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Las cosas idas por Bec-de-Lievre

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En la sala de transportadores, Spock despidió a Jim de la habitual manera. Con las manos cruzadas por detrás de la espalda y la pose más solemne posible, le dijo: “Ten cuidado”. Jim sonrío como de costumbre, diciéndole “Por supuesto” con la mirada. A un lado del flamante capitán y otros dos de seguridad para ese desembarco de exploración de rutina, al doctor sólo le quedó hacer un pequeño puchero con los labios frente a la omisión del día hacia su persona, como queriéndole decir al vulcaniano: “Yo también puedo morir, ¡maldita sea!”.

Spock alzó elegantemente una ceja —una risa vulcaniana a toda regla— mientras los hombres se desmaterializaban debajo del halo de luz, satisfecho de haber conseguido sacar el Jefe Médico un poco de sus casillas una vez más.

*

Algo salió mal.

Uno de los de seguridad dio el aviso y pidió que los materializaran de urgencia abordo. Que fuera uno de los elementos de soporte y no el capitán quien diera el aviso ya era bastante mala señal, pensó el Primer Oficial, y abandonó el puente a la brevedad. Pero al entrar a la enfermería no fue a Jim a quien encontró tirado en una camilla con M’Benga y Christine haciendo hasta lo imposible por revivirlo. Sino a Leonard.

—Déjalo ya, Christine —gruñó M’Benga, impaciente, previniendo a la jefa de enfermeras de colocarle inútilmente al hombre otro hypo en el brazo—. Ya hemos hecho de todo lo que podíamos. Está muerto. Computadora, hora de la muerte: 17:43.

Jim estaba pálido, confundido. La mano sobre la boca.

—¿Qué ha pasado, capitán? —preguntó Spock.

Jim se volvió a él y como si le costara volver a sí mismo, le respondió:

—No lo sé.

*

Luego de pedir a los otros dos elementos de seguridad que rindieran testimonio sobre las circunstancias del inesperado deceso del Jefe Médico del Enterprise, es que Spock consiguió comprender la confusión del capitán en la enfermería.

El peligro era garantía en cada misión, razonó Spock mientras observaba al segundo oficial de seguridad se marchase de la sala de reuniones. Aún así, las dificultades que solían librar los miembros de la tripulación en general siempre eran mayores y los escenarios más elaborados. La muerte de McCoy por el contrario había sido muy, muy absurda de tan simple —el médico había tenido el desatino de no cuidar por donde iba, de tropezar con una piedra y morir al instante mismo en que su cabeza golpeó contra el suelo—, y eso no podía hacer otra cosa que confrontar la mente de las mujeres y los hombres abordo que las habían sobrevivido a lo largo de esos cuatro años.

Jim, como el máximo exponente de estos sobrevivientes —halló el Primer Oficial al volver al puente—, que había enfrentado ya a una considerable cantidad de entidades espaciales y razas alienígenas, no paraba de rumiar y pasarse las manos por el cabello en la silla de mando.

—Voy a mis habitaciones —dijo, luego de unos minutos de inútil lucha por concluir su turno—. Queda al mando, señor Spock.

El vulcano no se atrevió a cuestionarlo, y se limitó a seguir las órdenes.

*

A pesar de que en el puente el capitán no era el único afectado por el deceso del médico, al propio Spock aún le tomó más horas en llegar a entender la dimensión real de lo que estaban sucediendo en la nave, más allá de la obvia repercusión que tendría en el desempeño de la tripulación a nivel laboral.

Y fueron dos cosas las que lo azotaron como una ola, hacia la realidad.

La primera fue durante los honores que se le rindieron al antiguo Jefe Médico en la sala de recreos para despedirlo, un par de horas más tarde. Jim, la gente de la enfermería —en especial, Christine, M’Benga y Sánchez— estaban más que inconsolables y eso le parecía lógico, dado la cercanía que siempre habían tenido éstos con el médico, pero la alférez Barrows fue, en muchos sentidos, una sorpresa.

Él no tenía constancia alguna de que sus relaciones hubiesen continuado en el tiempo de forma sostenida o esporádicamente luego de aquel permiso durante el primer año de la misión. Sin embargo, la joven mujer no cesaba de pasarle licenciosamente las manos por las mejillas, por el cabello; de darle besos en la frente y sollozar. De mirarlo con devoción e incredulidad dentro del ataúd.

No era la ridiculez ni la exageración de sus gestos lo que a Spock le hacía sentir náuseas. Más bien las palabras que dio luego del discurso de Jim con el que había tratado de distinguir no sólo a “un médico excepcional” había dicho, sino a un “gran amigo”; la chica, luego deshacerse en apasionados halagos que daban cuenta de la tragedia de un profundo amor no correspondido, había tenido el cuestionable arrebato de ponerle un último beso en los labios y decir al hombre en la caja: “Adiós, príncipe de los ojos azules”.

Claro, pensó Spock amargamente. Los ojos del doctor eran, en efecto, azules.

*

La segunda vino la mañana siguiente, cuando poco antes del inicio de su turno, halló a un alférez que había llegado a la tripulación tres días atrás dando con un láser a la inscripción laminada donde venía en letras blancas el nombre del médico para retirarla de las puertas de las que fueran sus habitaciones. Fuera de sí, Spock tomó al chico por el cuello de la camiseta y lo estampó contra la pared para impedirlo de continuar.

—¡Spock! —exclamó Jim que venía por el pasillo en dirección contraria, y después hizo una inclinación de cabeza para con el joven asustado—. Álferez.

Spock lo soltó, y el chico enrojecido se retiró de allí casi corriendo.

—Me disculpo, capitán —dijo el vulcano, cabizbajo. Jim observó el letrero a medio quitar, sintiendo un golpe en el estómago—. No sé por qué lo he hecho.

—Descuida —Jim le puso entonces la mano al sobre el hombro, compasivo—. También era amigo tuyo.

Spock levantó la cabeza, inseguro del significado de las palabras del terrestre.

—Ve a descansar a tus habitaciones, Spock. Tú eres el único del puente que no se ha tomado el día para asimilar la pérdida.

—No necesito descanso.

—No es una opción. Es una orden —le dijo Jim—. Nos vemos más tarde.

—De acuerdo, capitán —respondió.

Sin embargo, todavía esperó a que éste se retirara para poder arrancar el letrero de la puerta e ir de vuelta a sus habitaciones como se le hubo ordenado.


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