirándoles con una pícara sonrisa.  “¡Uhm! El frailecito no tiene pierde, pero el otro... ¡caramba!” se dijo, para sus adentros.

Caminó varias cuadras y guardó el dinero; luego, volteó, como si por el hecho de hacerlo el recuerdo de aquel hombre acudiría con más fuerza y claridad a su memoria.

— ¡Milo, sois un mentecato! —se reprendió a sí mismo.

*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*˜*



( Continuará )

(*)

La autora se reserva el derecho de excluir categóricamente al franciscano Garnier del cruel tonsurado (el rapado de la coronilla al que son sometidos algunos religiosos, como los franciscanos, al ordenarse; esto lo hacen como símbolo de absoluta humildad y renuncia al mundo material) Las razones de la autora son, obviamente, estéticas y sentimentales. *_*

 


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