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Fiebre por Dtzo

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El sonido metálico lo tenía extasiado y aún más por el bello eco que emitían en su laberinto mental, no lograba crear más grandes de las que pudiera soportar su peso; las hacía descender y emerger de donde quiera que fuera para usarlas casi como mano derecha ya fuera para crear, con las mismas, muebles o simplemente halarlas por mero gusto, por mero morbo y mero placer.

 

 

 

¿Cómo resultaba tan adictivo su tacto o sólo su tintineo? Una droga que no podía comprar con nada más de su “relativo mundo real” porqué cuando tomaba posesión de aquel pequeño huésped, que con tanto recelo y cariño lo aceptaba en su corazón, nada más podía mantenerlo relajado por un mísero instante ni aquel dulce que tanta fama tiene de causar el mayor de los placeres sensoriales al mínimo toque al paladar.

No probaría drogas ni mucho menos sustancias nocivas para Yugi, no era lo suficiente egoísta para aprovechar que no resentiría los efectos a largo plazo pero tampoco se sentía culpable de pensarlo siquiera, era un adolescente después de todo y tenía sus propios deseos y necesidades propios de la edad, maldecía tanta producción de testosterona en “su” sistema endócrino.

 

 

 

Aún buscaba un motivo por el cual comenzó su fascinación pero por más vueltas que le daba sólo un pequeño y diminuto detalle fue el que más pista le dio; la respuesta era simple, inconscientemente, cuando Yugi cambio esa molesta y vieja cuerda por una cadena, un día que llevaron a cabo el ya tan repetido cambio de cuerpos.

El frío hizo contacto con su torso que se hallaba desnudo por la hora del baño de Yugi estimulando de ese modo un punto sensible para él e inexistente en la conciencia del menor, cerró sus ojos y decidió explorar por sí mismo hasta donde llegaba el cosquilleo que surgía a nivel de sus clavículas, no hubo fricción o algo por el estilo, el mero acto de tener conciencia de cada poro que recorría la longitud de la cadena era más que suficiente para descubrirse adepto.

 

 

 

A veces le daba por dormir en una cama fría y nada cómoda, semidesnudo, acalorado por las mismas hormonas ajenas, para frotar un poco su espalda y arquearla por el contacto, friccionar sus pies como si fuera una alfombra para electrificar la tela de sus calcetines, pero tiene la piel en su punto y no hace falta que nada le arrope, encuentra el punto más sensible en el arco del pie, en sus talones y pantorrillas.

Jadea pero no suelta la voz necesaria para ser escuchado más allá de sus cuatro paredes de perversión.

A veces tiende a dejar que las responsables de sus lapsus placenteros serpenteen en sus brazos y piernas, que abracen su cuerpo, de vez en cuando le gustaba un poco de dolor y dejaba que le cortaran la circulación en las manos aunque tampoco tenía mucho ánimo de quedar con llagas por el contacto tan enfermo y continuo con lo que significaba esclavismo pero a su psique llamaba tratamiento contra el estrés.


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