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Lázaro por EmJa_BL

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Su público era multitudinario, para las escasas personas que solían detenerse a escuchar sus historias. Diego no inspiraba confianza por su juventud y su falta de fama, de modo que la mayor parte de la gente, cuando se paraba en una plaza para tocar su guitarra y entonar unas canciones con la intención de recibir después dinero, solía reírse de él en el mejor de los casos. En el peor, resultaba inexistente para los viandantes, únicamente preocupados en llegar al mercado semanal antes de que se agotase la mejor mercancía. Su actual popularidad sin duda sólo podía deberse a sus nuevos compañeros de viaje. Pero Diego seguía insistiendo en que él, ya antes de unirse al grupo, era un consumado y famoso bardo.

 

Diego regalaba la mejor de sus sonrisas al público, enmarcada por dos mechones rizados, de color castaño, que se escapaban rebeldes de la trenza con la que se sujetaba el pelo. Las chicas de la primera fila se reían por lo bajo tontamente mientras sus mejillas tomaban un tono carmesí. Consciente de ello, se acercó a las tres muchachas y, por orden, cogió y besó sus manos con delicadeza, mientras finalizaba su heroico relato.

 

Los aplausos fueron más leves de lo que se cabía esperar, pero eso no lo desanimó y sacó una bolsa que tenía colgada en su cinturón para abrirla y pasarla por todos los espectadores. Muchos apartaban la mirada y se alejaban, como si nunca hubiesen prestado atención. Eso hizo que Diego arrugase la nariz y mirase, con los ojos caídos y tristes, su bolsa vacía. Estaba dispuesto a cerrarla cuando una mano de tono violáceo depositó dos monedas de oro dentro de ella. Sin ocultar su emoción, puesto que aquello podía ser lo que, con suerte, consiguiese con la recaudación de un año, levantó su mirada para encontrarse con aquél que tanto había invertido en sus cantos. Tras la correspondiente reverencia en modo de agradecimiento, descubrió con amarga sorpresa que aquél le era un rostro bien conocido.

 

El elfo oscuro que le había pagado podría no destacar entre los suyos; piel violácea, ojos grisáceos, orejas picudas y pelo plateado enmarcando sus duras facciones. A pesar de ello, a Diego se le había quedado ese rostro grabado a fuego en la memoria. No en vano había pasado la mayor parte de su vida bajo su sombra. Era una historia larga y compleja y, aunque nunca se atrevería a cantarla, al mirar al elfo oscuro a los ojos la recordaba nítidamente, desde su primer encuentro.

 

Ocurrió años atrás, cuando Diego apenas alcanzaba su adolescencia, con 12 años y era conocido por el nombre de Lázaro. Por aquél entonces actuaba junto a una pequeña banda ambulante de ladrones; él cantaba y distraía al público mientras el resto del grupo se dedicaba a robar de los bolsillos hasta la última moneda de los espectadores. Se había unido a los 8 años de edad, tras abandonar el monasterio en la que se había criado, con el único objetivo de evitar a toda costa dedicar su existencia al sacerdocio. Ese oficio como "artista ambulante" ofrecía todas las experiencias que un niño avispado pudiera desear y, aunque no podía confiar en ninguno de los compañeros con los que trabajaba, todos los días estaban cargados de risas, desastres y aventuras. Era joven e inocente, inconsciente de las amenazas que llevaba aquel modo de vivir. Al menos hasta que llegó aquél ser y toda su vida cambió drásticamente.

 

Era de noche y toda la banda se encontraba a las afueras de un pequeño pueblucho de mala muerte, alrededor de un fuego comiendo un puchero que acababa de hacer la más vieja del grupo, cuando el elfo oscuro llegó. Lázaro lo miró con una curiosidad propia de aquel que incita siempre al peligro con su indiscreción. Ante sus ojos infantiles, un elfo oscuro era una criatura misteriosa. No eran seres comunes en Estura, el territorio donde habitaban los humanos, y mucho menos en el reino de Barot, donde se encontraban entonces. Barot no era una región poderosa, ni conocida fuera de las fronteras, por lo que nunca atraía a muchos extranjeros y menos que no fuesen humanos. Lo único interesante que ocurría allí eran las rencillas continuas con el reino vecino de Boron, con el que antaño formó un solo territorio.

 

Hasta ese entonces, para Lázaro, una criatura como un elfo oscuro no era más que una leyenda: Una raza que había oído nombrar, pero de la que no había sabido nada más allá de su apariencia y mala fama. Caníbales, ladrones, esclavistas, demonios, pero también ricos y poderosos. Eso era lo que solían decir.

 

Pudo ver la oscura piel de sus brazos, que sobresalía de las mangas de su camisa. El elfo oscuro no destapó su rostro, cubierto por las sombras de la capucha de su capa, cuando comenzó a hablar.

 

—¿Por qué no he recibido noticias vuestras desde hace meses?

 

—Mi señor, verá, es que no había mucho que comentar. La recolección por estas tierras ha sido bastante pobre. —sonrió la anciana dejando ver unos pocos dientes de plata, resplandecientes en la oscuridad de su boca.

 

—Creo que me has subestimado— La voz del extraño sonó tranquila antes de que, de un rápido movimiento, desenvainase su cimitarra y la clavase en el pecho de la anciana. Todos se quedaron en silencio. Lázaro miró la escena con horror. Era la primera vez que presenciaba una muerte, estaba paralizado. Toda la sangre pareció abandonar su cuerpo y sintió un profundo mareo, pero fue incapaz de dejar de mirar al elfo oscuro.

 

La anciana intentó hablar, pero sus últimas palabras fueron interrumpidas por un empujón de su asesino para retirar su espada del pequeño y arrugado cuerpo. Lázaro pudo ver cómo el hombre esperaba pacientemente a que su víctima se desangraba y muriese. Cuando el elfo oscuro quitó de un tirón la capucha de su cabeza y dejó ver su brillante pelo blanquecino en la oscuridad de la noche, clavó su mirada en el joven bardo, que temblaba como un frágil animalillo esperando la muerte— ¿Hay algún problema?

 

El niño negó enérgicamente con la cabeza, tenso. Tragó saliva con dificultad, que se había espesado dentro de su boca y ahora la encontraba pastosa, muy desagradable. Sentía que debía decir algo, pero su mente se quedó en blanco.

 

—Esa vieja nunca me ha caído bien. — Se atrevió a murmurar finalmente.

 

—Bien.— El elfo oscuro lo miró sin expresión en su rostro— Me retiraré por el momento. Pero, en vistas de lo ocurrido, me veo obligado a acompañaros, al menos hasta que encuentre a un buen sustituto. Espero veros en este mismo lugar en cuanto amanezca.

 

Lázaro oyó el murmullo de todos aquellos que tenía alrededor, tan tenue que asemejaba un molesto zumbido de mosquito. Todos tenían miedo. Aunque Lázaro aún era un niño, sabía perfectamente que si quería prosperar y asegurar su propia seguridad lo mejor que podía hacer era servir lealmente a ese ser.

 

Sus piernas temblaron antes de conseguir levantarse con gran esfuerzo, apoyando las manos sobre sus rodillas. Una vez en pie, se encaminó con paso ligero hacia la figura que comenzaba a alejarse en la oscuridad. La mejor de sus sonrisas adornaba su rostro y, aunque no era sincera, sabía que siempre resultaba encantadora a aquellos que la veían.

 

—Me llamo Lázaro. ¿A dónde vas a ir? Ya es noche profunda y el bosque es oscuro. ¿No es más seguro permanecer todos juntos alrededor del fuego?— Cuando vio una sonrisa en el rostro del elfo oscuro, rezó que fuese por haberle caído en gracia. —Aunque si a mi me dieran a elegir preferiría dormir solo en el bosque. Es mejor que escuchar los ronquidos de esa gente.

 

Lázaro se había asegurado de hablar lo suficientemente bajo como para que el resto del grupo no le escuchase. Tenía la seguridad de que, si llegasen a enterarse de lo que pretendía, ellos mismos se encargarían de hacerle la vida imposible. Tal vez, pensó, cuando se diesen cuenta de lo que ocurría, ya estaría a salvo bajo la protección del elfo oscuro.

 

Estaba tiritando por el miedo y el frío. Se esforzó para que el monstruo audaz que tenía enfrente no lo notase y mantuvo fija su mirada. Sabía que no debía dar signos de debilidad ante él, pero su falsa estoicidad duró poco. Casi cayó al suelo por la impresión cuando el elfo oscuro sacó su brazo con una velocidad asombrosa de su capa y agarró el del joven. Tembló como nunca antes lo había hecho y se esforzó por no mostrar lágrimas.

 

—En ese caso— La voz del elfo oscuro lo sorprendió, potente, rodeada del silencio de la noche— vendrás conmigo.

 

Lázaro se quedó mudo de terror, pero sus pies se movieron al son de los pasos de aquel ser cuyo nombre aún le era desconocido. No sabía a dónde se dirigían, ni que intenciones tenía. Cada vez se adentraba más en la espesura. La luz que recibían ya solo provenía de la luna y las estrellas, que plagaban el cielo en aquel lugar.

 

No se detuvieron hasta llegar una cueva en una elevada formación rocosa. A pesar de haberla distinguido numerosas veces desde el campamento, una vez allí no sabía de dónde habían venido, ni a qué distancia se encontraban.

 

El elfo oscuro lo arrastró sin delicadeza al interior de la cueva. Lázaro se mordió el labio intentando no echarse a llorar, pero los espasmos de su cuerpo, fruto del frío y el miedo, lo delataban de nuevo.

 

Allí dentro, la temperatura pareció ascender de forma agradable: el viento se detuvo y las paredes parecían haber retenido el calor del día. Sin embargo, continuaba estando oscuro. No había un solo atisbo de luz en la entrada y aquello no cambió, sino que se hizo más acusado, cuando el elfo continuó tirando dolorosamente de su brazo hacia el interior. Aquello parecía no tener fin.

 

Llevaban tanto tiempo caminando por aquel lugar oscuro que Lázaro le dio la impresión de estar muerto. Únicamente podía notar la fría mano del elfo oscuro apretando su carne. Ni siquiera podía saber entre toda aquella oscuridad si seguía moviendo sus piernas. Simplemente se encontraba en la nada.

 

No pudo evitar emitir un grito desesperado cuando el elfo oscuro le soltó. Temeroso, le rezó al Destino en voz alta con, indudable fe, hasta que volvió a escuchar la voz del elfo oscuro.

 

—Cállate. Me molestas.

 

Tras aquel corto comentario, Lázaro comenzó a escuchar atentamente, paralizado. Podía oír con claridad, ahora que lo pretendía, los sonidos típicos que podrían haber en el cuarto de un mago, un erudito o un loco aficionado a marcar con tinta el papel.

 

El niño avanzó con las manos en alto, hasta que estas dieron con una superficie dura y cayó al suelo con un aparatoso estrépito. Parecía que había chocado contra una mesa y varias cosas que debían estar sobre ella cayeron. Se sorprendió al comprobar que el suelo era relativamente blando. Palpó con la mano, descubriendo el tacto suave que pudo achacar rápidamente a una alfombra.

 

—Lo siento. Yo no quería...—se disculpó apresuradamente, gateando a ciegas en busca de las cosas que había tirado.

 

Se sorprendió cuando notó al elfo oscuro bufar cerca de él, seguido de sus brazos rodeando su cintura. Lázaro estaba casi seguro de que lo había puesto en pie y lo estaba, de nuevo, arrastrando de su brazo. Entonces notó ambas manos del elfo en sus hombros, empujando hacia abajo y haciéndole caer en una superficie mullida. Era un colchón de lana. Definitivamente, se encontraba en un cuarto. Lo que no podía llegar a comprender era por qué ese cuarto estaba engullido por un abismo negro.

 

—¿Puedo dormir aquí? —preguntó con timidez.

 

La respuesta no tardó en llegar, clara, concisa y con un tono burlón.

 

—Sí. No te preocupes, yo no ronco.

 

Lázaro arrugó la nariz, disgustado por su forma de hablar, pero se sintió más tranquilo, de hecho, no tardó en caer rendido. Hacía mucho tiempo que no dormía en una cama de verdad y la oscuridad, una vez sus ojos estuvieron cerrados, ya no tenía importancia.

 

Aquel fue el principio de una extraña simbiosis. Lázaro vió un protector en aquel elfo oscuro al que había oído a algunos de sus compañeros ambulantes llamar Alruk, aunque, no sabía por qué, nunca en su presencia. Él nunca se había presentado por ningún nombre al niño y solo podía dirigirse a él como "amo". El elfo oscuro lo trataba bien siempre que cumpliera sus órdenes, y él se cuidaba mucho de hacerlo. Lázaro se convirtió en una preciada marioneta de rostro angelical y pálido, que encandilaba a cualquier presa con sus mejillas sonrosadas.

 

Al principio, su rutina diaria no cambió en exceso. Únicamente veía al elfo oscuro cuando la jornada había terminado y lo seguía, cada día, a la guarida de la cueva.

 

Los primeros días, Lázaro tenía mucho miedo, pero con el tiempo se convirtió en uno de los lugares favoritos del niño. Por el día, aunque la cueva era oscura y tenía que iluminarse con velas, Lázaro podía deambular por las distintas cavidades llenas de frascos, papeles y cachibaches que, ni sabía para qué servían, ni le importaba. Antes de que su amo llegase, él debía apagar todas las luces. Al elfo oscuro le encantaba estar en total oscuridad para trabajar y, aunque a Lázaro le parecía extraño, nunca preguntaba. Únicamente asentía seguía sus órdenes.

 

Todo cambió cuando, un día en el que Lázaro se encontraba particularmente enfermo, se quedó dormido sentado en el escritorio.

 

Unas voces le despertaron de su ensoñación, pero ardía de fiebre y apenas abrió los ojos los tuvo que volver a entornar. Era el elfo oscuro y con él iban dos personas más. Una de ellas le era familiar, debía ser de la banda, pero la otra persona a la que cargaba no lograba reconocerla. De hecho, no podía ver su rostro desde allí y parecía encontrarse inconsciente.

 

—Ponlo ahí y márchate. —oyó que ordenaba al otro hombre el elfo oscuro. Lázaro contuvo la respiración ante la proximidad del desconocido, intentando que nadie se percatara de que se encontraba en un estado de semiinconsciencia.

 

Escuchó los pasos de quien se marchaba en el eco de la cueva durante largo rato. No se movió. Por primera vez, no había seguido las órdenes del elfo oscuro, saltándose la rutina, y temía despertar.

 

Su cuerpo febril se tensó cuando notó unos brazos agarrándolo y levantándolo del asiento sin el mínimo esfuerzo. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho el elfo oscuro. Creyó haberlo engañado, cuando este habló súbitamente. Lázaro abrió los ojos de la impresión.

 

—Lamentarás fingir estar dormido la próxima vez— La voz del elfo oscuro sonó profunda, en un susurro próximo a su rostro.

 

—Lo siento, amo. —se disculpó rápidamente sin atreverse a enfrentarse a sus ojos cristalinos. Se apartó de él, retrocedió unos pasos tambaleándose y un quejido salido de sus labios por moverse súbitamente.

 

—Ya que estás aquí tráeme ese frasco de ahí. —señaló el elfo oscuro hablando con un tono imperativo. Entre la penumbra y su terrible dolor, Làzaro apenas pudo alcanzar el frasco y casi se le cae de las manos.

 

Sus manos estaban frías a causa de la fiebre, de modo que cuando rozó las del elfo oscuro, sintió que los dedos de su amo podrían quemarle. Retiró la mano súbitamente, sorprendido y quedándose con el frasco.

 

Él frunció entonces el ceño y le arrancó de las manos el frasco con tanta violencia que finalmente el niño cayó en el suelo, lanzando un grito por el dolor al golpearse contra el sillón, donde estaba el hombre que había sido traído, que despertó por el ruido.

 

El elfo oscuro reaccionó con rapidez. Se lanzó sobre él, apartando a Lázaro de aquél sujeto, y lo obligó a beber el contenido del frasco cuando aún se encontraba desorientado. Lázaro observó horrorizado cómo el hombre comenzaba a tener un tono mortecino en su piel y sus ojos se ponían blancos. El niño estaba demasiado asustado como para hablar, e intentó huir reptando por el suelo.

 

—Incorpórate.

 

Lázaro tembló ante su imperante tono de voz. Iba a obedecer la orden del elfo oscuro cuando se dio cuenta de que no iban dirigida a él.

 

El cuerpo del hombre se convulsionó violentamente y de sus labios salieron unos rugidos imposibles de descifrar.

 

El niño gritó y el hombre se agitó, cayendo como un muñeco abruptamente al suelo.

 

—¡Maldición! Aún no está listo. —masculló el elfo oscuro cogiando una de las hojas que había sobre el escritorio. —Vamos, ven aquí.

 

Fue una mirada del elfo la que le hizo entender a Lázaro que, esta vez sí, la orden iba dirigida a él. Se levantó y fue hacia la mesa, reteniendo las lágrimas de sus ojos y terriblemente asustado y mareado por su débil cuerpo febril.

 

—¿Pu-puedo irme a la cama, amo? No me encuentro bien. —intentó pronunciar sin temblor en su voz, aunque sin conseguirlo.

 

Sin responder, le tendió una ampolla de cerámica fina que contenía un líquido viscoso y amarillento. Lázaro se quedó blanco y parpadeó. Claramente, quería que se lo tomara. Tragó con dificultad la saliva que se había espesado en su garganta y le miró aterrorizado, no quería acabar como ese infeliz. Su amo leyó sus pensamientos con facilidad, Lázaro lo supo cuando el elfo oscuro puntualizó:

 

—No se trata de un veneno. Es una medicina. Bajará tu temperatura y calmará tu dolor. A este paso, podrías morir por la fiebre.

 

El niño no podía creer en sus palabras y arrugó la nariz mientras tomaba el frasco entre sus manos. Sin embargo, se lo tomó de un trago sin rechistar y tosió varias veces tras hacerlo. Su sabor le era extrañamente familiar, debía contener algunas de las plantas medicinales que los monjes usaban en el monasterio.

 

—Lándalo...— murmuró, reconociéndolo por fin.

 

—No solo eso— una sonrisa de satisfacción se deslizó en el rostro del elfo oscuro. Aun así, continuó insistiendo— Fíjate bien. Huélelo.

 

Lázaro lo olisqueó y distinguió un olor dulzón. Tardó un tiempo en percatarse de qué era.

 

—Pitria y... ¿raíz negra?

 

Él negó con la cabeza y le corrigió.

 

—Raíz de Nore. Pero has estado muy cerca. Eres muy perspicaz.

 

—Es fácil. —dijo con suficiencia mientras dejaba con cuidado el frasco sobre la mesa.

 

—En ese caso, dime— el elfo oscuro agarró el frasco con los restos de la sustancia que le había administrado al hombre cuyo cuerpo continuaba tendido— ¿Qué es esto?

 

El niño lo tomó desconfiado y se lo acercó a la nariz. Había un cierto toque familiar, pero negó con la cabeza.

 

—No lo sé.

 

—Te diré uno de los ingredientes— Sonrió de modo que a Lázaro le pareció siniestro—. Raíz de Nore.

 

—Pero este olor no es de ninguna planta. Es un veneno animal. De serpiente, tal vez.

 

—Vaya, debo admitir que me sorprende tu olfato. Percibir antes el veneno de serpiente que la raíz de Nore no es algo común.

 

Lázaro soltó una risilla de suficiencia, pero tuvo que parar mientras se llevaba la mano a la cabeza, por el fuerte dolor.

 

—Dentro de poco tu fiebre mejorará, pero no debes dormir hasta entonces.

 

El niño asintió no muy convencido y se quedó mirando a la víctima que yacía sobre la silla.

 

—¿Quién es él? — se atrevió por fin a preguntar.

 

—No lo sé— La respuesta fue contundente y fría. Nada en su tono hacía atisbar un mínimo de preocupación por ello.

 

—¿Cómo que no lo sabes?

 

El elfo oscuro había vuelto a sus quehaceres en el escritorio y, al ser interrumpido nada más comenzar, se giró con un pesado suspiro y el ceño fruncido hacia Lázaro.

 

—No, no lo sé. Mandé a uno de esos andrajosos que me trajese un sujeto y lo hizo, nada más.

 

Ante la falta de respuestas y de atención se sentó en el suelo, durmiéndose tras esperar durante largo rato. Cuando despertó, pasadas las horas, estaba solo. No encontró al elfo oscuro, ni al hombre que los acompañaba.

 

Todo parecía haber sido tan solo un sueño, una ilusión provocada por la alta fiebre que ya solo era un lejano recuerdo.

 

Estaba tapado con una capa. El olor de plantas le confirmó que era del elfo oscuro y no pudo evitar sonreír ante el gesto. Sabía que era una estupidez, pero nadie había hecho eso por él, ni siquiera antes de abandonar el monasterio.

 

Se incorporó y se cubrió con ella. A penas había un par de velas moribundas que iluminaban la estancia y no podían calentarla con sus insignificantes llamas. La mesa parecía más ordenada que de costumbre y faltaban muchos de los tarros que había normalmente. En cambio, un enorme códice se encontraba abierto por el principio de sus páginas, delicadamente tumbado sobre un soporte.

 

Lázaro se acercó con cautela y paseó los ojos por las letras de trazo rápido y seguro que había en ellas. Parecían anotaciones apresuradas, desordenadas, repletas de fórmulas y recetas.

 

—No mezclar Lándalo con Causera, puede provocar sangrado —leyó en voz alta el niño con algo de dificultad.

 

La letra era muy extraña y él no estaba acostumbrado a leer, aunque los monjes le habían enseñado como preparación para su futura vida monacal. Quedó en silencio durante largo rato, releyendo con cautela una y otra vez la misma página. Sin duda, aquella afirmación debía referirse al hombre de la noche anterior.

 

Un escalofrío recorrió su espalda al toparse con las palabras que quería evitar, aquellas que se negaba a asumir: sujeto de pruebas.

 

Se palpó la frente buscando signos que pudiesen delatar un posible envenenamiento, pero no obtuvo nada. De hecho, se sentía extremadamente bien, todo apuntaba a que le había dado una medicina. Suspiro aliviado, pero poco después tragó saliva, al pensar en ese hombre.

 

Estaba asustado. Al tiempo, una emoción electrizante recorrió su cuerpo al darse cuenta de que el elfo oscuro le había salvado la vida en contra de todo lo esperado. Pensándolo fríamente, aquel hombre que había sido usado como sujeto de pruebas no le importaba nada. Solo se sentía mal al empatizar con su sufrimiento.

 

Escuchó resonar el eco de unos pasos que se dirigían hacia allí y movió con rapidez las hojas del códice hasta que finalmente este quedó abierto en la posición en la que lo había encontrado. Se cubrió aún más con la capa y corrió hacia su habitación, donde se sentó en la cama. Fingir que dormía habría sido una estupidez. Se aseguró de que el elfo oscuro, que entraba en aquel momento en el tenue resplandor de las velas, supiese que no le ocultaba nada.

 

—B-buenos días, amo— La voz de Lázaro sonó quebradiza en un principio, aunque consiguió recuperar su sonoridad sin mucho esfuerzo.

 

—Parece que ya estás mejor —dijo el elfo oscuro y pareció distingir en sus labios la mueca de una leve sonrisa. —Dime, Lázaro, ¿te gustaría ser mi ayudante?

 

El niño lo miró muy sorprendido y emocionado, era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Se fijó en su atuendo; le hacía tener una apariencia distinta a la que estaba acostumbrado. Vestía una coraza de cuero que le cubría la parte izquierda del pecho y hacía que su camisa ancha quedase más ceñida a su cuerpo. La capa que llevaba no estaba rota, pero tenía una apariencia muy antigua, con la tela desteñida por el sol y debilitada en algunas partes por su uso. Entonces, se dio cuenta de que había usado aquella capa por él. Se levantó, descubrió sus hombros y extendió sus brazos con la capa de su amo en ellos, tendiéndosela y agachando la cabeza en gesto de disculpa.

 

El elfo oscuro tomó su gesto además como una respuesta afirmativa a su pregunta. Se quitó la capa que llevaba, lanzándola a la cabeza de Lázaro y se colocó de un rápido movimiento la otra.

 

—Vamos, tenemos trabajo pendiente.

 

—Sí— Lázaro no pudo evitar hablar con un timbre de ilusión en su voz. No sabía a dónde se dirigían, ni qué tipo de trabajo iban a realizar, pero no le importó.

 

Desde ese día, acompañaba por las mañanas al elfo oscuro por el bosque recolectando ingredientes o lo acompañaba para negociar con los contrabandistas aquellas sustancias que no se podían encontrar en los alrededores.

 

Por las tardes, iba con la banda. Aprendió a tocar la guitarra y bailar, formando parte del espectáculo, y cuando la noche ya era cerrada, volvía a la cueva a descansar, junto al elfo oscuro. Esa fue su sencilla vida durante varios años. Unos felices años que tardaron poco en acabar.  

 

Notas finales:

¡Hola a todos! Somos Aralaid y Delian.

 

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