Sentía que estaba a punto del abismo, en contacto con la vida y la muerte. Donde el dolor se transmitía en todo su cuerpo, y el respirar se hacía una de las tareas más titánicas que pudieron existir. Entre todo eso, llegó a una conclusión: Nunca más lo repetiría. Pero a momento presente, no le quedaba más que gritar su pesar, decir entre quejidos que «lo estaba intentando», y apretar con todas sus fuerzas a lo que sea que su mano alcanzara.
Al cabo de un tiempo, el «resultado» salió de ella. Toda pequeña, manchada de cuánto líquido sea y… no vio más, la fuerza se apartó de ella y Françoise se desvaneció.
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Cuando despertó su madre se la entregó. Estaba dormida, envuelta en varias mantas de colores rosáceos, y con las manitos fuertemente oprimidas. Hubo una cosa que le llamó especialmente la atención; la niña tenía su nariz.
Por la misma juventud que emanaba de ella, no le llamó otra: Nunca la escuchó llorar. Su madre no tardó en echárselo en la cara, cuando mencionó cuánto se habían asustado los médicos al no escucharla. Que la habían creído muerta o muda, y que… tenía la voz tan baja como el pequeño maullido de una cría de gato. Al cabo de nada se la quitaron, y la llevaron a la incubadora.
Fue ahí donde empezó su ventura en la maternidad.
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Aunque, en realidad, no fue así. Con la juventud destilándole en los poros, las pocas ganas de «perder» su vida, y muchas amistades; tendió a dejarla de lado. Solía delegar su trabajo a su madre, su hermana, niñeras y hasta amigas. Mathilde, nunca se quejaba y aunque algunas veces notaba en su mirada decepción, esto no dejaba de ser —tal vez— una paranoia salida de su misma culpa.
Niña comprensiva y educada. Correcta en comportamiento, jamás hizo berrinches tontos, aceptaba sus horarios, y hasta en el momento de destetarla nunca hizo amago de queja al aceptar solo el biberón. Su madre por eso la adoraba y llamaba «la hija que hubiera querido tener», pero por el mismo hecho de ser tan amada es que se exigió a Françoise el dar la atención suficiente a quien concibió.
Costó hacerlo, primero era porque en su vida no había mucho tiempo para aceptar que era madre y alguien estaba a expensas de ella; y dos porque… muchas oportunidades se iban con ello. Pese al rechazo, Mathilde no se quejó, no empeoró comportamiento, no buscó el cobijo en su cama en noches de tormenta, no lloró ante los pinchazos, no negó tomar feas medicinas, ni exigió atención. Fue comprensiva como una adulta, y le hizo notar su inmadurez. Es a esperar que poco a poco una simple niña le enseñó a crecer.
Fue difícil y extenuante, pero tuvo que hacerlo. Querer a quien se merece, y cuidarla como a ella misma. A su hija, la que no lloraba, la que no exigía ni se quejaba. Era casi un deber.
Y es por eso, justo por eso, que el día en que la recogió del colegio y la encontró con la cabeza gacha, el cabello hecho un desastre, las mejillas rojas y con la firme huella de previas lágrimas; que su corazón se detuvo y supo que definitivamente no podía dejarlo así.
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Pronto se daría cuenta que no era la única que pensaba de esa forma.