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Los demonios de la noche. por Seiken

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Milo retrocedió todo lo que pudo al ver a Camus en ese asiento, el que para su horror también portaba un camisón masculino de seda, abierto a la altura del pecho, cubriendo sus piernas hasta sus muslos, como si estuviera preparándose para dormir, haciendo que apretara los dientes, ignorando su miedo, cambiándolo por desagrado.

— ¿Qué le hiciste a mi lobo?

Camus se quitó el camisón entonces, su cuerpo era delgado y musculoso, su piel pálida tenía el color de la leche, su cabello rojo contrastaba completamente con el de Milo, que a su vez era un poco más fuerte que el príncipe de hielo, más alto también, su piel, con un leve toque bronceado.

—Está muerto, le clave varias veces mi espada, en el pecho, en la pierna, en el corazón, al finalizar nuestro… combate, parecía un toro de lidia, después de una corrida, una imagen patética para un ser patético que intento robarme a mi amante.

Milo negó eso, no sentía que su lobo estuviera muerto, y si lo estaba, en ese momento no tenía tiempo para llorarle, no cuando estaba de regreso en las manos de Camus, que desnudo se sentó en la cama que le mantenía preso.

— ¡No soy tu amante, soy tu prisionero y un cadáver nunca podrá brindarme el placer que mi lobo me enseño!

Camus escucho esas palabras con una expresión indiferente, sabía que su amado ángel había yacido en la cama de ese lobo más de una vez, que eran amantes, que había dejado que le mordiera, infectándolo con la enfermedad que portaban esas bestias, las que a su vez, eran inmunes al vampirismo, sin embargo, si su amante no había presentado la sed inherente de un vampiro, en ese caso, tampoco se transformaría en un lobo.

—Al menos comprendes que ha muerto.

Sabía que no era así, pero quería comenzar a quebrar a Milo con esas palabras, sin recibir la respuesta esperada, en vez llorar, o susurrar su nombre con tristeza, cuando intento acercarse a él, pateo su rostro, con tanta fuerza que logro cortar sus labios.

— ¡Hypnos no habría deseado que me dejara mancillar por ti, el habría deseado que peleara con todas mis fuerzas, que me enfrentara a ti!

Camus llevo sus dedos a su rostro, notando como la sangre los manchaba, Milo quería verle enfurecer, gritarle, maldecirle, tal vez golpearle, para que olvidara su deseo enfermizo por él, sin embargo, simplemente sonrió, relamiendo sus labios.

—Ese fuego es lo que más me excita de ti, es más, es lo que más me excitaba de tu hermoso padre, que siempre peleo contra mí, hasta que lo mate.

Camus de pronto toco sus piernas, congelándolas con su tacto, formando una pequeña capa de escarcha que comenzó a recorrerle con la forma de una malla, evitándole moverse, avanzando poco a poco, hasta que ya no las sentía al nivel de sus rodillas.

—Con esto será suficiente por el momento, no quiero que vuelvas a patearme.

Le informo con calma, hincándose en la cama, recorriendo sus piernas con sus uñas rojas, cortándola con ellas, para inmediatamente lamer las heridas, escuchando sus maldiciones, sus intentos por liberarse de las cadenas, riéndose de pronto, como si le creyera algo patético.

—Si no fueras tan difícil podría poseerte sin tener que esforzarme, pero si eso no pasara, no me llamarías la atención, tal vez, cuando dejes de pelear busque a uno nuevo, alguien más que romper, o tal vez no… aun no me decido.

Milo desvió la mirada de momento, cerrando los ojos con fuerza, casi mordiéndose el labio con desesperación, tirando de las cadenas para intentar romperlas, recordando el calor de su lobo, comparándolo con la frialdad de Camus, que se contentaba con beber la sangre de sus piernas.

— ¡Solo así puedes poseerme, porque eres un cobarde!

Camus de nuevo comenzó a reírse, llevando sus manos a sus caderas, acercándolo a las suyas, abriendo sus piernas sin ninguna clase de ceremonia, no era un amante experimentado como Hypnos, ni siquiera cuando estaba vivo estaba interesado en los actos carnales, así que, no sabía cómo complacer a un amante, mucho menos uno como Milo.

— ¡Hypnos en menos de cinco minutos me tenía gimiendo su nombre y ni siquiera había tenido que desnudarme!

Milo se daba cuenta que Camus no parecía comprender como tener sexo común, como complacer un amante y por la expresión que podía ver cuando mencionaba a su lobo, realmente le molestaba saber que había comprendido el verdadero significado del placer en sus manos.

— ¿El príncipe de hielo no sabe cómo complacer a un amante? ¿Es eso posible?

Milo deseaba verle enfurecer, perder esa tranquilidad, y lo estaba logrando, podía verlo en su rostro con esa expresión furiosa, sus uñas encajándose en sus caderas, haciéndole reír, encontrándolo patético.

— ¿En realidad puedes tener sexo con mortales? ¿Puedes poseer a una víctima, cuando no está sangrando o medio inconsciente?

Milo sentía al otro lado del mundo la vida de su lobo brillando, débil, pero allí estaba y eso le daba fuerza, saber que Hypnos aún estaba vivo, que lo amaba, que lo buscaría, por lo tanto, debía ser fuerte, soportar ese cautiverio.

—Yo creo que no, porque no eres más que un cobarde.

En ese momento, Camus detuvo sus caricias, relamiendo sus labios, furioso, pero aun así trataba de no demostrar cuan enojado estaba, al saber que Milo le pensaba un impotente, que había permitido que Hypnos poseyera su cuerpo, que dejo que le mordiera.

— ¿Ya terminaste?

Le pregunto, abriendo su pijama, porque no estaba dispuesto a buscar otra para el que era un esclavo, al que pensaba extrañar, si, al que supuso que podía llegar a querer, pero por el momento, únicamente le gustaba su cuerpo, sus ojos resplandecientes, su cabello de sol, su cuerpo de pecado, pero el, su personalidad, no le gustaba en lo absoluto.

—Porque parece que tienes la noción, de que yo quiero que sientas placer… que tan siquiera me importa que me desees o que hayas permitido que un perro sarnoso mancillara tu cuerpo.

El no podía amar, ni siquiera cuando estaba vivo, y eso lo comprendía perfectamente, lo aceptaba, lo que no entendía era porque parecía que no sentía deseo, únicamente hambre, únicamente sed, pero con Milo, con él era diferente, su cuerpo encendía su libido, pero su alma, su persona, esa era una molestia.

—Ya te lave, ya te perfume, la peste de ese perro se ha marchado, así que ahora, debo marcar mi territorio con mis dientes, con mis manos, con mi sexo, en el único cuerpo humano, o angelical, que deseo poseer.

Camus llevo sus dedos al vello púbico de Milo relamiendo sus labios, bajándolos un poco, para comenzar a acariciar el sexo inerte de su amante, que le miraba con extrañeza, sin comprender lo que estaba diciéndole.

— ¿Puedes oler esa fragancia en tu cuerpo, los perfumes que usas?

Milo sentía que su cuerpo iba calentándose, con una sensación extraña, mirándole con horror, sin comprender porque ocurría eso con él, mucho menos, cuando Camus mordió su vientre, lamiendo la sangre, escuchando un gemido de su esclavo.

—Estos fueron fabricados para reaccionar con el veneno de mis uñas y de mis dientes, como un afrodisiaco, para que no causes problemas, pequeño escorpión.

Milo al escuchar esas palabras, sintiendo como su cuerpo iba calentándose, volvió a intentar soltarse, recibiendo más heridas de Camus, sintiendo como el hielo iba derritiéndose, poco a poco sus piernas, sentían su peso desagradable sobre su cuerpo.

—Me gustas y no quiero destruir tu cuerpo con la primera noche que tendremos sexo sin usar alguno de mis juguetes, porque no quiero romperte tan pronto, quiero que pelees, que luches, que te enfrentes a mí, para que al final comprendas que no tenías nada que hacer para derrotarme.

Camus esperaba ver la desesperación en el rostro de Milo, como su cuerpo iba rompiendo esa necia personalidad que le encantaba tanto, esa valentía, esa perseverancia, sin embargo, su respuesta cuando acerco su rostro al suyo para besarlo, fue saliva, le había escupido a la cara, riéndose de sus intentos por quebrarlo.

— ¡No importa lo que hagas, no eres más que un pusilánime príncipe malcriado!

Camus llevo su mano a su rostro, primero le cortaba el labio y ahora lo escupía, pensando que podría seguir insultándolo, pero no era así, no le dejaría pensar que con pequeños insultos podía evitar que lo tomara a su antojo.

—Muy bien, Milo, yo quise ser amable, trate de ser un buen amo esta primera noche que regresabas a mí, pero tú no lo deseas así, por lo que… me temo, que tengo que castigarte.

Milo se rio al escuchar esas palabras, forzando una risa fuerte, furiosa, aunque en el interior de su corazón sabía que Camus podía lastimarlo, no estaba seguro a su lado y no se detendría hasta que se arrodillara ante él, quebrado, como todos sus juguetes, como el mismo Afrodita lo hacía cuando estaba furioso.

—No te tengo miedo.

Camus asintió, buscando en su cuarto un fuete, una pieza negra y delgada de cuero, con la cual empezó a recorrer su cuerpo, como si fueran caricias, relamiéndose los labios al ver su expresión, su miedo, la cual fue intercambiada de nuevo por esa sonrisa burlona, esa falta de respeto.

—Y no soy tuyo, yo solo le pertenezco a alguien, ese es a mí.

Esas últimas palabras fueron recibidas con el sonido de la piel chocando contra la carne de Milo, que silencio su grito, mordiendo sus labios, encogiendo sus piernas, al sentir que el fuete caía sobre su torso, justo encima de su pezón.

—Pues, cuando haya terminado contigo, tú me pertenecerás.

Camus sintió un estallido de placer al verle retorcerse al sentir el siguiente golpe, ahora chocando contra su muslo, después otro y otro más, como si fueran caricias, o besos, que encendían su sangre congelada, escuchando los quejidos de Milo, viéndolo retorcerse, aun preso por esas cadenas que sostenían sus brazos firmemente contra la cabecera de la cama.

—Yo creo que unos veinte serán suficientes… a menos, que sigas insultándome.

Milo sentía la sangre recorrer su cuerpo, el ardiente dolor de los golpes con ese fuete, lagrimas recorriendo sus ojos, por el esfuerzo de no gritar, al menos, al tratar de no darle ese placer al príncipe de hielo, cuya erección podía ver iba en aumento con cada nuevo golpe.

— ¡Vete al infierno!

Le grito, escupiéndole al rostro cuando intentó besarle, de nuevo, manchándolo de sangre y saliva, logrando que otros chasquidos pudieran escucharse, acompañados de unos gritos que bien podrían ser suyos, ya no estaba tan seguro, porque ahora, sangraba de varias partes de su cuerpo, de varias marcas con forma de cruz marcadas con sangre, donde el fuete había chocado dos veces.

—Así te ves mucho más hermoso Milo.

Milo ya había sufrido esa clase de trato del príncipe de hielo, cada ocasión, Afrodita atendía sus heridas, maravillándose de que su sangre angelical pudiera curar sus heridas, temiendo que llegara un momento en el que Camus, lo matara, por eso le había dejado ir, pero de nuevo había sido capturado, regresado al calabozo de donde huyo, uno amueblado, con ventanas que daban a jardines, pero con cadenas y un monstruo acompañándolo.

—El color rojo, realmente combina con tu piel.

Camus se acercó a él, lamiendo la sangre manando de las heridas de su cuerpo, las lágrimas de sus mejillas, pensando que ya le había quebrado lo suficiente para poder poseerle sin que le causara más problemas, sin que se enfrentara a él, a cada instante.

—A ti te vendría bien… un baño de sol…

Camus al escucharle volvió a golpearlo, impactando su mano contra su mejilla, silenciándolo con ese golpe, para escuchar de nuevo una risa, apagada, cansada, pero burlándose de él, como solo ese ángel podía lograrlo, incendiando su sangre, con la perspectiva de los castigos que tendría que darle para poder romperlo.

—Nunca cambies Milo… no sabes cuánto deseo romperte.

Milo comprendía bien lo que seguía, Camus subiría a la cama, abriría sus piernas y comenzaría una danza frenética, que no terminaría hasta el amanecer, cuando por fin podría ser libre de ese vampiro, por lo menos unas horas, tal vez Afrodita lo curara como siempre, preguntándole porque regreso, como era que se dejó atrapar de nuevo, él diría que vivía feliz con su lobo, al que amaba por sobre todas las cosas, pero fue capturado, por creer que ya era libre.

—Mírame mi pequeño ángel.

Milo no le obedeció, escuchando un gruñido molesto de Camus, quien separando sus piernas se empalo de un solo movimiento en su cuerpo, iniciando la danza endemoniada que conocía tan bien, todo ese tiempo, trataba de recordar las caricias de Hypnos, sus palabras, su respeto, encontrando consuelo en él, de una forma en que antes no podía hacerlo.

—Mi ángel, mi ángel…

Esas palabras podían sonar románticas, si no lo estuviera describiendo, si no se tratase de su propiedad, si no comprendiera que no tenía piedad, que lo único que hacía era usar su cuerpo como si se tratase de un objeto, una herramienta.

-Muérete…

Respondió Milo, cerrando los ojos, aferrado a sus cadenas y a la imagen de Hypnos, esperando que Camus terminara pronto, que amaneciera mucho más rápido esta vez, pero como todas esas ocasiones, el tiempo paso lentamente, los minutos transformándose en horas, los gemidos de Camus, en gritos, su semilla en una sensación asquerosa que le hizo llorar debido a la furia que sentía, creyéndose la única miserable criatura que sufría en las manos de un monstruo, sus perversos deseos, su lujuria.

—Exquisito…

Susurro, levantándose de la cama, abandonando su lecho, dejándolo al fin, solo, escuchando los pasos de un muchacho rubio, un chico tuerto, que tenía que curar sus heridas, liberando sus muñecas.

—Camus dijo que le dejara darse un baño, que lo llevara al comedor para que se alimentara y que podía vagar por el castillo, pero que le dijera, que hay un centenar de las bestias de la madre de los monstruos en los jardines, que morirá devorado antes de dar diez pasos.

Milo se levantó, recordando que ese muchacho rubio antes si tenía dos ojos, comprendiendo que alguien se lo había sacado en el tiempo fuera del castillo, sintiendo lastima por él, suponiendo que lo mejor era obedecer a Camus, deseaba quitarse su semilla de su cuerpo.

— ¿Sabes si hay un hombre llamado Afrodita en el castillo?

El joven rubio negó eso, no había nadie con esa descripción, únicamente dos príncipes, o eso decían los nuevos amos, uno de cabello blanco inconsciente en una de las camas principales, el otro un demonio, que caminaba a lado del mayor de los gemelos, con una mirada perdida, como si estuviera quebrado.

—No, Afrodita escapo unos días atrás, antes de eso mando a Deathmask lejos, pero hay dos príncipes viviendo con nosotros, con los nuevos amos.

Nuevos amos… eso quería decir, que Camus ya no era nada, y no supo la razón, pero eso le pareció demasiado divertido.


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