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Cuatro de Noviembre por CrawlingFiction

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Massachusetts, Estados Unidos. 4 de Noviembre, 2000:

Es medianoche, y en mi memoria puedo todavía recordar tu excéntrico gusto en observar desde la pequeña ventanilla de mi laboratorio de pruebas el firmamento tan distante a tus ojos brillantes, incluso más que aquellas simplonas explosiones hechas de gas caliente. Este gas es en su mayoría hidrógeno y helio, los cuales son los dos elementos más ligeros de la tabla periódica. Las estrellas brillan quemando hidrógeno para convertirlo en helio en sus núcleos, y más tarde en sus vidas crean elementos más pesados. La mayoría de las estrellas tienen pequeñas cantidades de elementos más pesados como el carbono, nitrógeno, oxígeno y hierro. Sí, aún recuerdo mis sosas explicaciones sobre aquello que no comprendías pero tus ojitos curiosos bañaban de curiosidad cuan brasas cálidas. Recuerdo tantas cosas sobre ti, a pesar de que ya varias perdí las fechas exactas, pues, a diferencia de esos amores clásicos anclado en estaciones del año o Navidades y Pascuas, el nuestro fue, como tú, diferente, especial, pero igual o tan doloroso como lo clásico. Una tragedia personal que me persigue al recordarte y no atinar con exactitud en cual de tus cientos de vidas fue que te encontré y me volví a enamorar. Todos los cuatro de noviembre, me volvía a sentir prendado a ti, sin explicaciones científicas ni diagramas. Tan tú.

Lo que si logro recordar es el inicio de nuestro idilio, al sol de hoy un enigma para mí, el que dentro su ego creía conseguir las respuestas a todo. Cuan compañero fiel hacías de mi abrigo las madrugadas lentas sin calefacción donde me quedaba dormido sobre mi escritorio repleto de chatarra y planos emborronados, me brindaste de tus tazas de té, de tus miradas asertivas y graciosamente confundidas, y del calor de tu cuerpo cuando mi mente siempre sumida en ecuaciones y rangos de voltaje volteaba a mirar lo hermoso de tu presencia. Enclaustrados los dos, en nuestra madriguera aroma a viandas recalentadas, acero y grafito. Tu ceño fruncirse y tus labios maldecir a cada vez que en la calle me insultaban con: “científico loco” o tus mejillas estallar en un irregular flujo de sangre a los más curiosos preguntar por esa modesta argolla de cobre adornando tu anular. Ellos no lo sabían, pero en un rato de ocio mientras construía mi mayor ambición y futura maldición como tonto herrero te hice ese anillo, no era bello, ni perfecto, y para ellos no tendría significado, pero tu si veías realmente más allá que lo que las estrellas te señalaban…

Ahora, viejo y desolado en la amargura me pregunto si mi verdadera ambición debías ser tú y no ese armatoste a que tantos años dediqué, obseso infructuoso, cuando lo que realmente me llenaba era perderme en el café de tus iris refulgentes. Mi cuerpo estremece enfermo por el siguiente suceso que mi mano trémula atrevió a recordar, mis ojos húmedos anhelan volverte a ver, como merecías, no como tonto intenté, trayéndonos la condena una y otra vez.

Érase una época donde los avances prometían que la sociedad daría pasos agigantados dignos de mirar a otra dirección al recordar su pasado a piedra y fuego, el marginado Nikola Tesla logró demostrar sus ignorados descubrimientos en el electromagnetismo, los Hermanos Wright crearon un ave de madera capaz de volar cuan las reales y con la invención de la bombilla la vida diaria dejó su retrogrado peste a cera y aceite. El siglo XX fue una etapa de descubrimientos asombrosos, aunque muchos no salieron a la luz.

Yo formaba parte igual de aquella recriminada y después alabada panda de locos,  mi pasión, mi desayuno y cena era estar en mi casa vuelto taller probando una y otra vez que mis teorías eran las correctas y cambiarían por completo al mundo. La física de partículas era una rama llena de misticismos que ignorante también embebí. Y entre fierros y financiaciones dudosas creé el primer prototipo de Máquina del Tiempo, no era digna de una descripción de Julio Verne pero esta trataba de una cámara de una aleación ligera de acero que con el impulso electromagnético de un potente motor lograba abrir un momentáneo hoyo en el espacio tiempo como lo conocemos. Mi máxima ambición era lograr con tal regalo del cielo de edulcorados ángeles cristianos un aparato capaz de abrir puertas al pasado y futuro para predecir y prevenir todas las catástrofes que, posteriormente, vi una y otra vez con horror. Más lo fantasioso de mi experimento me condecoró como un real científico chiflado arrojado a la clase más baja e inmunda de una sociedad desigual, más aun así no amainé en esfuerzos, contigo a mi lado, ¿Qué más requería? Más un cuantioso fajo de billetes llegó a mi mediante un contrato con un reconocido comprador de patentes y continué…Cuán tonto fui…

A pesar de las miradas recelosas e intrigadas de la pequeña multitud y tus chistes crueles de una segunda Inquisición yendo a por nosotros por brujos y sodomitas fue un hecho menos adornado de tus infantiles descripciones la que me despegó de ti relvándome a una alteración merecedora de los versos lúgubres perfume a opio de Poe. ¿Cómo era posible esto? Mi cuerpo estremeció de cabeza a pies y grité, un alarido que todas las noches me atormenta como si fuera el mismo Padfoot acechando hacia mí yugular. Erase, un 4 de Noviembre de 1920, el clima fresco y frío hizo florecer las floristerías a rosas de todos los colores que podrías pedirme, y a pesar de lo nimio de la fecha ese iba a ser el día en que esa argolla pobre a cobre volviese cisne a oro y enormes diamantes como tanto me recordé y prometí. Tan nervioso como ahora al narrar esto te dejé esperar a las afueras de la joyería para retirar mi compromiso secreto alegando debía retirar unas malditas mancuernas, a favor de un amigo. En esos breves instantes que acaricié la felicidad a través de esa joya vislumbré nuestro futuro, a pasos presurosos capaz de tocar, ya resonaba entre mis oídos tu grito de júbilo, ignorando y aislando de nuestra dicha al prejuicio pero ese grito que tanto anhelé fue un exaspero de muerte y agonía.

Guardaba la argolla dentro su estuche y mi raído saco cuando un relincho y un estruendoso golpe seco seguido de gritos atónitos congelaron la sangre de mis venas. Latiendo tan fuerte, tan febril, tan vivo y muerto lo pude ver, verte a ti, hermoso como siempre, con ese tinte místico que tanto te intenté describir con mis ensoñaciones, inerte con la sangre corriendo y bañando las aceras indignas de tu hermosura. Y, todos los días maldije haberte dejado allí a merced de la Parca que imprevista me arrebató de mi calor, todos esos días próximos te rememoré, te grité, te lloré, quedándonos de despedida tu cuerpo bajo el carruaje que inexplicable volcó y te atrapó, sólo viendo tu mano, extendida, nervosa y pálida, anhelado quizás dejarte ese anillo que pesó cuan plomo dentro mi saco. Pero no iba a ser así, te lo daría, y tus manos no serían dentro mi cabeza esa pluma lánguida suplicando un último respiro sin dolor ni sufrimiento.

Dos años pasaron. Pero jamás lo olvidé, jamás olvidé el cuatro de noviembre que la sangre de Ryeowook se mezcló entre la escarcha y mi misma muerte.

Loco de amargura tiré de las polvorientas sábanas del taller; allí estaba, ángel de la muerte dándome una segunda oportunidad de darte todo lo que merecías en carnes tibias no en la madera de un ataúd cerrado. Jamás lo había probado, pero pensé, enceguecido de soledad que una muerte por la explosión del motor sería suficiente para equiparar todo el dolor que te causé y no logré evitar. Sin nada que dejar atrás entré a la máquina y la encendí haciendo tronar como el gruñir de una bestia metálica. Era un suicidio auto impuesto cuando simplemente cerré los ojos y regresé dos años y ocho horas atrás en busca de mi ángel caído al cual el Dios que maldecí me arrancó para regresarlo a la inmortalidad que su belleza exaltaba.

Sólo cerré los ojos y soñé…

 

 

New York, Estados Unidos. 4 de Noviembre, 1920:

Lo primero que pensé al abrir los ojos es que seguía respirando, así que despedazado no estaba. Hurgué entre mis bolsillos y encontré este cuadernito de 10cm x 7 cm x 3cm de cuero curtido y páginas dobladas y amarillentas más el estuche de gamuza, dando a la carrera de buscarte, de evitar tu inmerecida muerte.

Con precisión naval había estudiado toda la rutina hecha hace dos años atrás, hace minutos, ahora, hace segundos.

Cranberry St, Brooklyn, NY 11201, Estados Unidos, viré por la intersección y topé con la joyería del viejo germano que te miraba de reojo cuando intrigado como si se tratasen de mis “artefactos raros” mirabas los broches, aretes y anillos con los que la clase alta adornaba su podrida fachada. Agazapado en una esquina ignorando el frío otoñal aguardé a la repetición de la escena que era estelar de mis atroces pesadillas desoladas en el desierto de la yerma cama que compartías conmigo y mi calor. Te vi pasar con, asumo, mi yo de hace dos años vueltos actualidad, incauto de que en cuestión de minutos tu sangre cuan rubíes líquidos se haría una con las hojas secas y la aguanieve. Apenas, imberbe me separé de tu lado e ingresé a la tienda, me acerqué aún sin medir la peligrosidad de mi osadía. Te sorprendí por la espalda, y aunque meticuloso repliqué el atuendo y el aspecto en lo más mínimo una mirada extrañada fue máscara de tu angelical faz. “¿No acababas de entrar?” Te oí preguntar, y quise llorar, hacía dos años no escuchaba tu voz tan nítida, como el fluir de una gotera deliciosa, esa tonada curiosa emborronaría los estertores vueltos rutina al anhelarte. Negué rápido la cabeza y sin más, lleno de dicha como tiempo atrás, hurgué mi bolsillo y te enseñé la cajita modesta. Discreto como recordaba me arrancaste la joya de la mano y escondiste de las miradas acusadoras para dedicarme esa sonrisa clara de manantial, no el remolino de recuerdos y sueños que ahora me representaban a ti. Tomaste mi mano y caminamos con prisa, huyendo de lo correcto y el deber ser agobiante. Vi pasar a la multitud, a los comerciantes, a los carruajes, uno de ellos La Parca burlada. Vencí al destino, tenía el poder mismo del tan venerado Dios, tenía nuestro futuro en mis manos y nada me lo arrebataría. Era Dios.

Pasamos por un callejón que enrumbaba a nuestros humildes aposentos, dónde seguramente gritarías, saltarías y bailaríamos las canciones mal sintonizadas del roto tocadiscos hasta la noche morir. Pero Dios jamás aceptaría perder su aptitud de destruir y crear y de un jalón brusco caí en la realidad que repetitiva se burlaba a mis narices. Un grito demandante tomando tu mano, el ladrón forcejeaba la cajita de gamuza que tu negabas soltar, el forcejeo, mi voz rogando que soltases la maldita joya y tu terquedad porque sabía que era aquello lo que más habías deseado en la vida, mi lucha infructuosa cuando de un culatazo el hombre me arrojó al suelo robándome el aliento, golpes, gritos, y un disparo con el reconocible olor volátil de la pólvora. Se dio a la fuga y tú caíste nuevamente a los brazos invisibles que amorosos te reclamaron, y aun así, la cajita ensangrentada era presa de sus dedos inertes. Enloquecido, acuclillado y miserable te volví a clamar, volví a maldecir los planes del Universo que nos separaban a pesar de ser lo destinado. Otra vez mis manos acariciaron tu hermosura que se perdía bajo el velo gris del fin.

La segunda vez que moriste en mis brazos, Kim Ryeowook.

 

Tabriz, Irán. 4 de noviembre, 1042.

Mis ojos humedecen de ironía al releer mis anotaciones y percibir ese tinte poético que bebí de tus pasiones. Hasta el hombre más metódico y parco cambia por la influencia de tus vinilos que formaron parte de nuestro hogar, de tus composiciones, del piano de cola averiado que compraste a un mercader usurero y hasta tu misma presencia influyeron en enamorarme de las letras, de las melodías, de las poesías si todas ellas me recordaban a ti.

Huyendo de la escena del crimen y de las consecuencias que podrían competer en el orden de los hechos regresé a mi escondrijo dedicándote las lágrimas últimas al volver a encender el aparato. Si Dios no quería que estuviéramos juntos en esta vida, sería en las antecesoras, en las posteriores, en cuales el quisiera retar. Yo te buscaría, y sé, te encontraría. Cerré los ojos aferrándome al anillo cuan Biblia a los cristianos temerosos y retrocedí al cuatro de noviembre de 1042 en la antigua Tabriz. Confundido de semejante cambio de locación abracé la posibilidad de tenerte próximo a mí en este pequeño poblado que seguro, si me acompañaras te causaría tantas sorpresas y emociones. Sin dar descanso escondí la máquina en un granero abandonado a las afueras de Tabriz donde encontré ropajes acordes a la época en la que me imbuía y di a por ti. Te busqué entre las calles, entre los gritos de los mercaderes inmigrantes, con la vista sobre los caballeros andantes y las damiselas cuyos ojos eran el verdadero espejo de la Vida. Creía con fervor casi religioso que te reconocería en el acto, porque, hasta un loco como yo podía y quería creer en las bienaventuranzas del destino…y así fue. Te descubrí como un joven campesino que perseguía los pollos que escaparon de su caja sobre su improvisada tienda callejera, percaté esa mirada, esa alma reflejada en los espejuelos avellana que me voltearon a ver cuándo me uní a tu causa. Sonreíste tímido y cogiste a los animales con esa torpeza que sólo tú podías manejar tan sutil. Niño pequeño fui y no me separé de tu lado, volviéndome a enamorar de tus ademanes y sonrisas discretas. Amable me hablaste de tu vida como amigos de toda la vida, te acompañé como nuevo camarada del día pensando en cómo explicarte lo inexplicable. Y al andar de tus pies descalzos me sentí agradecido.

Con la justificación de ser un explorador perdido me ofreciste tu humilde hogar. Fuese bajo el danzar de tus pies al vals o un cuenco de leche fresca de cabra, eras mi único bálsamo. Tumbados los dos sobre montículos de pajas y mantas raídas miramos las estrellas, reconocí el perfume de tus cabellos, a arena y calor. Disfruté tanto tu presencia aunque me creyeras solo un desconocido taciturno. Tanto rogué que supieras el cómo mis ojos de miraban y el rugir de la tierra me reprendió. Todo se agitó de repente y ante mis ojos en eterna desdicha vi como la ciudad bajo la colina se deshacía como castillos de naipes. Las mezquitas, los callejones, los prostíbulos, todos volvieron escombros entre personas y animales bajo el eco de la tierra rugiendo y removiéndose en sacudidas interminables. Tus pies veloces corrieron cuesta abajo, gritando por lo que entendí, tu madre, corriste ignorando la catástrofe sólo para lograr encontrarla. Y yo atónito lo vi. Segundos pasaron y ni el castillo feudal más imponente o la choza más triste tuvieron compasión. Bajé al Inferno de llantos bajo piedras y no logré dar con ese jovencito risueño que arriesgó su vida por su mamá. Sólo di con su sandalia.

 

Viena, Austria-Hungría. 4 de noviembre, 1918.

Este día lo recordaré como un estallido de festejo solemne, de resignación y la consecuencia de la mera ambición de un gobernante. Pero, festejo por fin. Vi bajo el techado de una derruida librería en Viena el anuncio de rendición del Imperio Austrohúngaro ante La Gran Guerra por parte de Italia cuyo poderío militar barrió sin dejar rastros, como un vórtice negro de destrucción y egoísmo humano. En estos meses de investigación entre cimientos de la notaría de Viena y Budapest di con todos los nombres. Acta de nacimiento, de defunción, carta de bautismo, nombres, apellidos y sexo, inclusive alergias y lugar de residencia. Cómo preví en esta aventura de primera mano ante la realidad de la Encarnación tan endulzada en las filosofías hinduistas di con tantos datos que temí errar en la exhaustiva búsqueda.

La comunidad oculta bajo cobertizos y vestigios de sus hogares salieron a la luz austral a recogerse y seguir adelante, algo que he visto, estudiado y observado siempre de la Humanidad en mi humilde recorrer, más aun así no aprenden de sus errores, más que la última, la muerte suele ser la primera opción. Con la melodía de las tropas, las madres llorando preguntando por sus hijos y el llanto de los bebés bajo techos y columnas mis manos quemaron arrugando las esquinas de la amarillenta página que leía. ¿Si no eras tú el causante de esta sensación quién más podría? No fui más que un hombre ebrio de mi triste sobriedad de números y quemaduras por soldar ideas imposibles, ajeno al verdadero sentir, al descubrir con mis dedos y corazón más que con textos referenciales y cálculos lógicos. ¿Quién más causaría las lágrimas brotar que tu presencia así sea plasmada en papel? Y, ahora en esta actualidad, lo sé recordar: batallón de infantería 405, subteniente, fecha de nacimiento, un 21 de junio cualquiera hace 28 años, fecha de defunción; dos de noviembre de 1918, tan reciente como doloroso, pero, ¿Quién era yo el qué te lloraba en vez de tus familiares? Aún me lo planteo…pero esa incierta sensación bajo mis costillas más el pequeño retrato fue suficiente para dejar caer las páginas de mis sudorosas manos y, partir a otros rumbos. No podré aceptarlo así el cielo se abra y me lo grite, jamás aceptaría que perdí todas las guerras de mi batalla en busca de Ryeowook.

 

Massachusetts, Estados Unidos. 30 de octubre, 2000.

El tiempo, irónico y malicioso, no tuvo miramientos conmigo, quizá como venganza de ser un transgresor de lo divino y en esta última parada quedaron señas. Ya no era el joven engrandecido que veía con sorna al cielo, no tenía ese poder, sólo era un hombre perdido en un mundo raro pero igual a los antes conocidos. La máquina fue destruida sin dejar restos de antecedentes que podrían impulsar a demás imprudentes a cometer mis pecados. Sin nada que dejar ni extrañar renté un ático en una zona modesta de la ciudad, tal cual te gustaría acompañarme, y me instalé a pasar mi vejez que me seguía los pasos apresurada. Mi compañía era mi anillo dentro su cajita, mis últimos apuntes científicos, mi bitácora y un piano de cola avejentado que compré aunque no supiera tocar. A partir de ahora mis noches no son bailar tieso ante tu torbellino de vueltas y risas con la orquesta del tocadiscos averiado ni el aroma de los caldos agrestes que afanabas con lo que nos quedaba de mis, ahora, inútiles inversiones. A partir de ahora mis noches son mirar las estrellas que curioso me preguntabas su origen incierto y voltear a observar el piano imaginando que probablemente tu podrías estarlo tocando. Todo, dentro mi cabeza.

Tiempo después, conseguí un trabajo como personal de limpieza de Hospital General para llegar a fin de mes, un lugar que no inquirió mucho en mi fantasioso origen y hoy, cinco de noviembre, a las tres de la tarde, escribiendo apresurado dentro mi cuarto de limpieza lleno de estropajos logré dar con lo que tantos años y épocas anhelé y no alcancé. Mis manos tiemblan, el bolígrafo aún incómodo a mi grafía acostumbrada a la pluma se escapaba de mis palabras. Mis ojos pican y mi cuerpo estremece a cada inspiración. Hoy, cinco de noviembre por fin di contigo, con mi Ryeowook y nuestro reencuentro quedará grabado a pulso en mi corazón ya cansado de padecer a tu causa.

En mi disminuida posición trapeando los suelos asépticos vi la puerta de una habitación entreabierta, llamado por algo más que la curiosidad, algo más que ello, algo que me impulsó a verte en los ojos vibrantes de un campesino iraní o mediante una fotografía de un soldado austriaco te encontré en la mirada cargada de vida y experiencias de esa anciana postrada en su cama mirando hacia la ventana que como pintura ofrecía hojas a tonos dorados. Y, detectaste mi presencia invitándome humilde a pasar. Nervioso me saqué la gorra y pasé perdiéndome más y más, a cada paso, en la red que me conecta al avellana de tu mirar. Hablamos, como el niño modesto que fuiste, e igualmente, ignorante del perlar de mis propios ojos te sonreí. No me detuve en sonreírte. Porque eras tú. ¿Quién más me causaría estas lágrimas, esa sonrisa melancólica de vuelta a nuestros recuerdos que sólo yo conservo? ¿Quién más que tú, sin importar la cascara? Y me armé de valor, nunca fui un hombre valiente y ahora anciano al menos quisiera decirte lo que traté con una ridícula argolla de oro niquelado. Rogaría a Dios por un par de días para verte. Los lloré tanto y por fin te obtengo.

 

Massachusetts, Estados Unidos. 4 de noviembre, 2000.

Yazco aquí en mi cama mirando las hojas caer desde la pequeña ventana de mi descuidado ático. Conociéndote, me reñirías esta vida que he llevado y a tirones me obligarías a fregar, lavar y barrer. Porque eras chistosamente correcto y maternal. Pero desde el estrepito que apoderó mi alma entera ese cuatro de noviembre cuya fecha ya me duele rememorar hasta la tan llamada actualidad no sé bien lo que es vivir, sólo sobrevivir, cargando lo que me dejaste y lo que me arrojé al hombro ignorante.

Hoy era un día especial, fingiendo que lo trágico no tiñe este número quise volverlo mi rendición y libertad. Compré camelias y magnolias de elegantes colores y me acerqué a la habitación 411 de la zona de desahuciados, dónde tu acostumbraste esperarme para charlar como el par de viejos que somos y soñé fuéramos alguna vez. Puntual a mi confesión me acerqué y alegre recibiste mi obsequio hinchando mi corazón en más metáforas absurdas pero necesarias para explayarme. Hablamos de estrellas, de té, de la música del ayer y la fantasía y tomé tu mano la cual recibiste como si siempre la hubieses esperado…recordaré, porque mi existencia se basó en recordar formulas, nomenclaturas, tus gustos y tus vidas, así mismo, así recordaré cuando de mis labios asomaron tu nombre, el nombre con el que te conocí, y tú, en silencio cerraste los ojos y sonreíste, seguramente, llamándome loco. Pero eso fue suficiente para mí. Porque ambos lo sabíamos. Ahora ya sabías que había venido por ti.

Y, un pitido rompió la paz de mi alma y la tuya. Otro ángel más con tu esencia lo acogieron los cielos.

Y ahora quedo yo aquí, esperando tener ese destino. Maldiciendo mi ego, mi fe a mí mismo tan equívoca, maldiciendo todos los segundos que perdí por beber de mi convicción y mi posterior error, incapaz de asumir que lo hermoso de la Vida no es la perpetuidad de los momentos sino lo sincero de estos. Egoísta te até a mí, cuando más bien yo era el preso. Te perseguí rogando un segundo más, y me voy con la paz de haberlo obtenido, al menos para mí. ¿Qué tan seguro puedo estar que eras tú bajo esas caras? Sólo lo subjetivo me lo dicta. Sólo mis lágrimas lo harán. Encontrarnos, finalmente bailar y mirar bajo nuestras cabezas lo infinito de descubrirte mil ocasiones más. Todas, enamorado de ti.

Sólo es la historia de cómo un hombre de ciencia terminó hablando con metáforas y símiles y confiando en la fe de sus corazonadas.

 

 


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